Los 400 golpes de Truffaut
(1959)
Siento una suerte de camaradería, aunque ya existía el color, en nuestras películas familiares, en esta cinta con un maravilloso blanco y negro, con el chico, a quien acompañamos al aula, podría estar unos cursos por encima de mí, que entonces cursaba quinto de primaria, en el colegio de los Benedictinos de Medellín tan lejos del París, que magistralmente nos va mostrando, en su primer largometraje, con un plano inicial, que nos ubica en una calle cualquiera no precisamente de una ciudad cualquiera, con ese gran emblema de la Ciudad-Luz, la Tour Eiffel al fondo, como punto de fuga central, hacia donde se va nuestra mirada, con una perspectiva estupenda, donde de entrada sabemos, por primera vez, el nombre del actor juvenil: Jean-Pierre Léaud, como protagonista de Los cuatrocientos golpes, en el papel de Antoine Doinel, que lo consagraría, mientras en sus escenarios, Truffaut nos va mostrando un París sencillo y cotidiano, que gira en torno de la gran torre, con un paseo de cámara lento, pero con un fondo musical bellísimo, para, al fin Truffaut ponernos en escena bajo esa maravilla del París industrial, construida por el ingeniero Eiffel e irnos alejando, por un jardín más amable, que las calles, que recorrimos antes.
El filme está dedicado a la memoria de André Bazin, ese influyente crítico y teórico del cine, francés, muerto un año antes de la presentación de la película, uno de los fundadores de Cahiers du Cinéma en 1951, cuando ya habían empezado a avanzar los tiempos de la postguerra y quedaban atrás el nazismo, Dunquerque y el día D y además nos daría esa gran lección de Qu’est-ce le cinéma?, que constituía en todo un maestro para la cinematografía de todo el mundo.
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Él apoyaba el cine, que mostraba lo que veía, como una especie de cine-ojo, quizás un poco diferente del documental de Dziga Vertov; pues si bien gustaba de los documentales en sí, también degustaba las historias, que nos narraban los neorrealistas italianos o directores que se hacían invisibles como Howard Hawks y admiraba el foco de profundidad, que usaba Orson Welles, los planos abiertos de Jean Renoir, el plano móvil, con esa continuidad verdadera en la puesta en escena, de la que Truffaut hace gala tan sólo en la presentación de los títulos, sin manipular para nada a la realidad, tal cual, es; eso sí, con la mirada personal del director, con una teoría de su maestro, a la vez, que nos enseñaba a hacer críticas constructivas, al proponernos, criticar sólo aquellas películas, que nos gustan.
Traviesos, como siempre, los chicos, hacendosos en el aula, se pasan una lámina de almanaque, con una mujer en paños menores, algo muy natural en la pubertad y los inicios de la adolescencia, justo en la edad en la que están; pero, el maestro se da cuenta y solicita a uno de ellos, que lleve a su escaño, el material, que le acaba de llegar, por lo que, tras un sarcasmo del profesor, pasa a ser castigado, de pie ante un rincón.
A pesar de estar en La France en liberté, el maestro resulta bastante autoritario y cuando los compañeros salen al momento diversión, programado formalmente; el castigado no puede salir, porque, según el maestro, el recreo no es una norma, sino una recompensa, en un modelo típicamente conductual, de premio y castigo.
Los profesores ven a los niños como estúpidos y maleducados, aún en el momento de divertirse, como si hubiese una diferencia entre las nuevas generaciones y la de los inteligentes y educados adultos, en contra del Rousseau, que postulaba que el niño nace bueno y la sociedad lo corrompe; para estos pedagogos, más bien el niño nace malo y la sociedad los doma y pone en cintura.
Antoine Doinel es el alumno castigado, por tener en sus manos a una vampiresa, fotografiada en un papel y el muchachito se va convirtiendo en una especie de chivo expiatorio de un incomprensivo y sardónico profesor, con una enseñanza bastante formal, para chicos, que, apenas, estarían en la etapa de las operaciones concretas, lo cual puede causar fracaso escolar e indisciplina entre los alumnos, como si dentro de la escuela, sucediera todo lo contrario al lema revolucionario de 1789 de Liberté, Egalité, Fraternité, que aparece en un breve plano a la entrada del liceo; pero, el cual era convertido por ese aparato ideológico de estado escolar en pura letra muerta.
