19 – Juan Manuel Roca

Juan Manuel Roca | Miriam Trujillo Silva

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Juan Manuel Roca envió para Gotas de tinta estos documentos y en su nota nos escribió: Estas son algunas poéticas insertas en mi libro “Asedios a la palabra”.

La poética del otro

He sido cauto a la hora de señalarle un papel mesiánico a la poesía y a pedirle de manera irrestricta una utilidad inmediata. Pero como soy de la creencia de que la poesía es algo más que un género literario, que es más bien una forma de andar por el mundo, de respirar al unísono con los demás, me resulta impensable que no atendamos aún sin un “deber ser” programático a nuestra historia, que en nuestro caso está atravesada por una suma interminable de violencias. Por un absurdo temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo inmediatamente comprobable, por la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico, algunos le enrostran a la poesía una falta de tratos con la realidad en otra forma de violencia cultural, de imposición.

Aimé Césaire, un poeta que se sentía torturado y humillado en cada hombre o mujer torturados o humillados, se asumía como víctima pensando en que somos parte los unos de los otros y que no vivimos en un mundo abstracto, enajenados de la realidad. Como la poesía es una forma del pensar, es poco probable que haya un pensamiento de orden filosófico que no se pregunte por lo que nos sucede en los demás, en sus alegrías y desvelos.

Pensar que hay miles de estrellas muertas en el cielo que nos siguen alumbrando conduce a pensar en los cientos de poetas muertos que aún nos siguen, de la misma manera, alumbrando.

La poesía acude en favor de la vida en poemas que no tienen por qué depender únicamente del comercio ideológico. La sola imaginación es subversiva y casi sin premeditación se vuelve una suerte de resistencia espiritual. Ahora, es bien sabido, como decía César Fernández Moreno, que como no se ha podido poetizar la política se ha politizado la poética. Y hay ejemplos de grandes poetas que se manifiestan políticamente en sus versos sin perder de vista su alto rigor estético, como René Char, César Vallejo, YannisRitsos, Jacques Prevert, Carl Sanburg, Herbert Read, OsipMaldestam, Vladimir Holan, Anna Ajmátova, Nelly Sachs, Bertolt Brecht, Paul Celan y tantos otros que no cabrían en esta página. Si hago este breve listado, es solo porque generalemente y de manera maliciosa, desde la orilla de los manieristas sólo se recuerda a los malos poetas políticos, que también son legión, y de esa forma despachan y rehuyen el asunto de una necesaria impureza lírica que también hace parte de la vida. Son muchas las grandes obras poéticas escritas por quienes saben que el poeta no se mueve en un medio privativamente abstracto, repito, y que por lo tanto también le ocurren cosas en los otros más allá de su pequeña intimidad.

La libertad entre rejas

Una vez fui a leer poemas en una cárcel de Chile y un preso me expresó el más alto elogio de la poesía que haya escuchado. Allí, en un lugar que parece negar de entrada la libertad, me contó que todas las noches escapaba de su celda y saltaba los cuatro muros cardinales mientras leía los poemas místicos de San Juan de la Cruz.

A lo mejor podría haber sido otro poeta el que leyera, NazimHikmet o César Vallejo, por ejemplo, pero el efecto de transformación del ánimo y por tanto de la realidad, podrían haber sido los mismos.

El reo chileno me hizo dudar de algo que siempre he afirmado en contra de los mesianismos, aquello de que intentar cambiar la realidad con poesía es como intentar descarrilar un tren atravesándole una rosa en la carrilera. Una condena al fracaso. Pero el hombre enjaulado volaba encima de los muros sin que le aplicaran la ley de fuga, gracias a la voz de un remoto poeta.

Poética con maletas

Robert Creeley, a quien no conocí en el verano de 2003, solía decir que ser escritor es viajar liviano de equipaje, que hasta las gentes de un medio puritano como el suyo envidian que las palabras sean algo que podemos llevar fuera de casa, como su padre médico llevaba el instrumental quirúrgico en su maletín.

El asunto, más allá del material de la alforja, la valija o el baúl, es qué palabras guardar en ella a la hora del viaje.

Es sabido que los ridículos hombres de negocios no dudan en llevar en su equipaje palabras precisas con un amplio peritazgo en jaulas y emboscadas.

