35 – Gabriel Salazar

Notre Dame de Jardín

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INTRODUCCION

En esta narración, la secuencia de escenarios es una combinación de formas narrativas entre Víctor Hugo y James Joyce. En cuanto a Víctor Hugo, las escenas tienen un paralelo: de un lado con el ambiente donde se desarrolla El jorobado de nuestra Señora (Quasimodo)en Notre Dame de París; y de otro lado, “Sita” en Jardín; aquí se describe un ambiente siglo y medio después de la obra de Víctor Hugo. En cuanto a Joyce, se emula un monólogo de lo que pasa por la mente del personaje durante media hora del recorrido; la hora del inicio, marcada por el narrador y la hora final marcada por el reloj de la iglesia.

(Narración de Semana Santa en Jardín)

La amistad son reminiscencias compartidas…

Jardín es un pueblo del Suroeste antioqueño, fundado hace más de 150 años sobre un antiguo abanico aluvial ligeramente inclinado hacia el oeste –diez a quince grados– y rodeado por antiguos volcanes, de millones de años de antigüedad, que hoy adornan el paisaje a los 13748 moradores. Está ubicado a 134 km de Medellín; clima lluvioso, 2552 mm/año; relieve de 1750 m.s.n.m.; temperatura de 19.5 °C y está a cuatro horas de Medellín en bus.

Desde el atrio de la iglesia (imitación de Notre Dame de París), el atardecer es un lienzo en vivo: se ven en lontananza los Farallones del Citará, formando hermosos picos, que a veces se notan más cuando los arreboles son bien coloridos, con tonalidades amarillas, naranjas, rosadas, grises, en un fondo azul; el relieve de los farallones, a más de 4022 m.s.n.m., resalta la geomorfología de espinas de pescado; los picos más elevados filtran los últimos rayos del sol en conos de luz, que hacen contrastar más el relieve. La acuarela de un atardecer cautiva las miradas de los visitantes, seduciéndolos a congelar el lienzo natural en sus cámaras; el espectáculo continúa al anochecer, en tiempos de luna llena, en un escenario opuesto al ocaso y aparece un crepúsculo lunar en el oriente: desde la fuente del parque, cuando aparecen los primeros rayos de la luna, se ve una medalla de plata jugando a las escondidas, ocultándose detrás de los campanarios de las torres de roca volcánica de la iglesia; son recuerdos que acompañarán para siempre a los visitantes en sus imaginarios y sus cámaras.

En dirección a “Balandú”, calle arriba, se aprecian las casas llenas de jardines, coloridos balcones, que dan un aspecto de “Jardines colgantes de Babilonia”. Por su belleza paisajística, por su diversidad de flora, fauna, por la gentileza, cultura y religiosidad de sus habitantes, Jardín atrae el turismo ecológico y religioso; ya no caben en el parque ni de pie, los turistas ni la gente del pueblo. Todos quieren ir a contemplar los paisajes, incluyendo los extranjeros.

Y es allí, caminado por el atrio de la iglesia, en las horas de la mañana, donde se centra la actividad principal del pueblo, la misa dominical; los feligreses atestan el atrio; y como todos, también “Sita” asiste al mismo ritual. Su verdadero nombre es “Rosita”; el recorrido por las calles lo comienza en el atrio; siempre va acompañada de una muñequita calva, apretada bajo el brazo izquierdo; la calvita, la que le da el sustento, la lleva pegada a su cuerpo y juega con ella en presencia de los espectadores, feligreses, comensales, turistas, mercaderes y campesinos en general; ella trata de ablandarles el corazón para que le den algún óbolo.

Una de tantas mañanas, Sita estaba en el atrio de la iglesia vestida de rojo. Esa escena, alrededor de la Iglesia me trajo a la memoria a “Quasimodo”, de Víctor Hugo, en “El jorobado de Nuestra Señora”.