A Antoine, el profe le revuelve las tripas; pero al llegar al hogar encuentra un dinero, que se embolsilla, se peina, perfuma, arregla la mesa y se pone a hacer las tareas, hasta que oye pasos y es mamá, que se queja del descuido de la casa y de lo desobediente que es su hijo; el padre, medio es cómplice del chico, ya que parece que la relación conyugal entre los padres no va bien.
El hijo ha de levantar la mesa, mientras la mujer critica a otras, que desean tener más de un hijo, le parecen unas conejas, mientras descalifica al marido y al niño, quien debe hacer todos los oficios, en el mísero edificio en el que viven; la ropa está rota, por el descuido de ella como ama de casa, quien más que arreglar propone que se compren ropas nuevas.
Ante el miedo al rechazo del profesor, los chicos se van a hacer novillos, maman clase y terminan en el cine, desafían el tráfico, juegan a las maquinitas de aquel entonces y van a la ciudad de hierro, a la feria, donde Antoine se divierte como un descosido. Empujado por la fuerza centrífuga del carrusel.
Mientras la cámara nos pasea por París, hasta que capta el beso y las caricias de la madre con un amante, escena, que, naturalmente, el hijo ve; pero sabe que debe callar para no aumentar los problemas en casa.
La mujer avisa al marido, que volverá muy tarde, porque su jefe la necesita para el balance de fin de año; de modo, que los Doinel, padre e hijo, harán la cena entre los dos y comerán como un par de amigos.
Ella no merece regalos de cumpleaños por parte de Antoine, ha sido bastante dura con él en los últimos tiempos; aunque, al padre le parece natural que se sienta nerviosa, dada la doble labor de la mujer, de ama de casa y trabajadora, a pesar de estar en un pisito muy pequeño; piensan, por lo demás mudarse de casa; pero, para ella, en la oficina todo son disgustos, porque por ser mujer la explotan y no sabe defenderse.
Un chico denunció que Antoine no fue al colegio, el padre se sorprende; pero, la madre todo lo malo lo espera de él.
El niño se excusa de no haber ido al colegio porque la madre ha muerto, lo que conmueve al profesor, que le permite el ingreso sin disculpa escrita; pero, los padres aparecen y el papá le da unas bofetadas; ello hace que Antoine decida fugarse de su casa, harto de tanto problema en la familia y en la escuela.
René, un amiguito le lleva a una vieja imprenta abandonada, mientras Antoine escribe a los padres una carta en que les avisa su partida y espera volver hecho un hombre, tras haberse hecho una vida propia, todo ella en plenos tiempos navideños.
El chico hace pequeños robos de comida, para poder sobrevivir, mientras deambula de noche por París y volver al día siguiente al colegio, donde otros profesores son igualmente autoritarios y despectivos con sus alumnos y la madre va a buscarlo, lo mima en casa, dialoga con él; él se denigra y expresa el deseo de abandonar la escuela, que la madre trata de evitar, ya que por propia experiencia sabe de la dureza de la vida cuando no se es bachiller.
Antoine lee a Balzac, quien se convierte en un héroe, un yo ideal, a quien hace una especie de altar con velas por haberle ayudado en una redacción y termina causando un pequeño incendio, con la vela que le ha puesto como si fuera un santo.
Pero en el colegio lo declaran un plagiador de Balzac y la búsqueda de lo absoluto del novelista lo conduce a un cero.
El maestro es la Ley y el Amo; no acepta diálogo alguno.
El padre piensa mandarlo al servicio militar; pero, Antoine preferiría la Marina, ya que sueña con el mar desconocido.
René lo invita a vivir en su casa de pequeño burgués, con una vida más acomodada que la de la familia Doinel, de donde salen a deambular a París, por las escalinatas del Sacre Coeur y Montmartre, único lugar que reconozco de la ciudad, más allá de la tour Eiffel.
El padre del René le habla de conflictos conyugales de tipo económico con su esposa, mientras el niño aprovecha su ausencia para llevarle comida a Antonine y se van al cine o a ver el guignol, ya que apenas están diciendo adiós a la infancia para entrar a la adolescencia, con unas hermosas tomas del público infantil.
