35 – El Indio Uribe

Juan de Dios Uribe, cuyo apodo era El Indio Uribe (nació en Andes, Antioquia, en 1859 y murió en Quito, Ecuador, en 1900), fue un escritor y periodista colombiano. Periodista, comediógrafo, cuentista y panfletario, único en el país por lo vigoroso, quemante y demoledor de su estilo. Su prosa fue realista y veraz. Un gran descriptor de la naturaleza y de las costumbres, un crítico de gusto refinado y el más alto representante de la iniciativa justa y resonante. El primer escritor político de Colombia. Amigo y compañero de otro grande de la literatura de la época, Antonio José Restrepo, conocido como Ñito Restrepo.
Tomás Carrasquilla, lo consideraba un estilista incomparable entre los escritores de su tiempo, “dueño de una prosa única y soberana en los dominios de las letras hispánicas”.
Núñez lo desterró ¨por escritor incontrastable de verdad y de venganza…¨. Trece años duró en el exilio, con una fugaz entrada a Medellín, a dar un abrazo a su madre. Por algunas intervenciones públicas fue nuevamente preso, desterrado o confinado a las Islas de San Andrés y Providencia (1893), se escapó temerariamente a Nicaragua, de ahí luego a Ecuador donde murió en 1900.

He aquí la narración que hace de una visita que hizo junto con Ñito Restrepo al gran poeta Epifanio Mejía, a quien quiso llevar al exterior para que le trataran su enfermedad mental, pero las circunstancias no se lo permitieron.

En el cercado ajeno

Al norte de Medellín, a media legua, sobre una colina de las que cierran la llanura, está el asilo de locos. Es un edificio a medio hacer, con bastante espacio a los lados, con vistas hacia el Valle de Medellín, hacia el cajón del río, a la cuesta de Medina, a los montes de El Gallinazo y de El Granizal y a las cumbres romanescas de Santa Elena. Sitio de mucho aire, de mucha luz, de paisajes encantadores, corona de eminencia; y el sol que reverbera en su tejado nuevo, enciendo como un fanal sobre el collado de los infelices… Allí vive Epifanio Mejía, nuestro poeta loco.

Con el primer ejemplar de La Tierra de Córdoba en el bolsillo y con la vibración en la cabeza de este himno apasionado a nuestra raza, quise ir al asilo a recibir la impresión que le causara la lectura de los versos de Isaacs al poeta más antioqueño de los antioqueños. Epifanio tiene lucideces en literatura: hace buenos versos en su celda de recluso y recita sus antiguas poesías con una fidelidad perfecta. Cuando la inspiración vence su dolencia, produce como en los mejores días, pero estas improvisaciones fugitivas se pierden entre las charlas de los locos. No tiene papel, ni pluma, ni libros ni nada que lo asocie a su pasado de escritor, y vive de algunos recuerdos, que están incólumes en su memoria, y de las extravagancias que constituyen su desgracia. Distraído de la manía de comerciante por mayor –que es la que ahora tiene– y traído a las letras, su juicio adquiere cierto equilibrio; y era este intervalo feliz el que yo quería aprovechar para leerle el canto de Isaacs. Se me presentaba, además, la oportunidad de pedir justicia para el pobre poeta: remedio para su desgracia, o bienestar para sus últimos días; pan para sus hijos, una edición para sus obras, aquello que fuese una reparación de esta sociedad colombiana, indiferente y avara con los hombres distinguidos que son humildes. Juntar a Mejía con Isaacs, cuando al uno se le cree muerto y el otro va a conmover de nuevo los corazones y a preocupar los espíritus, es apoyar la musa enferma de Epifanio en vigoroso brazo de Efraím, lo cual no debía causarle sino regocijo al nombre corazón del autor de María.

El tranvía lo lleva a uno hasta El Bermejal, cruzamiento de carreteras y lugar de baños y de recreo: desde allí trepa la cuesta, ente sotos y vallados, por un paraje delicioso, con olor de montaña, con la frescura y reposo de las brisas libres y el campo verde.

