24 – Gustavo Vásquez Obando

Gustavo-Vasquez

Caramanta, Antioquia.1940. Jubilado de la rama judicial. Cuentos publicados, en la antologías: Obra diversa 2 (2010) y Obra diversa 3 (2015), Biblioteca Pública Piloto,  y en el suplemento Generación, de El Colombiano. Ganador del concurso de cuento del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia, 2012. Segundo lugar en concurso de cuento: Historias en Yo mayor 2,  Fundación Saldarriaga Concha y Fundación Fahrenheit 451, 2012. Asistente al taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín.  Libro editado: Lo que trae la neblina, cuentos, 20.

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De lomas y maleficios

Próxima a ocultarse, la luna llena estira hasta lo inverosímil la sombra de las cosas sobre el empedrado. En su cimbreante esbeltez, las araucarias proyectan sus siluetas por encima de la talanquera que pespunta los prados de la finca, rayando la lechada del vallado con claridades y penumbras que se disuelven cuando irrumpen en los potreros. Hace rato que los gallos se desentendieron del amanecer. Pero el canto de mil pájaros y una tibieza casi imperceptible en el ambiente introducen la alborada. Con el viento que baja de la sierra, el olor de las quemas y unos fragmentos de vegetación carbonizada que revolotean sobre el piso reafirman el imperio del verano. Del más seco y persistente de los veranos que la región registra en mucho tiempo. En ringlera perfecta, como si de los vagones de un tren fantasma se tratara, diez o doce vacas se aproximan al establo atraídas por el reclamo de un ordeño que hoy deberá esperar más de la cuenta. Un perro entelerido, como el que se pasea por Anarkos, atraviesa cojeando el recinto con las orejas gachas y el hocico pegado a las piedras. Por los rumbos del pueblo retumban todavía los petardos del año que acaba de fugarse, pero ya muy espaciados.

Nada de esto, sin embargo, ni el fluir del agua en la pileta roñosa que parlotea junto a ellos, parece interesar a los dos que conversan bajo una de las sombrillas dispuestas en el patio. Tampoco los vestigios de la celebración que hasta hace poco reunió a la familia y a los amigos más cercanos: el sahumador que la señora paseó por la casa a medianoche, al conjuro de que salga el mal y entre el bien, como entró Jesucristo a Jerusalén, ahora olvidado en una canoa de la pesebrera; en la parrilla impregnado de hollín, sobre lo que hasta hace poco fueron brasas, porciones de carne renegrida indultadas por el hartazgo o por la ebriedad; botellas vacías de licor junto a copas empañadas y vasos de plástico en caprichosa dispersión, a despecho de los recipientes para la basura distribuidos en la zona, y un fuego solapado entre tizones casi consumidos, que la brisa reaviva cuando sopla rastrera.

Últimos actores de la extinguida fiesta, los dos hombres intercambian recuerdos de cuando la vida era mejor y más sencilla ―por la sola razón de haber fluido en la herrumbre de tiempos ya lejanos―, con la lucidez atolondrada que resulta de emborracharse al sereno y muy despacio. Se diferencian en mucho, cuando se les mira con detenimiento. Pero en rigor los empareja, aparte del bigote cenizo, hirsuto en uno y en el otro bien cuidado, la consideración recíproca que se profesan y su atuendo sencillo, de lugareños sin pretensiones de figuración social.

Tal vez también, pero esto va por dentro, la manera desinhibida de percibir el mundo y de enfrentarse con él. El más viejo dice de pronto, mientras rompe con la uña del pulgar la etiqueta de la botella de ron que está en la mesa:

―No recuerdo si le conté, don Irineo, de cuando mi tío Cipriano Marulanda me salvó de las porquerías que me iban a echar en el Alto del Encenillo, hace ya bastante tiempo.

―No. Creo que de eso no hemos hablado.

―Usted conoció a mi tío Cipriano, ¿cierto?

―No alcancé a conocerlo. Pero en su casa hablaban mucho de él.

―¡Pendejo que es uno! ―replica el del bigote desaliñado, y precisa después, justificándose― Cómo lo iba a conocer, si nosotros llegamos a esta región mucho antes de que su papá comprara esta finca. Y ustedes vinieron por aquí en… ―ante la vacilación insinuante del mayordomo, su interlocutor rebusca en la memoria:

―A ver, a ver, don Pacho. Mi papá compró a San Mauricio a mediados de 1949. Lo recuerdo porque en abril del el año anterior habían matado a Gaitán en Bogotá, y nos vimos obligados a dejar el Suroeste. Tuvo esa finca solamente dos años. Después vendió allá y compró aquí. Cuando eso ustedes vivían en la casa de las partidas, la de tejas de astilla que tumbamos el año pasado. Pero el tío del que hablamos no estaba con ustedes.