Hay poetas que llenan de trinos su maleta de viaje, de nombres de diosas y pájaros exóticos. Parecen dispuestos a declarar en la aduana amores marchitos y flores desangradas. Al abrir uno a uno sus cerrojos brota un aroma de alcanfor y sueños postergados.

Conocí un poeta del Sur que guardaba en su maleta de viejo comodoro la palabra alcachofa. Cuando crecía su tenaz apetito sacaba la palabra, la deshojaba, le agregaba sal de mar y se tumbaba en su cama a masticarla.

No voy a hablar de las palabras secas que guardaba en su saco de alpaca mi poeta de la guarda, pero diré que cuando lo abría, brotaba de su adentro un viento arisco llegado de la puna y su voz parecía llovida de sí misma, aún en el tope del verano.

Mi sombra, que por años ha cargado a regañadientes mi morral como si fuera un paje jorobado, como una pobre y borrosa silueta mercenaria, estoy seguro que quisiera abandonar para siempre su presencia esclavizada.

Robert Creeley, a quien no conocí en el verano de 2003, solía decir que ser escritor es viajar liviano de equipaje, llevar la palabra fuera de casa, como su padre médico llevaba el instrumental quirúrgico en su maletín.

A todas estas, de regreso a mi ciudad, no deja de perturbarme la imagen de una valija que gira solitaria, una y otra vez, en la banda de equipajes. A lo mejor guarde la palabra perdida, la llave para descubrir el reino del silencio.

Poética con ventanas

Si se tumba una casa siempre persiste la ventana, porque la ventana no es otra cosa que un espacio escamoteado al aire, un fragmento de vacío suspendido en el viento.

Cuando la piqueta ya ha hecho su trabajo de destrucción y solamente queda el vacío, lo único que parece seguir en pie son las ventanas: ellas siguen mirando hacia el afuera sin necesidad de su marco, al fin y al cabo siempre han vivido asomadas al paisaje.

“Echar la casa por la ventana” se dice popularmente para señalar la generosidad en una de esas metáforas cotidianas que Borges calificó de esenciales en el lenguaje vivo, y con esto se señala la propiedad que tienen las ventanas para permitirnos prodigarnos hacia el afuera, hacia el mundo exterior, que parece siempre pertenecer a los demás.

Las ventanas son pequeñas fronteras que cuando se entreabren dejan advertir la unión del adentro y el afuera y por ellas husmeamos una intuición del espacio. Un poema sin ventanas, herméticamente sellado, produce una cierta asfixia ambiental, pero si el poeta sabe determinar su presencia para que respire su arquitectura verbal, sentimos el mismo alivio que siente una casa aireada.

Cuando las abrimos de par en par, las ventanas dejan escapar a los fantasmas, por eso hay en ellas una disposición a la libertad y una larga práctica en exorcismos. No es extraño que de pronto se abran solas y dejen entrar el viento. En cambio, cuando las cerramos, son como las adormideras que se niegan a mirar la intemperie con solo rozarlas.

Hasta una pequeña y fea ventana, una tosca abertura en un muro, permite el ejercicio de un oficio que no solo es patrimonio de pueblos y de aldeas para el cual existe el movedizo verbo ventanear.

Ventanea el enfermo terminal que desde su lecho o desde su silla lo mira todo como una víspera y en un trozo de cielo puede mirar todo el cielo.

Ventanean los niños en las mañanas de un domingo, ventanea el muchacho impaciente que prefiere el verde del jardín del colegio al aula de clases, ventanea el solitario al paso puntual de una muchacha por la calle.

Ahora recuerdo la complicidad de ventana y poesía: en un viejo filme -o a lo mejor fue en un sueño-, se registra el pabellón de un hospital con decenas de camas y de heridos. Solo uno de ellos tiene acceso a una ventana con vista a la calle. El hombre entreabre sus dos hojas y cuenta lo que pasa en el afuera: una mujer joven cruza bajo un paraguas rojo, dos niños patean un balón entre los charcos, una monja casi enana les da comida a las palomas del parque, una pareja de novios se besa a la entrada de un café, un cartero se empina frente a un timbre…

Un noche el enfermo que narra los sucesos muere y, por supuesto, todos quieren su camastro con vista a la calle. Cuando el hombre al que le asignan su lecho entreabre la ventana, descubre asombrado que solo hay al frente un muro de ladrillo que le impide a cualquiera ver el paisaje. Creo que no hay nada más parecido al poeta que el personaje de esta historia. Se trata de alguien capaz de fabular desde el encierro, desde la condición de reo del mundo a la que siempre se niega el poeta. Sin duda, una poderosa analogía.