Mientras adelantaba al asilo, iba pensando en el otro, en Jorge Isaacs, que tiene su casita a orillas del Combeima, de cara a la montaña del Quindío, de donde el Tolima, que él ha cantado, bota al cielo su cono inmenso de nieve inmaculada para recibir las primicias de la luz de los astros. En Ibagué vive, pobre y enfermo, después de una heroica batalla con la naturaleza y la fortuna. No ha sido vencido, pero sí destruido. Respiró a pleno pulmón los miasmas de las selvas y de los hombres, y eso, si no ha domado su altivez, sí ha quebrantado sus fuerzas físicas. Según me escribe, se repuso un poco en una granja de Emiro Kastos, en el corazón del monte, propia para poner en fuga las fiebres y los pensamientos dolorosos. ¡Y vive así este hombre que ha dado tanta gloria a la literatura de su Patria! ¡Que ha enriquecido a centenares de editores nacionales y extranjeros con su libro! ¡Y tiene que hartarse solamente de sueños y quimeras este gran señor que nació para el arte y las magnificencias! ¡No se queja, no encorva la espalda; pero sus amigos, a pesar de él, nos quejamos de que aquí donde se quiere coronar a Núñez, él mismo, y quieren coronar a Rafael Pombo, se deja a Jorge Isaacs apuntando siempre la rueda veleidosa de la fortuna!

***

Al proseguir el camino, evocaba a Isaacs en los recuerdos de mi infancia y de mi juventud.

Cuando lo vi por primera vez en Cali, a su regreso del Pacífico, tenía la fuerza de los cuarenta años: erguido, de pelo y bigote negros, altivas la mirada y la faz. Nos mostraba a los chicos la casa donde nació el poeta y donde Efraím llegó demasiado tarde aquella noche de tribulaciones.

«Hube de reunir todo el resto de mi valor para llamar a la puerta de la casa: un paje abrió. Apeándome boté las bridas en sus manos y recorrí precipitadamente el zaguán y parte del corredor que me separaba de la entrada del salón: estaba oscuro. Me había adelantado pocos pasos en él, cuando oí un grito y me sentí abrazado:

–«¡María! ¡Mi María! –exclamé estrechando contra mi corazón aquella cabeza entregada a mis caricias.

–«¡Ay! ¡no, no Dios mío! –interrumpiome sollozante.

«Y desprendiéndose de mi cuello, cayó sobre el sofá inmediato: era Emma…»

Aquel encuentro de Efraím, que satisfacía mi curiosidad de niño, no habría de borrárseme de la memoria. En casa de mis padres era familiar su nombre; y el tomito de versos suyos que publicaron Camacho Roldán, Becerra, Vergara, Marroquín, Samper, la tertulia de El Mosaico, estaba en nuestra biblioteca, y fue ese mismo ejemplar el que le sirvió muchos años más tarde para principiar a reunir sus poesías que habría publicado en Bogotá sin la codicia feroz de los editores.

Fracasaron por ese tiempo sus negocios de agricultura y tuvo un pleito ruidoso que lo obligó a escribir uno o dos folletos.

En 1875 era Superintendente de Instrucción Pública del Cauca. Cuando atravesaba los claustros de la Escuela Normal de Popayán, envueltos en su capa, sin mirar a nadie, los estudiantes cerrábamos los libros para contemplarlo llenos de respeto. El imponía ese respeto, por otra parte; mas nosotros nos sentíamos orgullosos y felices al tener por superior de estudios al gran poeta que había paseado la novia inmortal caucana por todas las comarcas de la tierra; que había dejado a María como numen que preside los amores castos, hablando a la oreja de las prometidas, y en nupcias imposibles con los corazones tristes… Felices, orgullosos y entusiastas, al pensar que el célebre escritor venía del lado de César Conto, de la redacción de El Programa Liberal, de dar un asalto a los fanáticos, por nosotros, por los normalistas, que estaban en el nido de la serpiente, a quienes cada día nos gritaban la manada religiosa en las puertas de la Escuela, en la plaza, en las calles, con aullidos de fiera hambrienta: ¡Mueran los masones! ¡Mueran los herejes! con este estribillo de la época, que despedazaba el gaznate de hombres y mujeres: ¡Santo Dios! ¡Santo Dios!

¡César Conto! Combatido por los nuñistas y los conservadores; envuelto en una red de sociedades católicas; con un Obispo beligerante a dos cuadras de su casa, y otro Obispo guerrero que le apuntaba desde Pasto; en la perrilla de las iglesias, de los periódicos y de las tribunas reaccionarias; desengañando de muchos de sus copartidarios; con infaustas noticias por el telégrafo a cada instante; abocado a una guerra de aspecto musulmán; y él sin soldados, con pocos amigos, inalterable, sonriente, con la bandera en la mano, parando los golpes en El Programa Liberal, ¡oh, este recuerdo es el homenaje más glorioso que pueda hacérsele a su memoria!

