|
|
Modelo empresarial antioqueño (1888-1950) |
Versión en PDF
Y entre la noche negra —desesperadas— corren
y sollozan las almas de los obreros muertos.
Pablo Neruda
1. Preludio con artesanos y mineros
¿De dónde surge el denominado “espíritu empresarial antioqueño”? ¿De dónde procede esa suerte de cultura del trabajo, en la que patronos y obreros llevaban en apariencia una relación armónica? ¿Por qué religión y productividad se unen para crear una sociedad de controles, ganancias, devociones y paternalismos? Son muchas las preguntas (así también deben ser las respuestas) en torno a un complejo fenómeno que condujo a la industrialización en el Valle de Aburrá, a principios del siglo XX, y creó un modelo, que todavía, hoy, es estudiado en universidades europeas y ha sido objeto de diferentes miradas, de apologías y rechazos, de cuestionamientos y análisis.
Tal vez para llegar a la comprensión de la génesis y gestación del llamado “modelo empresarial antioqueño”, calificado por muchos como de orates, dado que para los tiempos de su establecimiento, Medellín y el Valle de Aburrá estaban aislados del resto del mundo, es necesario remontarse a los tiempos coloniales. El despotismo ilustrado de los Borbones, llevó en el siglo XVIII a la Corona española a convertir sus colonias en fuentes de rentabilidad. Para el caso de Antioquia y Medellín, por ejemplo, Francisco Silvestre y Antonio Mon y Velarde (el “gran regenerador”) reorganizaron el artesanado, registraron oficios (como los de albañil, carpintero, jornalero, herrero, platero, menesteral u oficial, en fin) e intentaron cambiar la mentalidad de los mismos que, para entonces, eran incumplidos y tramposos. Mucha de esa mano de obra artesanal se empleó en el acabado de iglesias y conventos. De a poco, la Villa de la Candelaria fue cambiando sus paisajes, y en los mismos estaban las labores de los menestrales.
Antioquia, como bien se puede leer en las novelas de Tomás Carrasquilla, como La marquesa de Yolombó y la trilogía de Hace tiempos, y por supuesto en archivos y tratados históricos, era tierra de minerías y comercios, pero, a su vez, para los comienzos del siglo XIX, cuando ya Medellín era la capital de la provincia (1826), se va erigiendo en zona de preponderancia política y económica. De otros horizontes llegan ingenieros y expertos en minas, que introducen técnicas avanzadas para la explotación. En el lenguaje cotidiano aparecerán palabras como los molinos californianos, molinos de pisones, las ruedas Pelton, la cianuración del oro. Así como se van haciendo comunes nombres y apellidos de extranjeros, como los Moore, los Wolf, los Hauesler, los Nisser, los Hole, los De Greiff, los White, etc. Minería y comercio se van constituyendo en el binomio clave que conducirá a la acumulación de capitales y a la formación de una élite que, a partir de 1880, será la encargada de llevar a cabo los procesos de industrialización. Son los tiempos que Roger Brew denominará de la aparición de los mercaderes antioqueños, en un principio fundamentada en “hombres humildes y desconocidos”(1) , pero que, más tarde, serán miembros de familias de la alta sociedad, con ánimos de poder, de lustre y de dirigir la región no sólo en lo económico sino en lo político y social.
La minería, entonces, será el medio principal para la acumulación de caudales y la prosperidad económica de las élites, en particular en la primera mitad del siglo XIX. Para 1850, por ejemplo, ya los comerciantes de Medellín (que habían superado a los de Rionegro y Santafé de Antioquia) eran los hombres de empresa. Los distritos de Titiribí, con las minas de El Zancudo, y de Marmato, se convirtieron en los centros mineros más importantes de la región. El Zancudo, por ejemplo, era una suerte de laboratorio para los métodos avanzados de explotación, y para principios del siglo XX será una de las minas más importantes de América del Sur, con más de 1.300 trabajadores. En ella tendrá presencia como propietario, Carlos Coriolano Amador, uno de los empresarios más sobresalientes de Medellín a finales del siglo XIX y comienzos del XX.
Según Brew, “el atractivo que ejerció la minería para los antioqueños explica en gran parte que estos no hayan desarrollado las industrias artesanales y domésticas”(2), como sí sucedió, por ejemplo, en Santander. Si bien el mazamorreo minero antioqueño comenzó en forma con las intervenciones de Mon y Velarde en la década del 80 del siglo XVIII, va a ser en el siguiente siglo cuando se inicie la minería de veta, epicentro de las principales innovaciones tecnológicas de su tiempo. Pero y a todas estas, ¿qué pasaba con el artesanado?
Hacia 1850, el artesanado de Medellín, de clara militancia liberal, se irriga por el villorrio, y ya forman parte del entramado urbano los sastres, los zapateros, los tipógrafos, los ebanistas y los mecánicos. Algunos de ellos son miembros de las primeras sociedades democráticas que para entonces florecen en el país. Estos artesanos, que son letrados y algunos hasta buenos lectores de Voltaire y Rousseau, como los que más tarde habitarán en el sector de Guanteros, también aportarán al imaginario de la cultura del trabajo. Tal vez todavía resonaban los deseos coloniales del visitador Mon y Velarde de que los artesanos fueran serios y entonces ya las necesidades del comercio, de la construcción, del mercado interno, en fin, requerían capacitación de mano de obra. Las reformas de Pedro Justo Berrío, “hombre de pro” que además como valor agregado comienza a pensar en cómo ir rompiendo el aislamiento de Medellín, originan la Escuela de Artes y Oficios. Las innovaciones no se hicieron esperar. Enrique Haeusler, mecánico alemán que había llegado al país para construir maquinaria para minas y puentes de piedra, es nombrado como director de la mencionada escuela, y la capacitación de los alumnos tiene que ver con el reemplazo de la madera por el hierro, la organización de talleres, la introyección de disciplinas de trabajo y de métodos prácticos.
