21 – Leonardo Gómez Marín

Edelmiro Franco | José Luis Garcés | Leornardo Gómez

leonardogomez

Yarumal, Antioquia, Colombia, 1978. Técnico en Gestión de Recursos Naturales del SENA; realizó estudios de Filosofía y Letras en la UPB. Cuentos y artículos de su autoría han sido publicados en: Obra diversa 2 (2010) y Obra Diversa 3 (2015), selecciones de textos del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín; Antología de Relata (Red Nacional de Talleres de Creación Literaria, 2012). Director de la revista La Carreta. Este, su primer libro de cuentos fue editado por la editorial Universidad de Antioquia y presentado el 19 de noviembre en La Torre de la Memoria, de la Biblioteca Pública Piloto.

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Magdalena

12:35

—¿Sí será ella? —se pregunta Patricia mientras recorre con la mirada el rostro de la mujer que está al frente, en la otra plataforma de la estación. Han transcurrido un par de décadas y hay cosas que definitivamente el tiempo no cambia; es más, ciertos rasgos del rostro parecen acentuarse con los años. Cuántas veces no se ha quedado frente al espejo tratando de reconocer la imagen que aquél le devuelve y ella siente tan lejana. Ni hablar de las fotos de infancia, con las que tiene una sensación extraña, como si se tratase de ella misma pero en otra vida, como si su vida actual fuese un ensueño o una vida prestada.

De aquella mujer recuerda sobre todo los ojos color de miel y aquellos años de adolescencia en los que compartieron estudios. Poco antes había transcurrido ese carnaval de mentiras con el cual su madre pretendió conmemorar sus primeros quince años, una fiesta que terminó en escándalo cuando su tío Henry, el papá de Andrea, las descubrió en el patio acariciándose con un frenesí demoníaco, en nada equiparable a su minoría de edad. De ahí surgió lo del convento, lo de la Normal Superior y las demás opciones que su madre barajó con desespero, buscando templar sus fervores. Previendo una vida monótona plagada de formalismos y apariencias en casa de unas tías que siempre le serían unas perfectas desconocidas, ella optó por aquel vetusto edificio en el que por lo menos podría vagabundear en sus pensamientos sin atenerse a los caprichos y canalladas de los hombres. Todos eran iguales, le había dicho su madre hasta el cansancio, y aunque ella sabía que aquellas palabras llevaban implícito el nombre de su padre, desde muy niña convivió con la pluralidad de la sentencia.

12:37

La otra tarda un tanto más en recordar el nombre, recurre al método que le enseñó su abuela Isabelita cuando empezaba a deletrear posibles combinaciones de vocales y consonantes en forma aleatoria. Luego de un vago recorrido por medio alfabeto acude a su mente un nombre que si bien no es el de la mujer que ahora tiene en frente, es el de una persona con la cual guardan una relación muy profunda: Magdalena; o para ser más precisos hermana Magdalena. Con solo balbucear las dos palabras se vierte una cascada de recuerdos que parecen desbordar la imaginación.

La hermana Magdalena era el alma y vida de El Buen Consejo. Si algún lugar habrían de recorrer sus pasos cansados, de seguro serían los salones de clase, los patios de recreo, los baños de color azul turquesa, la pequeña capilla cuyas paredes estaban cubiertas de piedras rojizas y, por supuesto, el gran salón de la rectoría situada en lo alto del claustro, cuya vista daba simultáneamente al patio del colegio, a la Piedra de los Aburridos y a la quebrada La Loca, en el costado sur de la manzana.

12:40

Labios gruesos y ojos vivaces, un mechón de cabello rojizo que cubría parcialmente el rostro y tras las orejas los restos de una trenza larga que hoy ya no existe. Ese es el recuerdo que ella tiene de Patricia Yepes. Pero en tan pocos rasgos, Adriana cree adivinar una suma interminable de gozos y desvelos que delatan los ojos cansados de la mujer que ahora tiene enfrente. Los colores destemplados de la blusa y el overol, el piercing que alumbra en el rostro como un pequeño insecto que deambula con parsimonia y el mismo mechón, ahora color fucsia, que se enrolla en la oreja, parecen pruebas insustituibles.

Y pensar que en los años del colegio ella quiso ceñir aquella cintura danzante, quiso apreciar el rostro alocado descansando tranquilo sobre la almohada; pero la hermana Magdalena se atravesó en su camino para trastocar sus esperanzas y ensueños de muchacha alocada. Tenía que reconocerlo, había amado a esa monja con un amor descabellado e insensato. A su modo, había sido su primero y verdadero amor. Lo demás eran tan sólo devaneos corporales que no llevaban a ningún lado. Pero sabía que los ojos de la religiosa estaban puestos en otro cuerpo y por más artimañas que intentara para buscar una caricia, exhibiendo ante ella sus músculos tiernos, sólo obtuvo ligeros roces con los que intentaba discernir la causa de moretones y rasguños que la muchacha se había propinado por su cuenta durante la noche anterior. Luego de esos encuentros sólo le quedaba rondando una retahíla de frases y versículos con los que la hermana Magdalena pretendía conducirla “por el buen camino”.