Y los púberes vuelven a vagabundear por París; Antoine entra solo a una oficina, de donde intenta robarse una máquina de escribir, que logra llevarse y venderla, a un tipo que quiere robárselas a ellos; pero, logran recuperarla, para devolverla; sin embargo, lo atrapa un amigo del padre, que se dispone a darle una sorpresa nada agradable, de tal forma, que en el reencuentro con el padre, éste le prohíbe las relaciones con René y lo lleva a la comisaría; tal vez, le han dado bastante libertad, puesto que ambos trabajan.
El comisario le acusa de vagabundeo y robo; lo llevaran a un centro de observación, que funciona bien y tienen talleres de madera y hierro; pero se requiere una plaza, que deben solicitar los padres, para que le den una educación vigilada.
El chico confiesa su falta ante el secretario del comisario y lo meten a un calabozo, con un hombre adulto joven; los policías andan distraídos con el juego de parqués y el periódico; luego llegan unas prostitutas, por lo que lo aíslan solo en un pequeño espacio enrejado y los montan en el carro de la policía, que llaman la carroza, que los conduce por un París nocturno, que el chico ve entre rejas, en una secuencia lenta.
En el centro de observación tiene que entregarlo todo a la entrada, en un ámbito igualmente enrejado, donde le dan un lecho, en una especie de calabozo, donde se lía un cigarillo, en un pedazo de periódico, que fuma con placer.
Le reseñan, en escenas humillantes; la madre solicita la liberación; a veces, tienen que dejarlo solo; se casaron apenas naciera; por tanto, lo más beneficioso, para el mundo adulto, es el centro de observación de menores delincuentes, donde hay incluso, niños muy pequeños, que encierran en jaulas; pero, también llegan chicos mayores. La disciplina es rígida, dan bofetones a los chiquillos; será visto por psicólogos, médicos y jueces.
Devolvió la máquina, robó dinero a su abuela y la madre lo descubrió y le quitó el libro, que la abuela le había dado; pero, mamá lo vendió; si no quiere a su madre es porque primero lo crio un ama y luego se lo dio a su abuela, que lo devolvió a los ochos años; era un niño no deseado; no ha tenido novias; pero, las mujeres solían resultarle aburridas, como si aún estuviera en la latencia, hasta que conoció a una chica, que finalmente, lo plantó en el cine para irse con otro mayor; si miente es porque si dice la verdad tampoco le creen.
René lo va a visitar; pero, no lo dejan entrar y le deja unas revistas para que se entretenga; la madre le recrimina, que haya escrito a los padres; el padre no quiere verlo, aunque le hubiese dado el apellido, cuando naciese y si ha habido conflictos entre papá y mamá fue en momentos críticos; pero, son una pareja muy unida; por tanto, se queda en el centro de observación de chicos delincuentes, del que Antoine se escapa corriendo por la carretera hasta llegar al mar, con un final abierto, que nos muestra el paisaje campestre, tal vez, como símbolo de una vida prematuramente libre, con una foto final del muchacho, en primer plano, tras un travelling, que se congela.
Estamos ante una historia lineal, bastante simple, rodada con lentitud, en la que se nos muestra la vida cotidiana de un crío en la pubertad, con las aflicciones cotidianas, que vive en la casa, en el colegio y en la correccional, en una cinta que no deja muy bien parado al mundo adulto, que no comprende a estos chicos, que pudieran hacer parte de la juventud descarriada, de la que nos hablaría con tanta profundidad, el psicoanalista vienés August Aichhorn, quien se dedicara a una juventud sufriente, sobre la cual haría estudios muy pioneros, hasta hacerse un maestro de todos los que nos preocupamos por la niñez y la adolescencia.
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Y si este tipo de película aparece es gracias a un grupo de directores de cine, quienes querían recuperar el cine de autor, tanto en el ámbito nacional galo, como en el internacional, mediante un movimiento que se llamó la Nueva Ola francesa o Nouvelle Vague, de tal forma de poder huir de la fábrica de sueños, en que se había convertido no sólo Hollywood, sino toda la industria cinematográfica, que, en su afán de utilidades producía baratijas, sin mayor profundidad, puro cine de consumo y evasión.
