Faber Cuervo
Nacido en El Cerrito, Valle del Cauca. Economista ambiental. Integrante del Colectivo Túnel Verde de Envigado. Ha publicado libros de ensayos, novela y cuentos. Entre ellos: ¿”Cómo nos ve el Reino Animal?”, (cuentos, 2001); “La frágil tolerancia de Occidente” (ensayos, 2003); “El Sol nació de la Luna” (ensayos, 2003); “Locos por las Amazonas” (novela, 2005) y “Cometas y peñascos” (poemas, 2007).
Investigaciones: “Recreación histórica de Envigado alrededor de la quebrada La Ayurá” (1993 – 1994), “Justicia Distributiva y Liberalismo Político en John Rawls” (1997), “El desarrollo local desde la Economía de las Realizaciones Humanas – Los casos de Envigado, Caldas, Segovia y Betulia” (1998 – 1999), “Historia del periodismo envigadeño” (2000).
Los árboles urbanos y el Buen vivir
“Gran persona es el árbol!
No hay amigo como él,
A donde quiera que te vuelvas
Siempre le encuentras a tu lado”.
Nicanor Parra
VIDEO: https://www.youtube.com/watch?v=D-kMNM5nZ5M
El árbol es un símbolo de la larga y buena vida. Es el cordón umbilical con el cielo y el polvo estelar. Los árboles son la poesía entre los muros tristes de las ciudades. Son la conexión sagrada con los saberes ancestrales. Cuando los hombres se separaron del árbol, renunciaron a la vida contemplativa, al ocio que conduce a la conciencia, al buen aire, a la frescura del clima, a los buenos estados de ánimo, a la belleza estética y paisajística, a la lúdica frutal, a nuestro ser íntimamente emparentado con la naturaleza. Y separarse del árbol también significó separarnos del río, del humedal, de las madresviejas, de los acuíferos, de los suelos negros prolíficos. Abdicamos del Buen Vivir, de un estilo de vida que practicaron los pueblos ancestrales compenetrados con el entorno natural para asegurar los elementales de la subsistencia, para allanar la vida en comunidad. Cosimo, personaje de la novela El barón rampante, del escritor italiano Ítalo Calvino, prefirió vivir trepado en los árboles porque encontró en ellos a los amigos incondicionales que aceptaron su ser tal como era, incomprendido por su propia familia y vecindario, hostiles con él.
El desarrollo y progreso saturados de infraestructura y móviles contaminantes consideran los fecundos elementos naturales como obstáculos para extender sus dominios. El árbol es el más perseguido en las ciudades del Valle de Aburrá porque –dicen los planificadores- interfiere con las redes eléctricas, con el asfalto de las vías, con las redes subterráneas de telefonía y otros servicios. Pero, en la perspectiva del Buen Vivir, son las redes y las vías y los autos y el exceso de urbanizaciones los que interfieren la presencia de los árboles urbanos. Como si los cables eléctricos nos dieran sombra y oxígeno, como si el asfalto nos regulara el clima, como si el concreto absorbiera la inmundicia. Si los hombres viéramos lo que tenemos de común con los árboles no los maltrataríamos, ni los dejaríamos enfermar y morir. Todos los días se talan árboles en Medellín y los municipios del Área Metropolitana con permisos de esta entidad. Más de 1.000 árboles se talaron para hacer un parque junto al río sobre una losa de cemento, ahora se pretende retirar más de 1.600 árboles de la vía regional para sembrar las calzadas de la Vía Distribuidora. Mientras tanto, el aire del Valle de Aburrá sigue empeorando su salud y cada tres horas muere una persona por enfermedad respiratoria. Persiste un déficit de más de 700.000 árboles y cada año entran 140.000 vehículos más al tráfico. Ruina ambiental y ruta al colapso. La cultura que sólo valora los bienes tangibles está llevando a la insostenibilidad a muchas ciudades. Ya no se conoce el Buen Vivir que alguna vez hubo en ellas, aunque los privilegiados y quienes controlan las ventas, las riquezas y el poder público dicen a los cuatro vientos que “viven bien”. El Buen Vivir, fundamentado en la austeridad y consumo responsable, discrepa de aquel vivir, basado en el lucro ilusorio que produce la desordenada y caótica ocupación del territorio.