Son los días de preparación de mano de obra, pero, a su vez, los tiempos en que las élites van pensando cómo preparar a sus “herederos”, cómo adquirir conocimientos técnicos que redundaran en productividad y ganancia, tanto en las minas como en el comercio, y cómo romper el empirismo. Si bien es verdad que habrá grandes empresarios “pragmáticos” y hasta iletrados (como Pepe Sierra, por ejemplo), otros miembros de las élites se preocuparán por el conocimiento y el estudio. Ellos serán los que, a la postre, crearán el “monstruo” llamado modelo empresarial, que en Medellín y el Valle de Aburrá, se aliará con la Iglesia, pensará cómo controlar el tiempo del obrero, cómo no dejarlo dispersar en asuntos “peligrosos” y en nada distinto a las oraciones y novenarios, pero, sobre todo, a la dedicación laboral en las fábricas.
Son los días en que ya no se necesitan solo curas, médicos y juristas, que eran las profesiones de más demanda y que otorgaban distinción, sino que, debido a los mercados, al oro, al comercio, a la búsqueda y creación de riquezas, se precisaban ingenieros. Claro que en Antioquia, para antes de 1880, no era posible estudiar esa carrera. Por eso, los hijos de los miembros de la élite, de las oligarquías, eran enviados a Estados Unidos y Europa para el efecto. Para ser comerciante, en rigor no se requería mucha instrucción. Desde pelados, los hijos de los dueños de almacenes, eran introducidos en el negocio. Pero más allá del comercio, había una minoría selecta que avizoraba cómo tener más injerencia en todos los asuntos de la política y la economía, y veían en la preparación académica una posibilidad de poder.
Al mismo tiempo, circulaban los criterios de que los estudios literarios (tan acogidos por las elites bogotanas) no eran rentables y más bien eran considerados como una pérdida de tiempo. Sin embargo, para gentes como Mariano Ospina Rodríguez (el papá de Tulio y Pedro Nel), José Eusebio Caro y Rufino José Cuervo, la “tabla de salvación” de la juventud estudiosa radicaba en las ciencias exactas, físicas y naturales. El mismo Mariano aconsejó a sus hijos para que no siguieran carreras relacionadas con la literatura y las artes. Sus “muchachos” estudiaron ingeniería de minas en Estados Unidos y, después, textiles en Inglaterra y Francia.
Para 1880, e incluso antes, en Antioquia, en particular en Medellín, comenzaron las iniciativas para el montaje de programas técnicos, que luego permitieran a los alumnos viajar al exterior a culminarlos. Se introdujo el estudio serio de matemáticas en la Universidad de Antioquia, a la que llegaron profesores extranjeros. No era todavía la hora de las industrias, pero se estaba abonando el camino. Hasta esos momentos, las fuentes más destacadas para mano de obra calificada eran las ferrerías, las fundiciones de plata y la Escuela de Artes y Oficios, en la que, debido a las guerras civiles, también se producían municiones.
Pero habrá, a todas estas, y sumadas a las preocupaciones por la precariedad de las comunicaciones y el transporte, un hecho que modificará la mentalidad, el paisaje, los comportamientos y que, a la larga, conducirá a la aparición de una nueva clase social en el Valle de Aburrá y a la instauración de un modelo de producción industrial, quizá único en Colombia: y es la fundación de la Escuela Nacional de Minas de Medellín, en 1888.
2. Escuela de Minas y cruzadas moralizantes
No han faltado los estudiosos que, ante la irrupción, materialización y desarrollo del modelo empresarial antioqueño, se pregunten cómo fue posible su “éxito” cuando existían tantas desventajas, como las de la incomunicación; cuando para fines del siglo XIX, el Valle de Aburrá era una de las zonas más inaccesibles de América Latina. Para el efecto, y eso lo vieron los impulsores de la industrialización, había factores positivos, como las fuentes hídricas y la abundancia de mano de obra. La minería, el inicio de la economía cafetera y la creación de un sistema bancario, aparte de la preparación metódica y académica de empresarios, abrieron el rumbo para la instalación de las primeras factorías. Sin embargo, ¿qué tuvo que ver la Escuela de Minas en el engranaje, diseño y culminación del proceso?
Sus estudiantes y egresados no tomaron, como sería lo previsible, el sendero de las minas, sino que se encaminaron por la manufactura, la construcción, el transporte y la administración. A la creación del “modelo” se le aplicaron teorías contables, modos de administrar el tiempo, sistemas para elevar la productividad y una especie de “mística” del trabajo, mezcla rara de Taylor, Fayol y Ford, con encíclicas vaticanas y con tácticas y técnicas para el control y domesticación de la masa trabajadora.
Quizá la investigación más importante en torno al modelo, sus precursores, diseñadores e instaladores, ha sido la del sociólogo Alberto Mayor Mora: Ética, Trabajo y Productividad en Antioquia, en la cual, en esencia, se basa este ensayo. El modelo en mención fue pensado y proyectado con fundamentos científicos, a los cuales, en vista de los intereses y necesidades empresariales, se le sumaron ingredientes religiosos, metafísicos e ideológicos, en los que abundaron los mecanismos y artificios de control del ser humano trabajador, del obrero y de sus familias.
Entre los más connotados promotores del modelo estuvieron los hermanos Pedro Nel y Tulio Ospina, Juan de la Cruz Posada y Alejandro López, que, según James Parsons, el mismo estudioso de la colonización antioqueña, fueron los hacedores del denominado “milagro de Medellín” que, en propiedad, comenzó en Bello. A la instalación de las primeras factorías, con estudios previos, planos, diseños y otros aditamentos, se le agregaron los modos de controles morales a los trabajadores, además de su condicionamiento (y acondicionamiento) a los ritmos laborales. Se trató de un extraordinario montaje para disciplinar al obrero y mantenerlo atado a la producción, para que se extasiara en ella y creyera que estaba en una especie de reino celestial. Los métodos utilizados hicieron que los “laburantes” asumieran que la fábrica era la sucursal de su casa (o su prolongación), o, de otro modo, su hogar. Es más, hubo momentos en los que parecía más importante la factoría que la residencia, que los hijos, que los tiempos para otros menesteres. Se puede advertir, como se verá más adelante, que hubo un proceso de proceso de profunda enajenación, el cual, pese a todos los controles y manipulaciones, se irá rompiendo.