Eran las diez de la mañana, y ensimismado en el paisaje jardineño, mientras saboreaba el aroma del “El Fruto de Abisinia”, miraba las espirales de vapor que se levantaban por encima del pocillo y a través de ellas, enmarcados en una de las ventanas “Los Farallones”. Estábamos en una reunión familiar y disfrutábamos de las gracias de Juanito, que apenas iba a cumplir dos años, y jugaba al pie de la ventana. Cuando me aproximaba a verle el fondo al pocillo, de repente, apareció Arcángel, quien llenó con su figura el centro del vano de la ventana y se colgó de la reja formando una cortina externa. Apenas el niño lo vio, salió corriendo ahogado en llanto, era una escena que se repetía frecuentemente. Arcángel traía la cara descompuesta, como si algo grave le hubiera sucedido. Lo conocí en la Universidad, en la Facultad de Agronomía, en 1970, cuando éramos “primíparos” en la clase de español de Manuel Mejía Vallejo. Arcángel, un profesor jubilado, soltero, buen mozo, amable, atento a solucionar los problemas de la gente, practicante de un “cristianismo esencial”, con cara de seminarista y residente en Jardín. Cuando todos seguíamos las miradas al niño tratando de calmarlo, Arcángel nos saludó y habló rápidamente, no como lo hacía siempre, con sus carcajadas alegres.

  –Hola, vámonos a tomar un tinto al parque –me dijo con un asomo de preocupación.

–Hombre, pero si me acabo de tomar uno acá.

Noliace´home, es que tengo que comentarte algo; vamos pa’l parque.

De inmediato salí de la casa y todos se quedaron intrigados; me subí al carro con él y nos fuimos calle abajo. Su casa quedaba a cinco cuadras de la nuestra. Una vez arrancó conduciendo su Toyota, comenzó a darle vueltas al pueblo, como buscando algo que se le había perdido; se dirigió al parque y no paraba de mirar para todos los lados sin cesar. Yo no comprendía su comportamiento. Se parqueó una cuadra más arriba de la iglesia en dirección opuesta al “Cerro de la Cruz”, a cien metros de su casa, le puso seguro al carro y salimos hacia la iglesia.

–Arcángel, ¿en este punto no fue donde te “partieron” la vez pasada? ¿Por qué volviste a parquear ahí? –le pregunté.

–Sííí, ya volvemos.

Bajamos a paso largo, con dirección al “Café de Los Andes” y cuando atravesábamos por la panadería, miró las vitrinas y dijo que ahí vendían los mejores pandequesos, entró y preguntó:

–Don Crisóstomo, ¿tiene pandequesos frescos?

–Sí.

–Deme cuatro. ¿A vos te gustan los pandequesos?

–Hombre, yo estoy todavía como muy lleno.

–No, es para que nos los llevemos y nos los comamos en el segundo piso del “Café de los Andes”.

Se notaba muy inquieto, sin saber a dónde ir, pagó rápido, le empacaron los pandequesos y salimos para el segundo piso del “Café de los Andes”; buscamos una mesa con mirada hacia el parque y me senté en una de ellas; él se fue directo al mostrador a hacer la fila y mientras esperaba a que lo atendieran, yo miraba el paisaje y me atropellaron los recuerdos. Recordé nuestra amistad; por un lado, se debía al aprecio que él sentía por mi suegro, y de otro, por los recuerdos compartidos de nuestros primeros años en la universidad, interrumpidos por más de cuarenta años sin volvernos a ver. Sentado en la mesa recordé a mi suegro, recién fallecido, cuando los tres, mirábamos hacia el Cerro de la Cruz,  el mismo paisaje que los clientes veían, pero cada uno con diferentes percepciones: al fondo, los restos de un antiquísimo edificio  volcánico de millones de años de antigüedad, hoy convertido en una pirámide verde, en cuya cúspide hay una cruz, “El Cerro de la Cruz”, donde van los feligreses en romerías cada Semana Santa para escalar las escarpadas laderas de esa “Torre de Babel verde”, tratando de llegar al cielo; más cerca, hacia nosotros, sobresalía un árbol de guayacán florido, cuyas flores teñían el dosel de amarillo; algunas caían lentamente al piso, en forma de copos de nieve, tapizando el empedrado y formando una alfombra, para darle la bienvenida a los turistas; más cerca, estaba “El Relincho”, un toldo de venta de obleas, que se ha vuelto muy famoso porque el dueño se transforma en “centauro”: se pone una cola de caballo atrás y relincha, lo que le hace arrancar risas a los compradores y estimulados con la publicidad, le compran y hasta le “enciman”; sus obleas son “de marca” y se podría pensar en vender la franquicia. También pasaron por mi mente imágenes prestadas de “Aires de Tango” de Manuel Mejía Vallejo: Jairo (personaje principal), repartiendo puñaladas a diestra y siniestra en los alrededores del parque.

