31 – Jairo Trujillo

Pasajes de la vida de José Felipe (VII)

Continuación

Jairo Trujillo M.

José Felipe cuenta sus historias. Las iré dando a conocer con cierta regularidad. El propósito es reunirlas todas en un solo volumen. 

Mucha gente ha vivido experiencias similares y se pierden en el olvido. Trataré de recoger algunas de ellas en estas narraciones para que se recuerden de alguna manera.

No tienen un orden cronológico, pues la vida no es una sucesión de hechos ordenados y planificados. Y menos la de José Felipe.

La primera parte puede leerse aquí.

La segunda parte puede leerse aquí.

La tercera parte puede leerse aquí.

La cuarta parte puede leerse aquí.

La quinta parte puede leerse aquí. 

La sexta parte puede leerse aquí.

He aquí la séptima y última de ellas.

Mayo de 2019

El comienzo

Ese periplo de una década de mi vida, es decir, el recorrido que partió de Bogotá y Medellín, terminó también en las mismas ciudades. En los cinco primeros años recorrí el norte del Valle del Cauca, el Huila y el Caquetá.

Cuando vivía en la capital visitaba a un amigo de mi pueblo natal, casado con una mujer del Huila. A su casa llegaba de vez en cuando un hombre bajo de estatura, de gafas gruesas y de hablar pausado, con un dejo marcado del acento huilense. Era mayor que yo. Rápidamente nos hicimos muy buenos amigos. Me contaba sobre su vida, sus actividades y su familia. Era trabajador de la cervecería Bavaria y hacía parte del sindicato. Me dijo que entró a la fábrica siendo analfabeta, allí aprendió a leer y a escribir. Se forjó en la lucha sindical y social. Llegó a ser un gran lector. Por él conocí las novelas del brasileño Jorge Amado, que él devoraba y comentaba con gran propiedad.

Una vez me invitó a visitarlo a Neiva. Allí me presentó a sus compañeros de trabajo, a su familia y a otra gente. Me di cuenta de que era un líder natural, como dicen, muy querido y respetado por todos. Dueño de un poder de convicción especial, de una paciencia sin límites y de una sencillez particular. Nació entre él y yo una amistad muy profunda. Nos confiábamos nuestras intimidades. Él me guiaba y aconsejaba en las dificultades y oía con atención mis argumentos. Desde las primeras veces que estuve en ese caluroso y hermoso valle del Magdalena en Neiva y sus alrededores, con sus amigos y familiares íbamos a bañarnos y a pescar en las orillas del río madre de nuestra nación.

Mi amigo se llamaba Serafín Gutiérrez.

Me fui acercando a esas tierras y una vez me dijo que si me gustaría irme a vivir esas tierras. Sin pensarlo dos veces, le dije:

‒¿Por qué no?

Acordamos en que me iría a vivir allá. Para dar ese paso fue necesario que transcurriera un tiempo.

En mi vida había aparecido en Bogotá mi primer amor. Loco, apasionado, hermoso, prohibido. El mundo se me abría a borbotones y en sueños imposibles. Cuando mi amada me miraba atentamente con esos ojos grandes y negros, y se quedaba inmóvil durante largos ratos, yo construía castillos de arena gigantescos. Sacudíamos la cabeza y como si entre los dos nos estuviéramos leyendo el pensamiento, simultáneamente decíamos quedamente:

−¡No, no puede ser!

Para mí era el despertar a un mundo nuevo, maravilloso. Mi existencia desde los doce años se había trasformado radicalmente y sólo tenía en mi mente y en mis actividades unos sueños diferentes a los de muchos jóvenes comunes y corrientes. Que por cierto no eran muy propios de la infancia.

Hoy, con José A. Morales puedo cantar:

Yo también tuve veinte años
que en mi vida florecieron
veinte años que a mí llegaron
se fueron y no volvieron.
Por eso desde la cumbre
de mis ardorosos años,
miro pasar hoy la vida
sin que me haga bien ni daño,
porque tuve la fortuna
de vivirla sin engaños,
para contar sin nostalgia
que también tuve veinte años.

Y sí, yo tenía veinte años en aquel tiempo. Como ciertos amores, el mío no era convencional: Ella tenía cuatro hijos y un marido.

Serafín, con paciencia y sin moralismos, me ayudó a tomar la decisión que me partió el alma y que ella también comprendió: Regresar a la casa materna después de una ausencia de casi cuatro años.

En Medellín me encontré con los viejos amigos de bachillerato que estudiaban en la Universidad de Antioquia y que activamente participaban en las jornadas estudiantiles protestando contra la visita de Nelson Rockefeller. Me uní a aquellas actividades.

Serafín vino de visita a Medellín y pudimos hablar muy largo y acordamos mi viaje a Neiva.

En esa ciudad me encontré con un paisano trotamundos, quien ya vivía hacía unos días en la finca del suegro de Serafín, en el desierto de la Tatacoa. Trabajé un tiempo en construcción, con ese calor canicular de Neiva y poco a poco las manos se me fueron encalleciendo.

En las tierras de Jorge Villamil

Serafín, mi amigo el trotamundos y yo nos reuníamos con frecuencia. Supimos de la cosecha de fríjol muy abundante en la región de Vegalarga, corregimiento de Neiva, al nororiente de esta ciudad. Nos dijeron que estaban necesitando recolectores. Viajamos un jueves. Por una carretera sin pavimentar y después de varias horas en un bus escalera chiva, llegamos al pueblecito. Allí nos comentaron que posiblemente había trabajo más arriba, en Piedra Marcada, adonde terminaba la carretera. El carro llegaba hasta allá donde lo esperaban algunos pasajeros. Volvimos a montarnos.

Piedra Marcada era un pequeño caserío construido a lo largo de la orilla de la carretera bordeada por río Fortalecillas, espumoso y pequeño todavía. Al terminar la vía, hacia la izquierda y por un estrecho cañón y luego por empinadas lomas, a muchas horas de allí, estaba La Sierra, la región donde nació el torito que menciona Jorge Villamil en su canción El barcino. A la derecha, y subiendo por una empinada loma, estaba el camino que conducía a una base militar y que remontando la cordillera conducía a San Vicente del Caguán, en el departamento del Caquetá y a la región de El Pato, famosa región donde habían vivido Tirofijo y sus compañeros.

Cuando llegamos, campesinos cercanos a las Farc nos detuvieron y nos confinaron en la casa de un hombre oriundo de El Líbano, Tolima, de apellido Morales. Fuimos sometidos a un intenso interrogatorio. Los Morales y otros hablaban en secreto, nos miraban de reojo y con cara de pocos amigos. Les dijimos que íbamos a la cosecha de fríjol, que en Neiva nos habían comentado que estaban necesitando recolectores. No se inmutaban y tal parece que no creían en nosotros. “Se quedan aquí y no se muevan”, fue la orden perentoria.