La Escuela de Minas, cuyo lema era Trabajo y Rectitud, se propuso, además del desarrollo de los saberes propios de una institución educativa como aquella, la elaboración de especies de códigos morales y éticos que además cobijaran a los trabajadores. Creada para la previsión y dirección “racional” del desarrollo económico, la escuela tuvo laboratorios metalúrgicos, museo geológico, se empeñó en el montaje de fábricas y en la aplicación del taylorismo y el fayolismo, amén de la implementación de la contabilidad moderna, la ampliación de redes ferroviarias, la electrificación y los censos cafeteros. Era una mixtura de los dispositivos científicos y mecánicos para la instalación de diversas sedes fabriles con los dispositivos morales que pregonaban la consagración del obrero al trabajo.
Para fines del siglo XIX, ya se tenía ubicado el lugar para la primera fábrica textil del Valle de Aburrá, en Bello, con planos del ingeniero Germán Jaramillo. La labor se interrumpió por la Guerra de los Mil Días y sólo hasta 1902, se retomó la construcción, adelantada por Juan de la Cruz Posada. De Inglaterra llegaron los husos y telares, en un viaje que, visto con los ojos de hoy, era una como epopeya de mar, río y tierra, con un final de etapa a lomo de mula. Esa primera fábrica textilera será también un punto de referencia para la instalación de otras (como Coltejer, en Medellín, en 1907, Rosellón, en Envigado, en 1911, Fabricato, en Bello, en 1923, etc.) y para la aplicación de lo que se conocerá como el modelo paternalista de la industria antioqueña, que en muchas ocasiones oscilaba entre lo benevolente y lo despótico.
A la par que los ingenieros de la Escuela de Minas avanzaban en la transformación económica y social de la región, la Iglesia católica, al mejor modo de los puritanos protestantes, emprendía una educación masiva de obreros, sobre todo a partir de la publicación de la Encíclica Rerum Novarum, de León XIII, en 1891, para salirle al paso, en particular en Europa, a las teorías marxistas. Armada de una doctrina social, la Iglesia irrumpió en las fábricas y fuera de ellas, con campañas que “contribuyeron a confiscar en beneficio de las empresas las energías físicas y psíquicas de los trabajadores”(3) . Simultáneamente con estas primeras manifestaciones de control del tiempo libre, tradiciones religiosas comunitarias (misas, retiros espirituales, culto a los santos) y otras expresiones, espontáneas o con premeditación, se trasladaron a las factorías procedimientos de control religioso, que convivieron con la “dirección científica” del modelo. Y en la medida que se aplicaron, a guisa de lavado cerebral, los trabajadores fueron identificando a la empresa como el lugar principal para sus existencias, para sus vidas atadas a la producción, como un sitio libre de tentaciones pecaminosas, de pérdidas de tiempo o de llamados a la resistencia y la reclamación.
No era raro, entonces, que además de los mecanismos enunciados para “tranquilizar” o “narcotizar” a los trabajadores, se acometieran campañas moralizadoras, se persiguieran los juegos de azar, el alcohol, los baños públicos (que a comienzos del siglo XX ya aparecían en Medellín, como el Edén, en lo que después sería el Bosque de la Independencia, y los de la quebrada Santa Elena, en fin), los burdeles (que pese a todo, abundaban) y otras diversiones que podrían desviar a los trabajadores de su amor por el trabajo, de la perseverancia y disciplina en el mismo y de los compromisos con sus patrones.
Había que preservar la capacidad del obrero para el trabajo y la productividad. Para ello, además de las cruzadas moralizantes, se tejieron estímulos patronales, comportamientos como que el empresario o el gerente se mezclara en ocasiones, en los salones de producción, con los operarios. Como advierte Mayor Mora, de modo general, ingenieros e iglesia católica coincidieron en “un modelo social decisivo para facilitar una rápida industrialización en Antioquia: la negación teórica y práctica, aun a costa de la rentabilidad de las empresas, de la lucha de clases como premisa para buscar el beneficio de una manera continua y pacífica”(4) .
3. Negación y enmascaramiento de la lucha de clases
El modelo empresarial antioqueño, cuya aplicación en forma se inicia con la Fábrica Textil de Bello y que se expande por las posteriores factorías, es la materialización de unas teorías administrativas, científicas y de planeación, que a su vez, se juntan con manifestaciones morales. La influencia de la Escuela Nacional de Minas de Medellín, en la que buena parte de la élite antioqueña se educó, es imprescindible en la evolución del modelo, aunque, hay que señalarlo, no todos los empresarios egresaron de la misma. Hubo una vertiente de empresarios empíricos, pero, al igual que los otros, se beneficiarán de las intervenciones doctrinarias de la Iglesia y de sus modos de ejercitar los controles. Además, unos y otros harán que los trabajadores crean que la fábrica es un templo, una extensión del hogar, un espacio imprescindible para la vida. La fábrica como nirvana.
La aparición de la Acción Católica, de la Legión de María, del patronato, de las ligas marianas y de un sin fin de organizaciones sociales católicas, entre las que están las filantrópicas, las de caridad, las que protegen la virginidad de las mujeres, etc., promoverán, en la medida en que el modelo industrial avanza, una educación obrera, basada en conseguir que los trabajadores desarrollen y cumplan sus compromisos, que sean fieles a las empresas y guarden obediencia a los patronos. Todo esto, como se infiere, está ligado a la “negación” de la lucha de clases, a la proscripción de organizarse los trabajadores en sindicatos que apelen a exigir mejores condiciones laborales. Es la implementación de un clima de presunta armonía para que la productividad sea alta, para que las ganancias sean pingües.
La fábrica, a su vez, creará condiciones para que la obrería no se resienta; para que se afinque una suerte de clima armónico entre el capital y el trabajo. Ya lo había dicho el papa León XIII: “El asunto es difícil de tratar y no exento de peligros. Es difícil realmente determinar los derechos y deberes dentro de los cuales hayan de mantenerse los ricos y los proletarios, los que aportan el capital y los que ponen el trabajo”. El pontífice agregaba que era una discusión de riesgo por lo que, según él, de ella se podrían servir “hombres turbulentos y astutos para torcer el juicio de la verdad y para incitar sediciosamente a las turbas” (ver encíclica Rerum Novarum). Las élites empresariales acogen con fruición las recomendaciones de la Iglesia y las utilizan para esparcir por sus fábricas el mensaje de la apacibilidad que debe reinar dentro y fuera de aquéllas.
