Colombia – Abril de 2020 – No. 34
Introducción
a las historias de José Felipe
Jairo Trujillo M.
La primera parte puede leerse aquí.
La segunda parte puede leerse aquí.
La tercera parte puede leerse aquí.
La cuarta parte puede leerse aquí.
La quinta parte puede leerse aquí.
La sexta parte puede leerse aquí.
Estas historias sucedieron entre 1970 y 1980. Son producto de una vida errante y soñadora, que iba en pos de una ilusión lejana, como dice el bambuco.
Se iniciaron en Bogotá y Medellín. Luego por la ciudad de Neiva y la región arriba de Vegalarga en el Huila. Garzón y el Caquetá fueron también escenarios. San Pedro de los Milagros en Antioquia cambió mi vida de soltero. Zarzal en el Valle y otra vez por la zona de Vegalarga fueron mi luna de miel. Después vino Santo Domingo en Antioquia y el retorno a Medellín y la experiencia con la gran industria automotriz. A continuación vinieron varios años en el Suroeste antioqueño, primero en Altamira y luego en Urrao. Y el ciclo de la década se cerró nuevamente en Medellín y Bogotá.
Esa vida andariega, primero fue con un amigo trotamundos y después con mi esposa y con mis hijos.
Nací en el Suroeste de Antioquia después del 9 de abril de 1948. De niño las primeras historias que oí fueron las de la época de La Violencia. Los juegos fueron a la guerra en el monte que era de nuestra familia y que estaba encima de la casa donde vivíamos. Combia se llamaba dicho monte.
A finales de la década del 50, América se estremeció como nunca en la mayor de las islas del Caribe.
Posteriormente, los años 60 fueron testigos de grandes acontecimientos en el mundo y en Colombia. La literatura y el arte, los movimientos sociales y todos los países fueron escenarios de grandes convulsiones. Y la onda se prolongó hasta la década siguiente.
Acontecimientos que incidieron poderosamente en la juventud colombina de aquellos años. Mientras unos pocos tomaban el camino de las armas y se iban a las selvas más profundas, multitudes se levantaban en grandes protestas y centenares de miles de campesinos protagonizaron más de quinientas invasiones en todo el país con la Asociación de Usuarios Campesinos, Anuc, a la cabeza. Al tiempo que los trabajadores del azúcar y los recolectores de algodón del Valle, los de Tejidos Única, los de Sofasa-Renault y muchos otros hacían huelgas y paros por doquier. Por su parte la juventud estudiantil se hizo ver en multitud de jornadas. Muchos jóvenes se zambulleron en esas aguas de tormentas sociales y se integraron con los campesinos y los trabajadores.
Ese era el ambiente que se vivía en aquellos años que relato en estas simples historias.
Pocos años después, los ríos, valles, montañas y selvas del Suroeste antioqueño se tiñeron de rojo. Las botas de caucho y las de cuero, junto con morrales y fusiles, todos llegados de afuera, rompieron la tranquilidad de aquellas gentes sudorosas y de manos callosas. Miles de habitantes del campo marcharon a las ciudades y a los pueblos, abandonaron sus parcelas y lloraron a sus muertos, desaparecidos y despojados de sus tierras. No se pudo volver a pescar de noche. Ahora, los nuevos visitantes son multinacionales y grandes empresarios nacionales y capos de la mafia. Tienen sus ojos puestos en la minería, la agricultura y la ganadería.
***
Hace dos años, en la crónica sobre La Choclina, suspiraba por volver a esa querida región. Hace unos días ese sueño se cumplió. Armé morral y junto con unos amigos del alma emprendimos la aventura.
La Choclina es una vereda del municipio de Anzá, en el departamento de Antioquia. Está más cerca de Altamira, corregimiento de Betulia.
Poco a poco fueron llegando a la escuela de La Choclina estudiantes y habitantes de la vereda. Habían sido convocados por la maestra Diana Londoño. Les había dicho: “Hoy viene un escritor que vivió aquí hace muchos años y que escribió un libro sobre nosotros”.
Antes, habíamos bordeado el río Cauca desde Bolombolo, admirando sus meandros y raudales y vistosos paisajes, hasta llegar al hermoso municipio de Anzá. Poco antes del pueblo, encontramos un aviso a mano izquierda que anunciaba la ruta para el corregimiento de Altamira, correspondiente al municipio de Betulia.
Anzá está en una zona empinada, en un verdadero mirador hacia el gran río y con una vista sensacional. Su parque es acogedor, la iglesia, muy bonita y un ambiente tranquilo. Muy arriba de la cabecera municipal se encuentra la vereda La Choclina, pero la carretera hacia allá está en la vía hacia Altamira. Nos devolvimos unos pocos kilómetros en dirección a Bolombolo y giramos a la derecha en donde decía Altamira. El paisaje cambió completamente: Inmensos cultivos de mango tommy y de cítricos se extendían por todas aquellas montañas, casi hasta donde en lontananza, pasando la quebrada La Purco, se alcanza a divisar la cuchilla que bordea la vereda La Choclina. Clic varias veces para que quedara grabada aquella imagen en mi cámara.
Luego de almorzar en Altamira, regresamos a las partidas que conducen a La Choclina. Nos esperaba un estudiante de la vereda, enviado por la maestra, quien nos guio hasta la escuela. A las dos de la tarde, hora convenida, estábamos descendiendo del vehículo. Era una escuela amplia, ubicada en la parte alta del sector, con una panorámica magnífica hacia la Cordillera Central, donde están Armenia, Ebéjico y Sevilla. La escuela se encuentra rodeada de cafetales y árboles de diverso tipo. A lo lejos, alcancé a ver la casa donde viví hasta 1978. Todo estaba más verde y hermoso que en aquellos años. Me sorprendió el progreso de la vereda. Más poblada, con carretera y donde la tecnología no ha sido esquiva para sus habitantes: en su gran mayoría tienen teléfono celular e internet.
