35 – José Luis Garcés

JOSÉ LUIS GARCÉS GONZALEZ. Escritor, ensayista, poeta, investigador y gestor cultural, oriundo de Montería, Colombia. Miembro fundador del Grupo El Túnel, de Montería y su actual director. Profesor catedrático del Departamento de Español y Literatura de la Universidad de Córdoba, Colombia.

Ha publicado cuentos, poemas, crónicas, investigaciones literarias, ensayos y estudios monográficos. Ha ganado diversos concursos a nivel nacional de novela y de cuento.

En 1999 estuvo en una pasantía en la Universidad de Zaragoza (España). Cuentos suyos han sido traducidos al eslovaco, francés, alemán, inglés, portugués e italiano. Incluido en la Antología Vino para contarnos, Editorial Planeta, Buenos Aires, Argentina.

Algunos de sus libros publicados son: Oscuras cronologías (cuentos); Los extraños traen mala suerte (novela); Entre la soledad y los cuchillos (novela); Balada del amor final; Carmen ya iniciada (novela); Fernández y las ferocidades del vino (cuentos); Cuerpos otra vez (poesía); Manuel Zapata Olivella, caminante de la literatura y de la historia (ensayo); Ese viejo vino oscuro (novela); Literatura en el Caribe colombiano (ensayo). Señales de un proceso (investigación); Aguacero contra los árboles (cuentos); Sombra en los aljibes (poesía); Textos de medianoche (ensayo); Montería a sol y sombra (ensayo); Fuga de caballos (novela), Luis Striffler en el Sinú y otras narrativas históricas. Banquete sagrado (cuentos). Editorial El Túnel, Montería. 2018, diciembre. Analectas Sociológicas y Literarias, “que contiene ensayos y crónicas”. 2020

Autor de dos obras de teatro y de los argumentos de las telenovelas: “Caballo Viejo”, “Música Maestro” y “La 40, la Calle del Amor”, obras que fueron llevadas a la televisión colombiana. Como director y guionista ha realizado tres documentales para Telecaribe.

Algunos de los galardones que ha recibido, son: Segundo premio Plaza y Janés, 1985, con Entre la Soledad y los Cuchillos; Primer premio de Novela Ciudad de Pereira, 1984, con Carmen ya Iniciada. Primer premio al Mejor Envío Extranjero, Concurso de Cuentos Javiera Carrera, Valparaíso, Chile, 1983.

A finales de febrero de 2007 obtuvo el Premio Nacional de libro de cuento de la Universidad Industrial de Santander con el volumen “Aguacero contra los Árboles”

Finalista en el Concurso Latinoamericano de Novela “Jorge Isaacs”, con la obra “Los Extraños Traen Mala Suerte”; también, con la novela “Entre la Soledad y los Cuchillos”, en el concurso de novela organizado por Plaza y Janés, editorial que publica su obra.

DOCE CLÁUSULAS SOBRE EL TRASCENDENTALISMO POÉTICO

NORTEAMERICANO

INTRODUCCIÓN

POR JOSÉ LUIS GARCÉS GONZÁLEZ(MONTERÍA)

El hombre mira, piensa, siente, valora, compara, contempla.

Sabe, o debe saber, que el universo lo trasciende. Que cualquier árbol

vive más que él. Que cualquier hoja que pende de una rama es más feliz

que él. Que cualquier piedra tiene más tiempo que él. Tal vez entiende

que lo grande está en lo minúsculo. Que, como señaló Buda, en la pequeña

semilla ya está contenido el árbol inmenso.

Quizá ese hombre ha entendido que su cortedad existencial es

algo inmanente a su propio ser. Que él puede desear extenderse en el

tiempo, pero su imperfección se lo impide. Por ello hace hijos o hace

arte. Los hijos también mueren. El arte, es posible, lo trasciende.

En el caso de la poesía, el hombre intenta expresarse y comunicarse.

Casi siempre alcanza lo primero; no todas las veces lo segundo.

Quiere que su palabra quede. O no la palabra, la destreza con que logró

poner a hablar de otra manera las palabras.

Pero la palabra también puede ser una trampa. La pomposa o grandilocuente

se derrite en su propia grasa. La humilde, si está bien ubicada,

adquiere la belleza o la solemnidad que se cree no poseía. De pronto

ese hombre canta a lo humilde con palabras humildes o sencillas. Y

logra la grandeza.

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Podríamos definir el trascendentalismo como la búsqueda de la realidad

fundamental por medio de la intuición espiritual, asistidos por

la creencia de que la divinidad está presente hasta en la más humilde

expresión del mundo natural.