En esas llegó a aquella casa un señor de hablar pausado, algo instruido y de gran ascendencia entre la gente. Era don Vicente, cuñado de unos campesinos nativos de allí y muy influyentes en la región. Hablamos con él largo rato, y nos dimos cuenta de que era un hombre de argumentos y poco impulsivo. Después supimos que todos ellos habían vivido en El Pato, lo mismo que el hombre de acento antioqueño y proveniente del norte del Tolima. Literalmente, don Vicente nos arrancó de las manos de quienes nos tenían cautivos; dijo que él se encargaba de nosotros y nos llevó a su casa. Muy hospitalario, duramos varios meses allí, nos hicimos muy amigos de sus hijos y de sus cuñados que vivían en La Sierra, arriba de Piedra Marcada. Con el tiempo nos dimos cuenta de que aquellos individuos que nos retuvieron planeaban asesinarnos, con el pretexto de que éramos infiltrados del gobierno.

Pasadas las semanas, conocimos parte de la historia de aquellos campesinos que, como el barcino de la canción de Villamil, remontaron la cordillera Oriental y se descolgaron hacia el Caquetá, y establecieron lo que un político llamara la “república independiente” de El Pato.

La casa de don Vicente quedaba a orillas del río Fortalecillas, espumoso y borrascoso, el mismo que inspiró al compositor Jorge Villamil con la canción Espumas. Más abajo, también a orillas del mismo río, estaba la hacienda de El Cedral, propiedad de los Villamil, lugar de nacimiento de Jorge, el autor de Los guaduales y de Vieja hacienda del Cedral. En esa finca trabajó como jornalero en su juventud el famoso Tiro Fijo.

Era un estrecho, largo y profundo cañón el que formaba aquel río, de tierras fértiles y de empinadas lomas. La gente rozaba los matorrales, luego quemaba y finalmente sembraba sin abono el fríjol cargamanto y el bola roja, dejándolo así sin desyerbar hasta la cosecha. Las leguminosas crecían y se enredaban en el rastrojo y en un pasto que ellos llaman gordura (conocido en otros lugares como yaraguá). Era un pasto pegajoso y cuya cera se adhería a la piel y a la ropa, de tal manera que lavarla constituía un trabajo muy dispendioso. La recolección era toda una odisea, pues había que buscar las vainas en medio del pasto, de los chircales y de otras plantas. Los grandes costales de cabuya donde se iba acumulando y pisando el fríjol recolectado, muchas veces mojado porque llovía mucho, hacía que los bultos quedaran muy pesados. Luego había que cargarlos hasta la casa, allá abajo, muy abajo.

Recuerdo haber escrito un cuento sobre el trabajo de aquellos habitantes. En él narraba la vida de un campesino que bajaba por esas empinadas cuestas con su carga a la espalda, amarrada de una cincha que colgaba de su cabeza, a la manera de los indios. Al voltear en una estrecha curva, el bulto de fríjol le cogió ventaja, la cincha se le enredó en el cuello y el fardo se fue al abismo, llevándose en su caída al desventurado hombre que se estrelló contra una roca.

Ésta fue la primera vez que tuve cercanías con una zona de las Farc. Y salí vivo de allí gracias a ese campesino decidido que fue don Vicente. Y se ve cómo los campesinos cercanos a las Farc cuidaban celosamente de extraños sus zonas de influencia.

Con la esposa de don Vicente y con sus cuñados tuvimos una relación muy estrecha y amistosa. Ellos eran cuatro: Diógenes y Aníbal, quienes vivieron con su familia en El Pato. Aníbal rasgaba la guitarra y con una voz melodiosa cantaba bambucos y torbellinos. Nos contaba muchas historias de aquellos lugares. Los otros dos eran Cisco y Felipe; ambos habían vivido en Bogotá y se notaba que tenían mayor instrucción; la mujer de Cisco era bogotana y no se había adaptado mucho a esas tierras salvajes, agrestes y lluviosas.

Una noche de septiembre, estábamos todos reunidos en la casa de Aníbal cuando empezaron a dar noticias de las elecciones en Chile. Muy tarde se oye: “Salvador Allende gana la presidencia de Chile”. Todos saltamos y gritamos de alegría, porque había ganado ese hombre limpio y bueno.

En otra ocasión, tuve que viajar a Neiva a encontrarme con Serafín. Como cosa rara, la noche anterior no llovió y era luna llena, luna roja, como la cantara Villamil. Cuando bajaba hacia Piedra Marcada por aquellas empinadas montañas, una maravilla de paisaje me sorprendió: Por el occidente se ocultaba la luna y por el oriente se insinuaban los rojos rayos del sol, mostrando a lado y lado la esbelta silueta de las montañas flanqueando el río Fortalecillas. Todavía hoy guardo en mi mente aquel espectáculo.

Se acabó la cosecha y también el trabajo. Dejamos una buena impresión entre la gente, aunque no éramos tan buenos trabajadores como ellos.

Regresamos a Neiva y nos reunimos con Serafín.

Corría el año de 1970.

Un tiempo en Garzón

Serafín era amigo de un antiguo concejal de Palermo, Huila. Su nombre era Rafael, pero muchos lo llamaban Rafico, aunque otros preferían llamarlo en privado Punto y coma porque era cojo. Había comprado una finca en Garzón, al sur de Neiva. Sin mediar muchos trámites, hablamos con él y convinimos la ida de mi amigo trotamundos y yo para esa región.

La vereda donde vivía Rafico se llamaba Fátima, arriba de Garzón, hacia la cordillera Oriental, limítrofe con el Caquetá. Abajo del pueblo serpenteaba el río Magdalena. El cultivo principal era la piña; la variedad no la conocía, la llamaban piña clavo. A diferencia de otros lugares, los campesinos no usaban azadones para desyerbar los cultivos sino una pala pequeña, recta en su extremo, más pequeña y diferente a la que se usa en construcción. Casi que no aprendo a manejarla. El minifundio era lo que predominaba. Rafico me contrató a mí y un vecino de él se llevó a mi amigo el trotamundos a trabajar a su finca.

En todo el país las tomas de tierra se daban en gran cantidad. En un corto período, se dieron más de 500 invasiones donde participaron más de un millón de campesinos. La Asociación de Usuarios Campesinos estuvo al frente de estas jornadas, que se convirtieron en verdaderas epopeyas. Cerca de donde vivíamos hubo taponamientos de carreteras, aunque no se dieron muchas luchas agrarias, debido a la predominancia de la pequeña propiedad. Cerca de la finca donde vivíamos había unos campesinos muy despiertos con quienes compartíamos amenas conversaciones sobre la situación que se vivía. Rafico era un hombre muy interesado en toda esa problemática.

Por las tardes, al terminar la jornada de trabajo, mi amigo el trotamundos venía a visitarnos y a contarnos cómo su patrón le sacaba el jugo apostando con él al que desyerbara más rápido un lote. El viejo era mojigato y camandulero como el que más, mientras Rafico era librepensador. Mi amigo era un fumador empedernido y lo mismo la esposa de Rafico, quien le ofrecía y le daba cigarrillos.

Allí duramos unos meses. Me comuniqué con mi amigo Marcos en Bogotá, oriundo del Tolima, quien tenía unos familiares en el departamento del Caquetá. Nos pusimos de acuerdo para realizar un viaje a esas tierras.

En la tierra de promisión

Nos despedimos de los amigos de Garzón y emprendimos el viaje hacia esa tierra que José Eustasio Rivera llamó la tierra de promisión: El Caquetá.

En el Huila se burlaban de la gente que iba para esa región. La gente decía que cuando alguien se iba a ir, gritaba con la voz en alto:

−¡Me voy para el Caqueeeetááá!