De otra parte, es notorio el vigor de la educación de la élite empresarial, que sabe combinar el utilitarismo y el pragmatismo, con los métodos para armonizar sus relaciones con los trabajadores. Sin embargo, esto no significa que no mantengan su distancia, que ellos, pese a ciertas teatralizaciones, sigan siendo los de arriba. Por ejemplo, no es gratuito que miembros de la élite se dediquen al protocolo, a la divulgación de la urbanidad y el buen tono, casi siempre tomado de modelos franceses y, en general, extranjeros. Es célebre en ese sentido Tulio Ospina, que dice que la urbanidad y el buen tono son la “exteriorización de los buenos sentimientos innatos en la humanidad, es natural que sus leyes fundamentales resulten las mismas en todo el mundo, a lo cual contribuye la frecuencia con que se viaja en nuestros días”(5) . Es claro que los que viajaban eran ellos, los miembros de las élites. Un obrero escasamente se sabía el camino de la casa a la fábrica. Ospina advierte que la urbanidad es una de las maneras de resolver la “cuestión social”. Sin embargo, y he ahí el desprecio de la élite por los pobres y descamisados, dice que en el caso de los teléfonos “un joven o una persona de posición humilde no tiene derecho a llamar por teléfono, para aquello que sólo le atañe personalmente a un anciano respetable o a una dama de alta posición”(6) .
Mientras los ingenieros de la Escuela de Minas eran educados para dirigir, crear empresa y aun para involucrarse en el manejo de la cosa pública, va surgiendo, de un lado, el nuevo hombre de negocios capitalistas, y, del otro, la formación de los cuadros de la burguesía industrial. Tenían instrucción económica, comercial, administrativa, contable; la separación entre el trabajo de dirección y el de ejecución, la consagración de jerarquías, el rechazo del modelo basado en el conflicto y la lucha de clases. También se planteaba la colaboración entre patronos y obreros, como una manera de evitar los conflictos.
Sin embargo, mucha de esta parafernalia se queda en la teoría, porque hubo patronos que la emprendieron contra los obreros, como pasó en la Fábrica de Tejidos de Bello, administrada y gerenciada por uno de sus propietarios, Emilio Restrepo Callejas, alias Paila. Sus comportamientos, de soberbia y autoritarismo, hicieron que hasta Carlos E. Restrepo se quejara de él. En 1907, anotaba en carta al industrial que le parecían muy numerosas las horas de trabajo de los obreros de Bello y “demasiado rígidas las condiciones en que lo hacen, especialmente si se mira al trabajo de las mujeres y de los niños y a las malas condiciones fisiológicas de nuestros trabajadores”(7) . El dirigente político temía que, por ese camino, vendría el anarquismo como consecuencia forzada y “de ello es buena prueba los conatos de huelga de que U. habla, y que empiezan con nuestra primera fábrica”. Como se sabe, trece años después de esta epístola, los obreros (y especialmente, las obreras) de la compañía, protagonizaron la primera huelga en Colombia, liderada por la bellanita Betsabé Espinal.
Igual, al señor Paila poco le importaron las reconvenciones de Carlos E. En la Historia de los textiles en Antioquia, de Enrique Echavarría, citado por Hernán Darío Villegas, se dice que un joven contemporáneo de aquél, advertía que “Don Emilio” manejaba su fábrica con métodos dictatoriales, embebido por el principio de autoridad, aquel de “el que manda, manda”. Además de calificarlo como un hombre excéntrico y raro (se exhibía en sus coches de lujo), un día –agrega el joven- le dio por dar una orden: “que ninguna obrera se presentara calzada”. También impuso un régimen de multas para los que llegaran tarde, aunque, según se dice, también recompensaba por la “buena asistencia al trabajo”.
Se recuerda que en la huelga de 1920, originada entre otros aspectos por el acoso sexual de los capataces a las obreras, se logró disminuir las multas y derogar la arbitraria orden sobre los zapatos.
4. La finca de los trabajadores
Los empresarios, que ante todo buscaban obtener rentabilidades interesantes de sus fábricas, para evitar enfrentamientos y mantener una atmósfera apacible en las mismas, se preocuparon por cierto nivel de bienestar de sus trabajadores. Una de las intenciones era la de evitar huelgas y protestas. Es decir, no dejar prosperar lo que los marxistas llaman la lucha de clases. Esta había que camuflarla. Para el efecto había muchos mecanismos, no sólo de estímulos económicos, sino la presencia de imágenes religiosas, de misas campales, de capillas y capellanes y de publicaciones que llamaban al buen comportamiento y a mantener “las buenas costumbres”. Y las buenas costumbres, al parecer, no tenían nada que ver con alzamientos, desobediencias y expresiones de descontento con las jornadas laborales o cosa similar.
Ya el ingeniero Alejandro López, uno de los cerebros para la creación e implementación del modelo, para la elaboración de asuntos sociológicos, para la planeación de vías, para la construcción de obras como el Túnel de la Quiebra, en fin, había dicho que las relaciones obrero-patronales debían basarse en el afecto mutuo, con el fin de obtener los mejores resultados materiales. Ya transitaba en la mentalidad el cuento de los valores religiosos, como la sobriedad, la honradez, la piedad, el compromiso laboral. Periódicos, octavillas, retiros y ejercicios espirituales, catequesis, todos las posibilidades de divulgación y promoción de la moralidad, llegaban hasta los trabajadores. Para los primeros años del siglo XX se extendía como una avalancha incontenible la nueva disciplina, la vigilancia en el trabajo, los estímulos en metálico, la creencia general del trabajo como una virtud. Además, hacía carrera la imagen del patrón como un padre, como alguien muy laborioso, digno de admirar. Y de respetar. La nueva cultura advertía, además, que el trabajo era como una manera de la devoción. Y que con el salario, según León XIII, los obreros podrían, como producto del ahorro, hasta comprar una finca “con lo que puede asegurarse más su manutención”. Para el papa, en su encíclica precitada, la finca no era más que el mismo salario “revestido de otra apariencia”. Y todo esto para el vicario decir que los “socialistas empeoran la situación de los obreros todos en cuanto tratan de transferir los bienes de los particulares a la comunidad”. Gajes de la propiedad privada.
