En el bicentenario
“El hombre de honor no tiene más patria que aquella en que se protegen los derechos de los ciudadanos y se respeta el carácter sagrado de la humanidad”.
Simón Bolívar.
En una de las conversaciones con el historiador y poeta Juvenal Herrera Torres, me contó que cuando se dirigía a la Quinta de San Pedro Alejandrino a dictar una conferencia, abordó a un indígena y le preguntó:
‒¿Para usted qué significa Simón Bolívar?
El nativo meditó varios minutos con la mano en el mentón como haciendo un repaso, luego miró a Juvenal y le respondió.
Para serle franco, Bolívar fue el único que se afanó por nosotros.
La respuesta del indígena en el relato del historiador no solamente me sorprendió a mí, que entonces era ignorante de sus alcances, sino al propio Juvenal, quien rebujaba en las páginas de la historia y en sus notas marginales, en cada rincón de biblioteca, la naturaleza de la personalidad de El Libertador como hacedor de repúblicas, como pensador, filósofo y escritor y sobretodo como humanista.
Más tarde, al revisar algunos textos de la lucha de Manuel Quintín Lame y de la obra de Liévano Aguirre, pude darme cuenta del desprecio con que han sido tratados los indígenas del Cauca por esa élite de intelectuales orgánicos de los terratenientes, que han continuado la política de los conquistadores españoles de exclusión, estigmatización y despojo ‒desconociendo las leyes de indias que recomendaban buen trato para los nativos‒robándoles sus resguardos para convertirlos en latifundios, y practicando el genocidio sin pausa como práctica social, contra las etnias indígenas que van camino de la extinción, sin que los herederos de los criollos se den por entendidos hasta ahora cuando la carretera panamericana se ha tornado en el escenario donde los nativos están resueltos a cobrar una deuda social, política, económica y cultural de siglos.
Lo más diciente de todo es que los propios indígenas se han percatado de ese desprecio, que ha permeado a la sociedad civil entera, enajenándola hasta el punto de considerar el SER indígena como sinónimo de salvaje o ignorante, olvidando que en su cultura está la salvación de la madre tierra y de la humanidad misma, amenazada por las transnacionales del saqueo en alianza con los terratenientes, el capital financiero y el paramilitarismo.
La respuesta del indígena al historiador encuentra respaldo en la política de Bolívar para proteger los territorios indígenas, de los abusos y las usurpaciones de los criollos, política que le valió el apoyo de los nativos a la independencia. De allí el reconocimiento y cariño que le profesan los nativos a El Libertador, quien a pesar de ser criollo actuó de manera distinta al resto de quienes se adueñaron de la causa de la independencia después de su muerte.
Pero no solo son estigmatizados y excluidos los indígenas. También los negros son perseguidos y arrinconados: “¡Ese negro!”; “el negro que no la hace a la entrada la hace a la salida” y en fin: nunca hasta la Constituyente de 1991, negros e indígenas han tenido cabida en nuestras instituciones, salvo para estigmatizarlos, esclavizarlos, maltratarlos, despreciarlos y ponerlos a desempeñar las labores más duras y marginales.
