27 – María Orfaley Ortiz Medina

María Orfaley Ortiz Medina

 1971. Psicóloga, Especialista en estudios sobre juventud y magister en psicología de la Universidad de Antioquia. Actualmente se desempeña como docente de los programas de psicología de la Universidad de Antioquia y de la Universidad Eafit.

Cuenta con varias publicaciones en literatura infantil y juvenil con la Editorial Libros & Libros: Nucamono quiere saber (2008), Lucy (2009), Almas de madera (2010), El misterioso libro de papá (2012), De sapos y trampas (2013) y Ese día no salió el sol (2015). Cuentos para adultos en dos antologías del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín: Extraño nacimiento (2007) y Ojalá no pregunte (2010). Ha publicado artículos de psicología en distintos medios, así como capítulos de libros y colaboraciones especiales con el periódico El Mundo.

 

En el espejo

Aquella, una casa vieja, como de abuela, tal vez sea más preciso decir que de tías viejas, de tías locas, siempre hay por lo menos una en toda familia normal. Desde la parte trasera, un bombillo proyecta una tímida luz, y la atmosfera oscura del resto de la casa, apenas se deja perturbar por ella. ¡Qué decir del mobiliario!, demasiados trebejos por todos lados: cosas que no son útiles, cosas antiguas que pueden tener algún atractivo y cosas que parecen haber escapado en el último momento a la intención de ser arrojadas a la basura o a la hoguera; un escritorio desvencijado, una silla con una pata quebrada, alambres, cubiertas de radios viejos, cuadros con pinturas desgastadas. En medio de este ambiente sobresale un espejo grande, tiene un marco de madera y parece estar muy limpio, a diferencia del resto de los muebles y objetos, a los que se les nota una gruesa capa de polvo.

Me atrae aquel espejo. Observo mi rostro, intento enderezarme, trato de ver como se proyecta mi silueta joven, delgada y femenina; de pronto siento que hay algo armónico en esa imagen, en esa mujer que veo en el espejo y que sé que soy yo porque al acercarme, la veo; normalmente uno va por la vida sin poder ver con sus propios ojos cómo se ve su figura, qué impresión da el conjunto de su cara y su cuerpo, eso es lo que está para los ojos de los otros. Ello no quiere decir que uno no cuente con una imagen propia del conjunto, la tiene, solo que es pura imaginación, construida apenas con retazos, aquellos que devuelve el espejo.

Me sorprendo con el surgimiento esa sensación de agrado. Hay una imagen proyectada que no es extraordinaria, por el contrario, una belleza ordinaria, algo, ordinariamente bello, por lo que sin modestia, sonrío, y admito que uno puede regocijarse con su propia imagen.

Pero en ese momento aparece tras de mí, otra mujer reflejada en el espejo, me produce un temor indescriptible, tal vez porque en ese instante soy consciente de la soledad que habita la casa. Ella me parece familiar, aunque tiene la apariencia de un fantasma, es blanca y además está muy pálida. Tiene una rigidez en su expresión como si desaprobara el gozo surgido por mi propia imagen. Ella se instala allí, tras de mí, pero no se mira ella misma como lo estaba haciendo yo, ahora ella me mira y yo la miro a ella. Parece reprocharme, y yo, sobrecogida, espero, deseo, imploro que desaparezca de mi espejo.

La mujer no se va, y mi terror aumenta, parece conocida, o al menos tiene algunos rasgos que me evocan cierto aire familiar. Está vestida como alguien que acaba de levantarse en medio de la noche, una bata blanca y ancha cubre su cuerpo grueso e informe; su cara parece haber sido arrancada de una pesadilla. Ella no proyecta nada bello, más bien, es desagradable, ordinariamente desagradable, no hay en su imagen algo excepcionalmente repugnante, tal vez hasta pasaría inadvertida en un lugar distinto al espejo en el que uno se mira en una casa deshabitada.

La mujer no se va, la sigo mirando, no porque lo desee, sino porque no puedo sustraerme al influjo de su mirada, mi terror no ha disminuido. Entonces, se me ocurre una gran idea, y no entiendo por qué no me había percatado antes de tan sencilla solución: basta con dar la vuelta a mi rostro y verla tras de mí y no en el espejo para que todo se aclare y todas las piezas vuelvan a encajar en la realidad objetiva. Trato de concentrarme, de respirar, me digo: tranquila, ten calma, todo está bien, es solo una confusión, ella puede estar precisamente detrás y no ser un fantasma. Confiada giro, y me arrepiento de haberlo hecho, ahora ni siquiera cuento con la esperanza que da la incertidumbre, un escalofrío me recorre de la cabeza a los pies, la mujer no está tras de mí. Lo peor es que la solución más sensata no la permite mi aguda curiosidad. Me quedo y mis ojos vuelven al espejo esperando no encontrarla, pero, ¡oh terror de los terrores!, allí está, mirándome buscarla, observando cómo en vano intento desaparecerla. ¿Quién puede pensar con claridad con un fantasma enfrente? Espero impávida a que sus manos heladas tomen mi espalda o mis hombros y el límite del miedo me cause la muerte, pero cuando mi espalda se tensa por la cercanía de esa posibilidad, me doy cuenta de que podría ver sus manos aproximarse, no por detrás sino por delante y ¿qué tal si más bien está detrás del espejo y no tras de mí? Ahora sí que no entiendo nada, mi raciocinio se obnubila, ya no sé qué es adelante, en frente y qué es detrás. Y ella sigue ahí, con su mirada rígida, como si la hubiera ofendido por haber sido feliz con mi propia imagen.

Confirmo, aún más horrorizada, que el límite del miedo no lo lleva a uno a la muerte. La mujer no se va. Su mirada no cambia, su rigidez sigue intacta como una pintura; yo si cambio, del horror al desespero, a la esperanza de ser salvada por la intervención del buen Dios, a la indefensión de quién está solo, inmensamente solo y con un fantasma.

La mujer no se va, y yo sin saber cómo, logro dar varios pasos hacia atrás sin tropezar con nada, sigo hacia atrás; inteligentemente, decido dar un paso hacia un lado, luego otro, calculando, ahora sí, fríamente, un plan perfecto: desapareceré del espacio que puede cubrir el espejo. Aún sobrecogida por un terror que no decrece en intensidad, puedo medio pensar, desapareceré del espejo en tanto me aleje, y ella no me tendrá para verse en mí, ese es mi desesperado plan. Sigo caminando hacia atrás como lo hace quien apenas es capaz de mover sus pies sin irse al suelo; sí, el plan funcionará, me digo. Por un momento desvío la mirada; con tantas cosas viejas tengo miedo de caer y de que la mujer salga del espejo y me abrace con el frío de la muerte. Pero, sigo caminando, parece que sin saberlo he calculado los espacios libres para moverme. Solo unos segundos mis ojos se han liberado de aquella imagen.

Logro mi cometido, estoy lo suficientemente lejos del espejo, respiro aliviada, tomo aire, me felicito por haber sido capaz de pensar. Deseo correr, salir de aquella casa rápido, sin mirar atrás, pero, ¡esta perversa curiosidad! Entonces, recargada de valor, vuelvo los ojos al espejo y puedo ver lo que hay en él, ¡oh Dios mío, ¿qué juego es este?! Mi imagen sigue allí y la mujer aterradora ha desaparecido con mi huida.

Marzo de 2016