Dentro y fuera de las fábricas, se intentaba establecer o preparar gente muy obediente, cumplidora de los deberes religiosos y laborales, que por ningún motivo se fueran a desviar del camino señalado. ¿Señalado por quién? Por la Iglesia y los empresarios. La disciplina era una de las claves para moldear comportamientos. Hasta las campanas y su lenguaje sonoro actuaban como una señal para apaciguar el rebaño. Los pitos de las fábricas, que fungían como relojes para la comunidad, llamaban a la jornada, a su inicio, a su finalización. Se volvían imprescindibles, como si se tratara de una convocatoria sagrada. Quizá más de un obrero, al escucharlos, se creía tocado por la gracia divina, o se sentía orgulloso de estar practicando la gozosa virtud.
Además, el tiempo sacro, el tiempo mejor, era el dedicado a la fábrica. El tiempo adquiría en ella otro valor, una representación sublime, un símbolo de bienestar. Había que calcular los rendimientos. Había que aplicar medidas, llevar la “ciencia al obrero”, estudiar métodos de rentabilidad y productividad. Era la mezcla capitalista del progreso y la explotación. Y todo esto adobado con los dispositivos morales. Parecía, entonces, haber una sacrosanta alianza entre el modelo empresarial y los discursos religiosos. Entre la racionalización del trabajo y las maneras de extraer la mayor plusvalía. Y en medio de todo, había que controlar el tiempo libre de los trabajadores. Entre menos se distanciaran de la fábrica, mejor.
Sin embargo, los empresarios, a su turno, sí podían tener diversiones, viajar, establecer sus clubes exclusivos, aplicar la etiqueta. Había que prepararse no sólo para la administración y todo lo concerniente a la producción y los costos del trabajo, sino para el ejercicio de la sociabilidad, en sus lugares de encuentro como El Campestre y el Unión. Por eso, los manuales de urbanidad y buen tono, cómo coger las copas, cómo disponer las mesas de té, cómo tomar un buen vino, cómo colocar los cubiertos en la mesa. Y mientras tanto, ¿un obrero de estas latitudes sí podría comprar una finca?
5. Las muchachas de las fábricas
En los primeros años, las fábricas antioqueñas dependieron en general de la mano de obra de muchachas procedentes del campo. Entre 1916 y 1928 la proporción de las obreras textiles que venían de fuera de Medellín aumentó del 50 por ciento al 71.9 por ciento, según lo afirma Mayor Mora. Algunas de ellas, sin embargo, ya tenían experiencias en establecimientos “semifabriles” como las trilladoras de café o manufacturas de alimentos. Las obreras tenían características de subordinación, trabajo delicado y constante y disciplina. Al principio, no obstante, hubo que esperar a que adquirieran los nuevos hábitos y la nueva disciplina. Por eso, los empresarios vigilaban, imponían multas, estimulaban en billete, pero también apretaban las clavijas, según el caso.
De todos modos, y pese al sometimiento a las normas morales y laborales, las mujeres no eran tan subordinadas ni tan sumisas. La prueba la esgrimieron las obreras de la Fábrica de Bello, en la famosa huelga de 1920. Asimismo, la presencia en el Valle de Aburrá de muchas fábricas, incentivó la movilidad obrera, sobre todo femenina. Además, muchas mujeres prefirieron buscar trabajo en las factorías que dedicarse al servicio doméstico, como bien se lee en la novela La mujer de cuatro en conducta, de Jaime Sanín Echeverri: “Con el aliciente de las fábricas, ya las domésticas empezaban a escasear en Medellín”(8) . A propósito, esta obra muestra las vicisitudes de una mujer campesina (Helena Restrepo) que llega a la ciudad y pasa por todos los estados de miseria y postración, desde sirvienta, obrera, mendiga y puta, hasta convertirse en monja en sus postrimerías, en una Magdalena irredenta, pero tal vez santa.
Sin embargo, el modelo empresarial condenaba a las obreras al solterismo, les negaba la posibilidad de ser madres, un asunto que en la cultura antioqueña es parte fundamental de los valores y de la estabilidad de la familia. Además, en los albores de la industrialización, las jornadas laborales eran de más de once horas y, según una crónica del periódico El Obrero, las mujeres estaban desde muy temprano “hasta rayarse el sol de la tarde” en la fábrica: “con un mal desayuno y un peor almuerzo, quizás sin ningún bocado en los labios, viven corriendo, llueve que truene, desde barrios distantes, para llegar a tiempo al trabajo; pues unos pocos minutos de retardo, les cuesta merma y rebaja del salario (…) o una pena de multa como se les aplica a los delincuentes”(9) .
Para las empresas, las mujeres embarazadas eran una perturbación de los procesos industriales y la crianza de hijos constituía un impedimento en el trabajo fabril. Por eso, factorías como Fabricato, preferían las solteras “hábiles, con gran disciplina de trabajo y poco exigentes a nivel salarial” y, por otra parte, la vida privada de las obreras no debía alterar su rendimiento. Por eso, “el rechazo al empleo de mujeres casadas cuyos compromisos familiares podían interferir con su trabajo y el rechazo simultáneo al empleo de mujeres embarazadas”(10) .
De todos modos, las obreras antioqueñas no eran, en general, tan dóciles y cabizbajas. Por ejemplo, las mencionadas de la Fábrica de Bello, se alzaron en huelga menos por problemas salariales que por otros líos, como el represivo sistema de multas, las normas disciplinarias autoritarias y la promiscuidad promovida por algunos empleados, tanto que la empresa estuvo a punto de convertirse en un centro de inmoralidad sexual, propiciada por el director general y algunos de sus subalternos.
