30 – Leonardo Gómez Marín

Leonardo Gómez Marín

Yarumal, Antioquia, Colombia, 1978. Técnico en Gestión de Recursos Naturales del SENA; realizó estudios de Filosofía y Letras en la UPB. Cuentos y artículos de su autoría han sido publicados en: Obra diversa 2 (2010) y Obra Diversa 3 (2015), selecciones de textos del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín; Antología de Relata (Red Nacional de Talleres de Creación Literaria, 2012). Director de la revista La Carreta. Me negarás tres veces y otros cuentos, 2015 (Editorial Universidad de Antioquia).

La boda del maestro

La sala parecía yacer en penumbras, pero la luz del alba titubeaba en las ventanas y luego, lentamente, amorosamente, comenzó a bruñir los marcos dorados. Y allí estaba yo, un colombiano con formación cultural promedio, que si mucho había visto un par de exposiciones mediocres en bibliotecas públicas. Uno de los que siempre miraba con curiosidad las vidrierías y marqueterías, pero sin ningún interés especial por la pintura o el arte, solo un reflejo de influencia materna por lo «bonito». Era tan solo un «venido a más», como decía mi tía Elvia para jactarse de que sus hijos eran los únicos en la familia con un título profesional.

El hecho era que allí estaba, después de casi seis años en Madrid, humillándome ante cualquier españolete de mierda que quisiera restregarme en el rostro que aunque los tatarabuelos de mis abuelos los hubiesen sacado de Colombia con el rabo entre las patas, España seguía siendo la Madre Patria. Y a la madre −sentía que me decían cuando al final de cada jornada me tiraban los billetes con desprecio−; la madre, así sea la ramera más miserable, se le respeta.

De tantas cosas bellas y curiosas como exhibía ese templo llamado Louvre, ninguna me atrajo y me sedujo tanto como el lienzo gigante de las Bodas de Caná. Ni siquiera la Venus de Milo, el código Hammurabi o cuando me encontré frente a frente con la dama de la misteriosa sonrisa que aparece hasta en la Coca-cola. Ahora que lo pienso, lo que

quiero contarte empezó en el momento preciso en el que yo vacilaba entre la mirada fisgona, militar, de la vigilante y los ojos juguetones de la Gioconda. Todo empezó como un murmullo de voces, de cuchicheos que se desataron a mis espaldas. «Otra vez los francesitos de pacotilla», pensé, creyendo que era un grupo de estudiantes con los que me había encontrado en la entrada al museo. Pero cuando volteé a mirar no había nadie. Claro que decir nadie es casi una falacia si se tiene en cuenta que el lienzo tiene un tamaño impresionante, de siete metros de alto por diez metros de ancho, y la escena la conforman por lo menos unas ciento treinta personas. Con tales dimensiones, es el más imponente de los cuadros de las colecciones nacionales francesas, y en todo caso, las del Louvre, según leí después en un libro muy bello.

Turbado, como hasta ese momento nunca me había sentido en aquellos años de estar viviendo en Europa, entrecerré los ojos como si me dispusiera a rezar, pero sin despegar los labios. Acababa de oír un rumor a mis espaldas, un rumor levísimo, algo que podría compararse con una ondulación ligera producida en el agua de un pozo profundo y que permaneciera inmóvil durante miles de años. Bien sabes que no soy un hombre enclenque, tengo una contextura maciza y a veces suelo ser más bien torpe en mis movimientos, pero debo confesarte que un temblor súbito me recorrió el cuerpo hasta la coronilla. Fue como si en ese momento me hubiera alcanzado una corriente eléctrica y en vano agucé mis sentidos torpes, desesperadamente, para captar aquel balbucir.

Una mezcla de miedo y asombro me invadió al comprobar que uno de los habitantes del lienzo abandonaba su pose y con su mano me hacía señas para que lo siguiese, para que ingresara a la escena. «Esto es una broma», fue lo único que pensé y ya me imaginaba la cámara escondida, cuando un zumbido insoportable se me acomodó en la cabeza, al punto que creí desmayarme. Poco a poco empecé a distinguir una música instrumental que inundaba la sala y el jolgorio de una fiesta en la que me sentí inmerso, pese a mi estupor. Aquellas voces apagadas que antes me parecieron indecisas ahora crecían como un coro magnífico.

Si hasta ahora esto te parece una perfecta alucinación, lo que sigue hará, sin duda, que pongas en duda mi juicio y te olvides de nuestra entrañable amistad. Pero empecé a entender perfectamente lo que aquellas gentes hablaban, ¿puedes creerlo, Alberto? Escuché perfectamente, en una lengua que ahora me es ininteligible, lo que una mujer decía al que estaba a su lado en el centro de la mesa:

−No tienen vino.

Y aquel hombre hermoso, viril, de barba rubia y que llevaba un magnífico traje sobre el cual fulguraban el blancor del cuello de encajes y una capa de seda roja fue respondiendo con dulzura:

−Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? Todavía no ha llegado mi hora.

Luego, ante el gesto amoroso, que debió parecerle una súplica, se dirigió a los sirvientes:

−Está bien, llenad las tinajas de agua.