En un contexto político, que sacudió a la intelectualidad francesa contra el modelo extremista de Charles De Gaulle, un movimiento cultural, que haría de Francia un centro de gran vitalidad en el pensamiento y en el arte, que culminaría con Mayo del 68; pero, que trascendería mucho más, así ahora se lo desprecie.
Eran directores de cine salidos de los cine-clubs, con una pasión incondicional por el séptimo arte y un gran ejercicio de la crítica cinematográfica, lo que los llevaría a hacer películas a modo de ensayo para dar una nueva visión sobre la cinematografía, con cine de autor, cine de calidad más allá del cine comercial, que había hecho morir el gran cine francés de antes de la Segunda Guerra Mundial; todos ellos iban tras nuevos lenguajes fílmicos, que plasmaran una voluntad artística, de hacer cine-arte, con una total independencia de los directores en sus creaciones, mediante puestas de escena con discursos autónomos, que daban cuenta del pensamiento de su autor, con una gran admiración por los clásicos del cine estadounidense y un realismo desgarrado, como secuela del neorrealismo italiano, que empezaba a decaer, con un sumo interés por los personajes, que simbolizarían algo de una manera metafórica y también por los rodajes exteriores, de los que hace gala François Truffaut en Los cuatrocientos golpes.
Y ese cine requería de un público nuevo, que tenía una demanda latente en los aficionados a los cine-clubs y a las cinematecas, en busca de un arte para nuestra época, un público dispuesto a la innovación propuesta por los nuevos directores de cine, con nuevos abordajes cinematográficos para abordarlo de una forma más intelectual y artística, de mayor densidad cultural, como arte independiente, ya que los cineastas compartían con Doinel la voluntad de libertad, de rebeldía, que se expresaba en los filmes de estos nuevos directores, con el retrato de un niño, que es símbolo y metáfora de una juventud inquieta, en un relato sencillo y humano sobre la infancia, en un cine de bajo presupuesto, casi artesanal, financiado por el
Era como si se empezase a acuñar el lema de Mayo del 68: Sea realista, pida lo imposible, en una confrontación entre la realidad y las ilusiones, que vemos a través de la mirada de Antoine Doinel, sin que sea un cine individualista, sin preocupaciones de orden social, ya que se enfrenta con las instituciones, contra la rigidez pedagógica, contra la educación basada en la obediencia, para transmitir, más bien, una voluntad de vivir y disfrutar de la vida, como lo hace Antoine cuando vagabundea por París, cuando descubre a Balzac, cuando se lía su cigarrillo en el calabozo o cuando por primera vez puede decir:
–He visto el mar –por enigmático e inexorable que sea, con un vitalismo casi nietzscheano.
Ahí se rompía con los moldes del reciente cine francés, al plantear la necesidad de hacer nuevas reflexiones sobre los valores sociales imperantes, como una suerte de neo-romanticismo, en Truffaut con una propuesta bastante formal, condicionada por los momentos narrados, en secuencias que se entrelazan en este cuento urbano, con una historia hermosa y triste, de la que se puede tomar cierta distancia, en la que Antoine Doinel es como si fuera un alter ego del director, dadas las similitudes de su infancia, en un filme muy bien realizado, con actuaciones excelentes, en un momento de inflexión en la historia de la cinematografía, de una forma muy natural y espontánea de un realismo social, como el que se hacía en Italia y por parte algunos directores españoles; es un cine sin grandes dramatismos ni histrionismos, que cuestiona los engranajes de la sociedad, que tiende a marginar a quien es diferente, fenómeno, que Truffaut había observado a lo largo su vida y nos muestra de una manera distendida, como quien puede hacer distancia de lo traumático, convertido en recuerdo y elaborado cinematográficamente.