Ese sentimiento de desprecio y exclusión no es particular, ni se reduce a lo meditado y afirmado por el indígena que abordó el historiador, camino de la Quinta de San Pedro Alejandrino. Tal parece que la conciencia de haber perdido la patria a manos de los españoles americanos es ya un sentimiento generalizado y asimilado no solamente por las minorías étnicas, sino por el conjunto de la población. Esto pude constatarlo durante los últimos días de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) de 1991, cuando me dediqué a tomar el autógrafo de los 73 delegatarios, sobre el texto de la “moribunda” Constitución de 1886 de Jorge Ortega Torres -‒“Conozcamos nuestra constitución”‒, y la gran mayoría puso un pensamiento antes de su firma. Esto dijeron algunos:
Raimundo Emiliani Román: “Los principios de la constitución de Núñez y Caro son inmortales para la supervivencia de Colombia”;
Alberto Zalamea Costa, quien presentó el texto de la constitución de 1886 como ponencia a la ANC: “Una gran constitución centenaria que sigue siendo el marco político de Colombia;”
Carlos Lemos Simmonds: “Sigue siendo buena”;
Julio Salgado Vásquez: “Si la constitución de 1886 se hubiera cumplido, no habría necesidad de redactar una nueva constitución”;
Miguel Santamaría Dávila: “El modelo que representa la Constitución del 86 es uno de los grandes monumentos de Derecho Público de América”;
Rodrigo Lloreda Caicedo: “Grande, muy grande la Carta de 1886. Cumplió bien sus propósitos de unidad nacional, de democracia y libertad; siempre la recordaremos con cierta nostalgia;”
Carlos Rodado Noriega: “Como en otro tiempo afirmara Isaac Newton: Si hemos podido ver más lejos, es porque hemos estado de pie sobre los hombros de gigantes: Núñez y Caro”.
María Teresa Garcés Lloreda: “No podemos echarle la culpa de todos nuestros males a la constitución de 1886. La aplicación de la democracia y de la nueva ética social dependen, sí de las nuevas instituciones, pero sobre todo de los nuevos dirigentes”;
Alfonso Palacio Rudas, el cofrade: “Afortunadamente se va a revisar radicalmente este estatuto monárquico;”
Los constituyentes Misael Pastrana Borrero y Álvaro Gómez Hurtado se limitaron a firmar, el primero sin mirar siquiera a la persona que le pedía el autógrafo, y el segundo con suma gentileza.
Y los indígenas se expresaron de manera muy diciente:
Lorenzo Muelas Hurtado, dijo: “Respetando mucho constituyente de nuñes y caro, pero no tuvo en cuenta la diversida de colombianos a los indígenas por eso estamos para que no suceda lo mismo esta vez”;
Francisco Rojas Birry, dijo: “La constitución política de Colombia de 1886, Probablemente es Bella- pero desconocido por el pueblo y excluyó a los negros-indígena eso fue y es lo malo de esta”;
Alfonso Peña, indígena Páez, no sabía escribir en español. Me pidió que le ayudara y le copié textualmente. Dijo: “La constituyente de 1986 (sic) fue totalmente desconocido para las comunidades indígenas paeces. Sabíamos de que había una ley pero nunca lo conocíamos y por eso la vamos a cambiar.”
De todo lo dicho por los constituyentes de 1991 se desprende una conclusión trascendental: Mientas los delegatarios tradicionales acentúan la importancia del texto de la Constitución de 1886 en la vida política de Colombia, los indígenas enfatizan en la diversidad, en la cultura; mientras los constituyentes tradicionales hablan de la grandeza de la Carta del 86, los indígenas se consideran excluidos de sus contenidos sociales; mientras los delegatarios tradicionales exaltan la unidad nacional como categoría abstracta, los indígenas y los portadores de ideas democráticas hacen hincapié en la población y en la participación.
Aquí aparece nítida la técnica legislativa utilizada por nuestras élites llenas de una vacuidad completamente ajena al espíritu de las leyes: Interesa la forma, el principio abstracto, la nación… en lugar de partir de la cultura, el idioma, las costumbres, las necesidades de los distintos conjuntos poblacionales. El siguiente párrafo de Alberto Zalamea sobre los Grandes Conflictos Sociales y Económicos de Nuestra Historia– De la Campaña Libertadora al Congreso de Panamá- identifica la calaña de nuestros dirigentes:
“Liévano, dice, estudia archivos, compara textos y analiza documentos, para concluir que entre nosotros la idea de patria nunca ha estado sostenida en el pueblo, el idioma, la raza, la religión y el territorio, sino en la vigencia mecánica de la Constitución y las leyes. Vigilantes acuciosos del legalismo, los gansos sagrados del Capitolio condenan todo lo que se aparte de sus propios mezquinos intereses. Ese juego estéril y sangriento ha dejado entre sus víctimas a los grandes personeros de nuestro pueblo: Nariño, el Libertador, Obando, Mosquera, Núñez, Reyes, Uribe Uribe, López Pumarejo, Gaitán…”
Y es que tal como lo dijeron los representantes de los nativos al estampar su autógrafo sobre el texto de la Carta de 1886, indios y negros nada tuvieron que ver con la Carta de Núñez y Caro. Esa es la Carta de los criollos que se acomodaron en el poder desde la conspiración septembrina, a través de sus representantes más notables.