Al otro día de la batalla de Los Chancos (31 de agosto de 1876) vi a Jorge Isaacs, de pie, a la entrada de una barraca de campaña. Pasaban las camillas de los heridos, las barbacoas de guadua con los muertos, grupos de mujeres en busca de sus deudos, jinetes a escape, compañías de batallón a los revelos, un ayudante, un General, los médicos con el cuchillo en la mano y los practicantes con la jofaina y las vendas, Trujillo que marcha al Sur, Conto que regresa a Buga, David Peña a caballo con su blusa colorada, como un jeque árabe que ha perdido el jaique y el turbante… el mundo de gente, ansiosa, fatiga, febril, que se agolpa, se baraja y se confunde después de un triunfo, El sol hacía tremer las colinas, la yerba estaba arada por el rayo, el cielo incendiado por ese mediodía de septiembre, y por sobre el olor de la pólvora y los cartuchos quemados, llegaba un gran sollozo, una larguísima quejan de los mil heridos que se desangraban en aquella zona abrasada, bajo aquel sol que desollaba la tierra. Isaacs reemplazó el día antes de Vinagre Neira a la cabeza del Zapadores, y, como su primo hermano César Conto, estuvo donde la muerte daba sus mejores golpes. Yo lo vi al otro día en la puerta de la barraca, silencioso en ese ruido de la guerra los labios apretados, el bigote espeso, la frente alta, la melena entrecana, como el rescoldo de la hoguera; y con su rostro bronceado por el sol de agosto y por la refriega, me parecieron sus ojos negros y chispeantes como las bocas de dos fusiles.

Hizo la admirable campaña del Sur a órdenes del General Trujillo, y uno de sus mejores poemas con la cortada de El Nudo. Era allí infatigable, pero agitador y propagandista, cual si continuara en el campamento discursos interrumpidos en las asambleas, a la manera de los inspectores del ejército de la Convención francesa. No sería esto lo más a propósito para la disciplina, ni le hacía mayor gracia tal libertad al General Trujillo, por lo que el jefe e Isaacs se trataban a distancia. Bajo su tolda, en los riscos de Miraflores y San Julián, solían de tarde en tarde escribir una página o grabar una estrofa en su libro de memorias.

Lo oí hablar luego en las cámaras legislativas; vi apedrear su hotel por las turbas regeneradoras, tres días antes de que un guijarro feliz, tirado por los godos, le enseñara al doctor Galino, de un modo perentorio, la excelencia de las doctrinas conservadoras.

Muchos años después (1886) Antonio José Restrepo y yo fundamos La Siesta con el objeto de hacer, socapa de un periódico literario, una hoja política, y Jorge Isaacs buscó para nosotros sus carteras de viaje por la Costa Atlántica, la Sierra Nevada y la Goajira, y nos dio a escoger lo que a bien tuviéramos. Tomamos lo que él quiso. Así es como La Siesta tiene un repertorio de Isaacs que no posee ninguna otra publicación de la República.

Y cuando en 1887 me echaron de Bogotá, por anarquista o por cualquiera otra cosa, puso en manos de mi madre una carta para el poeta Justo Sierra, que nunca agradeceré lo bastante.

***

Antonio José Restrepo llegó conmigo. Mientras nos abrían la puerta del asilo, reparamos en una capilla que queda enfrente, a donde llevan a los locos a oír misa los domingos, como si lo que no entienden los racionales estuviera al alcance de los enajenados…

Abrieron. En el patio había algunas infelices tomando el sol en posturas ridículas. En el corredor se paseaban otros; de los cuartos cerrados y del interior del edificio salía una vocería confusa.

–¿Dónde está Epifanio? – preguntamos al portero.

–Por aquí– nos dijo, y guio hacia la puerta del poeta.

Una celda desmantelada, con una cama por único mueble, en el suelo desnudo, de tierra-bermeja. Hacía frío allí dentro. Epifanio nos recibió con amabilidad y nos rogó que tomáramos asiento en la cama.

–Es lo que tengo aquí –nos dijo.

Le dimos gracias.

–¿Y cómo va de salud? –le preguntó Restrepo.

–Estoy bien– respondió. No me ha vuelto el ataque y puede ser que no me repita.

