28 – Adonaís Jaramillo

¿Qué está haciendo la ciudad para evitar otra crisis ambiental?

 

Hace algunos meses la autoridad ambiental alarmada por los altos  índices de contaminación registrados, convocó a un pacto con algunos de los agentes que contribuyen al estado de alarma en que la ciudad y el valle de Aburrá se mantienen, y el balance no convence.

El valle desde cualquier extremo que se observe, está siempre eclipsado por una nube densa cuyos componentes las veinte estaciones que se instalaron, apenas  descifran con su escala de colores, pero que no disuelven la  bruma espesa.

Bancos, cementeras y  grandes superficies concurrieron para ofrecer su aporte de disminuir su impacto sobre el medio,  anticipando que borrarían 1000 toneladas de C02 en cuatro años, cálculo que no sabemos de dónde salió porque los principales contaminadores, el parque automotor que crece y crece como el “sueño de las escalinatas” de Zalamea, no se detiene.

Las bicicletas que se aumentan no hacen mella, ni el cambio de combustibles por gas –que también es de origen fósil– que EPM ofreció,  significa mucho frente al factor preponderante que no se toca.

¿Quién le pone el cascabel al gato? Al pacto no concurrió Fenalco que en  sus informes se le hace agua la boca cuando registra las cifras crecientes de la venta de vehículos y dentro de estos, las motos –que minan el sistema masivo de transporte–, cuya oferta ocupa ahora no sólo los comercios registrados, sino todo el espacio público donde se exhiben y se entregan casi regaladas.

Tampoco en el pacto se comprometió la Administración y la misma Área a recuperar las zonas verdes de la ciudad  endurecidas de manera arbitraria –por omisión de las administraciones municipales– para comprometerse con esta solución obvia y gratuita, sembrando árboles en esos espacios, neutralizando así el problema sin la parafernalia mediática de los compromisarios por el aire limpio, que la bruma que envuelve el valle borra.

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Motocracia

Dicen los economistas cuando quieren presentar  a un emprendedor y el éxito de su emprendimiento, que tiene músculo financiero.

Y los moteros (así, con este nombre  se vio una pancarta en una manifestación de Bogotá) que ahora suman miles en el país, lo tienen. Han puesto a los gobiernos locales en un dilema: aceptar toda pretensión que los limita, o sufrir una derrota. Y no de cualquier clase, pues por debajo hay todo un poder que alienta su expansión, que no se detiene, como son sus fábricas y ensambladores que sacan esos vehículos al mercado como panes, así, a la mano, en cada esquina, en el atrio del templo, al lado del colegio, en las universidades. En fin, casi todo el horizonte urbano y humano lo copa ahora este aparato.

En competencia con el automóvil –solución individual que se miró para los de arriba–, la moto, en paralelo con esa aspiración individual, más democrática, sobrepasó ahora a los primeros en número  y los moteros, ahora poderosos,  fácilmente pondrían gobierno.

Asociaciones numerosas ya se expresan y exigen, no sólo rutas, como se tienen para el resto de vehículos, sino motovías exclusivas, que de construirlas, se quedarían allí vírgenes, porque –hay que decirlo–, son muy pocos los moteros que respetan las normas, y esto lo prueba la pandemia que el mal uso de este vehículo ha producido.

Vigentes están las estadísticas que muestran con claridad que la mortandad, por el mal manejo de tales vehículos, no se detiene, hasta el punto que los aseguradores, frente al hecho cumplido y no al riesgo, manifiestan estar quebrados.

Pero esa tendencia, va también en detrimento de las soluciones colectivas, del transporte público al que cualquier gobierno serio debe aspirar para evitar que la ciudad colapse, entendiendo que todo lo que se satura se vuelve tóxico, porque si nos bajamos del metro, cables, buses, erigidos para concretar dicha aspiración,  por  cualquier motivo  baladí, como ese de las congestiones en horas pico, la moto y su oferta delirante, que está presente en cada esquina, casi  regalada,  podría aplastarnos.