Para el profesor Agusti Bartra, el trascendentalismo es “actitud

moral”, y lo define así: “El trascendentalismo, más que una filosofía

articulada es sistema, fue una actitud moral cuyo optimismo se basaba

en parte sobre la no aceptación del mal como fuerza determinante del

alma ni del mundo”. Para Inmanuel Kant, “La cognición humana no

era capaz de penetrar el mundo trascendente, es decir, el mundo de las

cosas en sí”.

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El trascendentalismo, aunque surge a principios del siglo XIX, es

una característica permanente de la literatura norteamericana. Se considera

que el trascendentalismo tuvo su apogeo en Estados Unidos entre

1836 y 1860. Se cree que fue inspirado en el romanticismo alemán. Sus

representantes más conocidos fueron R. W. Emerson, H. D. Thoreau,

W. Whitman y E. Channing, entre otros. Los trascendentalistas se nuclearon

en torno a las revistas The Western Messenger (1835-1841) y

The Dial (1840-1844).

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Ralph Waldo Emerson, uno de sus pilares, nació en Boston el 25

de mayo de 1803, murió en Concord, Massachussets, el 27 de abril de

1882. Se le atribuye la fundación del trascendentalismo, que es una postura

filosófica de características panteísta, libertaria y antidogmática.

En su libro Hombres simbólicos (Representantive Men, 1850), analizó

el papel de la personalidad individual frente a la historia.

Emerson veía a Dios en cualquier gesto de la naturaleza y consideraba

que el hombre debía vivir libre de dogmas y cadenas. En su

libro El intelectual americano (1837) reivindicó “la autonomía cultural

de América frente a Europa”, y en Hombres Simbólicos (1850) sostuvo la

importancia de “la personalidad individual frente a la historia universal”.

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Henry David Thoreau, fue un miembro fundamental del Círculo

Trascendentalista encabezado por Emerson. Se sintió muy cercano de

Carlyle y Voltaire. Su concepción, como se sabe, es panteísta y considera

que la razón universal es compatible con las leyes naturales. Enemigo

del esclavismo, escribió un libro de culto: Walden o la vida en los

bosques.

H. D. Thoreau, un verdadero padre de la ecología, nació en Concord

(Massachussets) el 12 de julio de 1817. Su filosofía se centraba

en un idealismo ético de carácter individualista. Thoreau predicaba “El

retorno a la auténtica individualidad mediante una vida en contacto con

la naturaleza”, y planteaba la resistencia pasiva contra los abusos del

Estado. Otra de sus obras más conocidas es, precisamente, La desobediencia

civil (1849).

El profesor Daniel López Salort, en su artículo “Lagunas, desobediencias”,

señala en forma certera algunas características personales e

ideológicas de Henry David Thoreau. Leamos:

• “Huraño. Nada de acontecimientos sociales. Durante varias semanas

ha conversado largamente con Joe Polis, indio guía de

Oldtown, porque –según ha comentado- de gente así se puede

aprender algo.

• A propósito de viajar: siempre evita los trenes, los vehículos en

general. Viaja a pie, pernocta, no en hosterías ni en hoteles sino

en granjas, en humildes casas de pescadores, en los establos si

es necesario. Afirma que ya desde el crepúsculo las casas muestran

el aroma que sus habitantes le van inseminando con sus

pensamientos, sentimientos y acciones, y no le gusta ese aroma

que se percibe.

• Antes que a los adultos prefiere a los niños y adolescentes, quienes

lo siguen a los bosques. Les enseña las costumbres y el

valor del roble, de los pinos, el modo como dialogan los sauces.

Les enseña cómo sentarse sobre una piedra para oír el murmullo

pleno de sentidos que habita fuera de las ciudades.

• A los veintiocho años ha decidido ser rico necesitando menos,

antes que teniendo más; y hacha en mano se ha ido a los bosques

de su Concord. Día y noche para construir una cabaña, con

viento o con lluvia o bajo el sol, conversando con ese bosque,

palpándolo. Se tratan y se conocen, han terminado tuteándose.

• A los treinta años ha decidido no pagar impuestos de sufragios,

porque el gobierno es esclavista y no quiere permitir que con

una parte de su bolsillo se siga esclavizando a los negros en el

sur y en donde fuere. Va a la cárcel y alguien, no se sabe quién,

lo saca mediante fianza. Dice que el verdadero custodio de los

libros es el lector y no el director o los bibliotecarios.

• No bebe, no fuma, no vota por la misma razón por la que no

paga sus impuestos de sufragios. No usa trampas para cazar animales

y hasta se ha comentado que ayuda a los zorros a escapar

de ellas. No tiene que luchar contra vicios propios sino ajenos.

Escribe: “Generalmente, la sociedad es demasiado barata. Nos

encontramos a intervalos demasiado cortos, sin haber tenido

tiempo de adquirir ningún valor nuevo el uno para el otro”. Y

más adelante: “En mi casa tenía tres sillas: una para la soledad,

dos para la amistad, tres para la sociedad”. Rechaza una y otra

vez a quienes se acercan para imitarlo, para seguirlo a Walden.