Entonces reparé que había envejecido y que estaba extenuado. Hacía cuatro meses lo había visto robusto y fuerte: con el pelo y la barba rubios, la cara llena, los ojos azules, y en mangas de camisa; se daba trazas en aquellos días a un obrero alemán sin trabajo. Ahora lo barría la desgracia. Le trajeron una taza de caldo, que tomo a sorbos y luego encendió un cigarro.

–Me entretengo fumando –habló en voz baja. No puedo leer ni escribir; eso me hace daño. Fumo y descanso del viaje…

–¿De qué viaje?

–¡Ah! ¿No lo saben ustedes? Yo vengo de descubrir otro continente, más allá del Viejo Mundo, donde no hay tabaco, ni candela, ni periódicos; donde se usan unas monteras grandes y negras, y donde vive Zaida, que se viste de las flores del jardín y es como una rosa de Alejandría. Se llama la tierra de la Soledad; desembarca uno en el puerto de Carpintero…

Deliraba, y le interrumpimos:

–¿No ha vuelto a hacer versos?

Pareció fijar su pensamiento.

–A Yarumal llegarán unas catorce cargas con mis poemas. Es la historia del mundo desde la creación ¡Quién sabe si eso guste!

–Vamos. Recítenos usted algo. Lo último que haya escrito; tenga usted la bondad, don Epifanio.

Lo último que había escrito eran dos cuartetos insignificantes que no reproduzco. Pero en la conversación nos habló de El arriero de Antioquia, un poema que tenía inédito.

–Es el arriero que ustedes han visto: fuerte, honrado, alegre, con su camiseta al hombro y su arreador en la mano, maldiciendo y cantando por nuestros caminos.

Logramos copiar este fragmento:

«Es lunes por la mañana,
apenas va amaneciendo;
en el naranjo del patio
ya chillan los azulejos.

Sentado sobre una enjalma
que está doblada en el suelo,
aguarda con impaciencia
su desayuno el arriero.

Juana, su mujer, le trae,
chocolate en coco negro,
con una arepa redonda
y una tajada de queso.

Muerde, masca, sorbe, traga,
y sopla y sigue sorbiendo,
y con el último sorbo
le dice a Juana, ¡hasta luego!»

Nuestro aplauso pareció agradarle, y fuímonos derecho a lo de Isaacs.

–No lo conozco personalmente –nos dijo–, pero he leído a María mil veces. ¡Qué lindo aquello! «Una tarde como las de mi país, engalanada con nubes de color de violeta y lampos de oro pálido, bella como María, bella y transitoria como fue esta para mí…» ¡Ave María! Y qué triste aquello: «Estremecido, partí a galope por medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte oscurecía la noche…» De Bogotá me mandaron hace mucho tiempo un cuaderno de versos de Isaacs con La Montañera, la Muerte del Sargento, De Antioquia a Medellín, Río Moro… ¡Oh, Río Moro! Esa poesía es especial, no se parece a nada de lo que nosotros hacemos:

«Vi al pescador de los lejanos valles
tus peñas escalando silencioso,
la guardia buscando de la nutria
y el pez luciente con escamas de oro».

–¿Pero esto no es muy lindo? ¡Ave María! Yo querría conocer la letra de Isaacs. ¿Les escribe a ustedes? Tráigame las cartas: guardo una de Vergara y Vergara; Quijano Otero también me ha escrito. ¿Dónde está Isaacs? ¿Vive en Bogotá? ¿Es rico?

–Vive en Ibagué y es pobre.

A estas palabras se nos acercó como para decirnos un secreto.

–¿Conque está pobre? Pues si ustedes le escriben, díganle de mi parte que va a recibir ochocientos bultos de mercancías francesas, y que puede tomar de ellas lo que necesite, sin reparo. Lo mismo les digo a ustedes.

Y decía aquello tan de corazón, con la fe de cabello, que sentíamos una profunda angustia por el noble enfermo. Antes de que se engolfara en sus quimeras de comerciante, saqué del bolsillo el canto de Isaacs.

–A propósito –le dije– aquí tiene los últimos versos de don Jorge, veamos qué le parecen.

Tomó el cuaderno con mucha curiosidad, vio la fecha y la firma y me suplicó que leyese.