Porque lo que sí es cierto es que tanto los negros como los indígenas fueron vinculados a la naciente República por El Libertador. Desde su paso por Haití, después de la derrota de la República de Venezuela, Bolívar adquirió un compromiso moral de dar libertad a los esclavos negros, traídos del África para ayudar a los indios agobiados por el maltrato de encomenderos y curas doctrineros. Recuérdese que Alejandro Petión, presidente de Haití, ayudó a preparar la excursión a Venezuela suministrando barcos, armas, municiones y vituallas con dos condiciones: que Bolívar en persona dirigiera la expedición para liberar a Venezuela del dominio español y que cuando triunfara diera libertad a los esclavos. A pesar de las dificultades y los intentos de usurpación de la dirección de la expedición en la reunión de los Cayos, Bolívar se impuso como comandante en jefe, y cuando asumió el poder dictó normas que proclamaban la libertad de los esclavos. Lógicamente, por Decreto no se cambian las bases materiales de una sociedad, y por eso la concreción de la libertad de los esclavos sólo se hizo posible varios años después. Pero la relación de Bolívar con la causa de los negros no es puntual o aislada, ni surgió de un compromiso. El Libertador fue amamantado por la negra Hipólita, y por eso sus actuaciones de defensa de todos los ciudadanos de la reciente república es el fruto de sus más íntimas convicciones.
Por eso protegió de manera inequívoca a los naturales. A partir de 1810 muchos “patriotas” vieron un botín en las tierras de las comunidades indígenas que empezaron a despojar. Por eso, luego del triunfo de Boyacá Bolívar dictó un severo decreto en su defensa. Decía el Reglamento Ejecutivo de 20 de mayo de 1820:
“DECRETA
“1º Se devolverán a los naturales, como propietarios legítimos, todas las tierras que formaban los resguardos, según sus títulos, cualesquiera que sea el que aleguen para poseerlas los actuales tenedores.”
Los despojadores de tierras indígenas y los esclavistas no vieron con buenos ojos este tipo de medidas protectoras tomadas por el Libertador. Y entonces, al amparo de las deslumbrantes ideas de sus maestros LOS PADRES FUNDADORES DEL NORTE DE AMERICA, que tanto enamoran a nuestros gobernantes, tan amigos del “panamericanismo”, de la doctrina “Monroe” y de la “integración continental”, se hicieron enemigos del Libertador y desde esa época aprendieron a sus maestros lo que hasta ahora han venido haciendo. Por ejemplo, James Madison, hizo un discurso en defensa de la Constitución de Filadelfia en el cual expresó (634):
“Actualmente ‒dijo Madison‒ prevalecen los intereses de los terratenientes (…) En Inglaterra, hoy en día, si se le diese el derecho a votar a gentes de toda clase, la propiedad de los terratenientes no tendría seguridad: se establecería la ley agraria. Si estas observaciones son justas, nuestro gobierno debe dar seguridad contra la innovación de los intereses permanentes del país. El gobierno debe constituirse de manera que proteja a la minoría opulenta contra las mayorías.”
Bolívar abogó por un gobierno republicano y democrático. En el memorando de citación al congreso anfictiónico de Panamá reclamaba la abolición de la esclavitud de los negros y que Hispanoamérica se desligara de la trata internacional de esclavo, punto 10º, según Liévano (610).