Porque, realmente en esta obra, Truffaut apuesta por un cine del mañana, que no será rodado por funcionarios de la cámara, sino que se parecerán a quien la ha rodado, en la medida que serán actos de amor del director, quien prefiere el reflejo de la vida a la vida misma y si lo hace es más allá de todo narcisismo, sino como una forma de sellar sus filmes con su propia identidad ante un auditorio, sin que importe demasiado lo que opine, porque en primera y última instancia el primer espectador ha sido el autor mismo y Los cuatrocientos golpes habla de sí mismo, como si fuera en busca de una infancia perdida y maltratada, sin que se pueda hacer nada por ese ayer; pero, quizás sí, por las infancias por venir al cuestionar el desamor a los niños y que permita a éstos al llegar a la adolescencia hacer buen uso de la libertad, con responsabilidad, cuando los padres amantes les dan un empujoncito para que salgan del mundo de la endogamia y se constituyan a sí mismos, con una identidad clara, con amigos de verdad, como René.
Y con este primer largometraje, Truffaut lanza al mundo la primera de las olas de aquel gran oleaje, con una nueva forma de entender el cine, en la que con una gran sensibilidad nos cuenta las desgracias no ya de Sophia, a la manera de la Condesa de Ségur, sino las de un adolescente de la clase media baja, con todas sus frustraciones y conflictos en el interior de la familia, en una escuela dominada por el autoritarismo, que promueven las tendencias delictivas de los adolescentes, de las que nos hablara Donald Winnicott, hasta ir a parar a un Centro de Observación de Jóvenes Delincuentes, casi un campo de concentración, del que al final escapa para encontrarse con el mar, en un final completamente abierto.
La historia carece de las complejidades del pasaje del neorrealismo al surrealismo del Buñuel en Los olvidados, ya que no se detiene sino en unos pocos personajes, sin las complejidades sociales de una ciudad en desarrollo, como era la capital mexicana en los años cincuenta, ni hay remisiones al mundo del inconsciente, que tanto fascinara al mago de Calanda, sino que es la realidad pura y dura, sin el ámbito de miseria del surrealismo italiano, ya que la postguerra inmediata ya había sido bastante superada.
Y aunque haya personajes secundarios, prácticamente Antoine Doinel será nuestro protagonista, a quien seguiremos en su trasegar por el mundo, durante un período de tiempo, relativamente corto, y si vemos el entorno será a través de los ojos del púber, sin artificio alguno, con un enfoque naturalista, sin efectismos, donde predominan panorámicas y travellings, bastante bien encuadrados, en los que la cámara se pasea en un coche, para mostrarnos lo más cercano y lo más lejano, en un continuo desplazamiento con una máxima suavidad de movimientos, sin que tengamos mayor conciencia de ellos puesto que estamos más centrados en el argumento, la acción o en el personaje mismo, como ocurre en esta película.
Sin embargo, la sencillez argumental no está carente de una gran profundidad psicológica, muy elaborada en todo su conjunto, entre la sobriedad y la elegancia cinematográfica, ya que no se trata de describirnos el discreto encanto de la burguesía, sino una historia de un adolescente cualquiera, que si viéramos en la calle, quizás nos pasaría desapercibido.
La iluminación de Henri Decäe es bastante realista también, con el uso de la luz natural, si bien en las escenas interiores puede hacer que las luces reboten e incidan sobre los mismos personajes, a su vez de una manera muy suave, que es donde, yo creo, que está la delicadeza y la originalidad de Truffaut, con el uso de un blanco y negro tratado casi a la perfección, en un mundo de desapegos, frío, donde casi sólo hay una suerte de violencia institucionalizada en la familia, la escuela y la correccional, salvo cuando la madre lo mima tras la primera huida, en una especie de seducción para que la quiera, aunque ella en sí misma es una mujer frustrada, exasperada, que ha sido muy abandonante con el pequeño o cuando se le dan algunas cachetadas.
Además es genial la actuación de Jean-Pierre Léaud, ya que es sobre él que recae todo el sensibilidad argumental y Truffaut, como lo decía antes, nos hace ver el mundo a través de sus ojos, desde su vértice, desde su punto de vista, de tal manera que, facilita nuestra identificación con el personaje en sus reflexiones y sus sentimientos, que Léaud nos transmite con gran convicción, en un mundo en el que el conflicto, lo aleja cada vez más de los otros, aún de sus propios amigos, para ser libre en soledad.
También los padres, interpretados por Claire Maurier y Albert Rémy son unos actores maravillosos, al igual que el actor, quien hace de René.