Y después de un tiempo, al regresar, si no habían tenido fortuna, cuando se les preguntaba de dónde venían, casi no podían responder y decían pasito, para que no los fueran a oír:

−Vengo del Caquetá.

Teníamos un amigo que trabajaba en la hacienda Trapichitos, propiedad de Oliverio Lara. Ubicada entre Neiva y Campoalegre. Él nos contaba muchas anécdotas de los Lara y nos hablaba del Caquetá. Igual lo hacía otro amigo Marcos, oriundo valle del Sibondoy en el Putumayo, cuya madre vivía en San Vicente del Caguán; a veces ella viajaba en un avión de carga y pasajeros, que era el único medio de transporte de ese pueblo, cargada con gallinas y bultos de comida.

Las historias sobre Larandia, la hacienda más grande de Colombia y una de las más enormes de América Latina, eran impresionantes y de pronto algunas fantásticas, pero no por eso dejaban de ser impactantes.

Leyendo algunos documentos de la época, me encontré que por escritura tenía 38 mil hectáreas, pero muchos que la conocieron y trabajaron allí me aseguraron que en la realidad superaba las cien mil hectáreas. Llegó a contar con 38 mil cabezas de ganado y una pista de 1.700 metros para aviones de carga tipo C-130 para transportar ganado.

Los colonos tumbaban monte, sembraban maíz y yuca y con frecuencia perdían todo porque en la hacienda hacían continuas quemas que arrasaban con sus cultivos o porque el ganado se les comía sus cultivos. En otras ocasiones, Oliverio Lara Borrero les “compraba” sus mejoras por mucho menos de lo que le costaba a él mandar a tumbar monte con trabajadores. El campesino avanzaba selva adentro, desmontando y sembrando, y Oliverio Lara mandaba a correr la cerca. Así se fue extendiendo la hacienda como una mancha en la jurisdicción de Montañita. Como en muchas haciendas y empresas de Colombia, a los trabajadores se les pagaba con bonos o fichos que sólo servían para comprar comida y otros productos en la comisaría de la hacienda.

En San Vicente del Caguán ocurrió lo mismo con dos haciendas que tenía el mismo señor: Balsillas, que se extendía desde la cordillera en límites con el Huila, cerca de Vegalarga, hasta llegar a La Vega, como se le dice por allí a la llanura; en esa finca tuvo su centro de operaciones Manuel Marulanda por cierto tiempo. La otra quedaba por los Llanos del Yarí, llamada El Recreo, y que se conoció en los anales judiciales como Tranquilandia, adquirida años después por Gonzalo Rodríguez Gacha. Y dicen que Oliverio Lara soñaba con unir esas tres haciendas en una sola. Y para eso pensaba comprar tierras con los métodos acostumbrados por él. Creo que era el hombre que más tierras tenía en Colombia.

El 28 de abril de 1965 Oliverio fue plagiado en Larandia y asesinado a machete al día siguiente cuando sus captores se sintieron asediados por el Ejército. Fue obligado a cavar su propia tumba; el cuerpo fue enterrado en forma vertical y encontrado cinco años después, luego de la confesión de uno de los plagiarios, al parecer trabajador de la finca. Un antiguo trabajador de la hacienda cuenta que en, cierta ocasión, se accidentó un vehículo en el que transportaban ganado, muriendo varias reses. Oliverio Lara mandó a los trabajadores a despresar las reses y a tirar la carne a un lago para alimentar los peces. Un trabajador le solicitó que les regalara algo de carne, pero él se quedó vigilando la faena y les gritó: “Por eso les pago el día, yo de los animales no regalo a nadie nada, porque así siguen pidiendo que se muera el ganado para seguir jartando”. Y el que relata el caso dice que ni siquiera les pagó el día, y cuando le reclamaron, contestó: “Si quiere así o si no se me va”.

Un compositor popular del Caquetá, de nombre Raimundo y apodado El Hereje, escribió:

“No habrá en Florencia otro modo de hacer entrar en carriles
a la egregia Casa Lara, a Pizarro y compañía, a quien tenga
la manía de hacer la vida tan cara.

Comprenderán también Lara y don Ricardo Pizarro que habrá
que aflojar el barro y darlo a cinco la vara para que todos podamos
una mansión fabricar”.

Posteriormente, la hacienda se fue fraccionando. Una parte se les entregó a guerrilleros amnistiados del M-19, otra fue cedida al Ejército en comodato por cien años y hoy es una base militar.

Marcos, el tolimense, y yo llegamos a Florencia en la tarde, después de muchas horas de viaje por una estrecha y terrible carretera sin pavimentar. En jurisdicción de Florencia, pero lejos de la ciudad, vivía Miguel Tole con sus hijos. Para llegar a su casa, nos bajamos cerca de una quebrada, nos remangamos los pantalones y empezamos a andar por la llanura un trecho largo hasta que llegamos adonde empezaba el piedemonte de la cordillera Oriental. Muchas horas hacia arriba, por laderas no muy empinadas, llegamos a una profunda hondonada, desde cuya orilla veíamos en lontananza una casa de madera al otro lado. Bajamos un rato largo y luego emprendimos el ascenso por una cuesta muy empinada, hasta llegar a un cafetal. Nos recibieron con los brazos abiertos. Ese calor humano de esa familia lo sentí desde el primer momento. El viejo Miguel Tole, tolimense, desplazado por La Violencia de los años 50, liberal y rebelde en sus ideas, me acogió como a uno de los suyos. Con toda esa familia mis lazos continúan hasta el día de hoy. Gente noble y fiel, muy culta en el trato respetuoso y amable con los demás, me sentí mejor que en mi casa. Y algo muy importante a destacar en ellos: su sencillez y muy abiertos de corazón.

Similar a la región selvática de Urrao, aquí llovía todos los días durante todo el año. Una vez llovió nueve días y nueve noches sin parar. Y desde la casa veíamos caer y sentíamos crujir la tierra con los derrumbes en las montañas vecinas.

El café producía poco, pero era un graneo permanente durante todo el año. Y eso servía para el sustento de las familias que tenían efectivo cada semana. A diferencia de Vegalarga, allá nadie hacía quemas ni usaba el azadón. Para los cultivos, sólo el machete y la mano para arrancar las malezas. El maíz se regaba a mano tratando de ser lo más parejo posible y luego el rastrojo se rozaba para que tapara las semillas. No se desyerbaba y el maíz salía por entre la maleza que se podría rápidamente por la humedad. En forma similar se cultivaba en la selva de Urrao y el Chocó. A decir verdad, la tierra no era muy fértil y la capa vegetal era sumamente delgada. Pero al no quemar ni usar azadones, se lograba conservar un poco su fertilidad y se evitaba la erosión.

Todavía había mucho monte y las montañas no eran muy elevadas. Eran redondas y desde lejos simulaban las olas del mar, de un mar verde y enorme que a un lado iba a morir en La Vega, como decían los caqueteños, es decir, en la infinita llanura amazónica, y al otro lado, muy lejos de allí, se iba lentamente empinando hasta las altas cimas de la cordillera Oriental, en límites con el departamento del Huila. En lontananza veíamos a Belén de los Andaquíes.

