35 – Ángel Galeano

Ángel Galeano Higua. (Bogotá). Estudió Ingeniería Eléctrica en la Universidad Nacional de Colombia, pero prefirió la literatura y el periodismo. Este “aprendiz de escritor”, como se considera él mismo, se estableció en Medellín a mediados de los años 70 y luego se enroló en la campaña de “los pies descalzos” con su esposa y su hija a comienzos de los 80, en la cuenca del Bajo Magdalena, puerto de Magangué. Allí fundó El Pequeño Periódico y la Fundación “Héctor Rojas Herazo”. Abandonó la región sitiada por la violencia y regresó a Medellín. Reactivó el periódico en 1992 y creó la Fundación Arte y Ciencia. Publicó los libros de reportajes Rumor de río, Navegantes de la utopía y Perfil de Mujer. Autor de la biografía de Débora Arango: El Arte, venganza sublime, y del científico Raúl Cuero: Inventar es tan serio como un juego de niños. Ganó el premio de cuento “Carlos Castro Saavedra”, el “Alfonso Castro” de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, y el de la Cámara de Comercio de Medellín, entre otros. Autor de los libros de cuentos Palabras al viento y Los niños de Aquitania. Su novela El río fue testigo quedó finalista en el concurso del IDCT de Bogotá. Fundador del Grupo Literario El Aprendiz de Brujo del cual es su coordinador desde 2008. En la actualidad ejerce como Editor. Tiene varios libros de cuentos y novelas inéditos. Autor del libro de ensayos Las siete muertes del lector. Su libro No miraré su rostro recibió el “Premio a Novela Inédita” de la Secretaría de Cultura de Medellín, 2020.

Permio a Novela Inédita. Convocatoria de estímulos, de la Alcaldía de Medellín, 2020

La obra No miraré su rostro del escritor y periodista Ángel Galeano Higua ha sido galardonada con el Permio a Novela Inédita en la convocatoria de estímulos que la Alcaldía de Medellín hace cada año para escritores residentes en Medellín.

Según Resolución de la Secretaria de Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Medellín del 27 de noviembre de 2020, la obra de Galeano Higua fue la seleccionada por el jurado como la ganadora. Se espera que sea publicada a mediados del 2021.

Vacíos de ella

(Del libro: Fronteras de humo)

Ya volverá, decían, estará muy entretenida con algún amigo. Pero los días pasaron y ella no volvió. Entonces empezaron a extrañarla y cuando quisieron saber de su suerte se dieron cuenta de que ninguno tenía su número te le fónico, no sabían dónde vivía e ignoraban su nombre. Es el colmo, dijeron, mirándose unos a otros, entre incrédulos y avergonzados.

Cada uno pensaba que el vacío dejado por ella era más grande para él que para los demás. Querían verla de nuevo sentada en la mesita que tanto le gustaba porque, según dijo alguna vez, desde allí veía la cartelera que Hugo improvisó sobre el biombo chino y también porque desde aquel rinconcito se daba cuenta de quién llegaba o quién se iba. Hugo preparaba el tinto de igual manera, pero ya no tenía el mismo sabor. Cuando pedían una cerveza, les parecía verla sonriente mientras levantaba el vaso espumoso y exclamaba: ¡Chócalas!, y entonces brindaba a la salud de todos. Ahora pedían la cerveza y se sentaban a rumiar un silencio que no entendían.

Uno de ellos propuso buscar a un artista para que hiciera un retrato de ella. Sí, y lo colgamos en la pared, en su rinconcito predilecto. Al hacer un rápido inventario, comprobaron que tampoco tenían su fotografía. El proponente dijo que la idea era dibujar su recuerdo: Mejor dicho un retrato hablado, ¿qué dicen?

La idea no sonaba tan alocada. Se dieron a la tarea de buscar quién lo hiciera. Hugo les dijo que en la avenida la Playa había uno que, inclusive, tenía los retratos de

Tongolele y Cristóbal Colón colgados en la pared, hechos a lápiz. ¿Cómo, es que conoció a Tongolele? no, por favor, sin decir majaderías. Después de darle muchas vueltas al asunto, encargaron al de la propuesta para que fuera a hablarle. Eso hizo. Una hora después volvió con la noticia de que al día siguiente, a las cuatro de la tarde, el retratista vendría para intentar un primer cuadro. Se marcharon más temprano, como si necesitasen de ese tiempo para repasar el recuerdo de aquella dama que los tenía confundidos. No ahorrarían ningún esfuerzo con tal de que el retratista la trajera de vuelta, aunque fuera en el papel. Llegaron con dos horas de anticipación. Hugo ser vía el tinto a medida que iban entrando. Algunos con traje de paño y otros recién peinados. El comisionado llevó un marco de cedro para poner el retrato. Unos pidieron ron y otros brandy para entrar en calor. A cada rato alguno preguntaba la hora y los demás se apresuraban a mirar el reloj que había en la pared, junto al baño, como si hubiese sido puesto allí justo para medir aquella espera. El minutero tenía forma de lanza y giraba muy despacio, a brinquitos invisibles. La circunferencia se hacía infinita y hermética. No faltó quien dijera que debían revisarlo porque parecía que se hubiera detenido. Imaginaban al retratista de la Playa encomendándole a alguien su Tongolele colgado en la pared, cruzando la avenida oriental, dirigiéndose hacia el café. Les provocaba empujarlo, gritarle: ¡oiga, camine más rápido que lo estamos esperando! lleve los lápices y el papel, hombre, lo necesitamos para que la dibuje a ella, no para que nos haga visita…

Poco antes de la hora señalada estaban reunidos, unos en la barra y otros en las mesas. Reinaba el silencio. Hugo puso un tango pero lo rechazaron. No admitían que nada los distrajera. Miraban hacia la calle a través del ventanal, en cuyo vidrio se veían, al revés, las letras azules y rojas del nombre del café. Esperaban al retratista con solemnidad. A las cuatro en punto, cuando la lanza arribó al doce, dirigieron su vista a la calle. Pero el minutero continuó con su pasito de elefante cansado y pronto dejaron de ser las cuatro para empezar a hacerse tarde. El retratista no aparecía. Por más que lo llamaban con el pensamiento, no acudía. Alguien tamborileó impaciente sobre la mesa. ¿Qué tal que no venga?, dijo. Calma, hombre, respondió otro. Sí, esperemos, no perdamos la paciencia. No puede fallar.