Hay algo de común entre Truffaut y Antoine, en la medida que ambos gustan profundamente del cine y del relato, como en el caso de la lectura de Balzac, las idas a cine cuando hacía novillos con su amiguito o que determina que le guste una chica, a quien le placen las mismas películas, que a él, como le cuenta a la psicóloga, cuyo diagnóstico ignoramos, ya que la formación del director estuvo signada por su afición al cine y la literatura desde muy temprana edad, lo que lo llevaría a conocer a André Bazin, a quien dedica la película, quien lo introduciría en la crítica cinematográfica a través de esa famosa revista Cahiers de Cinéma.
Y de ahí, surgiría, en Truffaut, el deseo de plasmar en la pantalla sus propias historias, cosa que también ocurriría a otros grandes de la Nueva Ola francesa, como serían Claude Chabrol, Erich Rohmer, Jean-Luc Goddard y Jacques Rivette, quienes amaban a Max Ophuls, Jacques Tati, Orson Welles, Jean-Pierre Melville y Alfred Hitchcock, al que Truffat haría una extraordinaria entrevista.
Ninguno de ellos quería continuar con el cine académico de su tiempo, para hacer un cine más humano, más cercano a los personajes y su situación social problemática, con discursos independientes, que hablara de lo que los directores sabían y sentían.
En Truffaut, quien también se ocupara de El niño salvaje y de La piel dura, había una gran nostalgia por la niñez y sus preocupaciones, en especial en esta película cuando los chicos empiezan a tomar conciencia de sus circunstancias, que no alcanzan a comprender en su totalidad, con jovencitos, que el mundo adulto desatendía, sin simpatía alguna, quizás como su propia familia, que no comprendía su interés por el cine, cosa, que sólo llegara a captar a cabalidad su maestro André Bazin, para dar una mirada expresiva del mundo desde el vértice del director, que está tras las cámaras, en un cine bastante alegórico, sin grandes preocupaciones técnicas, que tanto inquietan a la industria cinematográfica, plagada de efectos especiales.
Sin duda, estamos ante una película emblemática, que nos muestra la sociedad francesa de finales de la década de 1950, casi diez años después del rodaje de Los olvidados de Buñuel, en el tercer mundo, así podamos decir que Antoine Doinel es otro olvidado e incomprendido, descripción que Truffaut logra hacer de una manera bastante hábil, sin que uno logre aburrirse en ningún momento de la película, dado su mesurado ritmo, que ni es lento ni rápido, sino que va al aire de lo que el director nos quería contar, aunque yo no la calificaría de ser una obra maestra del cine, ni estaría en la lista de mis diez mejores películas.
Si bien al venir a la vida, ésta no nos han prometido un jardín de rosas, hay vidas más fáciles, no tan difíciles como la de Antoine Doinel, enfrentado con el desamor de la madre, quien primero lo entrega a un ama de crianza, luego a la abuela y, finalmente, cuando tiene que hacerse cargo de él es una madre autoritaria y descalificadora, salvo cuando trata de seducirlo, para, desde su narcisismo sentirse amada, ante la disculpa del hijo de que no fue al colegio porque su madre había muerto, quizás en una fantasía matricida, ya que el padre siempre ha sido mucho más amable con él.
O sea, que Antoine, el protagonista de Los cuatrocientos golpes, debe inventar coraje para iniciar un largo viaje, por un gris paisaje sin amor, como canta Susana Rinaldi, así tenga que revestirse de una piel dura.
https://www.youtube.com/watch?v=f8VkpBI_7Ho
Y saber que hay tanta gente pidiendo miguitas de ternura, como lo testifica Alberto Cortez:
https://www.youtube.com/watch?v=jF-4A9l9fxw
Y, tal vez, Antoine sea una de esas gentes, mientras camina por París, con el cariño de René; pero de resto vive en un mundo de incomunicación, de indiferencia, de privaciones afectivas, sin poder comprenderlo, entre peleas, conflictos y ausencias, donde los únicos, que parecen aportarle algo, son su amiguito y un idealizado Balzac.