Desde el principio al fin del canto, se estuvo de pie oyendo con suma atención e interrumpiendo con exclamaciones de gozo, haciéndose repetir las estrofas, principalmente las descriptivas. Entornaba los ojos para seguir los pensamientos intrincados, y cuando encontraba una palabra extraña, nos preguntaba el significado. Por el momento no estaba loco, sino muy cuerdo. Sobre la mota de que habla Isaacs, nos hizo una observación curiosa:

–La mota debe ser el guaco o guacó, pájaro que dice en el canto: ¡Ya acabó! ¡Ya acabó! Se llama también Valdivia. En mi Amelia lo tengo puesto:

«Parada en la cumbre de altísima roca
la joven amante llorando se ve:
parece de Safo la pálida sombra:
del salto el abismo contempla a sus pies.

¡Mi Carlos! ¡Mi Carlos! Les grita a los vientos
que pasan llevando su lánguida voz:
responde a sus gritos del río el estruendo
y el canto agorero del triste guacó».

Restrepo le preguntó sobre la procedencia judía de los antioqueños, de que habla el canto.

–La cara y las ocupaciones son hebreas; pero yo no sé nada.

Cuando terminé le lectura, me pidió el folleto para leerlo a solas y lo guardó con mucho esmero debajo de las mantas de la cama. Nos acompañó hasta el patio y oímos que desde lejos nos gritaba:

–¡Las cartas, las cartas, no olviden las cartas de Isaacs!

***

Aún veo aquel hombre, humilde, mal vestido, con zapatos rotos, esforzándose en ocultar sus harapos y la desnudez de su cuarto con la conversación amena y las buenas maneras. Veo su cara pálida, sus ojos azules, su frente redonda y amplia, su barba inculta, sus cabellos rubios, escasos y encanecidos! ¡Una sonrisa de tonta inocencia! Una cabeza indecisa, un aire de dulzura triste, cierta viveza velada como la luz de la lámpara, y toda su fisonomía se representa a mis ojos como si estuviera envuelta en los rayos de la luna. ¡Pensar en las noches que pasa en ese calabozo con la vecindad de las locas bullangueras y soeces; en los peligros que corre, débil y enfermo, entre los gañanes destornillados, irresponsables y forzudos; en el hambre, ¡ay! o en la mala alimentación, que él no puede remediar en sus prisiones, que ha encorvado su cuerpo, adelgazado sus miembros y que le dejará al cabo, por la pérfida anemia, en las tinieblas del idiotismo.

La mañana en Candelario Obeso se dio un tiro sobre el peritoneo, después del cual vivió tres días, me consta que no tenía una peseta para comprar morfina; después se le llevó con música y en hombros al cementerio. Homenaje tardío; si hubiera tenido dinero no se habría suicidado.

Es una lección. No hay que esperar la muerte para honrar la gloria.

¿Puede curarse o no Epifanio Mejía? Si se puede curar, ¿es aquí o en el extranjero donde tiene remedio? ¿Cuánto necesita para curarse o para irse? ¿Con cuánto viviría su familia modestamente? Diga lo primero una junta de médicos; diga lo otro un consejo de madres de familia, dígalo alguno y vamos todos a sufragar gastos del poeta. Le pagaremos un poco de lo que nos ha dado con sus canciones: una serenata de esas en que ha volado a los aposente de las idolatradas; los goces de un amanecer cuando se oye el clarín del gallo y se dispone el desayuno campesino; cuando nos lleva a un ordeñadero de la montaña, a ver cómo borbota la leche en las totumas amarillas; cuando nos hizo advertir en el bosque oloroso la hormiga con su carga a la espalda, la araña fabricando sus encajes y la gallinera poniendo sus huevos azules; porque cantó la nostalgia y la agonía de la ceiba de Junín; porque nos temblar con el cuchillo del carnicero «purpurino y blanco» en La Muerte del Novillo, y por las lágrimas derramadas sobre el nido de La Tórtola, ypor la viudez de su compañero en el laurel vecino… Paguemos algo siquiera al que nos dio El Canto del Antioqueño, que aligera y enciende nuestra sangre; al que iba en pos de los huesos de Basiliso Tirado, en romance solemne, para que el poeta descansara en la tierra de sus padres; al que en La Paloma del Arca fue soltado cada uno de los animales con más encanto que en el relato bíblico, y al cantor de la infeliz Amelia, la virgen loca que anda por nuestras montañas y nuestros ríos buscando el cadáver de su novio…

Si es el poeta que no discutimos, ¿no podremos juntarnos todos en ayuda de su infortunio?