Una ventana es algo más que “una abertura en la pared que sirve para dar paso al aire y la luz”, según esa forma de disecar las palabras que tienen los diccionarios. Ella está hecha más que de batientes, de travesaños, de marcos, fallebas y durmientes, de un material que tiene una secreta relación con los ojos,  en una suerte de voyerismo arquitectónico.

Si se trata de un ventanal es mayor el asombro. Si se trata en cambio de un ventanaje o conjunto de ventanas, existe la posibilidad de un conglomerado de asombros. Decir pues que las ventanas son los ojos de las casas puede parecer innecesario, una reiteración cercana al pleonasmo.

Cuando cae la noche -que es como si el día cerrara sus párpados- las ventanas dialogan en un lenguaje mudo del marco hacia adentro, pero ejercen un lenguaje sonoro del marco hacia afuera, un idioma de vientos.

Por todo esto, una casa sin ventanas es como un laberinto que aísla al hombre en una especie de ceguera impuesta. Un arquitecto puede construirte un sueño pero también la pesadilla. Si la expresión del poeta que dice que “el tigre lleva en su piel los barrotes de su jaula” nos parece verdadera en la doble posibilidad que tenemos de ser fiera y jaula al mismo tiempo, también resulta de naturaleza semejante el encierro del hombre sin ventanas, alguien que lleva en la piel una franja de oscuridad, la evidente huella de un encierro.

Para recibir una palabra

Las palabras son viajeras. Salen de la boca, de un cuento, de una leyenda, de una canción, y se echan a andar a lo largo del planeta. Cuando la palabra barco se fuga del diccionario es posible encontrarla navegando en la palabra mar. A veces debe atravesar los peligros de la palabra huracán.  En un pueblo desconocido un maestro rural me dijo: “por la esquina de la escuela vi pasar la palabra perro y no sabemos por su aspecto si tenga ganas de morder.” Aunque los perros solo muerdan las palabras que caminan por el mundo con lentitud de gato. Desde el fondo de la noche viene la palabra peregrino buscando la palabra agua y la palabra reposo.  Las palabras temen a unos extraños y furtivos cazadores. Los llaman escritores y les gusta atrapar los vocablos en sus libros como si fueran lentas mariposas. Por su causa, algunas voces dejan de escucharse mientras duermen su limbo en papeles olvidados. Cuando la palabra Nilo aún era niña, pocas veces salía de paseo. Pero cuando creció se dedicó a viajar y recorrió el mundo inundándolo todo, los mapas y los libros, los poemas, las novelas y los mitos.  La palabra héroe viene recubierta de gasas y de heridas: regresa en un caballo flácido y lento. La palabra madre lo espera en la palabra umbral, tiende la palabra mantel y le canta una canción con palabras de una vieja cosecha.

Libro y ciudad

Ciudad y libro nos aglutinan a través de dos estancias para el goce, ambas propicias para la reflexión. Abrir las puertas de un gran libro es como entrar a una ciudad desconocida. Desde el milagro o la derrota, el fasto y la miseria humana, la arquitectura y el sueño, la sorpresa del beso o del asalto; desde lugares de hormigón y rostros por descifrar, los habitantes del rumoroso libro de la ciudad somos, como los viejos argotiers descritos por Fulcanelli en “El Misterio de las Catedrales”, lectores de piedras, lectores de tarascas, traductores de espacios, ciudadanos de las formas habitadas que algunas veces logramos encontrar el  ritmo de la urbe en la prosa vertiginosa de autores que fundan de nuevo y para nosotros un lugar. James Joyce y Dublín, París y André Breton, Pessoa y Lisboa, Nueva York y Federico García Lorca.

Hay otra consideración sobre el carácter libertario del libro, sobre la falta de aduanas que permite entrar y salir libremente de países y ciudades, algo que establece casi sin premeditación una cierta extraterritorialidad. El invisible y nada ortodoxo pasaporte a otros ámbitos es expedido por la libre voluntad de un escritor. De tal manera podemos ser moradores del Berlín de los tambores de hojalata en unas páginas de GünterGrass, o recorrer el Moscú de MijailBulgákov para ver cómo el diablo llega al Kremlim en “El maestro y Margarita”, podemos caminar tras la cortina de la niebla en una página de Rober Louis Stevenson, vadear la calle de “El Golem” en un gueto de la Praga de Gustav Meyrink o entrar a la catedral de Dijon donde AllysiusBertrandt cuenta que el diablo le entregó su “Gaspar de la Noche”. También podemos ser momentáneos habitantes de una desangelada oficina sin calle, como el pobre misterBartleby. Es posible que nadie, o quizá todos, seamos extranjeros irremediables en las páginas de un libro.