Mucho más poblado, con carretera, luz eléctrica y muchos de sus habitantes con celular e internet.
Volver a revivir viejos amores, volver a renacer las esperanzas, cantaba yo para mis adentros, con el corazón henchido de la emoción.
La reunión se inició con la presentación de la maestra, una joven entusiasta y dinámica, que ama su trabajo con esa comunidad. Había estudiantes hasta el último año de bachillerato y padres y madres de familia y directivos de la Acción Comunal. Muy atentos y respetuosos, hicieron algunas preguntas e intervinieron con sus palabras. Hablamos amenamente, les mostré un machote o borrador del libro y les dejé un ejemplar. Les prometí que cuando se publicara, ellos tendrían varios ejemplares. Recordamos viejos tiempos con algunos de ellos y nos insistieron en que deberíamos volver. Alguien nos puso la tarea de averiguar de dónde viene el nombre de Choclina.
Se cumplía así ese sueño que yo venía acariciando desde hace mucho, de regresar a esa querida región.
Casi anocheciendo, emprendimos el viaje con Urrao como destino. El mismo que en aquellos tiempos lo hacía con mi amigo Suso Zapata a pie por espacio de doce horas. Y quedó tan hondo en mi cerebro, que cuando dormía soñé durante años caminando por esas trochas hasta llegar a una montaña muy alta que impedía el paso hacia Urrao. Para cruzar al otro lado, sólo había un túnel por el que pasábamos arrastrados; me sentía morir de angustia por el encierro y me despertaba cuando ya veía la luz del otro extremo.
Primero, regresamos al pueblo de Altamira, donde amanecimos. Después, por casualidad conocimos a la hija de uno de los viejos amigos de aquellos tiempos y continuamos nuestro recorrido por la carretera que conduce a Urrao. Vimos maravillados los enormes cafetales y cultivos en invernadero de San Mateo y de otros cañones. Todo surcado por carreteras y luz eléctrica. Ahí estaban claras las arrugas de San Mateo, que se describen en uno de estos relatos.
Y a lo lejos divisamos el cerro de la San José, tal vez el que en mis sueños nos impedía el paso y que ahora lucía majestuoso y a un lado. Más adelante, el paisaje fue cambiando y entramos al valle de la quebrada que lleva el mismo nombre del cerro y que desemboca al río Penderisco en Urrao. Extensos cultivos de aguacate, de lulo, de hortalizas y de verdes praderas mostraban una región pujante y emprendedora como pocas.
El propósito de ir a Urrao era el de visitar a viejos amigos y descender río abajo hasta donde termina la carretera. Visitamos a las hijas de mi amigo Herman Herrera en Pabón. Nos deleitamos con el paisaje y los meandros de los ríos Pabón y Penderisco. El anhelo que siempre había tenido y que las veces que lo intenté no pude hacer, era bajar hasta El Sireno, a donde llega la carretera del río abajo. Y quería tomar algunas fotos. En todo el recorrido, se observaban cultivos de hortalizas, de aguacate, de caña y de café. El río se cerraba tanto que casi se perdía el río en medio de la vegetación. Allí, en el puente que atraviesa el Penderisco para iniciar el recorrido hasta Siberia, como nosotros la llamábamos a aquella región donde nació mi hijo menor, se veían aquellas aguas caudalosas, crecidas por el río Encarnación que desemboca ahí cerca. Y después, después… muchas horas de camino, casi un día entero hasta llegar al lugar donde vivimos hace más de cuarenta años. Eso hacía que yo no pasaba por allí. Ya había un poco más de casas y negocios que antes y varias mulas acababan de ser liberadas de la carga de rastras de madera. Me dijeron en la alcaldía que el propósito es continuar la carretera hasta Mandé.
Nos dirigimos al corregimiento de La Encarnación, por donde está el camino para el Parque Nacional de las Orquídeas. En su parque permanecen las huellas de la violencia: Hace como veinte años, junto a la pequeña iglesia, un gran número de campesinos fueron fusilados por la espalda por centenares de paramilitares. Una placa es fiel testigo de ese hecho.
Con un cúmulo de emociones y el corazón que quería salirse, regresamos a Urrao.
En el pueblo nos encontramos con Pedro Pequeño y le regalé otro ejemplar del machote de este libro, pues él es uno de sus protagonistas.
Emprendimos el regreso a Medellín por un lugar para mí desconocido: Todo el valle del río Pabón, adornado por sus meandros, las verdes praderas y grandes cultivos de lulo y aguacate. Remontamos el cerro El Plateado, que sirve de límite con el departamento del Chocó. Al descender, ¡oh sorpresa!, nos encontrarnos con los inicios del río más caudaloso del mundo de acuerdo con su extensión: el Atrato, que nace en el mismo cerro. Más emociones para todos nosotros y más admiraciones para mis amigos. Luego, El Carmen de Atrato en el Chocó y una gran mina de cobre al lado del río Atrato. Y al avanzar hacia Ciudad Bolívar, grandes cafetales adornan las infinitas lomas.
Fue un recorrido grandioso, ilustrativo de lo que se narra en este libro. Con paisajes de verdes de muchos colores, como lo dijera el poeta Epifanio Mejía. Con valles y cañones profundos, con muchos montes y praderas, con cultivos de todo tipo. Y sobre todo, con una gente hospitalaria, noble y de un empuje incomparable para el trabajo. Llanuras y montañas que recorrí con mi familia y con mis amigos.
A ellos van dedicadas estas páginas.
28 de abril de 2020.
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