El Gobierno, que tiene en España a Julio Betancourt, bien podría tener en un hospital de Europa a Epifanio Mejía; y cuando le regalan diez mil pesos anuales a Eliseo Payán, no es pedir mucho una pensión de mil pesos para las hijas del poeta.

El amor de las mujeres –que es la verdadera corona que se ciñen los poetas– sería, empero, lo suficiente: este amor lo pueden compartir todas juntas… porque es el amor de un loco. Con un bazar de tantos como hacen, con un concierto, con cualquiera obra de su iniciativa, se daría principio, y en cuanto a los rústicos de Antioquia, basta con que se les cante El Mirto y El Diálogo de Amor, para que echen sus cuartos, allí mismo, en el cuenco de la vihuela.

***

Un canto como La Tierra de Córdoba regocija la poesía y es extraño en estos días nuestros de desencanto y aturdimiento. La inspiración liberal está soterrada, excepción hecha quizá de la musa de Antonio José Restrepo y Fidel Cano, y hasta los poetas jóvenes de nuestra escuela, o se vuelven sobre sí mismos para cantar sus intimidades, o filosofan sobre la inofensiva quintaesencia de las cosas. Se contentan con la libertad que sienten al verter sus querellas en la rima y al interrogar las esfinges de los problemas; pero no dan un golpe de vista sobre el país, ni se mezclan en el combate por la vida libre, que engrandeció a tantos de sus antecesores. Falta imperdonable: si la poesía, que sirve para poner de relieve las ideas, tiene una altura excelsa, es ya tiempo que fulgure libre, y tremenda, y vengadora sobre las catástrofes del derecho. Los poetas de la nueva generación aparecen muriéndose de amor o de hastío, por pura fantasía, porque aquí en Colombia no hay cosa más fácil que casarse; y a los veinte o veinticinco años, aquí y en todas partes, no hay cosa más trabajosa que aburrirse. Indagan, se eterizan; responden a preguntas que nadie ha de formular; se mudan a la zona templada con sus bártulos y los asuntos de sus poemas. Se alimentan de fuera. Viven, en una palabra, más en comunión de los libros que entre sus conciudadanos.

Nadie les niega talento ni arte; pero plañe uno del mal uso de sus facultades. ¡Cómo! ¿No es un grande asunto la Patria, el pueblo oprimido, la República en peligro, el auto de fe que se está haciendo con la obra de los libertadores? Resucitar las glorias nacionales o limpiar los cuarteles de nuestro escudo, ¿no es empresa tentadora para esas liras que mueren de histerismo?

Más saben los reaccionarios, más sabe el jefe de ellos, que desde El Cabrero distrae su clientela con acertijos místicos, porque entiende que mientras más vueltas se le dé a la lleve del misterio, más encerrados quedan los pueblos en el principio de autoridad. Hacer más que él, y hacer lo contrario, es la noble misión de los poetas radicales: yo querría que en esta lucha las liras fueran como la punta de las espadas. ¡Y quitad de allí los que queréis que haya paz y olvido en el campo literario; los que hacéis dos porciones del ser humano y al poeta lo dejáis vagar como un cuerpo interrogando su propia sombra! No: el hombre está mancomunado a la vida universal, principalmente a su raza, y muy especialmente a la libertad de su pueblo. No se puede sustraer tan noble parte de la actividad humana, como es la poesía, de la lucha por la existencia. ¡Y cuán delicioso combatir el del que oye sobre su cabeza el vuelo de las estrofas! ¡Y cuán dichoso morir el de que cae bajo las liras de sus poetas entrelazadas en arcos de triunfo!

Sé que hemos caído lo bastante para que los acentos viriles tengan una flébil onda sonora; sé que la verdad sufre el juicio arbitrario de la insolencia y que los poetas tienen miedo del hemiciclo en que los histriones de la dictadura derriban las cosas más bellas de la república. Comprendo que la imbecilidad se ha hecho sanción y que es más cómodo buscar el aplauso en los asuntos consentidos por el Poder y la fuerza. Admito que la sociedad rehúye las palabras enérgicas que le dan conciencia de la realidad de su desdicha. Que florece el mirto sobre el laurel, el madrigal sobre la oda. Pero me rebelo, los hombres emancipados se rebelan, contra ese triunfo tan sencillo de la mentira que tenga el consentimiento de los poetas. Habrían de ser ellos los últimos en rendir las armas, pues que no son los primeros en recibir los golpes. Fiados en la verdad, nada debe importarles el anatema; fiados en la libertad, nada debe importarles el escarnio; y fiados en la belleza, nada debe importarles el tiempo. El número los condena. Y bien: para algo es uno libre por dentro; siquiera para reírse de la chusma que quiere darle a César los jirones de su honra o de su talento. Si la moda ruin, si la sociedad hipócrita los repele, ¿qué mayor satisfacción que el aislamiento, que el cordón sanitario que ponen las obras superiores entre la trápala y la inteligencia?