Hugo permanecía atrás de la barra, recargado en los codos, de espaldas a la pared de espejos y a la hilera de botellas de whisky, ron, vino y aguardiente. A un lado, junto a la cafetera, los pocillos listos para el tinto. En el techo de la barra, pendientes de los agujeros de una base de madera, las copas de vidrio dejaban ver su boca circular reluciente. Nadie fumaba.

Vas a tener que ir a buscarlo, le dijo Hugo al comisionado. Algunos movieron la cabeza asintiendo. Será pues, por la causa. Tomó el último sorbo de cerveza y salió, limpiándose los labios con el dorso de la mano.

Lo vieron cruzar la calle. Casi se tropieza con un hombre de gorra gris que venía en sentido contrario. Se dieron la mano y luego el comisionado se devolvió con él. ¡Ese es!, dijo Hugo. Traía una carpeta bajo el brazo. Al tenerlo con ellos cayeron en la cuenta de que no habían preparado una mesa para recibirlo y le tocó a Hugo improvisar una, cerca de la barra. Observaron callados cuando empezó a sacar lápices y hojas de su cartapacio.

Vamos a ver, dijo el retratista, que no parecía tener ningún afán. Extendió una hoja ancha de papel bond sobre la mesa, miró la punta del lápiz para corroborar que estuviera afilada, y luego echó un vistazo al grupo. Hugo le alcanzó un tinto y cuando iba a poner azúcar el retratista lo detuvo: no hombre, no se tire el café.

Lo vieron saborear el primer sorbo, el segundo, el tercero…

¿Entonces?, preguntó el retratista. ¿Entonces qué?, respondió uno del grupo. ¿Quién va a empezar? Pues usted. ¿Y cómo voy a empezar si no conozco a la difunta? ¿Difunta?, no está ni tibio, amigo, ella no ha muerto. Todos aquí la conocemos, ¿sabe? Muéstrenme una fotografía, algo que me permita verla, o si no va a ser difícil hacer el retrato de alguien que nadie conoce, ¿pueden describirla? Sí, claro que podemos, por supuesto: Su pelo no era largo ni corto… Tenía una sonrisa muy bonita… Conversaba agradable… Tenía buen gusto por la música… Creo que nació en Abejorral. No, qué Abejorral, ella era de aquí. No, ella nació en Cali… ¿Y es que ustedes creen que con saber dónde nació voy a poder dibujar su nariz, o su boca?… Trabajaba en una empresa de marcas. ¿De marcas? ¿Cómo así? Sí, digamos que usted tiene una marca, entonces ella le hacía un dibujo a esa marca… ¿Y…? ah, yo no sé más… lo que más recuerdo de ella es su voz. ¿Sí?… ¿Y cómo era su voz? no hablemos en pasado. Bueno, está bien, dígame cómo es su voz… Hermosa. Tierna, aunque un poco gangosa. Vea joven, el mayor distintivo de ella era que nos hacía sentir bien a todos, ¿entiende?… Sí, claro que entiendo, pero… Pero nada, un buen retratista tiene con eso.

Después de escucharlos largo rato, el dibujante les dijo: Señores, ¿de veras creen que podré hacer un retrato con esta información que me dan?, ni Picasso, para que lo sepan, y ese tipo era un genio.

¿Entonces no es capaz?, dijo en tono desafiante uno de los más viejos.

Así no soy capaz, ni yo, ni nadie. Dicen que la conocen, pero se engañan.

Recogió sus cosas y se marchó. Vieron cuando cruzó la calle y se perdió entre los carros, el humo y el gentío.

Una densa capa de silencio se tomó el lugar. Parecía un campo de batalla donde todos, derrotados, habían perdido el habla. Hugo sirvió una copa de vino, bajita eso sí, para cada uno. Es cortesía de la casa, decía con tono conmiserativo. Échele más, no sea tacaño. Vamos a brindar. Se miraban sin hablar, con ese aire desolado que suelen mostrar los hombres mayores ante una desgracia. Pero todos, incluido Hugo, el más joven, tenían la imagen de ella en su mente y todavía no sabían si era su tesoro individual o colectivo, porque cada uno la recordaba de manera distinta.

Cuando Hugo se dispuso a levantar la copa para brin- dar se acordó del marco, lo pidió y lo colgó en el rinconcito junto al biombo chino y, con solemnidad de barman, dijo: ¡a tu salud, mujer!

¡a tu salud!, respondieron los demás, dirigiendo sus copas hacia el marco vacío en el que cada uno la imaginaba sonriente. Deberíamos ponerle un nombre, dijo alguien. No, mejor que cada uno la llame como quiera.

Luego empezó a sonar el tango que no habían querido escuchar antes y el bar se llenó de voces, risas y brindis. ¡Sí, por ella!, decían en coro y levantaban sus copas dirigiéndolas hacia el marco de cedro, donde cada uno creía verla apersonándose del vacío y cómo, desde allí, les prodigaba la más hermosa sonrisa.

Tomado del libro Fronteras de humo.

Editorial Eafit. Medellín, Diciembre 2020.