Lo Amador
de Roberto Burgos Cantor

Reseña. “Los misterios gozosos” en Lo Amador. Roberto Burgos Cantor del taller de narración, BPP
El cuento ocupa un lugar aleatorio, entre un conjunto de siete relatos que componen el libro: Lo Amador, con extensión cercana a cien páginas. Editorial: Instituto colombiano de cultura, universidad de Cartagena. 1980.
Considero prudente, primero, poner en contexto el entorno del relato:
Roberto Burgos Cantor fue un escritor costeño (del norte de Colombia), atípico y marginal, porque no gustó del jolgorio y de las multitudes. Su pasión fue escribir. Con Lo Amador inicia la edición de su obra, a los 32 años de edad. Los textos podrían estar sustentados en hechos y personajes reales, como se manifiesta en el episodio del bracero.
El barrio Lo Amador (hoy con unos 3000 habitantes) recuerda su fundación temprana en 1914, en las estribaciones del cerro de la Popa, estrangulado entre la avenida Pedro de Heredia y el barrio Torices. Conformado por unas 16 manzanas y varias calles angostas –que parecían constreñir, aún más, a sus moradores–, fue, y es, un centro de talleres de mecánica y lugar de artesanos, modistas, peluqueros, albañiles… y, en su mayoría, gente no alfabeta y de pocos recursos económicos. En la segunda mitad del siglo pasado Cartagena llegó a ser el principal centro de presentación de películas en el país: melodramas con los que muchas multitudes creaban afectos y liberaban sus sentimientos tras los desenlaces felices o tristes; fueron famosas las cintas cinematográficas protagonizadas por Pedro Infante. De ahí surge la importancia del teatro Laurina, el oasis en el que, tal vez, chapoteó Onissa. Hoy existe la Fundación Laurina, para acercar a los jóvenes a los quehaceres del arte.
Burgos Cantor, en Lo Amador, se apropia de ídolos populares de la región, actuantes entre 1945 y 1976, como el lanzador Petaca Rodríguez –beisbolista con el que Colombia obtuvo por primera vez un título mundial– y los boxeadores Mario Rositto y Kid Chocolate (exponentes de dos facetas del caleidoscopio de la cotidianidad y de la idiosincrasia costeña). Clavillazo (actor cómico); Pedro Infante (actor y cantante); Benny Moore (cantante); Camilo Torres (sacerdote y guerrillero) y José Raquel Mercado (bracero y dirigente sindical). De forma explícita ellos reflejaban los ideales y las expectativas de muchos jóvenes del conglomerado. Así mismo, Burgos Cantor, parodia los reinados fastuosos de las clases pudientes con un emotivo reinado barrial.
Estos referentes realzan el entramado de las narraciones y, de cierta manera, exteriorizan y compendian frustraciones profundas de los personajes que dan movimiento a los textos del libro. Solo es una sospecha, pero sucesos como el del bracero podrían significar que los cuentos presentan matices de crónicas. El encuentro del cadáver de José Raquel (Mercado), el bracero del muelle de la machina –que tal vez tocó el saxofón– y fue líder sindical es casi textual, y similar al informe periodístico que describió su asesinato, ocurrido el 19 de abril de 1976.
Curiosamente, lo material y lo económico esta simbolizado por el poder que confieren los radios de tubos y los automóviles marca Studebaker.
Una incertidumbre la locura en la puntuación que podría parecer adrede, bien para destacar que se trata de personas poco avezadas al hablar, o para apuntalar la dicción apresurada y cortada de los cartageneros; pero casi igual sucede con otros individuos que conviven en la mayoría de las cuartillas. Además, las expresiones locales y propias de la costa son pocas. Y no podría afirmarse que Burgos Cantor se apoya en la ausencia de puntuación, como lo hacen, con un propósito íntimo, algunos autores, sino que la puntuación es deficiente en algunas partes del libro; también existe una falla idiomática con el empleo indebido del queísmo. Lo anterior conlleva a una lectura pesada y con interrupciones continuas que obligan –al lector– a extraviar, muchas veces, el ritmo de su lectura.
Ya, en Misterios gozosos, Burgos Cantor autoriza a un narrador que parece omnisciente, pero que apenas conoce lo que suele ocurrir entre los lindes del barrio; nada sabe del pasado y del devenir de Onissa. Podría considerarse, más bien, como un relator–testigo con identidad desconocida.
