26 – Adonaís Jaramillo

La bolsa plástica

Dos cosas hay que saber cuando vamos a mercar:
Llevar plata y bolsa para portar lo que queremos comprar.
Y evitar hacer basura, que hace daño,
paga impuesto y huele mal

 Se demoró mucho la implementación del impuesto –muy tímido– a la bolsa plástica para desincentivar  esta práctica obscena (tendencia a la basura) de un sector, muy extendido de la población, que ha tenido como indicador de su capacidad económica el número de bolsas que arrastra en el carro del supermercado.

Hacer basura ha sido, desde hace mucho tiempo, un indicador del estatus, y el impuesto a las bolsas de plástico es tan insignificante que no hará mella, pues se inscribe en una cultura del  “úselo y tírelo”; y los veinte pesos representan tan poco que hasta Fenalco trinó, para señalar que habrá dificultad en el manejo de este fraccionamiento.

Alguna cadena de supermercado ha dado “coba” con el cobro que hace a sus clientes por la bolsa, cobrando cincuenta pesos  por ella –haciéndole un guiño al tema ambiental– y lo que consiguió fue incrementar más bien su publicidad con  las bolsas de grueso calibre que vende y que se ven  tiradas  por todas partes.

El impuesto que se estrena, se deriva de un principio ambivalente: “quien  contamina paga”; pero el que quiere mostrarse, haciendo alarde con su carga de bolsas plásticas, no le importa el ambiente. La  arrogancia despreciará este tributo.

¿Han visto la bolsita negra, anudada, con la caca del perro tirada por todas partes? Aquí se debería cobrar un impuesto doble  por la estupidez, porque encerrar material orgánico en una bolsa plástica y arrojarla en cualquier sitio, es demencial.  Y la ciudad está llena de estas bolsitas “amarradas” con su carga en el espacio público, que ni los “escobitas” recogen porque son “basura domiciliaria”.

No se grava la vajilla de “icopor” (poliestireno) –salvo que aparezca en la reglamentación–, material que reemplazó al tradicional portacomidas, convertido en un recurso para la comida domiciliaria y usado por comensales perezosos que, en vez de llevar un recipiente reutilizable, prefieren esos “elefanticos blancos”, que navegan en el ambiente, sin que esta conducta tenga consecuencias.  Si algún material está haciendo daño, es éste, pues así utilizado, al igual que la bolsa, representa en los rellenos sanitarios un volumen imposible de sostener, y clama por un impuesto, mayor que el de la bolsa; porque, así como se grava ésta, como contenedor de lo que se compra, la vajilla de icopor, con la que se porta la comida, debería con igual razón ser objeto de gravamen.

La mitigación que se busca con veinte pesos que se van a cobrar, son algo así como la “gotica”, que “los cajeros” de un supermercado insinúan dejar, cuando se entregan las vueltas, para cualquier obra pía, que se acepta, pero que no resuelve el problema de fondo.

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 “Comamos plástico”

Ese material omnipresente con el que seguramente la humanidad, desde que se inventó, creyó encontrar lo que faltaba para resolverlo todo, o casi todo, ha hecho tanto daño con su mal uso, que ya no hay ecosistema que no haya sido atravesado por su presencia, y como cualquier huracán de temporada, lo que toca lo deteriora.

Los suelos, el agua, el aire y los espacios que hemos construido, están llenos de plástico en sus múltiples formas, interfiriendo en algunos casos la vida, como ocurre en el mar a donde van todos los ríos; como la vida, cuando a Manrique, el poeta, le dolían otras cosas.

Ahora es el plástico, formando islas tan grandes como continentes, y el agua que bebemos, que sale por los grifos, en la mansión de Trump y en la que  dispensa EPM, ya hay microplásticos diluidos.

Veinte países africanos lo prohibieron en toda su extensión, y Kenia, el último, al hacer el anuncio para sumarse, lo ilustró con la fotografía de un matadero de ganado, donde los operarios extraían de las entrañas de las reses bolsas de plástico, de esas verdes con las que en Urabá envuelven los bananos. El ganado ya no encuentra que comer distinto al plástico esparcido por todo el globo terrestre.

Los países africanos parecen estar más avanzados que nosotros en ponerle remedio al horror que el plástico y el poliestireno-icopor, una de sus marcas comerciales, conocida en Medellín–, utilizado como vajilla, vienen produciendo en el ambiente.

El papa Francisco, que estuvo en Medellín extendiendo también el mensaje de cuidado de la Casa común, como la llama en su Laudato Si, no se imaginó que al término de su misa campal en el aeropuerto Olaya Herrera le dejaron un mensaje que lo hubiera conmovido, si lo hubiese visto:  Centenares de toneladas de basura. Como si Irma, el huracán de moda, hubiera pasado por allí y no él, El Papa.

Aquí la fórmula fue aplicar veinte pesos de impuesto en tiendas mayores, como si el Estado estuviera también empaquetado en plástico, medida insignificante que no incide para nada en la necesidad de darle una solución a este problema en el que estamos envueltos.

¿Qué hacer entonces? ¿Cobrar impuestos, ¡que se sientan en los bolsillos!, para todos los plásticos no biodegradables con los que se empaca.

Si lo que desechamos no vuelve a los circuitos de la vida, como lo hace lo orgánico, y a los de la producción, si se recicla, que los progenitores fabricantes recojan sus criaturas infinitas; que organicen cooperativas; que paguen la recogida y su reutilización o destrucción los causantes.

Una vajilla de “icopor” debe ser gravada al máximo, porque no hay posibilidad de reciclar tal material. Un estado serio no debe engordar más a estos fabricantes de ese material plástico espumado, y enriquecerlos a costa del medio ambiente, visto el inmenso daño que están acumulando.

Si a la responsabilidad social no le sigue la obligatoria, ambiental, deconstruyamos la Constitución del 91 y en su lugar declaremos el derecho a comer plástico.