Mis pensamientos se interrumpieron cuando llegó Arcángel, medio agitado, derramando casi los tintos; sacó los pandequesos, me ofreció dos, y comenzó a comerse los otros dos. Yo no entendía a qué se debían la serie de invitaciones tan seguidas unas tras otra. Comencé a tomarme el tinto y a mordisquear el pandequeso con desgano; me vi forzado a ponerle tema; le hablé de ciencias, economía, de cooperativas, de Juanito, de mi suegro, de la religiosidad de la gente, del clima ¡de qué no le hablé! Pero no me ponía atención, estaba totalmente ido, desconcentrado, no se hallaba. Todo el tiempo se la pasó mirando hacia el parque y al atrio; traté de hablarle de los tiempos en la universidad con Manuel Mejía Vallejo, de las vivencias que teníamos en común, anécdotas que él solía contar con mucho entusiasmo, pero ni eso le importó.

Estas vivencias, que habíamos compartido en otras ocasiones, no le llamaron ahora la atención; despachó rápidamente los pandequesos y el tinto, y ahí mismo me propuso que nos fuéramos a dar una vuelta; nos fuimos, y cuando pasábamos enfrente a la iglesia, se inclinó y se santiguó. Llegamos al café, del lado del atrio de la iglesia, que da al Cerro de la Cruz; buscamos una mesa, pero todas estaban ocupadas; miró para varios lados y vio a tres jóvenes sentados en una de ellas, corrió hacia ellos, y los saludó:

–Hola muchachos, aquí les presento un amigo.

Me presenté.

Eran jóvenes bien vestidos, muchachos de ciudad que conversaban muy animadamente acerca de la preparación de los escenarios para los actos litúrgicos. Arcángel y yo nos sentamos al lado de los jóvenes, entramos en conversación y cuando escuché que hablaban de escenarios religiosos, –uno de los jóvenes tenía unas tablas en la mano–, supuse que iban para la procesión y quise romper el hielo; me pareció pertinente hacer una pregunta, lo más gentilmente posible, acerca de cómo avanzaban los actos litúrgicos:

–¿Ustedes son cargueros?  

Todos soltaron la carcajada.

Quise suavizar el ambiente ya enrarecido; sustenté que los cargueros eran personas importantes en los pueblos y que las más distinguidas se disputaban ese derecho de ser carguero, eso era muy normal y venía de España; allá aún siguen siendo los actos litúrgicos muy parecidos a los de hoy en día en todos los pueblos de Colombia.  Uno de los jóvenes me miró y ahí mismo se despidió, lo mismo hicieron los otros jóvenes y escuché que uno ellos le dijo a Arcángel:

–Bueno, profe, hasta luego. Y se fueron.

Intrigado le pregunté a Arcángel a qué se dedicaban, y me respondió, que eran estudiantes de arte.

Arcángel, cada vez más inestable, me sacó de allí y me propuso que nos fuéramos para su casa, y yo accedí.

