Colombia, julio de 2012 - No. 8


Editorial Gotas de tinta
 
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Comunicador social-periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la maestría de historia en la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.

Actualmente Reinaldo es docente en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, director de talleres literarios, presidente del Centro de Historia de Bello, columnista del diario El Espectador, coproductor del programa radial “Medellín al derecho y al revés” en Radio Bolivariana y devoto de su pueblo y su cultura. Ha escrito numerosos libros; el último de ellos es la novela El sol negro de papá.

 
 
 
 
 
 
 

Poesía | Prosa poética

Mujer fatal en tres poses

1.

Lilith, mujer fatal, hecha de barro y aire; Eva, también fatal, pero menos seductora. Dependía de una costilla. Se tuvo que aliar a la serpiente para ser dueña de la tentación; la tentación, sin embargo, era más fuerte que ella. Se engañó a sí misma y entonces tuvo que dedicarse a ser madre, sin más placeres de la carne que los que sintió y dejó volar en el paraíso perdido. Después, vendrían más mujeres extrañas (irresistibles), como Brunilda, la de los Nibelungos, o la misma reina de Saba, de piel nocturna y deseos irrefrenables, todas procedentes de la amante del Dios creador, preñador, capaz de darles forma de fémina a los deseos que se esconden debajo de las ansiedades. Scheerezada, en cambio, venció la fatalidad; transmutó su destino y fue la reina de la palabra. Ella sabía que la palabra crea la vida, y que la vida tiene también ingredientes de lujuria. Palabra y carne, aventura de muchas noches. Infinitas noches. La palabra como otra manera de la seducción.

Lilith es la madre de todas las tentaciones. La mujer de la serpiente enroscada en sus piernas sigue resucitando en la bruja, capaz de hacer volar las imaginaciones de los solitarios; sigue viviendo en las Magdalenas, consoladoras de guerreros derrotados y de sacerdotes que temen a la castidad perpetua. La insumisa sabía que era dueña del mundo, dotada para desequilibrar al macho cabrío y para atrapar con sus seducciones a aquel que se creía (toda una impostura) el Rey de la Creación. Lilith domeñó al vanidoso, lo encarceló en su telaraña invisible. Lo castigó hundiéndolo en su cuerpo inviolable. Está hecha para hacerle creer al apresado que ella cede a todos los requerimientos y que el otro es el conquistador, cuando no es más que una víctima del instinto. Un esclavo.

Scheerezada, reina de la noche, tenía en su cuerpo la atracción fatal, pero es en la palabra suya en la que radica su atractivo. Schariar, experto en degollar esposas, no resiste la danza de las horas, las letras que comienzan a bailar en la primera y única jornada (según promesa de rey) lo hacen trastabillar, siente vibraciones en la entrepierna y el cerebro; no sabe por qué esa mujer que es bella y culta, la hija del visir, lo obliga a escuchar y no a mover el alfanje. Scheerezada, ¿la del cuello de serpiente?, es más que vientre y sensorialidad: es la salvadora de las mujeres del reino, en las que de seguro habrá herederas de Lilith.
Mujer fatal es Dalila, y Salomé, y aquellas que fueron capaces de tentar a Cristo, aunque no triunfaron en el intento –o eso se cree-, y de otra parte Juana de Arco y su sueño incendiario, y Manuelita Sáenz y su sueño de libertad. Y fatal también es la Libertad de Delacroix, con sus senos atrayentes y muchos hombres tendidos a sus pies. Y si se quiere, con un poco de suspicacia, también lo es la asexuada Dulcinea, idealizada amante del Quijote, que lo “obligó” a serle fiel y a no caer en las tentaciones maravillosas de Altisidora y Maritornes.

Lilith, la tentadora, tiene un castigo: carecer de reposo. Donde haya hombres, ella estará alerta, dispuesta a tirar la inevitable red, no le es posible la abstinencia. Su condición es aspirar siempre a someter mediante las artes del sexo. Siempre –como asunto de eternidad- tendrá esclavos. Para eso fue pensada y diseñada. ¿Por quién? Lo que aún se desconoce es si Dios tiene celos de Lilith. Nombrarla es ya hacer parte de su séquito de sirvientes. Esa es su astucia: hacer creer –como el diablo- que no existe, que es solo palabra. Y se ha visto: la palabra es el origen de las cosas.

2.

No me interesan quiénes fueron las amantes de Don Juan ni los amantes de Verlaine; me gusta más, por ejemplo, saber por qué una mujer como Lady Macbeth, enajenada por el poder, trazó, junto con las inevitables brujas, la perdición de su marido. Era una mujer fatal, pese a que en algún momento de su tragedia quiere ser asexual con tal de alcanzar sus ambiciones. Estaba unida a la sangre, a la de los otros, a la que ella contribuyó a derramar. Sus manos estaban manchadas de una sangre indeleble: la culpa, que creía limpiar con agua, una suerte de Pilatos femenino.