Betsabé Espinal, la dirigente más destacada del movimiento, al explicar a periodistas los motivos de la huelga, culpaba a los que ella denominó “tres caciques”: Jesús Monsalve, Teodulo Velásquez y Manuel J. Velásquez, que, por sus persecuciones, habían “arrojado a los abismos pavorosos de la prostitución a varias de las obreras”. Las trabajadoras, a las que se les imponían multas considerables e injustas, cedían ante las peticiones o chantajes del “sátiro bestial”. Se asegura en la misma publicación, que Emilio Restrepo Callejas, consentía “a sabiendas estos crímenes que Velásquez ha verificado en los mismos salones de la fábrica”(11) .
De esa manera, muchas trabajadoras no sólo eran sometidas por los empresarios a jornadas inhumanas y a la negación de la maternidad, sino que eran objeto de ataques sexuales y otros acosos de parte de vigilantes y supervisores. Confiscadas por el trabajo y las normas morales, no tenían vida social y de la fábrica iban “derechito” a la casa y de ésta, otra vez a aquella. El tema de la armonía y de los afectos mutuos en las empresas, no pasaba de ser una consigna demagógica y utilitarista.
6. De los patronatos y el Corazón de Jesús
En las fábricas se establecieron, además de los controles propios de la producción, la disciplina y los comportamientos, diversos dispositivos para la vigilancia y la regulación de conductas. Se instituyeron, aparte de los contenidos y mensajes religiosos, fiscalizaciones políticas. Con la fundación de las primeras factorías también nacieron las formas de disciplinar en distintos aspectos a los trabajadores y, en particular, a las trabajadoras. No es extraño, entonces, que a principios del siglo XX surgieran los patronatos, instituciones que combinaban con habilidad los incentivos religiosos con los estímulos temporales.
El Patronato de Medellín, creado en 1912, era una respuesta a la creciente industrialización. Era necesario, según la iglesia y los dueños de las empresas, alejar del vicio a las jóvenes obreras e implantar y consolidar en ellas la moral cristiana. Los jesuitas de la Acción Católica se dedicaron a ejercer el cuidado sobre las conductas de aquéllas, tanto dentro como fuera de las fábricas. Había que propiciar las devociones y establecer normas virtuosas. Se dictaban conferencias religiosas, se discurseaba sobre la sumisión, la dependencia, la disciplina y el orden, como factores propios del trabajador y, en particular, de la mujer.
Había que controlar los tiempos de trabajo y, más que estos, los tiempos libres. Estos debían dedicarse a las prácticas piadosas, las misas, las confesiones y comuniones, la lectura de textos religiosos y “edificantes”, los retiros espirituales. A la fábrica se trasladaban los símbolos y tradiciones católicos y se entronizaba al Corazón de Jesús. En los salones fabriles dominaba esta imagen, como si se tratara de otro vigilante, de otro capataz. Al patronato también ingresaban muchachas para ser preparadas en la disciplina del trabajo. Las que allí estaban tenían, por supuesto, mayores posibilidades de entrar a las fábricas. Eran como especies de agencias de empleo, con conductismo incluido.
Los patronatos tenían su sección de propaganda, que fomentaba la llamada “buena lectura” y contrarrestaba los “efectos perniciosos” de la mala prensa. Se recomendaban las encíclicas y los folletos y revistas de “sana lectura”. También tenían sus dormitorios y restaurantes, con la presencia de monjas que se encargaban de cuidar al rebaño y pastorearlo. En esos espacios también se cacareaba acerca de que para el obrero, la empresa debía ser una auténtica unidad de afectos y sentimientos, a la cual el trabajador debía dedicar con devoción su vida. Había veladas artísticas, rifas, reuniones musicales, aguinaldos y otras diversiones, que alejaran a las obreras de las emociones de la carne y las activaran para el trabajo.
El patronato también tenía la función de control político. Había que salirles al paso a las nuevas ideas, a las influencias de la Revolución Mexicana, de la Revolución de Octubre, de los nuevos prototipos de la mujer (en la década del veinte, en el mundo las mujeres ganan espacios, fuman, surgen los cabarets, los grandes bailes, el charlestón, las modas más atrevidas…). En él se desviaban los objetivos y la historia internacional del Primero de Mayo, con paseos, misas campales, concursos. Había que alejar a los trabajadores de ideas “dañinas” y mantenerlos atados a su amado yugo.
La huelga de la Fábrica de Bello, motivó a los patronatos a estar más vigilantes con las mujeres. Por eso, Fabricato corrió a montar uno a fin de establecer más controles y de evitar movimientos contestatarios. Jorge Echavarría fundó una escuela nocturna, puso dormitorios anexos a la empresa, con lo que pretendía garantizar la vigilancia sobre las obreras solteras. Igualmente, erigió un restaurante y diversiones musicales, quizá con la pretensión de que las obreras no se fueran a otras partes. Fabricato llevó comunidades religiosas (las monjas de La Presentación), organizó una capilla y arreó a los trabajadores por los caminos señalados por los sermones y las homilías.
A su vez, Echavarría, educado en Estados Unidos, también aplicaba la racionalización de la producción, las ratas de eficiencia de las máquinas y los sistemas de costos. Ciencia y religiosidad, productividad y devoción, parecían ser sus consignas. No era extraño ver al empresario, sobre todo en ciertas festividades, mezclado con sus obreros. Eso era parte de la imagen. Entregar regalitos, dar palmaditas en el hombro, felicitar a un trabajador por algún logro familiar o productivo, en fin, era una manera de mantener contento al personal. Asimismo, las empresas pensaron en la vivienda obrera, en particular porque les interesaba hacer barrios cercanos a las fábricas.
En la segunda década del siglo XX, se ofrecían lotes o solares para que “los obreros de la Fábrica de Tejidos de Bello pudieran construir su ‘casita’… en calles anchas y planas, con cuotas semanales de 50 centavos. Se agrega a manera de gancho publicitario: ‘su hijita de 12 años trabajando en la fábrica puede pagarlo”(12) .