No. Cada uno debe crear su propio Walden: en Bruselas, en

Okinawa, en Tafi Viejo, en Madrid, en donde fuere. Reducir las

necesidades exteriores e interiores. Cambiar. No cree en un ser

humano puro de la cuna a la tumba. Sí en la posibilidad de la

decisión por un cambio.

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Emily Dickinson (1830-1886), desde la ventana de su casa entraba

en contacto con el mundo, su mundo cercado de naturaleza, a la cual

ella captaba en los siguientes versos:

“Para mi fino oído las hojas murmuraban

y eran campanas los arbustos”.

Y para extenderse hacia el horizonte que se tornaba inasible, echa

mano de los elementos sencillos que pueblan el paisaje:

“Para hacer una pradera

toma un trébol

y una abeja.

Trébol y abeja toma,

y un sueño.

Pero si abejas faltan

con un sueño te basta”.

La Dickinson era, en sí, silenciosa, trascendental. En vida publicó

cuatro poemas. Cuarenta años después de su muerte, su nombre empezó

a popularizarse en los círculos cultos y universitarios de Estados Unidos.

Esa nombradía la estimuló la publicidad de la colección completa

de sus poemas, y la edición de una especie de biografía titulada The life

and letters of Emily Dickinson. Para lograr toda la fama que ha adquirido,

sólo necesitó “una casa silenciosa y una ventana”, y la naturaleza

acechando afuera.

De ella, dijo Agustí Bartra: “Tal vez fue un éxtasis que se bastaba

a sí mismo”.

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En cuanto al contacto con la naturaleza, la hierba de Whitman

(1819-1892), por ejemplo, está presente en toda la literatura norteamericana.

Como sabemos, surge en Whitman como expresión básica de

su discurso. Su libro se llama Hojas de Hierba. Pero también se da en

Theodore Dreiser, Jack London, Herman Melville, Emily Dickinson,

John Dos Passos, John Updike, entre otros. Whitman, un contemplativo,

un hombre que podía ser caminante, enfermero, adorador de lo

sencillo, lo corrobora cuando canta:

“Iré al bosque, y

sin disfraz, desnudo, gozaré del contacto que me enloquece.

El vaho de mi aliento,

los ecos, las ondulaciones, el zumbido de los murmullos, las

amorosas raíces, los filamentos de seda, los zarcillos y las vidas,

mi inspiración y espiración, el latido de mi corazón, la sangre y el

aire

que inunda mis pulmones,

el olor de las hojas verdes y de las hojas secas…”

Un poeta debe tener un agudo sentido de lo maravilloso. Por eso

hay que ver “lo milagroso en lo habitual”, como quería Ralph Waldo

Emerson. Para él, “una hoja, una gota, un instante, están relacionados

con el todo y participan de la perfección del mismo”.

O como pensaba Whitman, cuyo objetivo, como sabemos, era “cantarle

al lugar común”, quien a la vez consideraba que “cada hora del día

y de la noche es un milagro”.

Escribió Whitman: “Puedo pasarme horas enteras tendido en el prado

observando cómo brota una hoja de hierba”. A uno de sus amigos, le

dijo Emerson: “Vaya a Brooklyn a visitar a Whitman. Allí verá usted a

un poeta de verdad, a quien realmente puede admirar… los americanos

que están en el extranjero deberían volver a sus hogares: nos ha nacido

un hombre”.

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El profesor francés Roger Asselineau, conferencista de la Universidad

de La Sorbona, sostiene que la mayoría de los novelistas norteamericanos

son “esencialmente poetas”. Y agrega: “Creen en percepciones

profundas más que en ideas, en intuiciones más que en la fría razón”.

Faulkner dijo que sus textos narrativos eran “poemas fallidos”. Por

ejemplo, los cuentos cortos de Sherwood Anderson de comienzos del

siglo XX no son narraciones clásicas. Comienzan en cualquier parte.

“Simplemente expresan su asombro ante “curiosas pequeñeces”.

El mismo profesor Asselineau señala que la mayoría de los novelistas

franceses más que narradores son filósofos, y los ingleses o europeos

tienen más tendencia hacia lo intelectual.

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Así, una pregunta difícil de responder es: ¿Qué es la hierba? ¿Por

qué no tiene otro color el viento?

Sostiene el profesor francés Asselineau que los escritores norteamericanos

se hacen las mismas preguntas del niño, se interesan en “pequeños”

detalles. Y agrega el estudioso galo: “Los poetas ingleses viven

en un mundo de contornos borrosos, mientras que los norteamericanos

habitan un mundo de objetos sólidos, filosos y de formas bien definidas

y lo disfrutan”.