Mas los poetas de este libro sí tendrán muchas compensaciones. El despotismo existe, pero Colombia vive: la mortaja está allí, pero el muerto se ha incorporado. Es la hora del cancionero. Tal lo ha comprendido Jorge Isaacs.

***

«Mirad al cielo, desgraciados, y dejadnos el reino de la tierra», es la consigna de la musa reaccionaria. Los que la cumplen predican el desprendimiento, después de incautarse de lo ajeno, y aconsejan la mansedumbre, quedándose con los soldados y las leyes dictatoriales. Así, la tierra no debe servirle al pueblo sino de sepultura y a ellos de granero para mantener una apacible longevidad sobre el planeta y sobre la espalda de los tributarios. Sacando de la vieja cantera mística las ideas decrépitas, falsifican la vida, y con maña nos colocan un collar de flores celestiales en el pescuezo, que es la misma argolla que usaba para llevar los indios el conquistador Alfínger. El más culpable de ellos cree descargarse de sus faltas con las palabras rimadas, y quedándose en la holganza y en la soberbia, deja que sus siervos beban el anestésico de las frases para que nadie perturbe su molicie. Y no digo que los versos son decisivos, y menos cuando son mal pensados y mal hechos; pero hago constar que todo conspira contra la libertad en orden de batalla, en un sistema a que convergen desde los escamoteos del sufragio hasta los hemistiquios de los versos.

Jorge Isaacs nos proporciona verdadera sorpresa con su canto. Tengo que decir que es en esta ocasión muy optimista: pero vale más esto que los gimoteos de los poetas que le dejan al pueblo el otro mundo, después de aligerarlo de sus bienes para el tránsito. Isaacs se abrazan a la tierra, nuestra madre, y al contacto de sus ósculos apasionados brotan flores inmortales. ¿Ha tenido siempre en cuenta la realidad? Hay en su poesía muchas cosas vistas y muchos sueños; pero es la verdad que Antioquia sale engrandecida, que a través de esas páginas nuestras montañas adquieren un relieve magnífico y que la fama de nuestra raza, ungida y perfumada con su verbo –con aceite del Huerto de las Olivas y resinas del Líbano– irá tan lejos como vaya la nombradía ya dilatada del poeta. Es cierto que la Antioquia que canta no es la del Departamento oficial, la del Gobierno regenerador, la de los Jesuitas, la de la Catástrofe, sino una otra que está fuera de las libreas, de los pechos, de los diezmos y del hambre. Una otra de origen judío, que no ha corrompido su sangre en el transcurso del tiempo, que tala los bosques, honra la tierra, tuerce el curso de los ríos, cuida los rebaños, es laboriosa, honesta, cosmopolita, aventurera; que canta su aire de triunfo en los desiertos y asoma con sus herramientas por la cima de los volcanes. Hay mucho de esta Antioquia, en efecto, a pesar de la Regeneración y de su Providencia. La apostura de nuestros aldeanos, la hermosura de nuestras mujeres, la originalidad de nuestras costumbres, la belleza del cielo y de la tierra antioqueños, no se han ido tampoco en las alforjas de los exactores, gracias les sean dadas. No se llevaron el temperamento. Y existe también la Antioquia libre –en el voto que hacen sus hijos– la de origen macabeo, que guarda la tumba y el laurel de Córdoba.

Este canto es extraño en estos tiempos, porque nos habla de la tierra, ya proscrita de la Palingenesia; de la libertad, ya proscrita del Parnaso, y de los héroes de la Independencia, ya proscritos de la historia. Porque es irreverente con los verdugos de nuestros padres, irrespetuosos con los triunfos de los afortunados y lisonjero con los hombres libres. Está, pues, fuera de la nota hipócrita de los burladores y de la estética femenina de nuestra juventud trascendental.

Isaacs se ha venido con toda su persona a La Tierra de Córdoba: con sus cualidades y sus defectos. El único reparo que quiero hacerle hoy es su devoción sin límites por los judíos, cosa de la sangre. Si todos son buenos, no lo parecen. En Antioquia, y en todas partes, cuando se apegan al oro, sus narices flechadas no dan remate a un hombre sino al gancho de un trapero.