El modelo empresarial antioqueño, además, buscó que los trabajadores creyeran, no sólo en sus patronos, sino que asumieran como sinónimos el éxito personal y el de la empresa. Las preocupaciones por resolver problemas de vivienda, salud, educación y alimentación de los obreros estaban emparentadas con el aumento de la productividad. Si el trabajador se siente bien, produce más. Los estímulos salariales también estaban conectados con el consumo, en especial de los mismos productos de sus fábricas. El paternalismo, entonces, era la manera, a veces sutil, a veces evidente, para que los empresarios lograran más utilidades. Amor con uñas, decían las señoras de antes.
7. Prohibiciones y otras censuras
Al modelo, como se ha visto, se le agregaron los elementos para que la fórmula resultara perfecta. Al lado del empresariado, estaban los procedimientos y las jerarquías religiosas. Había que ejercer control sobre los cuerpos y sobre las almas. La mente de los trabajadores no podía cabalgar hacia territorios prohibidos y peligrosos. Desde los tiempos del arzobispo Bernardo Herrera Restrepo, el mismo que dijo que el liberalismo era pecado, en la ciudad se respiraban olores a sotana y aires de exclusión. Después, monseñor Manuel José Cayzedo, que estuvo casi treinta años como arzobispo, afinaría la puntería para las prohibiciones, el cuidado de las ovejas y el mantenimiento de lo establecido.
Tutelar la moral, meterse en lo más hondo de la gente para escarbarla, era una función de la Iglesia. Cuando Rafael Uribe Uribe publicó un alegato sobre cómo el liberalismo político de Colombia no es pecado, de inmediato le cayeron las censuras. El 11 de octubre de 1912, el arzobispo Cayzedo proscribió y condenó “el opúsculo”. En 1914, los conceptos de Cayzedo y de monseñor Herrera Restrepo fueron ratificados por la Sacra Congregación del Índice, “siendo así el único libro de autor colombiano que alcanzó a quedar inscrito allí”(13) .
A los patronatos, correccionales, escuelas cristianas y legiones diversas, se sumaron las censuras eclesiásticas, como un modo de mantener alejados a los católicos de perversiones, malas lecturas y mala prensa. Por eso, en la medida en que se apoyaban publicaciones como El obrero Católico, se proscribían periódicos como El Bateo, La Fragua, El Combate y Alpha, y para eso estaba no sólo el báculo sino la voz de monseñor Cayzedo. Su injerencia llegaba hasta las materias que se dictaban en la Universidad de Antioquia, especialmente en la Facultad de Derecho, donde, según el jerarca, había muchos anticlericales. “Los miembros del Consejo de la Universidad, costeada con dineros de los católicos, que han nombrado catedráticos de ideas anticatólicas, son responsables de que se estén pervirtiendo los jóvenes que asisten a esas asignaturas”(14) .
Más se demoró en decirlo. La Universidad despidió a cuatro profesores.
Se recuerda que en 1919, el prelado condenó y reprobó la tesis del estudiante de Derecho Fernando González (Una tesis), porque, según él, estaba plagada de herejías y errores contra la fe católica. Había un control y repudio hacia todo lo que oliera a asuntos distintos a los lineamientos de la Iglesia. Para ello se iban estableciendo juntas de censura y clasificaciones morales de libros y películas. Al mismo tiempo, monseñor Cayzedo llamaba a que los católicos tenían la obligación de “apoyar y mantener los periódicos católicos, suscribiéndose a ellos, dándolos a conocer, buscándoles suscriptores y ayudándolos con dinero”.
Pero, pese a todos los controles y censuras, pese al paternalismo empresarial y a la profusión de instituciones encargadas de la moralidad, al Valle de Aburrá llegaron nuevas ideas, libros, músicas profanas, otras literaturas, que, junto al aumento de espectáculos y diversiones, fueron rompiendo el cerco tendido por los dueños de la moral.
8. Romerías, huelgas y cantinas
Los discursos moralistas, los ágapes en los patronatos, las intenciones de controlar el obrerismo mediante publicaciones y otros rituales, se fue desvaneciendo de a poco, debido, de un lado, a la entrada de ideas distintas, de grupos de estudio, de logias y gentes contestatarias, y, del otro, al incremento de sitios de regocijo, zonas de prostitución, espectáculos fuertes y licenciosos, y a las nuevas sociabilidades en bares y cantinas. Comenzaron las resistencias a la disciplina de fábrica, las sediciones políticas y un llamado “relajamiento moral” de los sectores populares y de los trabajadores. El Obrero Católico comenzaba a preocuparse por los embriagados y el florecimiento de tabernas.
Además, la aldea en trance de ciudad, que tenía chimeneas y telares modernos, que tenía pastores y legionarios, se proponía nuevas emociones, en particular en las zonas de tolerancia, que desde los años veinte se expandían por Medellín hasta llegar, veinte años después, a tener nueve de ellas, muy grandes y reconocidas. La principal era Lovaina, vecina del cementerio de los ricos y del barrio de la élite, Prado, con sus madamas exquisitas y sus caserones de lenocinio bien cuidados.
La rumba, los sitios públicos de baile, los paseos populares, las romerías a las quebradas de Santa Elena y de La García en Bello, o a los baños con cantina de Robledo, marcaban un ritmo distinto al de las misas y los trisagios. Y buena parte de los asistentes a esos lugares que para los moralistas eran de “perdición”, eran los trabajadores. Y, en cualquier caso, los controles sociales ya no daban para refrenar las ganas y los alborotos.
Fue así como, a la par, comenzaron las expresiones de descontento laboral, los mecanismos para irse desprendiendo de patronatos y “padres” de la industria. Así estallarán huelgas en Coltejer (1935) y Rosellón (1936), cuando los trabajadores se oponen a las disciplinas industriales y a los controles administrativos. Saben que tienen derechos y que pueden reclamar. La huelga de Coltejer desató en Medellín un paro cívico, con respaldo de comerciantes y habitantes de los barrios obreros. Un aspecto llamativo fue la participación de las obreras, en especial en la preparación de los almuerzos de los demás huelguistas. Estos movimientos fueron rompiendo la “dependencia” que se fundamentaba en la mutua confianza entre patrón y obrero.