Este fue el refugio de miles y miles de familias de muchas partes del país que huyeron de la violencia de los años 50. Recorrí muchas de aquellas montañas, recolectando café y rozando para “sembrar” maíz. Eran regiones sumamente tranquilas y pacíficas. Salíamos a cazar a la medianoche y dar serenatas nocturnas con una radiola de pilas y discos LP de larga duración. Se respiraba tranquilidad y calma. Varios años después, llegaron de San Vicente y del Huila los guerrilleros de Tirofijo; también arribaron los del M-19, y luego los paramilitares y los campos se bañaron de rojo. Y desapareció la calma y la tranquilidad. Nuevamente fue por decisiones políticas que llegó la violencia a estas tierras y no fruto de levantamientos de su población.

El gusanillo del amor volvió a picarme, pero no se materializaron las cosas por aquellos azares de la vida.

También allá llegó mi amigo el trotamundos. Manteníamos correspondencia con Serafín quien seguía trabajando en Bavaria en Neiva. Me escribía con mis amigos, y un primo en Bogotá me hacía el puente con la familia materna de Medellín, que no sabía que yo andaba en el fin del mundo.

A los hijos de Miguel Tole yo les hablaba mucho de Serafín y prácticamente lo conocían tan bien como si lo hubieran visto.

Una vez llegó a Florencia un telegrama del amigo oriundo de mi pueblo que vivía en Bogotá y que estaba casado con una prima de Serafín. El telegrama lo recogió el viejo Miguel Tole. Me extrañó, porque siempre me llegaban cartas.

“Serafín atropellado por bus en bicicleta. Murió instantáneamente”. Fue como si una montaña se me hubiera venido encima. Exploté en un llanto profundo y una de las muchachas también empezó a llorar conmigo. Me sentí otra vez huérfano, era mi mejor amigo y en alguna medida era como mi padre. Me reuní con mi otro compañero de andanzas y le dije que en esas condiciones yo no era capaz de seguir allí. Todo lo que habíamos soñado y planeado juntos con Serafín ya no era igual… ni siquiera el sueño de ese amor juvenil que empezaba a germinar…

Tomamos la decisión de que yo me iría adelante y luego se iría mi otro amigo. Con el corazón partido por la muerte del amigo del alma y por dejar a aquella mujer que me partía el corazón, bajé la cuesta y desde la orilla del camino le grité a ella y Miguel Tole un adiós desgarrador.

Llegué a Neiva y esa noche fue la más eterna del mundo, pensando en la mujer que se quedaba en la lejanía y el horizonte oscuro que se me ofrecía hacia adelante.

A los días llegó del Caquetá el trotamundos. Fuimos a visitar a los padres de Rafico que vivían en Neiva y ¡oh sorpresa y espanto! A Rafico lo había matado su esposa y ella acababa de salir de la cárcel.

Luego de la salida de nosotros de Garzón hacia el Caquetá, una noche llegó Rafico del pueblo muy borracho y embrutecido por la marihuana. Se encontró con el vecino camandulero, antiguo patrón de mi compañero y el viejo levantó la calumnia más tremenda contra la esposa de Rafico: que ella era amante de mi compañero. Enloquecido, Rafico entró a caballo al patio de su casa, a los gritos llamó a su mujer y en medio de la oscuridad sacó el machete y empezó a descargarlo con furia en toda la humanidad de la atribulada mujer. Ella corría tratando de defenderse bañada en sangre y con cortadas en la cabeza, la espalda y la cara, y en medio del forcejeo se abalanzó sobre Rafico, lo bajó del caballo y palpó con su mano un cuchillo que él cargaba en la cintura. Él le lanzó otro golpe con el machete sobre la cabeza y ella alcanzó a sacarle el cuchillo de su empuñadura y con fuerza y desespero lo hundió varias veces sobre el cuerpo del enloquecido borracho.

La viuda fue conducida a la cárcel, los niños quedaron al cuidado de los abuelos, los padres de Rafico. Cuando se inició el juicio, aquellos venerables ancianos, justos y realistas, hablaron a favor de la desdichada mujer y pronto salió libre. Ahora la tenían viviendo con ellos en su casa.

Éste fue el testimonio que nos dieron los mismos abuelos. Salimos de allí sin pronunciar palabra alguna. Impactados y conmovidos.

Regreso al hogar primero

Aunque mi amigo y yo éramos de Antioquia, él me manifestó su intención de quedarse en el Huila y yo le dije que quería regresar adonde mi familia en Medellín.

Y esa ciudad de mi infancia y de mis afectos, de donde me fui y siempre regresé, volvió a envolverme en sus encantos y misterios, sabores y sinsabores.

Mamá, mis hermanos y familiares me recibieron con los brazos abiertos. Como siempre cuando regresaba, aunque no supieran lo que yo hacía y dónde estaba, y aunque no compartieran mis ideales y sueños.

Pasado un tiempo, cerca de allí, en el Llano de Ovejas, conocí a la que se convirtió en mi esposa y compañera de andanzas y de sueños por varias décadas.

Seguí en contacto con mi amigo el trotamundos. Ahora él andaba recolectando algodón en Zarzal.

En las tierras del norte del Valle

Al poco tiempo de casarme recibí la invitación para irme al norte del Valle del Cauca, a la zona algodonera. Rápidamente organizamos las pocas cosas que teníamos y partí con mi esposa. Era la luna de miel (¿de miel?, me preguntaba yo en un cuento que escribí después). Llegamos a Zarzal y nos reunimos con mi amigo y otros conocidos de él. Para mí, era más o menos predecible lo que nos esperaba, pero para mi esposa, que nunca había salido de su región de tierra fría y que sólo conocía a Medellín, era un viaje hacia lo desconocido. Era una incertidumbre absoluta.

Cuando llegamos, el calor a más de 30 grados nos adormeció. Mi amigo ya nos había conseguido una habitación alquilada en la casa de un hermano de uno de nuestros amigos. La pieza no tenía puerta sino una cortina de tela y teníamos que cocinar con un fogoncito chiquito de petróleo. Otro de los conocidos era cabo o capataz de iguazos, es decir, de jornaleros, como los llamaban en esa época a los obreros temporales del campo en el Valle. Inmediatamente nos dio trabajo y al otro día nos recogió un camión que nos llevó a la hacienda algodonera.

Eran centenares de recolectores, hombres y mujeres de todas las edades y niños desde los cinco años.

Con la tula amarrada a la cintura y arrastrándola, las motas de algodón se iban amontonando en las dos manos. Como la mata de algodón ya estaba seca, las cápsulas y lóculos donde se almacena la blanca mota tenían la forma de una hoja puntiaguda que se enterraba en los uñeros, produciendo dolorosas heridas. Algunos usaban guantes, pero el calor era insoportable. En una ocasión se nos olvidó llevar agua para tomar o se nos regó, no recuerdo, y nos tocó ir a tomar agua del río Cauca. Esa agua pasó quemando por la garganta o guargüero, como le decía la gente. Mi esposa era más hábil que yo para recolectar el algodón, pero todo lo empacábamos en una misma tula gigante. Ella sentía pavor a los gusanos, pero allí le invadían a uno el cuerpo unas larvas verdes que se le introducían a uno por todas partes. La gente poco usaba los sombreros, que estorbaban con las ramas secas del algodonero. Preferían gorras o cachuchas o trapos grandes que amarraban atrás de las cabezas. Algunos llevaban radios, otros cantaban y muchos conversaban. Detrás iban los cabos vigilando que uno no dejara motas sin recoger y en ocasiones obligaban a devolverse al recolector. A uno le asignaban uno o dos surcos, dependiendo de si era solo o acompañado. El calor era tremendo.