―¡Así fue el asunto, entonces, don Irineo! Por cierto que ligerito, ligerito, a usted lo mandaron a estudiar.

―¡Cómo no! Y cuando volví, ya su papá había muerto. A poco murió el mío. Yo quedé al frente de la finca y desde eso está usted conmigo, al principio como vueltero, después de ordeñador y ya por último como encargado. Estas son mis cuentas, y creo que no me equivoco ―el turno de beber interrumpe la conversación. Tras un silencio de minutos, interrumpido por el mugir del ganado y el golpeteo de las guayabas al estrellarse contra el zinc del cobertizo donde permanecen las vacas, don Irineo espanta su letargo:

―¿Qué me venía diciendo de su tío? ―pregunta.

―¡Ah, sí! De mi tío Cipriano le quería comentar. Vivíamos cuando eso en el cañón del San Bartolo, tirando más bien para las cabeceras del río. Él vivía con nosotros, no sé por qué. Por allá todo el mundo sabía que mi tío era ayudado, aunque a él no le gustaba hablar de esas cosas. Con decirle que se enverracaba cuando le decían que estancaba la sangre y tapaba portillos con secreto, siendo que así era. Un viernes en la tardecita me dijo: «Mañana tengo que llevar unas rastras de madera a la estación Guacharacas. Si quiere me acompaña y de venida damos la vuelta por el alto del Encenillo, para que charle con las Arredondos». Yo tenía catorce años y había oído hablar de ellas, pero nada más. Le dije a mi tío: « ¿Y yo qué tengo que ver con las tales Arredondos?» Él me contestó: «Es que una de ellas, la Carmela, como que lo conoce. Y figúrese que no hace más que preguntarme por usted, cada vez que paso: que cuando se va a dejar caer por esos lados… que si tiene novia… que si ya se alargó el pantalón. Cosas así. Y como las negras esas tienen su gracia…». Paró ahí la charla y se quedó mirándome, seguro a ver yo qué decía. Como no dije nada, arrancó otra vez, con un dejecito más bien despreciativo, que no me gustó: «Cuanto más, José Francisco, que lo único que a mí me interesa es que usted salga de la coca. Porque ya va siendo tiempo. Pero ultimadamente, el que tiene que resolver es usted…» ―me dijo, y pegó para los corrales a pasos largos, sin mirar para atrás.

―En fin, don Irineo, que al otro día nos madrugamos ―continuó el mayordomo―. Entregamos la madera en la estación y cogimos esa loma tan brava con las mulas escoteras, pues no había carga para la bodega de San Bartolo. Ya muy arriba, llegando casi al filo de la montaña, mi tío paró el caballo y me dijo: «Ya sabe que si lo traje por este camino es porque quiero que hable con las Arredondos, y en la fonda de ellas vamos a parar. Ponga mucho cuidado a lo que le voy a decir: No más desmontemos, las dos se van a mostrar muy formales con usted, como si lo conocieran de toda la vida. Sobre todo Carmelina, que por si no lo sabe es la más morenita de las dos y la más entrona: que si quiere esto, que si quiere aquello, que si le provoca lo otro… le van a ofrecer de todo, para engatusarlo. Usted hágase el que no sabe nada. Pero eso sí ―la voz de don Francisco Marulanda se achiquita, sentenciosa y conminativa―: cualquier cosa que le entreguen, sea lo que sea, recíbala con la mano izquierda y escúpala al descuido de ellas. Yo sé por qué se lo digo…»

Ya es más de día que de noche. En la quietud del domingo entumecido, la rutina recuerda ―con el chapoteo de los gansos en el estanque, con la canción que silba un negrito mientras lava las canecas, con los ruidos procedentes de la cocina…― que la vida debe continuar. La penumbra, que media hora antes lo arropaba todo, ya permite columbrar el contorno de los cerros cordilleranos, por encima de los cuales las tonalidades pardas del amanecer comienzan a incendiarse. En su borrachera controlada a medias, Don Francisco Marulanda calla. Levanta la cabeza de entre los pliegues de la ruana y ve pasar, volando a poca altura, la primera bandada de garzas piñoneras. El sol asustadizo azafrana las puntas de sus alas cuando las toca de través. Por más que bizquea y se concentra, y vuelve a concentrarse, no consigue contarlas. Renuncia a su intento y ceba en cambio las copas de licor, derramando apenas unas gotas.