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Carl Sanburg, por su parte, norteamericano de ascendencia sueca,

influido por esa visión, pudo cantar así:

“A través de Nevada y de Utah,

ved la marcha de las montañas hambrientas.

Son frías y blancas,

descansan,

se han lavado la cara con horribles

fuegos,

han levantado la cabeza hacia pesadas

nieves”.

O Vachel Lindsay (1879-1931, Springfield), quien defendía “el

evangelio de la belleza”, y minimizó su vida hasta llegar a obtener el

sustento de la venta de un plegable que humildemente se titulaba “Versos

para ser cambiados por pan”. Caminaba por pueblos y veredas para,

como profeta, predicar la verdad y el arte. En ellos montaba un verdadero

espectáculo de vodevil.

Lindsay, afectado de trascendentalismo, cantó así: “Soy el sueño

del arroyo / un gran autor de estribillos, / que ha nacido del vapor. /

Toco flautas, toco flautas, / toco pitos, / toco pitos / de esperanzas”.

Abrumado por la sensación de no ser comprendido, de no ser valorado,

se suicidó en una noche de diciembre de 1931.

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El californiano Robert Frost, que ejerció de maestro y de hacedor

de zapatos, también asumió y cantó el contacto con la naturaleza, Y

escribe en su poema “Abedules”: “Cuando veo abedules oscilar a la

derecha / y a la izquierda, ante una hilera de árboles más oscuros / me

complace pensar que un muchacho los mece”.

Así, tocado por el amor al mundo natural que lo rodea, pues había

vivido con su familia en una granja, Frost incluye en sus poemas la flor,

la abeja, el pastizal, el bosque, el caballo, las aguas, la noche de invierno,

el fuego, el hielo. Escribió así:

Yo fui también, antaño, un columpiador de árboles;

muy a menudo sueño que volveré a hacerlo,

cuando me hallo cansado de mis meditaciones,

y la vida parece un bosque sin caminos…”

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Se ha dicho: hay que saber “ver”. También se ha dicho: todo el que

mira, no ve. Quizá hay una forma de “ver” lo que no se ve. Emerson

dijo: “La creación visible es el término, o la circunferencia de lo invisible…”.

Lo que se ve, como creía Hemingway, no es más que la punta del

iceberg; las 7/8 partes se hallan ocultas, sumergidas. Sherwood Anderson,

cuando describe el exterior de las cosas, no hace más que tratar de

descubrir la vida secreta de la gente.

A otros, como a William Carlos Williams, les interesa el “puro valor

físico de las cosas”. Y poetiza: “Corre el agua todavía… / Canta aún

el viento”.

Y en “Love Song” (“Canción de amor”) escribe: …”No hay luz… /

Sólo una espesa mancha de miel / que gotea de hoja a hoja / y de rama

a rama, / empañando los colores / del mundo entero…”.

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Esta poesía vinculada a lo físico, a los seres, a lo espiritual y a la

naturaleza, tiene una identificación, un carácter, una geografía de procedencia.

Y ha permitido que la creación norteamericana, aunque está

escrita con el mismo idioma, se diferencie de la poesía inglesa, quizá

asistida por motivos más abstractos o sutiles.

El grito de independencia idiomática lo dio la poesía de los Estados

Unidos, y para ello le bastó mirar el paisaje a fondo, ya sean hombres o

naturaleza, y cantarlo con autenticidad y énfasis.

EPÍLOGO

Más de un siglo después, el maestro argentino Ernesto Sábato,

cuando la vida física ya le anochecía, escribió en la introducción a su

libro Antes del fin, las siguientes palabras escalofriantes y certeras:

“De este modo, entre negativas a escribir estas páginas finales,

lo estoy haciendo cuando mi yo más profundo, el más misterioso e irracional,

me inclina a hacerlo. Quizá ayude a encontrar un sentido de

trascendencia en este mundo plagado de horrores, de traiciones, de envidias,

desamparos, torturas y genocidios. Pero también de pájaros que

levantan mi ánimo cuando oigo sus cantos, al amanecer; o cuando mi

vieja gatita viene a recostarse sobre mis rodillas; o cuando veo el color

de las flores, a veces tan minúsculas que hay que observarlas desde muy

cerca… Modestísimos mensajes que la Divinidad nos da de su existencia”.

BIBLIOGRAFÍA:

ANTOLOGÍA DE LA POESÍA NORTEAMERICANA. Selección, versión y prólogo de Agustí Bartra. Universidad Nacional Autónoma de México, 4.ª Edición, 1988.

DICCIONARIO FILOSÓFICO. Edición Panamericana.

SÁBATO, Ernesto. Antes del fin. Barcelona, España. Editorial Seix y Barral, 2002.