Porque los niños no deseados, cosa que no entiendo en los que promulgan la prohibición del aborto, están destinados a sentirse un estorbo, un obstáculo para la madre, vivencia, que, de alguna manera ella se la transmite, al negarle su apoyo, su sostén afectivo, privado de la ensoñación de una madre suficientemente buena, que desea un hijo, de verdad, como la madre de Blancanieves, cuando comienza el cuento popular, quien sueña con una niña con unos ojos como el azul del cielo, el cabello negro como el ébano de la ventana y unos labios rojos, como la sangre de su herida con la aguja, con la que hace algún vestido para la criatura, que habita en su vientre.
¿Qué otra cosa le queda a Antoine, que no sea tropezarse, en una vida absurda y sin sentido, sin proyectos, en medio del vacío ante lo cual queda la rebeldía y la huida de un mundo, que le resulta amenazante, que lo daña instante tras instante, donde lo que único que se añora es la libertad a cualquier precio?
Unos padres amargados lastiman y maltratan tanto física como psicológicamente, en medio de un sistema ciego y sordo, incapaz de captar las complejas sutilezas de la vida, con dolores en el alma y en el corazón, sin que puedan salir de ese círculo infernal, que lo llevan a caminar siempre p’alante, aunque no se sepa a donde se quiere llegar. ¡Cuánto dolor me producen esta infancia y primera juventud desamparadas!
No hay otro destino, que correr, sin parar, en esa perra vida, donde abundan golpizas de todo tipo, de ahí, que no podamos sino aliarnos con la rebeldía de Doinel, que el cine, de ninguna manera debería olvidar.
¿Qué importa para quién no va a ser poeta, la preceptiva que enseña a distinguir entre un alejandrino o un endecasílabo? ¿Qué tal que hubiera estudiado con los escolapios del Nacionalcatolicismo español, que había hecho metástasis a Colombia, de tal manera, que ante las ansiedades de separación al llegar al Kindergaarten, me dan un coscorrón y me paran en una esquina del patio del colegio por llorón, sin que no entendieran ni jota de psicología infantil? ¿O con profesores que, ante un niño incapaz de hacer gimnasia, el profesor de educación le dice marica delante de todo el colegio y autoriza a los niños a acosarlo con ese apelativo, que el niño ni siquiera conocía cuál era su significado, más allá de que era algo peyorativo?
¡Cuánta crítica merecen estas infamias de la educación! Si estamos en un mundo que requiere de tanta comprensión y de solidaridad.
Todo ello, no es un peliculón, era algo que se daba en los años que a Antoine le tocara estudiar; porque no hay que confundir la auténtica sensibilidad con lo cursi de los melodramas, que hacen parte de ese mercado de lágrimas de las telenovelas o de muchas otras películas.
Lo cierto es que Truffaut, en este filme, inaugura una nueva modernidad para revivir el cine de autor, que no creo que haya sido su invención.
La mirada de Antoine nos interroga a los espectadores, sin que podamos darle respuesta, ante su angustiosa existencia, a pesar del cariño, que sentimos de inmediato hacia él.
Este filme no nos da respuesta de lo que ha sido de él, aunque Truffaut lo retoma en otras películas y supimos de su vida, de sus trabajos, de sus gustos, de sus amores, de sus desamores, de su matrimonio y de su paternidad, historia que se cortó tras la muerte prematura del director en 1984, quien a su vez había sido un hijo bastardo, al que le dio el apellido un amigo de su madre un tal Roland Truffaut, quien no era su genitor.
También sus padres lo descuidaron y fue atendido por los abuelos maternos hasta los diez años, de ahí su comprensión del alma de Antoine Doinel, ya que compartían una novela familiar semejante, con una infancia desgarrada por una realidad tan cruel, que tenía que transformar mediante la fantasía, que haría de él un poeta cinematográfico, a pesar de no haber sido en la escuela un alumno notable, la literatura supo agarrarlo, como Balzac atrapara a Antoine y el cine era otra forma de refugiarse de una realidad tan desplaciente, que muchas veces le atraía más que la escolaridad, por lo que hacía novillos para irse a ver a Renoir, a Rosellini, a Vigo, a Hitchcock, a Buñuel, a Bresson, a Orson Welles, a Nicholas Ray, a King Vidor, a Ophulus, Sternberg y Stroheim, que le enseñaban muchísimo más que los profesores, a través de la pantalla.