La concepción bolivariana de la libertad de los esclavos y el manejo del tema de la tierra de los indígenas, así como su convicción democrática y republicana, lo hicieron blanco de los ataques norteamericanos y sus aliados desde entonces en Hispanoamérica. Esa enemistad se ha proyectado hasta nuestros días y se ahonda a medida que el pueblo conoce el legado del Libertador.
Hoy podemos afirmar que a nuestras élites mucho les agrada un Bolívar inmóvil, estatuario; pero abominan al Bolívar militante en la minga que reclama desde hace 190 años los resguardos que les pertenece, la tierra de los campesinos raizales, la libertad y la tierra de los negros, que el Libertador arrancó de las manos de los falsos patriotas que desde 1810 despojaron a sus legítimos dueños, y que el Libertador se las devolvió.
Todo esto explica el encarnizado debate en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 cuando llegó el momento de abordar el tema de la residencia de la soberanía: ¿en la nación o en el pueblo?.
Hasta ese momento, la Constitución de 1886 hacia residir la soberanía de Colombia en la nación (Artículo 2º). La nación servía de cortina para ocultar la falta de inclusión del hombre negro, del hombre indio, del hombre raizal; servía de biombo para impedir el conocimiento de lo que todos ignorábamos durante muchos lustros: que el poder soberano lo habían retenido ‒después de la muerte de Bolívar‒ los mismos españoles americanos, con exclusión de todas las demás capas sociales, incluidas las mujeres, siempre despojadas de sus derechos políticos hasta la fecha de convocatoria del plebiscito de 1º de diciembre de 1957, fecha hasta la cual vivían bajo la tutela del padre o del marido o del hermano (Ley 28/32). Y aún después del año de 1957, nunca estuvieron garantizados los derechos políticos para nadie distinto de los “criollos” quienes capturaron para los dos partidos tradicionales todos los cargos del Estado en forma paritaria: Un funcionario liberal, un funcionario conservador; un presidente liberal, un presidente conservador; y lo que es peor y denigrante que nos ha conducido a la impunidad casi total: un magistrado liberal, un magistrado conservador, un juez liberal, un juez conservador.
El desenlace del debate en la Constituyente fue radicar la soberanía en el pueblo, siendo derrotados los sectores conservadores de ambos partidos tradicionales quienes insistían en la soberanía nacional en lugar de la soberanía del pueblo. Las implicaciones de este cambio y del contenido del voto no han sido dimensionadas hasta ahora en la vida práctica de la política.
Es que, si la soberanía radica en la nación, no hay mandato ni participación posible. Decía el Artículo 179 de la Constitución de 1886 “…el sufragio se ejerce como función constitucional… El que sufraga o elige no impone obligaciones al candidato ni confiere mandato al funcionario electo…”. Esta disposición indica la total irresponsabilidad del elegido respecto de sus electores.
En cambio, la Constitución de 1991 consagró “la participación de todos en las decisiones que los afectan en la vida económica, política, administrativa y cultural de la nación”, porque al radicar la soberanía en el pueblo, el senador o representante lo es por mandato de los intereses del pueblo elector, que votó por X candidato por el programa que ofreció en su campaña. De allí surge el voto programático que origina la revocatoria del mandato, que solamente ha sido reglamentada para alcaldes y gobernadores, no para los demás cargos de elección popular (Ley 134/94 y 741/02).
Nuestro Estado es pues, desde el 4 de julio de 1991, un Estado Social de Derecho edificado sobre cuatro principios fundantes: la dignidad humana, el trabajo, la solidaridad y el bienestar general. Todos sin distingo o exclusión tenemos el derecho y el deber de participar en su desarrollo y perfeccionamiento como instrumento de felicidad y de paz de todos los colombianos, hasta convertir el pensamiento pluralista que nos legó El Libertador en el gran mulato colectivo que una, libere y gobierne el continente latinoamericano, única manera de hacer respetar nuestro futuro de las grandes potencias que lo asedian.