23 – Leonardo Gómez Marín

Leonardo_Gomez

Yarumal, Antioquia, Colombia, 1978. Técnico en Gestión de Recursos Naturales del SENA; realizó estudios de Filosofía y Letras en la UPB. Cuentos y artículos de su autoría han sido publicados en: Obra diversa 2 (2010) y Obra Diversa 3 (2015), selecciones de textos del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín; Antología de Relata (Red Nacional de Talleres de Creación Literaria, 2012). Director de la revista La Carreta. Me negarás tres veces y otros cuentos, 2015 (Editorial Universidad de Antioquia).

Fotogenia

Si no fuera porque tengo una convicción feroz, «matemática» diría mi padre, de que esa noche todos, de alguna manera, empezamos a cambiar un poco, ya me habría largado de este sitio. O, por lo menos, tendría el valor para destruir este armatoste que me costó casi medio salario hacer funcionar de nuevo. Pero debo intentarlo o de lo contrario voy a perder el juicio.

«A», de Armando; «L», de Luis, «M», de Miriam y «A», de Andrea. «A-L-M-A». ¿Alma?

Puede ser tan solo una azarosa combinación sin sentido; por más que dore la historia el inicio siempre me remite a Andrea: fue cosa de agitar el papel unos segundos y al contemplarlo de cerca me pareció que esa mirada capturada en la fotografía fuese la de una persona distinta y ella hubiese ido a parar quién sabe dónde. Sé que suena enredado, pero es posible que por alguna razón, otra Andrea que era y no era ella, fue la que se quedó entre nosotros.

¿Y si no vienen?

Recuerdo que la conocí en segundo de primaria. Ingresamos juntos al colegio salesiano y aunque durante algunos meses llegamos a vernos con cierta rivalidad porque obteníamos las mejores calificaciones; siempre la tuve por una «niña buena», educada con principios, como decía mi abuelo. La veía a diario con su uniforme impecable, con sus gafas menudas y el cabello recogido en una trenza o sujetado con una hermosa hebilla de plata. Armando también era lo que uno podría llamar un «buen tipo» y no puedo negar que sentí un poco de lástima por la forma como la vida le desbarató sus fórmulas y cálculos, que era como al parecer solía concebirlo todo, con una rigurosidad inexorable.

Ese año yo estaba repitiendo el grado décimo, el cual perdí porque como dijo mi madre, se me dio la regalada gana. Para algunos se trató de una excusa con la cual podría evadir el juego de balotas que, inevitablemente, dos años después me llevó a vestir las prendas de parches boscosos que con frecuencia deshonran el famoso «tricolor nacional». La verdad es que tenía una pereza enorme por salir a la calle a encontrarle un sentido a este país enfermo, a sortear las trampas del éxito y los tales proyectos de vida que, de ninguna forma, pude entender. El colegio era un buen refugio como para abandonarlo así de fácil y pese a mis malas notas del año anterior empecé a gozar de una presunta sagacidad que el rector creyó honrar con un nombramiento como monitor del Club Científico. Un ego estúpido se apoderó de mí y me

dediqué a presumir con desparpajo un acervo de ideas e inventos que con cierto empeño había logrado desentrañar del taller de mi padre luego de su huida hacia Venezuela. Me convertí en un zángano intelectual que entendía perfectamente los teoremas y razonamientos de los profesores pero no vacilaba en desafiarlos con preguntas inesperadas para ufanarme de su incompetencia y los múltiples errores que año tras año arrastraban en sus planes de estudio, los cuales no pasaban —decía yo— de ser unas notas tomadas del viejo cuaderno que el padre Albeiro dejó en herencia a su ahijado Ramón y de éste pasó al intrépido y recién egresado de la universidad, el ingeniero químico Armando Baena.

No vendrán. No vendrán.

Fue en esos meses que a algunos integrantes del Club Científico nos escogieron para representar al colegio en una Feria de la Ciencia en Jamundí. Y fue esa noche, luego de la foto junto al premio, que algo muy extraño empezó a suceder con el grupo. En el profesor Armando, por ejemplo, se instaló un extraño mutismo que contrastaba con su habitual elocuencia. A Andrea la acometió un afán repentino por probar algún licor y, como le dijera al oído a Miriam, unas ganas incontrolables de «hacer cosas raras». Si yo no hubiera estado allí y si no la conociera como dije antes, difícilmente habría creído lo que ocurrió esa noche. Claro que, insisto, no era solo Andrea, también conocía a Luis, un muchacho humilde y sencillo, dispuesto a compartir hasta un confite con los demás integrantes del grupo; a Miriam, la pobre Miriam, una flaquita sin gracia cuya figura parecía estar siempre en el momento indicado para hacer que cualquier otra resultara, inevitablemente, más bella. Era una muchacha noble, se leía fácilmente en sus gestos y en sus ojos.

Al no encontrar en nosotros los cómplices que demandaba su repentino afán de desafiar el mundo, Andrea trabó amistad con estudiantes de otros colegios que se disponían a realizar una fiesta de integración en una discoteca contigua al hotel donde nos hospedábamos. El profesor Armando, en medio de su mutismo intentó persuadirla y ella, por un momento, sólo por ese instante, recobró su cara de «niña buena» y le suplicó varias veces hasta conseguir el permiso para regresar a las once. Él le advirtió que a su regreso tocara en su puerta para saber que ya se dirigía a la habitación y ella asintió alegremente mientras lo cubría con un abrazo que todos advertimos como una expresión habitual de gratitud.

Debe ser por la lluvia. La lluvia lo trastorna todo.