También don Irineo Velarde procura apropiarse de la realidad, que por momentos se le escurre entre hipos y bostezos. Y lo consigue a poco, solo para percatarse de que la mirada del otro, y su silencio, y su rigidez casi epiléptica, inquieren con angustia por la credulidad que inspira en él la semblanza fantasiosa de las Arredondos y lo que pasó con él. Hace que su mano descienda de la frente al hasta el mentón, en gesto aprobatorio que prolonga el sube y baja de su sombrero, repetido muy despacio varias veces; aspira el aire vegetal de la mañana y va, por último, al encuentro del trago que le ofrece su mayordomo.

―Pero sígame contando lo del viaje con su tío Cipriano. ¿En qué paró la cosa? ―convida don Irineo.

―Pues sí, señor, que llegamos a la tienda del filo con el sol ya muy alto. A según las señas que mi tío me había dado (porque yo no la recordaba), la que salió a recibirnos fue la Carmela. Tuvo que haber sido ella. Por cierto que no era ni fea la motilona esa, como que tenía un cuerpo bien hecho y una cara algo achinada que me quedó gustando. Preguntó que si ya habíamos desayunado y mi tío dijo que sí, pero que a él no le caería mal un anisao doble, y que me despachara a mí lo que pidiera. Pedí café y algo de parva y me lo trajo ella, la Carmela, toda modosita y zalamera. La hermana, que conforme supe después se llamaba Agustina, me dijo desde adentro que por qué no trancaba ese piscolabis con algo de más alimento, y le contesté que muchas gracias, y que con eso tenía. Yo si noté que cuando me entregó el café, la muchacha se quedó mirándome, y tuve que esperar un rato a que se descuidara para escupir el platillo. Después me dijo que había cambiado mucho desde la última romería de San Bartolo; que había quedado muy buen mozo y otras cosas así que me hicieron poner colorado. ¡Imagínese don Irineo: uno tan bobo, a esa edad… y tan montañero! En fin que en la fonda nos quedamos más de dos hora, porque al primer anisao de mi tío siguieron otros, y otros después, mientras conversaba en el lado de adentro con la Agustina.

―Ya me lo imagino, don Pacho. Y hasta me parece, si no estoy mal, que yo he oído hablar de las mujeres esas ─apuntó don Irineo.

―Es posible, cómo no. Por el alto del Encenillo y los dos costados de la cordillera fueron muy mentadas.

En la casona que acoge a los hablantes, el reloj del comedor marca la hora. Don Ireneo Velarde cuenta las seis campanadas, se revuelve en el asiento y deja que la vista ascienda hasta los montes. Reflexiona para sí que entre la posición del sol ―tres dedos por encima del horizonte―, el tinte de la luz que filtra la arboleda y el sonido que partió reloj reina una armonía, una razón de ser, que seguramente don Francisco Marulanda ya no está en condiciones de apreciar, así la coherencia de su discurso sugiera lo contrario. El sí, por fortuna, con lucidez que encuentra extraña y que lo induce a interesarse verdaderamente en el desenlace de la historia.

―Para no cansarlo más, don Irineo ―siguió el mayordomo―, ocurrió que al despedirnos, ya estando con el pie en el estribo, salió la Carmela de la cocina con un envoltorio en la mano y me fue diciendo: «Ya que estuvo tan remilgao en la visita, tome este cariñito para que se lo coma en la casa, que es de buena mano y sin pelos». Se lo recibí con la mano izquierda y otra vez me impresionó la mirada chúcara de la muchacha, que casi no se me despega. Habríamos andado si mucho nueve cuadras, ya del alto p’abajo, cuando mi tío paró la montura pasando la quebrada y me preguntó: « ¿Quiere saber, José Francisco, de la que acaba de escaparse?» No esperó a que yo le contestara, y dijo: «No más tire a ese charco la arepa de chócolo que trae en las alforjas, y verá». Y cuando la arepa que me había dado la Carmela tocó el agua, don Irineo, fue como si hubiera reventado un taco de dinamita en el socavón de una mina. ¡Eso fue mucho! El macho en que yo iba pegó un brinco, como si le hubieran chuzado las verijas, y del rastrojo salieron disparadas y chillando un montón de guacharacas…

Y era cosa de ver, en el relato variopinto del viejo mayordomo, cómo se dispersaba en el agua, tras la mágica explosión, buscando refugiarse en los juncales orilleros, la multitud de ranas y culebras que la maleficencia concupiscente de las Arredondos había confinado en la torta.