Quizás, no hay otro lugar en Colombia distinto a Antioquia donde se presente una perfecta coherencia entre el ideal cultural de sus habitantes con lo que ocurre en la realidad fáctica. La colonización de hacha y machete durante el siglo XIX fue el preludio de lo que vendría en siglos posteriores pretextado en el ánimo de “vivir a lo bien”. Se ampliaron las fronteras económicas (minera, agrícola, ganadera, porcina, avícola) y prepararon espacios para la habitabilidad. Durante el siglo XX, esa cultura de “vivir a lo bien” se afianzó a través de proyectos de infraestructura que en un principio fueron acertados pero luego pelaron el cobre del utilitarismo económico y el darwinismo social que generaron las enormes brechas sociales devoradoras de unos y otros, sin solución a la vista. El cubrimiento de la quebrada Santa Helena y la demolición del Teatro Junín fueron hitos en la historia del desarrollo de Medellín que anunciaron hasta donde podía ir el ideal de construcción de una ciudad funcional a las rentas industrial y bancaria, posteriormente de servicios y turística. Enterrar y volver basureros las quebradas se volvió una costumbre. Se aceptó el absoluto desprecio hacia las cuencas hídricas y los corredores ecosistémicos, fuentes poderosas de vida, que portan el estigma de no traducirse rápidamente en dinero o acciones bursátiles. Ese desprecio se extiende a los retiros de las quebradas, los humedales, los acuíferos, los suelos con cenizas volcánicas y los árboles urbanos. EPM ha protegido los acuíferos en la provincia porque ellos son las gallinitas de los huevos de oro para la generación de energía y agua potable. Durante lo que va del siglo XXI arreció un desbordado uso del suelo que incrementó la desaparición de importantes pulmones verdes que ahora hacen falta para contrarrestar la emergencia ambiental crónica.
La demolición del Teatro Junín mostró hasta dónde estaba dispuesta a ir la élite dirigente y empresarial en su objetivo de convertir a Medellín en la capital del capital financiero en Colombia. No hubo el menor dolor al sacrificar uno de los cuatro teatros más grandes del mundo con una majestuosidad arquitectónica y una capacidad para 4.500 personas. El Edificio Gonzalo Mejía, construido por el arquitecto belga Agustín Goovaerts, que albergaba aquel centro artístico y el Hotel Europa, fue reemplazado por el pálido edificio Coltejer, logo y marca del empuje empresarial paisa.
Esos capítulos fueron los antecedentes de la subvaloración de los bienes intangibles representados en los patrimonios naturales, históricos e identitarios de un territorio que gozaba de una posición estratégica con valle y laderas irrigadas abundantemente por aguas, inmejorables suelos, bosques y reservas naturales. También de un patrimonio arquitectónico que dejó una pléyade de arquitectos e ingenieros en la Villa de la Candelaria. Toda la geografía quedó expuesta a la ocupación especulativa y agiotista que no miraba patrimonios sino tasas de retorno por metro cuadrado. Así, se convirtió en normal la tala de árboles, el desvío, taponamiento y secamiento de quebradas y humedales, la demolición de edificios que eran joyas urbanísticas, dignos de mostrarse al resto del mundo. La construcción se convirtió en el rubro económico que más jalonaba el PIB y la generación de trabajo precarizado. El boom del aprovechamiento del suelo estalló con la puesta en práctica de los POT predicadores de otras virtudes; posteriormente con el Área Metropolitana, institución que se volvió otro instrumento funcional a la depredación del territorio, a la saturación de infraestructura, de carros, envenenamiento del aire y a la pérdida de calidad de vida.
No es malo construir, sino la forma temeraria como se ha hecho. Es aquí donde se apuntala una de las expresiones del distanciamiento de la ciudad al Buen Vivir asociado a prácticas ancestrales. Comunidades aborígenes y de la antigüedad privilegiaban el macrosistema natural al momento de levantar sus lugares de vivienda. No ocupaban las riberas de los ríos, respetaban un prudente retiro, no construían cerca de los acuíferos, no talaban las montañas donde brotaban los nacimientos. Ellas son las mejores maestras en gestión de riesgos y prevención de desastres causados por la mano del hombre. Hacían canales de riego hacia los sectores de huertas y terrazas. La periferia que proveía los elementos esenciales para la vida era sagrada, de ninguna manera la intervenían. En el Buen Vivir ancestral eran sagrados los equipamientos naturales. Hoy, lo único sagrado es el dinero y todos los artificios que lo generan.