12:42

Muchas pensaron que fue el calor endemoniado lo que produjo tal desorden; algunas personas del pueblo lo atribuyeron a la desfachatez con que aquellos jóvenes deambularon por la playa y los alrededores del hotel en busca de algún encuentro. Han transcurrido más de quince años y en las pupilas de Patricia aún permanece la imagen devastadora de la hermana Magdalena saltando por la ventana, los gritos, la algarabía, la esperanza inútil de ver su cuerpo inmaculado resistir el aire salino y ascender con júbilo hasta el piso doce del hotel Dorado Plaza, donde estaban hospedadas las recién graduadas bachilleres de la Normal Superior Nuestra Señora del Buen Consejo.

El viaje tuvo los tropiezos habituales de aquella carretera deteriorada cuyos bordes plagados de tugurios y pequeños caseríos se extienden a uno y otro lado de la vía, cuando no paralelos al río en su búsqueda desesperada por hallar el océano. Ya instaladas en el hotel lo que les restaba era acatar un riguroso itinerario, que contemplaba una mañana de playa, almuerzo tipo bufet, tarde de juegos en la piscina y una noche especial con fogata e integración con excursionistas de otros colegios.

Tratándose de un grupo relativamente pequeño y ante el cual la hermana Magdalena ejercía control y disciplina con total soltura, la madre Superiora no tuvo ningún reparo en delegarle a ella la actividad cuando la profesora Ilduara, directora del grupo, expresó que no podría acompañar a las jóvenes a la excursión porque su madre estaba cada día más enferma.

«Pero ese calor…», «pero el plan de estudios para el próximo año», «… ¿y quién va a pintar el mural del patio?», fueron los únicos argumentos que la religiosa interpuso ante la oportunidad, quizá única, de acercarse a ese sueño agazapado de conocer el mar, un anhelo que los hábitos y el oficio ininterrumpido del colegio habían logrado relegar en el vacío, como otras tantas cosas que se perdieron en el monótono fluir de los últimos veinte años. «Sí señora», asintió al fin, y un brillo de júbilo se reflejó en sus gafas de marco plateado.

12:45

Iban a ser las diez de la noche y la fatiga hacía sus estragos en la religiosa. Encargó a Patricia, una de las mayores del grupo, de comprobar que todas regresaran a sus respectivas habitaciones antes de las doce. Aprovechó para darse una ducha de agua fría. No obstante el pudor y las costumbres ya adquiridas durante los años que llevaba en el convento, decidió dejar la piyama sobre la cama para vestirse allí. Aún faltaba más de una hora para que las muchachas regresaran de la playa.

Todo imaginó la hermana Magdalena: el mar fantástico con su vals dormilón tarareando en la playa, la brisa metiéndose juguetona por entre las ventanas, tal vez la luna, traviesa también, arrollando en las sombras; todo menos que Patricia, la muchacha más brusca y alocada de que tuviera conocimiento en toda la historia del colegio, apareciese desnuda en su cama exhibiendo con desparpajo su sexo y sus senos desafiantes. Ningún grito, ningún regaño, ni una palabra siquiera, cayó incólume como un bolo cuando la esfera agujereada lo golpea con furor.

Poco después, ya vestida con un short y una blusa a rayas, terriblemente asustada, Patricia vio cómo el cuerpo de la hermana convulsionaba mientras vociferaba injurias y reproches en una lengua ininteligible. Los ojos de la religiosa empezaron a girar de forma desorbitada, una fuerza violenta le agitó los brazos, después el pecho y, finalmente, las piernas, hasta lograr lo que parecía imposible: una cruz invertida girando como un torbellino en el claroscuro de la habitación.

Patricia no podía creer si el espectáculo de sombras y gritos que se le presentaba era un sueño, una advertencia o quizá un castigo por sus necedades y travesuras; pero era real, culpa suya o no, la hermana Magdalena tenía una posesión demoníaca. ¿A pesar de su fervor? ¿O sería por su fervor? Cuántas historias no había oído decir sobre lo fácil que pueden ser presas del demonio los ascetas. Cerró los ojos y mientras intentaba rezar un avemaría sintió el estruendo del cuerpo desnudo desvencijándose en el suelo, luego unas pisadas y, al abrir los ojos, alcanzó a verla trepando el pasamanos del balcón, dirigiéndole una mirada burlona antes de lanzarse al vacío oscuro donde se adivinaban algunas palmeras y el agua milenaria lamía la arena.

Nada pudo hacer el padre Francisco cuando esa madrugada llamaron a su puerta para pedirle auxilio. Él no tenía permiso de la diócesis para hacer exorcismos y, a decir verdad, muy poco podía hacerse por aquel amasijo de sangre y espuma que aún se sacudía en agudos espasmos. Sin embargo, fue hasta el lugar atestado de curiosos que horas antes se debatían con júbilo en un estrepitoso carnaval de salsa, vallenato y merengue. Sus dedos trazaron una cruz pequeña en la frente de la mujer y luego pidió una manta para cubrir el cuerpo que apenas pudo ser trasladado cuatro horas más tarde, cuando un sol informe empezaba a perfilarse con desgano sobre el vaivén del horizonte.

12:47

De cara al norte, en la fría estructura de la estación del Metro, la pintura de un rostro de mujer con aspecto oriental y un niño de piel alabastrina sobre un mosaico de baldosín quemado evoca la Virgen del Buen Consejo. No hay duda, es la misma imagen que adornaba la capilla y le daba el nombre al colegio que a su memoria acude.

Y mientras el tren se aleja con su caminar de ciempiés, Adriana también se pregunta:

—¿Sí será ella?