En 1947, fundaría un cine-club; pero, también tendría que pasar por un correccional al que lo mandaría su padrastro, del que lo rescató André Bazin, quien lo había conocido en el cine-club, quien le incita a escribir, a trabajar en el campo de la cultura, para ser liberado por el mismo Bazin, cuando había de pagar cárcel por su deserción del servicio militar en la Alemania de postguerra y pasaría a ser redactor en Cahiers de Cinema, en 1953, donde recibiría la influencia de Jacques Rivette, para tras un corto-metraje realizado por el propio Truffaut, pasar ayudante de dirección de nada más ni nada menos que Roberto Rosellini, hasta que, en 1959,Los cuatrocientos golpes sería su carta de presentación en el mundo del cine, la cual tendría un éxito espectacular, que hacía renacer a otro estilo de neorrealismo menos decadente que el italiano, en aquel momento, con un clasicismo renovado, con una reflexión sobre un mundo más contemporáneo.
El cine de los directores de la Nueva Ola daba una vuelta de tuerca a los postulados neorrealistas, en particular de Rosellini, para junto con los ingleses del Free-Cinema, dar una renovación al cine mundial, con estilos más frescos y más libres, que aún ahora nos sigue importando, máxime con la consagración de Truffaut.
Podríamos pensar que Los cuatrocientos golpes tuviese un tufillo dickensiano; pero, Truffaut se cuida de resultar melodramático para dar cuenta del sufrimiento interior de un púber, que sólo intenta sobrevivir a las golpizas, que le da el mundo, sin grandes patetismos, ni histrionismos, como si hubiera cierto distanciamiento brechtiano, cargado eso sí de un gran courage to be en el acto de vivir.
Pero Antoine Doinel resultaría escandaloso en su momento, se considera que ese chico casi es una bomba.
Henri Cluzot, el director de El salario del miedo, experto en la creación de atmósferas opresivas y sórdidas, se sintió muy estremecido positivamente por el filme, al que consideraba uno de lo más sensibles, que había visto después de la Segunda Guerra Mundial.
A Jean Cocteau, la apreció de una manera semejante, porque nunca había estado tan conmovido en una sala de cine.
Henri Magnan, el cronista, periodista y poeta declararía que consideraba esta cinta dura con la sociedad, como una demanda a ella.
George Sadoul, el historiador del cine escribiría que en esta cinta la emoción se apodera de los espectadores, algo que no me ocurrió a mí, que pese a la simpatía, que podía sentir por Antoine y René, no alcanzaba a desbordarme en grandes emociones, ni siquiera una lagrimita rodó por mi cara, ni sentí ningún nudo en la garganta durante la presentación de la película.
Pero había consenso, en que había nacido un gran talento, un ser admirable para la historia del cine, capaz de hacer una historia tan penetrante, que engancha a los espectadores.
Algún crítico de France Soir anotaría que la película no sólo es bella, sino capaz de decir la verdad, sin mayores palabras, sino a través del lenguaje cinematográfico de principio a fin.
Era como si el propio Truffaut hubiese asestado cuatrocientos golpes a la sociedad, que resonarían durante mucho tiempo, dados de una manera espontánea y generosa, sin que hubiese nada que añadir, ya que el filme es como una prueba de fuego de ese joven crítico de cine, al que tanto había ayudado el maestro André Bazin, para enfrentarse con la realización de una cinta, más allá de criticarlo.
El Parisien Libéré la describiría no como una simple obra sino una película hecha con rigor, vibración, belleza y sinceridad, que nos arranca el corazón con dulzura, con cariño, sin gritos ni grandilocuencia.
Y no olvidemos la bella canción, que le dedicara Luis Eduardo Aute a Los cuatrocientos golpes:
https://www.youtube.com/watch?v=gP97HiI7xF8
De Jean-Pierre Léaud se decía que efectuaba una fabulosa actuación como si fuera uno de los enfants terribles de Cocteau, en un filme que le permitiría a Truffaut acceder a la mejor puesta en escena en el festival de Cannes de 1959, lo que hace que no sea ningún pasatiempo, además que debemos admirar el magnífico arte con el cual se comunica con el espectador, este chiquillo con su lenguaje no verbal.
Vilagarcía de Arousa, 14 de noviembre del 2018