23 – Reinaldo Spitaletta

Con consentimiento del autor para Gotas de tinta.

El último día de la guerra

Se espera que las generaciones futuras de colombianos no tendrán que matarse a punta de ametralladoras “punto cincuenta”, ni de armas de todos los calibres, ni que las motosierras sean un símbolo de la barbarie que durante años ha campeado en el país: que por fin arribemos a una nación civilizada, en la que haya respeto por la diferencia y se puedan establecer una democracia y una civilidad auténticas.

Es espinoso el camino de la paz. Lo sucedido en La Habana el pasado 23 de junio, además de un hito histórico, es la posibilidad de terminar con un conflicto de pavor que ha dejado miles de muertos, desplazados, huérfanos, viudas… y servido para que algunos degenerados vean en la guerra una fuente de pingües ganancias, un negocio fructífero.

El origen del conflicto armado y de otras desventuras sufridas por las gentes sencillas, hunde sus raíces en factores múltiples, como la propiedad de la tierra, el desprecio de las élites por los humillados, el despotismo oficial, las brechas entre los potentados y los desposeídos. Un apocalipsis que en 1964 principió con un incendio que apenas se está apagando.

Dentro de los discursos pronunciados el “día del génesis” (porque, en efecto, hay que volver a crear al país), dedicaré una breve interpretación al de Timochenko, líder de una agrupación que hace años escogió un camino equivocado para la resolución de las contradicciones políticas y hoy está en tránsito a ser un partido legal y a suscribir el Acuerdo Final que les permitirá a los exguerrilleros hacer política “mediante la vía pacífica y democrática”.

Recordó a Marquetalia, uno de los floreros de Llorente del conflicto armado, en el que los bombardeos (auspiciados por los Estados Unidos) y los fusiles fueron los argumentos de “los poderes y partidos dominantes en la época” para “acallar los clamores populares”. Hizo una relación rápida de lo que hubiera podido ser y no fue, si se hubieran atendido a las voces que propugnaban por el diálogo, la democratización de escenarios políticos “en un ambiente de tolerancia y respeto por la diferencia”.

Otro asunto llamativo, y que ilumina en qué consiste un diálogo para la resolución negociada del conflicto por medios políticos, lo constituyó la afirmación de que ninguna de las partes había sido vencida. No es una capitulación ni del Estado ni de la guerrilla, “sino el producto de un diálogo serio entre dos fuerzas que se enfrentaron por más de medio siglo, sin que ninguna pudiera derrotar a la otra”.

Y aunque parezca una obviedad, la construcción de la paz tendrá que sustentarse en bases de justicia social y progreso para todos y no para una minoría, como sucedo hoy. La movilización social, las resistencias y desobediencias civiles deben ser garantizadas, lo mismo que el ejercicio político de los partidos de izquierda democrática. Alias Timochenko, al referirse a los presupuestos para la guerra, advirtió que ahora pueden dedicarse “una buena parte de esos recursos a menesteres más sanos y productivos”.

Las “Zidres”, calificadas por analistas, como los de la revista Deslinde, por ejemplo, como una “silenciosa y nueva guerra en Colombia”, son, en esencia, otra manera del despojo a los campesinos, novísimos modos del desplazamiento. Una suerte de “potenciación” del modelito Carimagua, de Uribe y sus “buenos muchachos”, entre ellos el prófugo exministro Arias. El jefe de las Farc cuestionó de paso “la insistencia oficial en los Zidres pese a lo pactado en La Habana”.

La sociedad colombiana requiere profundos cambios en sus estructuras para la consecución y mantenimiento de la paz. Es una ardua y dilatada labor, que tendrá que ser garantizada por las movilizaciones populares. En La Habana ya se dio el primer paso, un paso histórico: el del acuerdo del cese el fuego y de hostilidades bilateral y definitivo.

Ahora, es el comienzo del fin. El transitar hacia el conocimiento de la verdad, el ejercicio de la reparación, la no repetición, la construcción colectiva de un sueño aplazado y acariciado por las mayorías, que son las que han padecido los horrores del conflicto armado en Colombia, es una compleja tarea sin más postergaciones. Habrá que llegar a recordar sin odio, que es otra manera de la memoria y del perdón.

El papa y la Iglesia, la ONU, los países garantes, la comunidad internacional, en fin, observan con optimismo este paso fundamental, la del fin de una guerra de cincuenta y dos años. El 23 de junio de 2016 puede haber sido el “último día de la guerra”. Habrá que luchar desde la civilidad para que así sea.

(Publicado en El Espectador, el 28 de junio de 2016.)