Claro que lo anterior no quiere decir que la Iglesia, los empresarios y los legionarios disminuyeran sus actividades. La prensa católica la tomaba contra los trabajadores díscolos y los convocaba a las diversiones honestas. Al tiempo, condenaba espectáculos de baile y compañías de visita, por los desnudos que presentaban. La censura se convirtió en el arma predilecta y El Obrero Católico era la voz del ángel castigador contra esa especie de sucursal de Sodoma y Gomorra en la que se estaba convirtiendo Medellín.
Pero hubo un aspecto más preocupante que la misma censura: la aparición de un oscuro “terrorismo religioso”, de fundamentalismo que pretendía asimilar como soldados a los feligreses. No era raro, por ejemplo, que en el Patronato de Fabricato se exhibiera el Santísimo, como un modo de disuadir a los trabajadores a irse a cantinas y sitios de juerga. Ante la desobediencia masiva, dirigentes, como José María Bernal, o Chepe Metralla, que había sido alumno de Alejandro López en la Escuela de Minas, enrojecieron ante la indisciplina social obrera: “No es cristiano el obrero que, a cambio del salario convenido no rinde la cantidad de trabajo que honradamente debe rendir”, o que olvidando la Rerum Novarum “ataca y destruye la propiedad de su patrono, que exige con violencia antes que con razón y con justicia, lo que cree pertenecerle”(15) .
Y volviendo al “terrorismo religioso”, es bueno analizar lo que Fernando Gonzáles advierte en su Don Mirócletes, cuando describe a las juventudes católicas, herederas del pensamiento de León XIII, como desafiantes y fundamentalistas: “Estos jóvenes son soldados, tienen actitudes de ataque. Lo mismo es la prensa católica, hiriente. Lo mismo las congregaciones de obreros, ofensivas. Es una lucha militar, pasional, contra lo que llaman ellos el mal y los malos”(16) .
Y, en efecto, ante el avance de ideas diferentes, de posiciones reivindicativas para los trabajadores, las “milicias” católicas parecían reclutadas para ir a la batalla, no ideológica, sino cuerpo a cuerpo. No es extraño que en los tiempos de La Violencia, muchos enajenados atacaran y mataran al grito de ¡Viva Cristo Rey! En 1944, cuando ya existían por ejemplo centrales obreras liberales y algunas organizaciones comunistas y socialistas, monseñor Miguel Ángel Builes les decía a los obreros: “Son ustedes un grupo, un ejército, iba a decir, de valientes, que están resueltos a todo, aun a la muerte si es preciso, en defensa de nuestras tradiciones cristianas, tan rudamente atacadas hoy días por los sin Dios”(17) . Esto sucedió cuando los trabajadores de Coltejer adhirieron, mediante un manifiesto, a las autoridades eclesiásticas por ataques de que habían sido objeto de parte de sindicalistas y socialistas.
El modelo paternalista, o patriarcal, de los industriales antioqueños fue perdiendo cartel, sobre todo porque sus controles, unidos a los de la Iglesia, fueron cada vez menos aceptados por los trabajadores, y porque, sobre todo después de la década del sesenta, los cambios de paradigmas anexados a las crisis de las textileras y otras empresas, van a dar al traste con muchas compañías. Los mercados ganados por los norteamericanos y las aperturas económicas, unidas en los ochenta y noventa al modelo neoliberal, terminarán para siempre con esas fábricas, que para muchos eran como una representación divina, tal como ocurría en Bello, en donde durante muchos años se dijo: “¡Dios y Fabricato!”.
8. Epílogo
El modelo empresarial antioqueño, tan alabado, tan puesto en la cumbre del emprendimiento y la inteligencia, del pragmatismo y la racionalización de recursos, constituyó, desde lo mental e ideológico, un monstruo que mantuvo alienados a los obreros. Sus métodos, sus puestas en escena, su urdimbre de mecanismo de control, como una suerte de panóptico, iban, en esencia, contra la dignidad del trabajador, contra su libertad y capacidad para escoger, para deliberar. El monstruo fue creado por empresarios con aportes significativos de la Iglesia. Una alianza de razón y fe. Había que darles de pastar a las ovejas, acariciarlas de vez en cuando, mantenerlas sin acechos de lobos. Sin embargo, los lobos estaban de ese mismo lado. Y todavía aúllan. ¿Cuántas caperucitas cayeron en su cuento?
Notas
(1) Brew Roger. El desarrollo económico de Antioquia desde la Independencia hasta 1920. Editorial Universidad de Antioquia Página 1. Medellín, 2000
(3) Alberto Mayor Mora. Ética, Trabajo y Productividad en Antioquia. Tercer Mundo Editores. Bogotá, reimpresión abril 1996. Pág 19.
(5) Tulio Ospina. Protocolo Hispanoamericano de la urbanidad y el buen tono. Tercera edición. Editorial Félix de Bedout e hijos, Medellín, 1910. pag 3
(7) Hernán Darío Villegas Gómez. La formación social del proletariado antioqueño. Serie Autores de hoy Concejo de Medellín, 1990. Página 182
(8) Jaime Sanín Echeverri. La mujer de cuatro en conducta. Editorial Universidad de Antioquia. 1995. Página 118.
(9) Citado por Hernán Darío Villegas, op. Cit. Página 160: La ley del Embudo. El Obrero
(10) Luz Gabriela Arango. Mujer, religión e industria Fabricato 1923-1982. Editorial Universidad de Antioquia, 1991. Página 48.
(11) Hernán Darío Villegas, op. Cit página 190-191
(12) Citado por Fernando Botero Herrera. Barrios populares en Medellín, 1890-1950. Historia de Medellín, tomo I, página 357. Compañía Suramericana de Seguros.
(13) Historia de la Arquidiócesis de Medellín, Doctor Humberto Bronx y padre Javier Piedrahita. Página 102
(15) Alberto Mayor Mora, op. Cit. Página 317
(16) Fernando González. Don Mirócletes. Editorial Bedout, segunda edición. Página 89
(17) Alberto Mayor Mora. Op. Cit. Página 334
|