30 – Angela María Ramírez

Angela María Ramírez

Medellín. Médico y cirujano de Universidad de Antioquia. También, estudios en artes plásticas y arquitectura.

Pertenece al taller de escritores de Comedal que dirige el escritor Luis Fernando Macías.

Fue finalista en el concurso nacional de poesía cuento y novela de la facultad de medicina de la Universidad de Antioquia, 1995.

Publicaciones: 11 de abril, cuento, Obra Diversa, Antología del Taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto, 2007.  Bigotes de tinta, cuento, revista Cronopio. Escalas del sexto, cuento publicado en la colección “Líneas cruzadas, cuentos”, editorial Hilos de plata editores. Isolda  –novela de corte juvenil– 2018, es su primera novela publicada.

ISOLDA. ISBN 978-958-48-4209-1. PANAMERICANA formas e IMPRESOS S. A. Medellín, Colombia. 316 pag

Novela de corte juvenil con algunos elementos de fantasía. Trata de la vida sencilla de una muchacha que tiene que ocultar que está sola y no tiene recuerdos; de los prejuicios que a pesar del olvido nos marcan y a veces definen nuestros actos.

Reseña de la contraportada:

Abres los ojos, no sabes quién eres ni en quién confiar. Solo sabes que necesitas recuperar tus recuerdos y encontrar la forma de sobrevivir.

Esta es la historia de Isolda, una chica que lucha día a día por reencontrar su lugar en un mundo hostil, sin tener la menor idea del secreto que oculta su pasado

Fragmentos de la novela:

  • No sabía cómo empezar mi historia, no tenía una, esa era la cosa.
    Cuando desperté, si es que así se puede llamar a darse cuenta de que uno existe, el agua me hacía la guerra, se la hacía a todo, me golpeaba y al mismo tiempo me lavaba el dolor, me sabía a sal. El ruido no me dejaba pensar y la respiración húmeda se me cortaba entre llanto y llanto.
  • Todo me daba miedo, lo que veía y lo que no. El río al frente arrastraba su estruendo y a los troncos derrotados que el cielo mutilaba con su tristeza. No podía moverme, seguía en la orilla, con el pelo pegado a la cara, sin saber quién era ni por qué estaba allí.
  • Pasé de analizar lo poco que sabía a dilucidar lo mucho que ignoraba.
  • …La última vez que me invitaron a almorzar, saliendo de la casa me dijo pasito al oído: “Isolda estas tan flaca, te tengo una lástima, si necesitas comida me avisas, yo te mando un poquito”. Al otro día era lunes, al entrar al liceo vi a Alec de lejos con dos bolsas de papel en la mano. Yo solía llevar un frasco con agua dulce o canela para tomar en el camino, me la tomé toda y la llené con agua y también me la tomé, y la volví a llenar, cuando salimos al descanso me bebí otro frasco de agua y antes de que el me dijera nada, me guardé el refrigerio del colegio en el bolso.

— ¿No te lo vas a comer? — me dijo.

— No. Estoy llenísima, desayune bien y no me cabe nada.

  • Y eso quedaba de querer tener una compañía, dejar que te trastornaran la vida, y eso era pedir compañía, envestir con suavidad al otro.
  • …Miramos juntas mi “equipaje” y yo no pude decir nada. El orgullo es un lujo que los pobres no podemos darnos y la dignidad, un postre, yo no tenía ni para el pan.

 

Primer capítulo

SIN HISTORIA

«La vida es simple, naces, creces, a veces te reproduces

y decides cuando morir.

A veces no logras reproducirte antes de morir.»

No sabía cómo empezar mi historia, no tenía una, esa era la cosa. Cuando desperté, si es que así se puede llamar a darse cuenta de que uno existe, el agua me hacía la guerra, se la hacía a todo, me golpeaba y al mismo tiempo me lavaba el dolor, me sabía a sal. El ruido no me dejaba pensar y la respiración húmeda se me cortaba entre llanto y llanto. ¿Por qué estaba llorando? ¿Quién era? ¿Dónde estaba?

Todo me daba miedo, lo que veía y lo que no. El río al frente arrastraba su estruendo y a los troncos derrotados que el cielo mutilaba con su tristeza. No podía moverme, seguía en la orilla, con el pelo pegado a la cara, sin saber quién era ni por qué estaba allí.

Estaba quieta. ¿Se me había olvidado también correr? La luz me sacó por un momento del vacío, el trueno llegó luego. Todo se iluminó y pude ver, nítidos, los árboles de la otra orilla, oscuros fantasmas aporreados por el clima, desprendiéndose de sus hojas a pocos metros de donde estaba, uno de ellos ardió y yo empecé a correr.