En las tardes nos reuníamos con los otros amigos, varios de ellos dirigentes del sindicato de recolectores de algodón. Al frente de esta organización estaba una mujer de un don de gentes particular. Llevábamos varios días trabajando cuando en el algodonal corrió la voz de surco en surco: “Hoy nos reunimos todos en el parque de Zarzal”.

En cuestión de unos cuantos minutos, la muchedumbre invadió el lugar. Con su trapo rojo en la cabeza, la delgada mujer se levantó en una tarima improvisada y con una oratoria incendiaria y convincente estremeció a la multitud. Explicó que el sindicato había hecho una serie de solicitudes ante los patronos, entre ellas el aumento en el precio del kilo recolectado. Pero que no habían podido llegar a un acuerdo.

−La única respuesta que tenemos es el paro. Ellos no entienden otro lenguaje. A partir de mañana todo el norte del Valle se paralizará y nadie cogerá una mota de algodón −y la multitud aplaudió y gritó consignas, haciendo retumbar el pueblo.

Efectivamente, todo el norte del Valle del Cauca, en aquel verano de 1972, se paralizó por varios días. Y el algodón estaba en el punto de que “me coges o me caigo”. En una manifestación el ejército infiltró a unos provocadores para realizar un acto violento, hecho que aprovechó la tropa para arreciar contra los iguazos del algodón. Pero el paro continuó y tuvieron que llegar a un acuerdo: hubo aumento en el precio del kilo de recolección.

Volvimos al trabajo. Al poco tiempo terminó se terminó el algodón. Luego vino la cosecha de soya. A cada uno le asignaban seis surcos que se extendían en la lejanía. Arrancábamos las matas de soya seca de dos surcos del centro a la vez, uno con cada mano, y los dejábamos en el mismo lugar. Luego hacíamos lo mismo con los otros dos surcos del lado y lado, y los lanzábamos al centro, a lo que ellos llamaban la chorra. Al terminar todos, llegaba la enorme máquina cosechadora que llamaban combinada y con unos ganchos que giraban en reversa recogía la chorra, llevaba las plantas arrancadas a una tolva donde eran desgranadas las vainas, muy parecidas a las del fríjol. Por un lado, arrojaba la basura y por el otro salía el chorro de pepas color crema de la soya. Ésta era empacada en costales que iban quedando regados por el camino. Luego llegaban a recogerlos. Al día siguiente llegaban nubes de gente a rebuscar los granos que dejaba tirados la máquina.

Atrás quedábamos todos destrozados de la cintura por estar agachados todo el día bajo un sol inclemente, con las manos sangrantes, pues las vainas de la soya eran como agujas que se clavaban en las manos, así tuvieran cayos. Con frecuencia, después de esa jornada salían varios para el hospital, incluso los curtidos en esas faenas.

Luego vino la siembra del maíz, que lo hacía una máquina sembradora, y lo único que uno hacía con un azadón era echarle tierra a los granos que se quedaban sin enterrar. Era de los trabajos menos duros.

Era la agricultura moderna mecanizada, en tierras muchas veces arrendadas y en producción a gran escala. Muy diferente a la que había visto en las otras regiones en donde había trabajado. Por doquier se veían máquinas y tractores como los que describe John Steinbeck en Las uvas de la ira.

 Se acabaron las cosechas y los jornaleros ambulantes partieron a recolectar café a las zonas cafeteras del viejo Caldas o de Antioquia, algodón en la costa o en los Llanos, arroz en el Tolima y en el Huila. En fin, ellos ya sabían los calendarios de todas las cosechas del país. Conversar con un cosechero ambulante era delicioso: Contaban historias y anécdotas de todo tipo, conocían mejor que cualquiera la geografía grande y la de detalles de todos los rincones del país, dominaban los dichos y la jerga de todas las regiones, estaban adaptados a los más diversos climas, comidas y costumbres. Tenían una visión de la vida y del mundo amplia pero ajena. Sabían de todo, había algunos con cierta instrucción y muy informados de todo. Rebeldes, solidarios como ellos solos, alegres y buena gente en todo el sentido de la palabra. Son los trabajadores con más mundo que he conocido.

En una ocasión que estábamos almorzando a la sombra de un gran árbol, un impertinente se atrevió a cuestionar a la aguerrida agitadora del parque de Zarzal.

‒María, y vos por qué te metés de revolucionaria si eso es para los hombres, para los que tienen barba.

Ella, sentada en el suelo con su falda ancha y con las piernas abiertas, le respondió:

‒¡Pues ustedes tendrán la barba arriba, pero yo la tengo aquí abajo! ‒y señaló su falda y siguió explicando el acuerdo del sindicato.

Mi amigo partió para Neiva, nos buscó nuevamente una pieza en alquiler y nosotros llegamos después. Al no poder conseguir trabajo, volví a Piedra Marcada y Cisco Rodríguez inmediatamente me dio trabajo. Además del jornal me asignó un lote para que sembrara maíz. Las condiciones de vida de mi esposa no fueron las mejores, pues la mujer de Cisco se echó con las petacas, como decimos nosotros, y todos los oficios de la casa y el ordeño de las vacas no los volvió a realizar… Ya se sabe quién los hacía…

Pero los cálculos del hígado provocaron terribles cólicos a mi compañera y en un caballo tuvimos que salir con los corotos montaña abajo hasta Piedra Marcada.

−Definitivamente me regreso para Antioquia −le dije a mi compañero de andanzas.

Él se quedó. Salvo dos veces más que nos vimos, una en Santo Domingo en 1973 y otra en Neiva en 1981, nunca más volví a saber de él.

En tierras de Peralta

Nuevamente en la ciudad recurrente: Medellín del alma. Un familiar que vivía en Santo Domingo, el pueblo de Tomás Carrasquilla, me propuso que me fuera a sembrar tomates. Vivimos en el barrio El Chispero, en la última casa del pueblo que tenía un lote plano y fértil. Aprendí los trucos del tomate y la cunicultura. Cuando estaban grandecitas las tomateras, nació mi primer hijo. La alegría nos embargó y le dábamos jugo de tomate. Todos los días pasaba por el frente de la tomatera Pachita con su novio a buscar leña. Eran dos ancianos leñateros, como les decían por allá. Se sentaban al pie de donde yo trabajaba, conversábamos de todo muy animadamente y se marchaban temprano. A eso del mediodía o más tarde, aparecían con su viaje de chamizas y pequeños troncos amarrados y montados en sus cabezas. Alegres y silbando volvían a saludar y a descansar. Volvíamos a otra sesión de amenas charlas.