Albert Camus, el exilio en casa

La suya es una poética elusiva que hablando de la peste nos habla de la moral. ¿Qué pensaría usted al encontrar ratas muertas o en agonía en su café preferido o en la escalera de su edificio? Posiblemente, que vive una pesadilla o que lee demasiado la Biblia, con sus Nilos de sangre, invasiones de ranas, gavillas de mosquitos, nubes de langostas y un Faraón cercado de manera implacable por 10 plagas y el Dios de Israel. O, como el portero del edificio del doctor Rieux en la argelina ciudad de Orán, que es cosa de  bromistas.

Escrita en 1947, dos siglos después de“El año de la peste”, de Daniel Defoe, la novela de Albert Camus recuerda que “ha habido tantas pestes como guerras y sin embargo pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”. Todo empezó un día, en una ciudad portuaria con espacios fóbicos al árbol, cenicienta y mortecina, pero como la mujer envuelta en piel de asno con una seducción oculta. Una ciudad de gente modosa que cree en el matrimonio, al que Camus llama “una larga costumbre a dúo”. Llega la peste. La ciudad portuaria, como una muñeca rusa que guarda dentro otras muñecas, parece parir ratas moribundas. Tras limpiar calles y rincones de esas emisarias de muerte, un nuevo cortejo envuelve a la ciudad en atmósferas de espanto.

Como si pasara el flautista de Hamelin –al que evoca GünterGrass enLa ratesa”- las ratas morían a los pies de los habitantes. Entre el 16 y el 25 de abril, según el expediente estadístico, se recogieron 6.321 ratas muertas. Con las primeras muertes humanas la peste y el miedo hacen pareja.

Camus, que señala la precariedad de la razón, la brutalidad del ser, la tragedia humana, hace de su novela un coto de caza para el pensamiento desde una ética a toda prueba. Parece decir que el miedo nos vuelve reflexivos.

Toda esta crónica de la peste flota en una vigilante pesadilla. Cuando se tiene que acudir al “servicio municipal de desratización” y el periódico local debe rendirse a la evidencia, se desplazan las demás noticias y sólo se habla de fiebre, ganglios, vómitos y muertos que empiezan a hacer de Orán una ciudad supurante.

La felicidad no sabe contar. Nadie hace el censo de los momentos felices de un hombre, pero siempre hay un ábaco para contar tragedias y muertos.

Camus nos recuerda que el Estado se niega a ver los males de la sociedad pues resulta mejor para sus propósitos la ignorancia que el pánico. Pero con los centenares de muertos por la peste no hay quien pueda esconder la cabeza.

Un paisaje enfermo humaniza más a los personajes de la novela. La llegada de un ángel pestífero a un mundo profiláctico hace meditar en la muerte y en la vida. Un tema constante empieza a ser la incomunicación, el exilio en casa y el de quienes no pueden volver a Orán a visitar sus familias. El exilio de los que se fueron, el inxilio de los que se quedaron. Hasta el lenguaje sufre mutaciones y palabras como “transigir”, “favor”, “excepción”, se ahuecan de contenidos.

Hay una visión cercana a un cuadro de Breughel con carretones de ratas muertas. Camus traza un símbolo, cruel como la llegada de los bárbaros y también como los bárbaros promotor de reflexiones, para realizar un alegato moral.

El sentido agonista de la historia termina cuando la peste, tras miles de muertos, desaparece. Vuelven los trenes a funcionar y entonces se acaba la feroz cuarentena de la ciudad. Pero aun así, no respiramos con la tranquilidad habitual al terminar un libro. Aún se nos reserva la perturbadora duda: “el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, en las alcobas, en las maletas”.

La peste descrita por Camus quizá sea una metáfora de la guerra, quizá no sea más que la forma de señalar al hombre como un prisionero de su propia impotencia. Y una manera de decirnos, además, que quien ama la guerra se odia a sí mismo.