Me alejé de allí, el cuerpo se me dobló buscando oxígeno, el cansancio me sabía en la garganta, y en la cabeza me dolía la verdad de no saber por qué lloraba, para dónde corría. Paré y me metí debajo de un cebadero abandonado. ¿Y si allí también caía un rayo?

Vi a un hombre que también se alejaba del río, rápido. Era un manchón detrás de la lluvia, parecía un dibujo blanco y negro. El cabello liso y pegado por el agua parecía cortar la piel pálida, lo detallé cuando tropezó y se agachó, la caja que llevaba en la mano se había abierto. Cerró la caja con prisa y siguió su maratón.

Las tropas de agua vencedoras dejaron la batalla y yo salí del cebadero caminando a ver si me tropezaba con el pasado, sin rumbo. Seguía llorando, cuando vi en el piso una cosa que brillaba, me acerqué y la recogí. Una pequeña pieza de oro con forma de semilla de pino se le había caído al chico, tenía que ser suya, parecía un dije para colgar.

Me miré las manos, tenía las palmas arrugadas y moradas. La falda se me pegaba a los muslos, la sentía pesada. Metí el dije en el bolsillo y encontré otro objeto, lo saqué y observé el pedazo de plomo con su base plateada y remachada. ¿Para qué una bala en el bolsillo? ¿Por qué?  ¿Quién era, quién era, qué hacía allí? No podía recordar nada y el puño que me di en el muslo lo único que me reveló es que parecía anestesiada, levanté la mirada y vi una línea blanca y moribunda que curveaba en el cielo. El humo salía de la chimenea de una casa medio caída. Salí rauda y me aventé a la puerta que estaba sin cerrar.

Apenas abrí caí al suelo, algo que no podía ver me atravesaba la espalda, el abdomen. No podía evitar que me atragantara, la boca se me abrió y grité. Con las uñas arañé el piso, quería arrancar la sangre, pero no podía. Unas pupilas negras se habían tragado el azul de su mirada.

Abuelo, grité. Abuelo, abuelo. Era lo único que podía decir. Ahí estaba él en mitad de la pequeña sala, y yo supe que me llamaba Isolda.

 

Capítulo 2

MENTIRAS Y VERDADES

No recuerdo cómo llegué a la comisaría. Después de encontrar al abuelo quería alejarme de él, del dolor. Seguí el sendero que el chico había tomado. Caminé y caminé hasta llegar al pueblo. El sendero estaba vacío y las casuchas de la entrada tenían los postigos y las ventanas cerradas. En la comisaría sabían cómo me llamaba y al verme, trataron de entender por qué estaba tan alterada. Los policías empezaron a preguntar, a decir cosas entre ellos y yo no les podía responder nada.

—¿Qué te pasó?, ¿qué te hicieron?, ¿estás lastimada?

No paraban de confabular. Yo seguía llorando, callada, no podía hablar; lo intentaba, pero al abrir la boca, las palabras no se formaban, los sonidos eran guturales y se apeñuscaban en mi garganta.

Una mujer entró contoneándose, con ojos de sapo, vestida de verde. Me tomó del suéter con dos dedos, asqueada, me dio un ligero sacudón.

No parece herida, dijo y se me acercó. Su mirada se quería salir, las venas de la sien amenazaban reventarse con el esfuerzo por saber que me pasaba.

—¿Qué te hizo tu abuelo? —me preguntó la mujer.

—El abuelo…—dije. Por fin pude volver a hablar.

—Claro, ¡quién sabe qué le hizo! —dijo la vieja que parecía una hoja.

—Está muerto.

Después de escuchar esas dos palabras, volvieron a murmurar entre ellos. El ruido que antes había inundado mi cabeza regresó. A ellos no les entendía nada.

La oficina era gris, con techo de madera. Un par de goteras insistían en recordar la lluvia que, creo, ya había parado. La mezcla de olores me llegó como un latigazo. Pasé del verde y limpio aroma de invierno al de orina y pan recién hecho que vagaba en el ambiente de la tarde. La mayoría de las paredes tenían grietas, la pintura se abombaba, había caído por partes y dibujaban figuras que parecían cuadros sin marcos.