Cerca de mi casa vivía un sastre que decía que venía de San Andrés de Cuerquia. Decía saber de todo y conocer a todo el mundo. En su casa-sastrería se reunía mucha gente y lo oía con mucha devoción. A todos los convencía con su verbo suelto y desparpajado. El dueño de la casa donde vivía, que era el mismo dueño de mi casa, avaro, rico y hambriento, que andaba descalzo y con la misma ruana de toda la vida, le fiaba a él el arriendo y a mí me lo cobraba desde antes de cumplirse el plazo. El sastre decía que de su pueblo le iba a llegar una máquina milagrosa que hacía “hasta pa vender”, que le iba a dar trabajo a todo el mundo y que el pueblo iba a salir de la miseria. Todos le fiaban lo que necesitaba o le prestaban dinero en cantidades, con la esperanza de que él les iba a pagar altos intereses que les prometía. Y seguía creciendo la audiencia. Y también los préstamos y los fiados. Buena parte del pueblo ya tenía que ver con aquel sastre que hablaba “más que una lora mojada”, como decía Pachita, la vieja leñatera que no creía en él. Una noche fue la reunión más concurrida de todas y donde llovió más plata para el sastre hablantinoso. Según el hombre, esa semana llegaría la máquina milagrosa. Muy tarde la gente se fue a dormir a soñar con los grandes cambios que se avecinaban con tan prodigiosa herramienta. Al otro día, por la mañana, el dueño de la casa fue a tocarle la puerta para que le arreglara un pantalón. Nadie contestó.

−Don señor −le dijo Pachita que vivía ahí cerca y que salía de camino a recoger la leña−. Muy tarde en la noche yo oí un camión grande que llegó y se paró al frente y oí movimientos de cosas que cargaban.

El viejo, asustado, sacó la copia de la llave y abrió. La casa estaba completamente vacía. Nunca más se volvió a saber del sastre que sabía de todo y que hablaba hasta por los codos. Y ya no estaba Tomás Carrasquilla para que hubiera escrito un cuento magistral como San Antoñito, que cuenta el caso de un sacristán taimado y engañabobos, muy parecido a este sastre mentiroso.

Se acabó la cosecha de tomates y me fui a sembrar café, hortalizas y maíz a la finca del mismo familiar que me había llevado a cultivar tomates. La finca estaba en la vereda Los Planes, en el mismo municipio, cerca adonde nace el río Nus. La casa vieja de tapia de la finca quedaba en un morro donde no había agua. Había que cargarla desde muy abajo y la ropa solamente se podía lavar en el río Nus. Cuando mi esposa se iba a lavar la ropa, yo me quedaba con mi hijo, lo metía en un caminador y me ponía a sembrar y a desyerbar. Lo entretenía conversándole y le ponía música en el radio. Con todos los vecinos logré hacer muy buenas migas, como decimos por aquí. Teníamos un grupo de troca-mano, de modo que un día íbamos todos a trabajar en la huerta de uno, al otro día venían a trabajar en la huerta mía y así hasta dar la vuelta a todos. Era una vereda muy poblada y de gente muy unida y buena. La Acción Comunal se reunió y decidió proponer mi nombre como presidente. Pero al otro día me llegó una noticia de Medellín: Me habían conseguido trabajo en la Renault-Sofasa.

Casi treinta años después regresé a esa región y estaba completamente abandonada y sin un solo habitante. Sólo encontré en la carretera a una sobreviviente. Todos habían sido asesinados o desplazados por las distintas olas de violencia guerrillera, paramilitar y oficial. De la casa donde vivimos sólo encontramos restos del lavadero. Y los cultivos fueron remplazados por el rastrojo.

Del azadón a la cadena de producción de la industria automotriz

Cuando llegué a la cita con el directivo empresarial de aquella gigantesca fábrica llamada Sofasa-Renault, me senté en una silla. En esas entra un obrero de overol azul engrasado y barbado. Mientras esperaba, yo leía una revista que había empezado a publicarse por aquellos días llamada Alternativa. En ella participaban Gabriel García Márquez y otros prestigiosos periodistas, como uno que escribía en El Tiempo una columna titulada “Contraescape” y que yo seguía con regularidad. Tranquilamente y sin medir las consecuencias, no oculté el título de la revista. El obrero barbado se me acercó, trató de entablar conversación conmigo y después de preguntarme que qué hacía allí, le conté que iba a una entrevista de trabajo.

−Si te dan el trabajo, hablamos dentro de dos meses que pasés el período de prueba. Chao.

Después de los exámenes médicos de rigor, empecé a trabajar. Lo primero que tenía que hacer era conseguir vivienda. Busqué y encontré en el municipio de Caldas, precisamente cerca de donde después volví a vivir. Curiosamente en mi vida muchos acontecimientos son cíclicos: Mi alejamiento y regreso tantas veces a Medellín, mi salida de Bogotá para el campo y mi regreso a la amada capital después de vivir en el campo en el Suroeste antioqueño.

Por mi trabajo, tenía que recorrerme toda la fábrica, empecé a hacer amigos en todas partes. Todos éramos jóvenes de menos de treinta años e incluso los había cercanos a los veinte. Había unos poquitos algo viejos. En general eran obreros calificados, muy despiertos, impulsivos e inexpertos en la vida empresarial. Pocos eran de origen campesino inmediato y tenían cierta instrucción y muchos conocimientos de mecánica, pintura, latonería, tapicería, soldadura, electricidad automotriz y otros conocimientos afines. El comedor era inmenso y todos comíamos a la misma hora. Con frecuencia en este lugar los directivos sindicales aprovechaban la ocasión para dar sus informes o arengar a los trabajadores.

La cadena de producción avanzaba a cierto ritmo definido por la empresa y ¡ay del que se dejara colgar!, es decir, que se quedara retrasado. Me acordaba de Los tiempos modernos de Chaplin, cuando él se demoraba rascándose la nariz y la cadena seguía su curso. A veces era un ritmo infernal. Los salarios y demás prestaciones eran de los más bajos en la gran industria.

Para ir a la fábrica, un bus nos recogía en el parque de Caldas. Allí se montaba un directivo sindical, con quien solía conversar animadamente y muy rápidamente se hizo mi amigo. Era un hombre pausado, analítico y metódico. Nunca me insinuó nada ni me presionó para que asistiera a alguna de sus actividades. Por la tarde, cuando salíamos del trabajo, él nunca se montaba con nosotros, pues salía diariamente para la sede sindical que quedaba en el centro de Medellín.

Cuando cumplí los dos meses de trabajar, llegó a mi puesto de trabajo el obrero barbado que había visto el día de la entrevista laboral.

−¿Qué hubo, hermano, entonces lograste pasar el período de prueba? Ya te podés afiliar al sindicato. ¿Cómo te parece?

−Yo creo que sí −le contesté sin pensarlo dos veces−. Llené los trámites y empecé a asistir a las reuniones en la pequeña sede sindical de la placita Uribe Uribe.

La organización era orientada por un antiguo dirigente sindical de Furesa, fábrica vecina a Sofasa, llamado Mauro Orrego. Éste dirigía un grupo de sindicatos llamados Bloque Sindical Independiente y trabajaba como funcionario del sindicato del departamento de Antioquia. Allí también funcionaba la oficina de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, Anuc. Rápidamente me hice también amigo de ellos.

Eran tiempos de mucha agitación en el movimiento obrero y campesino en todo el país. Los campesinos de Urrao se destacaron en Antioquia y en el país. Sus empresas comunitarias fueron ejemplo a seguir y la Anuc de allí era famosa nacionalmente.

En cuestión de pocos días, en una asamblea del sindicato, fui elegido miembro de su dirección. Esto provocó una hecatombe en parte de la familia, ya que un cuñado me había “palanquiado” con un directivo de Sofasa y se sintió burlado por mi ingreso al sindicato.