Me han dicho que Mata Hari, Marilyn, Edith Piaf, Liz Taylor, Marta la Peluda, Catalina de Rusia, eran mujeres fatales. Sin embargo, la que me narró Hernán Restrepo, un músico de Bello, era más fatal que las anteriores. Había enterrado a tres maridos y todavía tenía arrestos para seguir poniendo en jaque a los que se atrevían a cortejarla. Era pianista y vestía de negro. Se enorgullecía de tocar los nocturnos de Chopin a oscuras, o apenas iluminada por una vela. Un estudiante pobre de la Universidad Nacional era su preferido ¿para qué? Es un misterio que apenas empiezo a entender. Se llamaba Luis Carlos Jiménez, era alto y flaco, y había días en que se quedaba sin almorzar. Conoció a la pianista en el auditorio León De Greiff y ella, que estaba presentando un recital, se fijó en él. Al final, él subió al escenario y le entregó, en vez de flores, un plátano verde. La señora lo abrazó y le prometió invitarlo a su casa.

En cada visita, el muchacho le llevaba un plátano. Así se lo hacía saber a sus compañeros. Lo envolvía en hojas de periódico, los invitaba a que lo acompañaran hasta la entrada y ellos esperaban. Dos horas más tarde, salía, pálido, sonriente y con un ligero temblor en las manos. Los otros con la curiosidad del chismoso le preguntaban cómo le había ido y él se negaba a los pormenores. Sólo les contaba que era una mujer rara: lo hacía sentar –decía- en el piso mientras ella le desgranaba notas de Chopin. Después, él le entregaba el “regalo” y la historia la dejaba en punta, pese a la insistencia de sus camaradas. Cada vez, Luis Carlos enflaquecía más y dos meses después del inicio de su aventura, murió en medio de delirios, en los que veía, según contaron los médicos, una mujer desnuda acostada sobre un piano en llamas.

3.

Los primeros calendarios sexuales que vi con el lógico estremecimiento de los años mozos, se los debo a papá, que se los regalaban los gringos de compañías petroleras, en las que él trabajaba como intérprete. No eran de mujeres reales, sino idealizadas por pintores, que habían aprendido los modos sutiles de la seducción femenina. Eran, la mayoría, de la empresa Brown and Bigelow. Se trataba de las famosas chicas Pin Ups, que desplegaban una lujuria contenida, como para dejarle el resto a la imaginación del observador. Recuerdo, entre tantas, a una muchacha con cara de quince años en un cuerpo de veinte, vestido rojo, muy bien moldeados sus senos, los pezones erectos, las piernas descubiertas en las que se apreciaban ligueros provocadores. Los labios muy rojos (“quitate el rouge de los labios” cantaba un tango en un traganíquel), sentada en el bumper de un automóvil con una llanta desinflada. La chica se miraba en un espejo de mano. Si uno pasaba el mes, después de alelarse durante treinta días viendo la misma muchacha que invitaba a sueños intranquilos, aparecía otra, en una bañera, la espalda fina, el agua jabonosa apenas cubriendo sus nalgas, con una toalla cogida de tal modo que apenas se insinuaba la forma redondeada de su teta húmeda. Era para despertar todas las concupiscencias de un adolescente. Doce damas al año no era un mal balance.

Sin embargo, la que ocupó todos mis deseos carnales era una muchacha de zapatos rojos, con una pierna levantada, medias veladas, recostada en un almohadón blanco y con una mirada de picardía, como diciendo “ven a mí, soy tuya”.  En todo caso, las chicas de enero a diciembre, tenían una pose picante, comprometedora, como embarazosa, pero con una actitud provocadora que insinuaba que el observador era el “voyerista” y ellas no tenían la culpa. Había una, a lo Marilyn (era una versión de ella), preciosa, con un gesto en O en los labios carmesí, a la que un viento inesperado le había levantado la falda… No faltaba la rubia, parada en un columpio, muy sonriente, a la que se le veían las piernas –otra vez, las medias veladas y el liguero-, que a uno le estimulaban todas las tentaciones y temblores.

Muchachas de boquitas pintadas de calendarios gringos que, aunque no eran propiamente mujeres fatales ¿o sí?, tenían la intención de abrirles los ojos a los mirones, de afiebrarlos y hacerles creer que en cualquier esquina de la realidad podrían aparecer ellas, en momentos en que ya las hadas eran parte de la infancia ida y el mundo de los deseos se abría para que nosotros lo descubriéramos, para llevarnos hasta los dominios del paraíso perdido. Sonaban a jazz (sí, a Count Basie) y en ellas –como una fatalidad- revivía la serpiente que Lilith había domesticado con sus fogosas piernas.


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