Los personajes de primer plano –los protagonistas– son Onissa y el marinero; los que desatan la trama, Albertico Tirado, su hijo y Atenor Jugada; los que causan la aversión y el desenlace, los muchachos y las mujeres del barrio. Otros, como Rosalio Martelo y Alejo son habitantes de otras páginas, ajenos al relato y mencionados sin necesidad; el periodista, al fracasar en el intento de escudriñar las intimidades de algunos habitantes de Lo Amador, solo se asoma en medio párrafo.
En la década de los setenta del siglo pasado, en el lugar Lo Amador se presentó una afluencia inusitada de habitantes, tal vez permanentes, quizá trashumantes; de pronto tuvo que ver, tal migración, con la preponderancia del teatro Laurina, que en su programación continua presentaba cantantes y películas dramáticas. ¿Podría tal circunstancia haber propiciado la llegada de Onissa?, que solo cargaba –como nos lo cuenta el relator– una maleta de cartón amarrada con alambre ese mediodía transparente de agosto. También, nos revela su anterior lugar de estadía, la situación económica por la que atravesaba, sus aspiraciones y sus creencias religiosas: Nadie podría decir de donde vino. Quienes visitaron la pieza que alquiló al lado de la peluquería dicen que las estampas de arcángeles, santos, artistas de cine y cantantes, pegados con almidón, cubrían las paredes hasta el techo.
La cotidianidad de Onissa, como la refleja el narrador –que la vigila durante el día– es muy simple: vivir encerrada en la pieza, guardar silencio y recibir periódicamente al marinero –del que apenas sabemos por el apelativo del oficio–. Las visitas ocurrían cada vez que el barco atracaba en Cartagena. Nada más se puede afirmar de la relación entre ambos. ¿Serían esos encuentros por amor, o motivados por la energía vital a la que ella necesitaba dar satisfacción adecuada?
La maestría que Burgos Cantor desborda en este relato, consiste en insinuar un rumor insignificante, anodino, recreado por Albertico Tirado y su joven ayudante de mecánica, Atenor Jugada, hasta desbordar varias pasiones dormidas en la gente de Lo Amador. Artificio que, luego, los muchachos del barrio se encargan de divulgar en los episodios que dan amplitud al relato. Según parece, el insaciable instinto de Onissa, exacerbado por las tardanzas del intermitente marino, la arrastró –por las razones que atestigua el Gaviero: en la carne perdura la memoria de los cuerpos a los que se une– a involucrarse con los hombres del barrio.
Al no poder tener cerca el cuerpo y las caricias de Onissa, los jóvenes se empeñaron en ser, cada uno, el galán por el que ella cedería a su aislamiento; y para descargar sus rabias describieron, de manera individual, la desnudez poetizada de la mujer –de la que no sabemos la edad–. Las madres y las esposas al digerir los chismes, e imaginar el peligro que podría cernirse sobre sus escriturados territorios sexuales, desencadenaron aversión general hacia ella.
En Los misterios gozosos se desnudan, entre otras pasiones: la envidia y el orgullo menoscabados que encienden a los muchachos, atrincherados en la puerta de la pieza contigua a la peluquería y dispuestos a demostrar su hombría o su poder de conquista. Las dudas, el temor y el miedo de las esposas, que no concebían a sus maridos conociendo la cama de Onissa, propiciaron los desmedidos ataques que culminaron con su huida, un día cualquiera.
Siempre la espera y el silencio, el hermetismo y la espera… la espera, hasta el momento en el que el marino la abandona –al entregarle su cuerpo intacto, en el suelo, dichoso pero ausente–. Nada se supo acerca de su muerte; pero, según atestigua el relator, lo acompañaba una felicidad no explicable, un verdadero misterio gozoso.
La tensión es constante, el orden del relato es aleatorio en el libro, porque Atenor Jugada había sido asesinado 45 páginas antes. El final corresponde a un cuento bien estructurado que genera sorpresa, y la posible reflexión de algunos lectores que terminan inquiriendo: ¿por qué el último párrafo dice: En el barrio todavía la nombran: bruja, puta o santa. Depende de quien la olvide, y no culmina con una frase más cargada de afecto: “depende de quien la recuerde”?
Georges René Weinstein. Junio, 2019