El estilo es opulento: parece que el poeta haya estado contemplando a Antioquia al sol que derrite la vainilla, que abre las flores del quereme, que sazona los tamarindos, bajo las palmas y cámbulos del Valle del Cauca.

No querría anticipar un goce tan exquisito a los lectores de El Espectador, transcribiendo algunas de las estrofas del canto, pero me determino a insertar unas pocas, aquellas que se han quedado conmigo, aleteando en la memoria, deseosas de una libertad anticipada para ir de heraldos del Poema.

¿A dónde va el poder invasor y fecundo de nuestra raza?

«Y tus colonos van de cumbre en cumbre
al Septentrión y al Sur,
segando vastas selvas bajo dosel de nubes:
Vigor es su derecho, y su alma la segur.

Desde Anaime y Nabarco hasta las fuentes
hoscas del Guarinó,
los Andes son el huerto feraz de tu simiente,
vestíbulo de Arcadias que tu poder creó.

En él ostentan diamantinos dombos
el Tolima y el Ruiz,
Gigantes ya vencidos que moles de sus hornos
Lanzaron hasta el Cielo, sublimes al morir.

Como vierten raudales sus neveras,
que fecundado van
los valles que tú alfombras y pampas que el
(sol quema, tu savia rica y noble al patrio suelo das».

Dos miniaturas del mejor estilo en nuestras rozas de maíz:

«Entonces la oropéndola salvaje
y el tordo negriazul
anidan con sus tribus en palmas y boscajes
y anuncian las auroras de sonrosada luz.

Al viento da su prole zumbadora
la colmena montés,
y en el hogar piando su nuevo nido forma
la golondrina errante, del hombre amiga fiel».

Las mujeres antioqueñas:

«¡Bellas y pudibundas como fueron
las hijas de Jessé!
En árabe tocado rebozan sus cabellos
refulgen en sus ojos las noches de Kedén.
Efluvio exhalan de la selva virgen,
y en el talle gentil,
pudor encantos vela de Ruth casta y humilde;
son un bendito germen vedado al vicio vil!»

El porvenir de la raza:

«Como la vid del Maipo que sarmientos
extiende a su redor,
y cuelga de los álamos y verdes limoneros
racimos que le dora y le perfuma el sol,

Así tus gentes en futuros días
ciudades poblarán
al pie de Shinundía y del nuboso Huila,
sobre los montes de oro de Atrato y Urabá».

No somos españoles:

«La Iberia en sus conquistas no creaba
pueblos de tu poder;
Vivieron en espanto, de hinojos… turba esclava,
los que diezmó, ya indómitos, Fernando el
(tigre-rey.

Has repudiado la ominosa herencia
del ibero cruel:
Ni tu labor es suya, ni suya la belleza
que gala es de tus hijos y orgullo de Israel.

No hay en ti lepra de la estirpe goda
que al vencer a Boaddil,
lanzó de sus dominios la raza poderosa
que a España hizo el emporio del mundo y su
(pensil».

Por qué somos iguales los antioqueños:

«En esos campos la divina Ceres
a sus pechos creó
tus bardos y guerreros, tus Numas y Cleomenes,

extraños a molicies del ocio corruptor;
Eran así los siervos y señores
hermanos al nacer,
y en Palacé afilaron las garras de leones:
los igualó su gloria primero que la ley».

Medellín:

«En el lujoso valle do serpean
corrientes de zafir,
al sol que la enamora, detiene y embelesa,
Cristiana Sulamita, la hermosa Medellín.

Jazmines y floridos naranjales
sus perfumes le dan,
y arroyos de los montes descienden a brindarle
en baños de odalisca sus ondas de cristal.

¡Cómo la miro en estrelladas noches
en mis sueños aún!
Formándole cojines se agrupan los alcores,
la cubren las montunas con su azulino tul».

***

La sombra de José María Córdoba se infunde a esta poesía un soplo ardiente.
Es el genio tutelar de nuestras glorias y aparece enigmático a la hora del
crimen:

«Cuando a la Patria la traición deshonra,
y noche de tempestad
el sacro monte anubla, se ha visto airada sombra,

y espectros de sus huestes en las tinieblas hay».

¡Ah, si esto no fuera un sueño!

Medellín, 12 de julio de 1893