Al parecer, Andrea sí regresó a las once de la noche y cumplió su promesa de avisarle al profesor Armando; pero no utilizó la señal acordada sino que ella misma, con unas prendas de menos y unos tragos de más, quiso entregarle la mayor prueba de su presencia. No me imagino los segundos eternos que debió padecer «el ingeniero» cuando, sin cálculo alguno, se sintió asido por el cuerpo encabritado de su alumna ejemplar. Quién sabe si la miopía le permitió apreciar entre las sombras aquel terciopelo negro que formaban sus vellos en la piel cobriza de su espalda o esos sus labios color de fresa que lo buscaban con prisa. Imagino que manoteó en el aire para salir de lo que debió parecerle una verdadera pesadilla, mientras Andrea se removía sobre su vientre, buscando esas fórmulas y combinaciones vitales de poca complejidad, que no se aprenden frente al tablero.

Él debió alcanzar sus gafas, se resolvió a apartarla y murmuró algún enojo, de esos que pocas veces pudo lograr con nosotros en las monótonas y aburridas horas de clase. De seguro encendió la lámpara que había junto a la cama, extendió el brazo como un amo enfadado cuando le señala a su mascota que debe salir de la habitación e impartió la orden de abandono. Pero Andrea, o quien quiera que haya estado metida en su cuerpo, comenzó a gritar como una loca, mientras en sus ojos brillaba una felicidad perversa. Varias puertas crujieron enseguida y fue el propio administrador del hotel quien reveló ante nosotros la escena de un hombre sin camisa intentando acallar con sus manos los chillidos y la agitación del cuerpo semidesnudo que se estremecía en la cama. Armando volteó a mirar hacia nosotros con su cara sudorosa y enrojecida, empezó a buscar en su mente alguna palabra, algún gesto de terror o de asombro. En ese instante Miriam mostró sus ojillos de perra rabiosa y se le dejó ir encima golpeándolo varias veces con un extintor que encontró junto a la puerta. De no ser por la intervención del administrador lo hubiese matado allí mismo, pues le pegaba con una furia incontenible que aún hoy no me explico en qué parte de su cuerpo endeble y enfermizo se albergaba.

Para «el ingeniero» la pesadilla se prolongó cuando el Juez de Menores anunció su sentencia a doce años, luego de la declaración escrita enviada por la presunta víctima y del falso testimonio de Luis, según el cual «el profesor Armando le dijo delante de nosotros que cuando regresara de la fiesta pasara por su habitación, luego le dijo al oído que necesitaba conversar con ella a solas». Dicen que Armando pagó su condena y ahora anda por ahí vendiendo libros e ilusiones, de esas que prometen ganancias adicionales trabajando en «su tiempo» libre y desde su propia casa. La genialidad se esfumó con el golpe, la elocuencia para desglosar fórmulas y compuestos se transmutó en un tartamudeo incorregible.

Ninguno de los integrantes del club logró su cometido científico, Luis se volvió un estafador profesional que no tiene escrúpulos para embaucar a cualquiera y es un ludópata dispuesto a jugarse hasta a su propia madre con tal de tener algún peso en el bolsillo. Miriam ha estado detenida un par de veces por riñas callejeras y agresiones con arma blanca y Andrea, deambula por bares y grilles tratando de mantener la imagen de Caperucita Roja que alguna vez protagonizó en dos videos mediocres de porno. Contra cualquier augurio y pese a la desconfianza de mi madre, me hice Contador Público. En estos diez años he logrado mantener una notable «tranquilidad económica» y, sobre todo, algunos períodos de ocio en los que le cine y la fotografía se han convertido en mi verdadera vocación tardía.

Hace tres meses pude trasladar al apartamento una serie de cuadernos y varias cajas con equipos de fotografía de mi padre, los cuales logré salvar del exterminio silencioso que mamá realizó durante todos estos años. Varios aspectos me han llamado la atención entre estos cuadernos amarillentos, en especial una serie de dibujos y alusiones a una cámara fotográfica que según he podido descifrar, fue su «mejor invento». Es una vieja Polaroid modificada, que después de lo de Jamundí, estuvo archivada en una caja grasienta, entre cables y tornillos, que pesa como un demonio y con los accesorios que le puso mi padre tiene el aspecto de un monstruo de seis patas.

He leído también sobre las pruebas y experimentos en la fotografía de animales y objetos, los cuales según su teoría, «sufren algún cambio extraño cuando son sometidos al flash fulminante de La Mulata». Enseguida me vienen recuerdos a medias de la enfermedad repentina de Paco, (un alegre french poodle que custodió mis primeros juegos de pelota) y de Salomé, una gata apacible que una mañana cualquiera se despertó iracunda y volvió añicos las porcelanas de mi madre, antes de huir por la ventana y perderse entre los árboles de la cañada. También pueden ser meras coincidencias, es cierto. ¿Y si no?

Hace un mes me invadió la cándida sagacidad de décimo grado y armé toda una empresa para tratar de desentrañar el misterio de aquella noche en Jamundí. Los cité esta noche aquí en mi apartamento y llevo más de una hora esperando. Pero no llegan y, tal vez, no llegarán. Deben estar conformes con sus días y no tienen que vacilar entre activar el obturador para hacerse un autorretrato —como el que dejó mi padre aquella noche— o mandar al diablo los embelecos fotográficos y concluir sus «proyectos de vida». ¿Y si no hay ningún misterio? ¿Si, en últimas, obramos por «libre albedrío», sin motivaciones divinas o sobrenaturales? Cuando casi me convenzo de una explicación «racional» del hecho —casi doce años después— un detalle en la foto de Jamundí me desconcierta: soy el único integrante del Club Científico que no mira hacia la cámara.

Parece que alguien llama a la puerta. ¿Serán ellos?