Nos devolvimos rápidamente con dirección hacia el atrio sur, caminamos tres cuadras y nos encontramos con la procesión de Lunes Santo. A la cabeza venían el cura y los sacristanes; el cura venía con un ropaje elegantísimo y su séquito de monaguillos, todos bien parecidos, con sus atuendos de “curitas”, y, entre tanto, y mientras avanzaba la procesión, el cura los miraba con regocijo. Al fondo traían bamboleando a Jesús, ya crucificado, chorreando sangre, aun siendo lunes –en mi infancia, el lunes se representaba todavía muy alegre–; cruzamos por un lado de la procesión y llegamos a la casa de Arcángel. Abrió la puerta y entramos; al lado izquierdo se veía un garaje, con espacio para dos carros, uno para el Toyota y el otro para un Mercede Benz, de modelo antiguo. Apenas lo vi le dije:

–¡Ah! Verdad que vos tenías este carro, hombre, a mí ya se me había olvidado.

Y fue cuando le pregunté:

–¿Por qué no lo vendés?

–En esas estuve, pero solo me ofrecieron cinco millones de los ocho que yo pedía.

–¿Está en buenas condiciones?

–¡Uff! Hace más de media hora lo saqué a dar una vuelta para que no se le descargara la batería. ¡Es que te voy a contar algo! Cuando iba subiendo para tu casa, me encontré con el “gusano”–el tren de ruedas de turismo– y frené inmediatamente, después sentí un golpe en el maletero, miré por el retrovisor, no vi nada, avancé y cuando ya había cruzado la calle, vi a una señora  de pantalón rojo, en el pavimento; le di una vuelta rápida a la manzana para auxiliarla y cuando llegué no vi a nadie; me quedé muy intrigado, me fui para la casa, cambié el Mercedes por el Toyota, para asegurarme que el carro  estuviera en buenas condiciones para salir a buscar más rápido a la señora; hasta ahora no la he podido encontrar, se desapareció como si hubiera sido un fantasma. ¡Eso es lo que me ha tenido para enloquecerme!

–¡Aaah, no jodás! ¡La mataste! ¡Ay, hermano! Fue lo que se me ocurrió decirle. Y le propuse que nos fuéramos a buscarla de inmediato.

Nos devolvimos para la iglesia para ver qué se comentaba y cuando pasamos por el atrio, noté que el reloj de la iglesia marcaba las diez y treinta; Arcángel repitió su ritual, se santiguó y luego llegamos otra vez a la mesa donde habíamos estado con los estudiantes; miraba para todas partes y en un momento dado dirigió la atención hacia una mesa, donde unos parroquianos tomaban cerveza, logró ver unos pantalones rojos, en medio de los señores, era “Quasimoda”, ¡muy oronda! Unos espectadores le acariciaban la cabeza a “la calvita”. Arcángel soltó una carcajada, y me dijo:

–¡Vámonos para la casa a celebrar la resurrección de “Sita”!

Llegamos a su casa y fue ahí donde me comentó lo que tal vez pudo haber sucedido:

–… tal vez cuando frené, al ver el “gusano”, “Sita” estaba atrás y con seguridad ella me  golpeó el carro con la muñeca:  hubo un primer golpe al maletero y no vi nada; cuando arranqué  de nuevo, “Sita” iba a golpear otra vez al carro, yo avancé, quedando un vacío instantáneo; la inercia que Rosita llevaba en la mano para golpear de nuevo con la muñeca se encontró con el vacío, se  desestabilizó y se fue al suelo; yo solo alcancé a ver por el retrovisor la última escena: «Sita, de pantalones rojos, tirada en el pavimento». Yo, ya había cruzado la calle y tuve que hacer un giro por otra cuadra rápidamente para recogerla; en menos de tres minutos, cuando regresé al mismo sitio ya no estaba, no entendí nada y me puse a darle vueltas al pueblo.

Marzo 8 de 2018.