El árbol es la criatura más generosa que habita la tierra. A cambio de la mugre que le echamos y la violencia con la que la tratamos, ella nos devuelve oxígeno para prolongar la vida. Quizás sea el único ser que voltea su mejilla para que la sigamos vilipendiando. De los árboles robles versificó el poeta alemán Friedrich Holderlin:
“Vosotros -¡egregios!- os alzáis como un pueblo de titanes en medio de un mundo cada vez más dócil, y sólo a vosotros mismos obedecéis, y al cielo que os ha nutrido y educado, y a la tierra materna. Ninguno de vosotros fue jamás a la escuela domeñadora de hombres, y libres y contentos, surgís de vuestras raíces, en múltiple tropel. Y como brazos potentes aferráis el espacio, como su presa el águila, levantando hacia las nubes la amplitud serena de vuestras altas testas asoleadas. Cada uno de vosotros sois un mundo; y unidos por una libre alianza, convivís como dioses”.
Pero, en el valle de Aburrá exterminamos los cominos crespos de las laderas bañadas por la Ayurá y talamos los robles de las veredas Pantanillo y Perico. Un nuevo capricho vino a reforzar el ideal del vivir depredando. Se hizo célebre con el slogan de la ciudad más innovadora. Los árboles de la avenida oriental fueron talados para dar lugar a unas pirámides de baldosines que calentaron más el centro de Medellín. Ahora, se tumban las pirámides y se siembran árboles que tardaran años para prestar los beneficios que antes había. Se sembraron columnas de cemento en el parque de las luces, y se pavimentaron parques que antes eran pisos blandos. Claro que hay atractivos para los turistas enganchados por la propaganda y el marketing. Pero falta una ciudad con parques arborizados para nuestros niños; faltan espacios verdes para el encuentro y la solidaridad que crea tejido social.
Al modelo del vivir depredando no le importa cómo vive la gente que habita la ciudad. Sólo le importa decorar una vitrina para atraer turismo e inversionistas. La bella arquitectura del parque de Berrio fue alterada con los nuevos edificios y el viaducto del Metro. Las tramas urbanas comunicantes entre el parque de Bolívar y los barrios aledaños se fragmentaron con la construcción de la autopista avenida oriental. Iconos de un urbanismo espléndido desaparecieron en diversos puntos del centro. Poco quedó para mostrar. A cambio surgieron obras rimbombantes y de escasa utilidad para la ciudadanía: puentes y calles embudos, parques sin río, vías que invitan a mayor tráfico, infraestructura invasiva y gris, centros comerciales acromegálicos.
Esta cultura de apariencias e ilusiones de “vivir a lo bien” no ama el árbol. Y el no amar lo que es como una dulce entraña de mujer que alberga nidos de pájaros es no tener alma. Se prefiere la tierra sin un árbol, como un desierto muerto. Sabiendo que un árbol transforma la ciénaga en flor, sabiendo que con su presencia el horizonte se acerca, que cada que lo quieras ahí está el hermano árbol en la misma esquina o separador o parque, para darte alegría y confianza. En la ciudad nos hace falta lo esencial: el follaje profundo de la selva que nos parió. Consumimos como mascotas adiestradas lo que ofrecen los supermercados y droguerías. Los alimentos orgánicos y el comer sano los perdimos en la evolución de animales a máquinas. La medicina ancestral la compramos en cápsulas a precios que nos empobrecen. No confiamos en los pescados que nos venden. Las vacas que comemos se apropiaron de pastizales que antes eran bosques. Surtimos alimentos que han perdido frescura y han pagado fletes que rompen la capa de ozono. Dependemos de mercados inciertos. Somos esclavos del trabajo y adictos al gran hermano celular. Cabalgamos en una cultura y modelo de desarrollo que va en contravía del Buen Vivir. Ni siquiera percibimos lo maluco que moramos en un Valle conurbado y maloliente. Un silencioso, lento e inconsciente suicidio colectivo.
El espíritu de la naturaleza no se apiada de nosotros, arrogantes intrusos. El oxígeno, el agua, los limpios aromas frutales y medicinales, nos miran desde la distancia. Confinados entre ladrillos y vidrios, alejamos el contacto con la armonía natural, los ecosistemas y regeneradores bióticos. Al que más condenamos es al árbol viejo, ese al que le cantó Porfirio Barba Jacob, dejándonos las preguntas que el Buen Vivir puede responder:
¿Para qué sirve un árbol? ¿Para darle cuatro varas de sombra al césped trémulo? / ¿Para temblar bajo el azul del cielo / alargando sus frutos sazonados? / ¿Para oír el silencio de la noche? / ¿Para sentir la fiebre de la tierra? / ¿Para ver a las mozas del camino, / perennemente, sin decirles nada?
Envigado, noviembre de 2017