Las condiciones laborales eran duras, la cadena de producción a veces la subían a un ritmo de locura que no permitía ni el más mínimo reposo. Y a esto se añadía el ímpetu y fragor de esa muchachada de obreros fogosos e inexpertos sindicalmente y una orientación sectaria y radicalera. Con frecuencia la reacción espontánea de la base sindical se le salía de las manos a la junta directiva.

La empresa despidió a un directivo sindical de Sofasa en Duitama, violando el fuero que lo cobijaba. La reacción fue inmediata en las tres seccionales: Duitama, Bogotá y Envigado. Hubo huelgas de hambre, mítines, una operación tortuga que llevó a la parálisis de la producción y finalmente un paro total de muchas semanas.

En la mañana del 12 de junio de 1975 la empresa había citado a toda la junta directiva sindical a una reunión. Allí, además de los directivos empresariales, había aparecido un hombre de uniforme militar, de mirada penetrante, de ceño fruncido y de sonrisa postiza. Era el mayor Carlos A. Sierra.

−¿Esta es una reunión de empresa-sindicato o es una audiencia de un consejo de guerra, de los que se estilan en el estado de sitio? −preguntó un dirigente sindical.

−Vea, muchachos −empezó el militar, en un tono inicialmente paternal−. Ustedes están muy jóvenes (de hecho, todos los dirigentes sindicales estaban entre los 24 a 26 años) y no saben lo que está ocurriendo. Existe un plan internacional de las potencias petroleras y de otras naciones para desestabilizar la industrial mundial y en especial la automotriz, y Colombia está dentro de esos propósitos. Ustedes no pueden prestarse para esos fines. El gobierno quiere ayudar a evitar que este conflicto se desborde.

Los sindicalistas no entendían que a una reunión laboral les llegara como un intruso un militar y que hablara en nombre del gobierno.

−Este es un problema exclusivamente laboral, no vemos que sea necesaria la intervención militar −dijo Álvaro Montoya, uno de los jóvenes representantes del sindicato−. Lo que exigimos es simple: que se discuta nuestro pliego de peticiones y que se reintegre al compañero Ángel María Celis del sindicato en Duitama. Aquí no hay ningún plan de potencias extranjeras ni cosa que se le parezca.

La reunión fue corta y tensa y no terminó en nada. Cuando los representantes de los trabajadores regresaron a los talleres de la planta, vieron el resultado de las amenazas: en fila india, decenas y decenas de policías de la Fuerza Disponible hacían su entrada a la fábrica. Primero crearon un cordón en la periferia y luego otros empezaron a penetrar en los talleres, en la cadena de producción, en los puestos de trabajo. Los obreros, acostumbrados a ver solamente a los supervisores que los vigilaban y los acosaban en el trabajo, se sentían como en un campo de concentración. La democracia que tanto cacareaban no la veían por ninguna parte.

El ambiente se caldeó más de la cuenta.

Por toda la fábrica se regó la bola de que había que prenderle fuego a todo. Algunos empezaron a guardar gasolina en canecas, otros a preparar estopa para empaparla con el líquido inflamable. Era la respuesta espontánea de aquellas almas rudas frente a una agresión descomunal que les enviaban los de arriba, los que siempre les habían puesto el pie encima. ¿Pero era lo indicado? En una rápida y ágil maniobra algunos dirigentes sindicales literalmente corrieron de sección en sección explicándole a sus seguidores lo grave y delicado que significaba incendiar la fábrica.

−Si nosotros prendemos esta fábrica les damos un pretexto para que hagan una carnicería con nosotros. Ellos son expertos en eso. Ya lo han hecho en muchas partes. No olvidemos a las bananeras y los de cementos El Cairo en Santa Bárbara. Vamos a responderles con decisión y a no dejarnos provocar. Pero no les vamos a dar la oportunidad para que nos maten −les decían los líderes del sindicato a los trabajadores−. ¡A guardar la gasolina y a impedir cualquier acto de locura, pero ya!

Corrían los minutos más angustiosos. Y el mayor de la policía se comunicaba con la base central pidiendo más efectivos.

Los dirigentes sindicales deciden convocar a una asamblea urgente y total de todos los trabajadores y empleados de la empresa. Concurren al patio y por primera y única vez en su historia se reúne toda la gente que trabaja para la Renault de Envigado.

−Estamos ante una situación muy delicada −empieza diciendo el dirigente sindical−. Nos hemos levantado en lucha por el pliego de peticiones y en contra de los despidos de nuestros compañeros dirigentes sindicales de Duitama. La empresa nos responde con mayor represión y por añadidura ahora nos envían la bota militar a amenazarnos. Expresamos nuestro rechazo a esta situación. Exigimos que se nos trate como trabajadores con derechos y que el caso se mantenga dentro de las leyes laborales. No somos delincuentes para que nos manden la policía a amenazarnos.

El mayor de la policía, que también se ha hecho el invitado, toma la palabra y repite el discurso del plan internacional de las potencias petroleras para sabotear la industria automotriz mundial. La rechifla es general y los gritos de ¡Fuera la bota militar de Sofasa! retumban y alcanzan a escucharse en las dos fábricas vecinas, Furesa y Peldar. Allí, los trabajadores más experimentados en la lucha sindical se angustian y hacen suya la causa de los jóvenes de Sofasa.

Algunos de los policías destinados a cumplir aquella misión llegaban con el ceño fruncido, otros desconcertados no entendían por qué estar con fusiles ante obreros tan jóvenes armados solamente con su uniforme azul oscuro, engrasados y sudorosos y que lo único que hacían era gritar consignas en defensa de sus derechos. El día transcurría tenso y los acontecimientos se condensaban en grandes decisiones que definirían el destino de centenares de almas.

Ese día la gente no quiso almorzar. La tensión estaba al rojo vivo y los dirigentes sindicales habían logrado frenar la idea loca de prenderle fuego a la fábrica. Nadie movía un dedo para trabajar. La cadena de producción, esa que enloquecía a algunos con su ritmo vertiginoso y que Chaplin la satirizaba genialmente en Los tiempos modernos, estaba detenida. No salía ni un carro. El propósito de obligar a los obreros a trabajar con un fusil al lado no daba resultado.

La gerencia de la empresa se desespera. Ni presionados quieren trabajar, así que hay que actuar ya, piensan.

Y deciden citar a toda la junta directiva del sindicato a sus oficinas. Toda la junta directiva sindical, vestida con los uniformes engrasados, entra con la frente en alto, despacio y en fila india a una gran mesa donde los espera el jefe de relaciones industriales. Se sientan. El representante de los empresarios levanta un fajo de sobres que reparte uno a uno de los asistentes. No pronuncia una sola palabra. Aquellos jóvenes altivos y valientes toman el sobre en sus manos y lentamente sacan la única hoja que contienen. La leen en silencio, se miran unos a otros. Se levantan y con la misma actitud que llegaron salen al patio donde los espera la multitud. Levantan los sobres y ya todo el mundo sabe lo que acaba de pasar. No hay necesidad de decir una palabra. Una y única voz retumba en todas las gargantas de los ochocientos trabajadores: ¡Abajo los despidos injustos! ¡Abajo la patronal francesa! Todos rodean a los recién despedidos, quieren levantarlos en hombros, son sus héroes y se han quedado huérfanos. Unos lloran, otros gritan, hay quienes cierran los ojos y callan y piensan en el futuro oscuro que les espera. No faltan lo que no piensan en nada, pues están en un no-futuro.