La madera caoba del escritorio no había escapado al ultraje, palabras y letras escritas con tinta o raspadas, el mueble servía para todo. La mujer se sentó encima de números y rayas. Allí perdió un poco su carácter de sapo. Empezó a parecerme una hoja de otoño con su cara alargada, delgadísima, muy ajada, seca. Sus ojos en cambio sobresalían de manera exagerada y sus pestañas parecían cerdas de escoba, que le acentuaban los pómulos. No sabría definir el color de su piel, tenía un tono cobre, terroso, o tal vez yo lo veía así por el efecto del cabello mal tinturado. Sus dedos eran muy gordos y sus palmas rojas, esas manos mofetas no correspondían a la voz aguda e infantil, en extremo irritante por lo melosa.

—¡Pero estás congelada cariño!, creo que necesitas un chocolate —Y salió con un brinco de batracio.

—No gracias, estoy bien —Alcancé a decir cuando ella ya había salido.

Por fin dije algo diferente a la palabra abuelo, me sorprendí. Mi voz era baja, el cansancio de sollozar me costaba volumen, pero ya podía armar frases, podía contestar y preguntar.

Sin saber a dónde mirar empecé a descubrir mis manos; delgadas con dedos largos de uñas cortas y mordidas, todavía azules de frío. Era muy blanca, aunque la cara debía estar roja e hinchada. Me percaté de que no sabía cómo me veía, a pesar de reconocer a mi abuelo, yo no recordaba mi cara, y eso volvió a levantar un huracán de angustia, apreté la bala en mi bolsillo, fuerte, como si ella pudiera calmarme.

Escuché mi nombre, me llamaban. Cuando volteé, uno de los oficiales me miraba cómo si fuera un conejo herido. Era Salazar, así le decía un policía muy flaco al lado. Salazar casi sentado en la espalda con la chaqueta verde muy apretada y desabotonada al final me preguntaba.

—Sé que no es momento para un interrogatorio, pero necesitamos… Necesitamos llenar el informe. Isolda, cuéntenos todo.

¿Qué les iba a decir? ¿Qué hacía una hora o dos ni siquiera sabía cuál era mi nombre? Me tomarían por loca, me encerrarían en un manicomio y nunca sabría quién era. Por otro lado, eran policías, no les podía decir mentiras. Tenía que abrir la boca, creo que Salazar me había preguntado tres veces.

Los policías prepararon una máquina de escribir, uno buscaba el papel mientras el otro se llenaba de tinta los dedos, con la cinta que se había salido del carrete. A penas tuvieron todo listo empezó el ritmo lento de mi historia. Letra a letra se escribió el interrogatorio.

¿Dónde estaba él?, ¿cómo estaba?, ¿había visto a alguien?, ¿dónde estaba yo?, ¿por qué estaba afuera si llovía?

El flaco, así le decía la mujer, dejó de teclear, miró a Salazar y empezó a percutir con el dedo en la mesa. Entonces tuve que decir algo.

—Estaba cerca al río cuando se largó el agua. Apenas llegué a la casa vi a mi abuelo… muerto— mis palabras salieron pausadas, era la verdad, no hay que esforzarse para decir la verdad.

—¿Y usted qué estaba haciendo en el río?

—Yo…—Eso mismo me estaba preguntando.

Mi boca se abrió una vez más, pero no fui capaz de decir nada. Yo no sabía que estaba haciendo, el tipo me estaba regañando y yo solo recordaba lo que había pasado después del rayo que le cayó al árbol.

—No sé —le contesté.

No les gustó la respuesta y el flaco empezó a regañarme.

—Desobediente —me dijo— y después se vienen a quejar aquí por lo que les pasa. ¡Qué no pueden estar cerca al río! ¿Es que estos muchachos no entienden o qué?

Mientras peleaban entre ellos por quién me gritaba más, entró la mujer hoja con una taza de chocolate caliente.

—Toma cariño, estás muy pálida.

Como si la vieja fuera también policía o inspectora hizo que los hombres le contaran lo que me habían «sacado» y ella los volvió al camino de las preguntas. En ese momento se me despertó la altanería. Tal vez solo fue el miedo que quería disimular, de todas formas, hablé.

—A mi abuelo lo mataron dentro de la casa —No hablé alto, ni mal, pero me arrepentí una vez lo dije. Sólo quería disculparme, bajé la cabeza y con voz queda me enmendé con la verdad, otra — No sé nada más oficial, solo que lo encontré ahí tirado.

—Todos los chicos se van por allá de vez en cuando, pero no fue ella a la que mataron —interrumpió «la Hoja», apoyándome con un guiño.

—¿Qué más sabe?, ¿su abuelo tenía enemigos?, ¿le robaron?, ¿vio a alguien?

Otra vez me quedé en silencio.

—Niña, pero entonces ¿qué es lo que sabe usted? —me preguntó ya con desespero el policía que estaba escribiendo. […]