35 – Georges René Weinstein

Para todo hay un momento

Camina erguida, bien plantada, del brazo la sujeta su eterno compañero.

Cada día, cuando pasa cerca del edificio, que construyen junto al parque, le silban y la agreden con palabras, los hombres que se apretujan en las planchas dos y tres. Con risotadas y frases desagradables se mofan y se excitan, yendo algunos… ¡mucho más allá!

Si al menos uno pudiera susurrarle: “¿!has brotado, acaso, del pincel de Botticelli!?”; entonces ella sería la excitada.

Pasa en silencio, y agachada; quisiera mirar, para enfrentar sus rostros insidiosos y gritarles que los odia, por su morbo imperdonable, pero no se atreve a hacerlo. El acompañante contiene su rabia; es guapo y corpulento, pero ellos son muchos y lejanos, y empuñan en sus manos martillos y cinceles.

Desde hace unos días percibe a alguien nuevo, por las voces y los retos de los otros, que lo incitan a que, también, la acose y le demuestre que es un “macho”, gritando diez sandeces “al modo de un pobre hombre insatisfecho”. Es miércoles, y el muchacho no puede evadirse del asedio. Al fin se atreve y dice algo, pero solo sabe hacerlo con respeto: “!Hola hermosa dama!” –susurra–. Ella mira de reojo, se confunde y continúa caminando.

Al sábado siguiente, ¡con la luz de los faroles!, la barriada se reúne en el baile del patrono. Es la noche en que la gente comparte sin distingos, y la mujer acude del brazo del amante. Nadie se atreve a invitarla, quizás los intimida su porte y su belleza, no son capaces de escuchar la negativa, o temen que a su amigo le moleste.

De repente, sus ojos se cruzan con los ojos de ese joven, que furtivo la observa desde el fondo, y ahora rehúye la mirada. La mujer se yergue y musita algo, al oído de su hombre; camina con soltura, radiante, y se dirige en busca del muchacho. Se acerca y le sonríe y reta; él está azorado. ¡Está bien! –asiente.

Van al centro del salón… y comienzan a danzar. La música es alegre. Se miran y acoplan sus pasos entre ellos.

Nadie podría adivinar –¡“con esas licencias que solo se permiten y conciben en el baile”!– cuántas veces sus cuerpos se juntaron; si se impregnó de sudor toda su piel; si entre sus dedos, apretados, se fundieron sus latidos; si sus sexos se rozaron, tras el cruce ¡incendiario! de sus piernas; si de mirarse tanto y sin brotar una palabra, con su pensamiento se entregaron, ¡sin contención!, por un momento.

Ella regresa, y el compañero le pregunta:

–¿por qué bailaste tanto?

–El muchacho baila bien –fue la respuesta.

–¿Y por qué tiemblas?

–Es que danza rápido, ¡y estoy rendida… del cansancio!

Es lunes, y otra vez se renueva la rutina. Ella se acerca, y avanza, con el rostro levantado. Todos se sorprenden y esperan expectantes. La dama se enfoca en el muchacho, y él se arrima hasta el borde de la plancha. Se miran y sonríen y… ¡de nuevo, por un momento, danzan!