Los agentes del orden sen ponen más alerta y reciben órdenes de su superior. El dirigente sindical vuelve a repetirle al oficial de la policía en un tono más fuerte todavía:

−¡Si no les ordena a sus hombres que se retiren, no respondemos por lo que pueda pasar y usted carga con toda la responsabilidad!

El hombre echa una mirada a los numerosos y furiosos ojos que lo escrutan y tiembla ante los ánimos cada vez más caldeados. Los muchachos estaban dispuestos a todo, sentían hervir su sangre, estaban furiosos porque les violaban su dignidad. Frente a un reclamo laboral les respondían con la agresión y la amenaza militar, y fuera de eso, con la declaratoria del estado de sitio por parte del gobierno.

De pronto, éste toma la radio y ordena desesperado:

−¡Salgan todos inmediatamente de la fábrica! Y en fila india se ven las decenas de policías caminando hacia la portería contigua a Furesa. Los aplausos no se hacen esperar. Al menos en medio de la tragedia han logrado mostrar la fuerza de la unidad.

Llegan las 5:15 de la tarde y todos se van a cambiar el uniforme por su ropa de calle. Al salir, cada a cada uno, como de costumbre, lo revisan en su cuerpo y en su mochila. Cuando tratan de requisar a los dirigentes sindicales recién despedidos, la multitud, casi cargándolos, increpa a los guardias para que no los toquen y los sacan fuera de la empresa. Se encienden nuevamente las consignas y los gritos desgarradores y dolorosos se escuchan en todo el contorno.

Muchos salimos para la oficina del sindicato y allí llegaron dirigentes de varias organizaciones. Aquello parecía un velorio. Y en buena medida lo era: Moría un sueño y una esperanza de lucha por los derechos y las reivindicaciones sociales.

Por aquellos días una ecografía que le hicieron a mi esposa mostraba que quien venía era una niña. Rápidamente acordamos el nombre.

Al llegar a la casa aquella noche, saqué un rato para pensar en lo que se venía: mi esposa estaba en embarazo de mi hija y la angustia por la incertidumbre económica me embargó. Al día siguiente, como de costumbre, llegué al parque de Caldas y me subí al bus de la fábrica y conversé con los trabajadores. En aquellos tiempos idos éramos gallardos, idealistas y soñadores. Sólo pensábamos en el hoy y de pronto en el día siguiente, pero no en el futuro mediato o en el de largo plazo. Durante semanas y semanas los despedidos arengábamos a los trabajadores a la salida y llegada de los buses que los conducían a la fábrica. El paro fue total y la policía volvió a entrar. La empresa optó por el despido de grupos de activistas, pero el paro continuaba. En esas condiciones despidieron en total las dos terceras partes de todos los obreros.

En una ocasión en que me habían comisionado para dirigir uno de esos mítines en los buses que estacionaban detrás del hotel Nutibara, recibí una terrible noticia: Mi hermano querido y el más cercano a mí acababa de morir en un accidente automovilístico en la costa. El mundo se me vino encima. Él había sido quien me había iniciado en aquellos sueños grandiosos, quien me llevó paso a paso por los caminos de la ciencia, de la teoría de la evolución, de la astronomía, de la filosofía materialista, de la necesidad de soñar y entregarse al ideal de un mundo mejor… Fue también quien me explicó siendo niño los misterios del sexo. Sus amigos los llamaban Dulce por su trato suave y respetuoso. En su memoria, el hijo que ayudé a nacer y que conté en el primer capítulo, lleva su nombre.

¿Qué hacer? Lo dudé un rato. ¿Ir o no ir al mitin? Si mi hermano pudiera, seguro que me diría:

‒Yo estoy muerto, pero muertos no están tus sueños. Hay que ir a mostrarle a esos jóvenes trabajadores que hay que seguir luchando, que hay que levantar la frente en alto.

Salí de la casa de mi madre y pronuncié el más fogoso y enérgico discurso que en mi vida he pronunciado.

A los meses nació mi hija, trabajaba en una editorial llamada La Pulga y mi vida se iluminó nuevamente. Allí conocí a un paisano mío del cual algún día escribiré su vida, pues fue el hombre que murió dos veces: Se llamaba Augusto Díez.

César Castro era un hombre alto, de andar y hablar muy pausado. Muy culto, de maneras suaves y de una gran convicción de sus ideas. Era miembro de la junta departamental de la Anuc. Vivía en un pueblecito pequeño llamado La Ilusión a orillas del río Cauca, abajo de Caucasia. Vivía solo y su hijo lo visitaba de vez en cuando. Tenía una pequeña finca donde cultivaba arroz secano. Todos los días se madrugaba a la orilla del río a comprar el pescado para el día que traían los pescadores. Luego compraba un poco de sal, un poco de aceite, una cebolla, dos tomates y un poco de lo que necesitara para la comida del día. Pues toda la gente vivía así: vivían al día. El fogón sólo lo prendían un vez al día y la alimentación básicamente era arroz con suero y pescado y un vaso de agua. El río pasaba por allí lento, majestuoso y profundo.

César tenía un programa en la radio en Caucasia donde exponía las actividades de la organización campesina. Era un líder muy querido en toda la región. Estaba organizando un paro cívico de todo el Bajo Cauca para reclamar los derechos de las comunidades. Igualmente, se lanzó como candidato al Concejo Municipal. Éramos muy amigos. Llegué un domingo a la calurosa Caucasia. Me explicó todas sus actividades y me presentó a sus amigos y conocidos. Me entregué con alma vida y sombrero a ayudarle en todo lo que hacía y unas veces vivía en su rancho de La Ilusión y otras en la Casa Campesina del pueblo o en las casas de las lejanas montañas. Desde esa época había mucha minería, pero era fundamentalmente de masamorreo o barequeo, lavando el oro con bateas. No habían llegado las dragas y máquinas que le dieron completamente la vuelta a aquellas tierras, dejándolas en peladeros amarillos improductivos y con las aguas contaminadas con el cianuro y el mercurio. Cuando se organizó el paro cívico, la gente llegó por el río y por tierra hasta Caucasia y todos entraron cantando y bailando al son de los acordeones. Era muy distinto a lo que se veía en el resto de Antioquia.

Años después, me llegó la terrible noticia de que a César Castro lo habían asesinado los paramilitares porque era un hombre bueno, porque lo quería la gente, porque se entregaba a los demás y porque era la voz de los humildes del Bajo Cauca.

El Suroeste antioqueño me llamaba poderosamente la atención. En esa región había estado en dos de sus lugares emblemáticos por aquellos tiempos: Urrao y Altamira y conocí en persona y de oídas las luchas por la tierra que se dieron en la primera mitad de los años 70.

Así que deseaba vivir allá. Y por eso lo que he contado en estas simples historias.

En el capítulo IV, “La Choclina”, cuento cuando llegué a esa región de Antioquia, de la cual tengo tantos y tan gratos recuerdos. Viví un lustro que marcó para siempre mi existencia.

Antes de irme a vivir al Suroeste, pasé otros cinco años en varios lugares del país. Acontecimientos que cuento a grandes rasgos en este relato final.

Ése fue el prólogo de una obra que se escribió en Urrao y en Altamira.

Abril de 2019.

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