La música parecía haberse detenido por completo hasta hacerse casi inaudible, pero los músicos seguían tocando sus instrumentos en una especie de pantomima. «¿Qué me está pasando? ¿Qué locura es esta?» debí pensar en ese idioma ajeno, y cuando yo suponía que en aquel ensueño nada más alucinante podía acontecer, cuando el estupor que me invadía y que también creí ver en los sirvientes rayaba en la locura, uno de los músicos ordena con una convicción absoluta:

−Haced lo que él os diga.

Y todo volvió a su aparente «normalidad». Se escucharon de nuevo las conversaciones, las risas estrepitosas, el jolgorio de una verdadera fiesta. Miré a los ojos al músico, y mientras me sonreía dejó a un lado su instrumento y se acercó. Fue en ese instante, cuando me tomó del brazo y me invitó a caminar, que me descubrí en un traje y un cuerpo que no eran los míos.

−¿Qué te parece la obra, Benedetto?

«¿Benedetto?» «¿Qué obra?» quise preguntarle enseguida, confundido por lo que estaba viendo y oyendo; pero no me obedecía la lengua, estaba inmerso en una amurallada

soledad de asombro de la que no podía salir de ningún modo. «Es hermoso», fue tal vez lo único que alcancé a murmurar.

−Sin ti no habría sido posible, gracias hermano −continuó él y acarició mi cabeza con agrado mientras subíamos unos escalones. −Ven, creo que desde aquí puedes apreciarlo mejor.

Ya estábamos a una cierta distancia de la escena principal y desde allí podíamos contemplar el cielo límpido y la torre al fondo. Era, sin duda, una tarde maravillosa.

−Oye, ¿crees que el Maestro Badile se vaya a molestar por lo de Elena?

−¿Lo de «Elena»? −dije con unas palabras que parecían prestadas.

−Sí, no te hagas el loco, mírala arriba a la derecha, sobre la columnata, mi bella Elena Badile. Yo sé que a ti también te encanta, pero yo la vi primero ¿lo recuerdas? Además, le hice un traje demasiado sencillo que no va con su rango. Es la forma más discreta de hacerle esta petición. ¿No te parece?

−Es posible, solo que…

−Sí, ya sé lo que vas a decirme y pensé en eso. Cuando vean a María creerán que la boda es de otros, pero tú y yo sabemos bien quiénes son los desposados, mira al Maestro, te quedó magnífico. Es su boda, así será la de Elena y yo, con la venia tuya y la de su padre, por supuesto.

−Espera un momento, estás diciendo que…

−Shsst…

Un joven de traje fastuoso, como el nuestro, se acercó a mi «hermano» y reanudaron una conversación que al parecer habían iniciado antes. Uno de los siervos se acercó también para ofrecerme una copa de vino. ¡Qué podría venirme mejor en aquel momento si no era un trago! Me había olvidado por completo de quién era y de dónde había llegado allí, como en las películas de ficción en las que se viaja en el tiempo con la carga cultural de cientos de años encima. Estaba allí, en lo que un tiempo después confirmé era el año 1563 y el cosquilleo que minutos antes −¿acaso eran minutos, acaso eran siglos? − me había acongojado, ahora era solo un cansancio por los casi quince meses que pasamos «trabajando en el lienzo». De modo que me hundí en la procesión de colores y tesituras, en la arquitectura fastuosa de los maestros Palladio y Badile, pero también en la belleza de los sencillos hombres del pueblo que admiraban nuestro festejo. Aquel sentimiento profundo del contemplador se fundía en el sentimiento hondo del maestro.

Ya me sentía todo un «artista» cuando el primer sorbo de vino me devolvió a la «realidad» y me descubrí tendido en el piso del Louvre, en brazos de una vigilante malencarada que me salpicaba el rostro con sus babas mientras me decía con un francés fastidioso, casi gritándome:

−C’est bien, monsieur?

Los días de hospital y la alergia al París melcochoso y romanticón del que te hablé la vez pasada ya son historia patria. En estos meses he pensado mucho en eso de «sentir

los siglos acumulados» en ese lugar y en que una carrera artística se hace solo con vocación, como el sacerdocio. Bueno, ahora no vas a pensar que yo estoy para oraciones y celibatos, lo mío es la aventura, lo que quiero decir es que el Louvre, como casi todas las catedrales −y ya sabes lo escéptico que soy, por eso las prefiero cuando están solas− es un ardiente foco de espiritualidad. Por eso allí tampoco es posible escapar del canto de las sirenas y solo pensando en lo que somos en la intensidad de los mundos, en lo incircunscripto del espacio sidéreo, creo empezar a comprender el sentido de la existencia.

Ya ves cómo me pongo filosófico y no creo que tengas tiempo para aguantarte mis dilemas. Por eso, mi querido Alberto, si quieres casarte con Elena, no hagas caso de mis advertencias y prejuicios. Ahora cuentas con la bendición de tu «hermano», y esta postal es la prueba de que los barriles de vino correrán por mi cuenta.

Avísame la fecha con tiempo pues, aunque espero regresar pronto, no me la paso sacando euros debajo del colchón, no soy más que un asalariado con suerte.

Un abrazo,

WACR