33 – Alfredo Cardona Tobón

Una visión de mitad del siglo XX

El Medellín de mitad del siglo pasado con la Avenida La Playa, el Teatro Junín, el barrio Laureles, la Catedral de Villanueva, el aviso de Coltejer en la loma de Enciso, el parque de Berrío, las misas del padre Pacho… son parte de la ciudad que muchos recuerdan o han oído mentar en repetidas veces.

Sin embargo, además de los íconos que identifican esa ciudad cantada por tantos, existen otros cuya memoria quedó estampada en quienes recorrimos la ciudad empujados por la cotidiana lucha por la vida.

Yo descubrí ese otro Medallo en una madrugada de 1946: Recuerdo el olor a chocolate y arepas de los ventorrillos cerca de la estación del tren, el  chirrido de los carros de bestias en Guayaquil y el bullicio de esa colmena que, por entonces, era el corazón de la capital antioqueña.

Todo empezó en el atardecer del día anterior, cuando mi padre salió de Quinchía con destino a Medellín en un bus escalera repleto de revuelto y bultos de harina de yuca. Papá Luis Ángel manejaba el carro y yo su hijo mayor, con apenas ocho años de edad, lo acompañaba en mi primera gran aventura lejos de casa.

Cruzamos por Riosucio, el anochecer nos arropó en Supía y con el motor rugiendo por una carretera destapada llena de pedruzcos y con estrechos puentes, remontamos la cuesta hasta Hojas Anchas, límite con Antioquia, donde paramos a comer frijoles con garra, arroz con carne molida y huevos, un tazón de mazamorra y una gruesa tajada de queso con bocadillo de guayaba.

Pasamos por Caramanta, atravesamos las calles de Valparaiso y por esa vía que era algo más que una trocha, llegamos a La Pintada al filo de la media noche. A esas horas la luz de la luna plateaba el ancho curso del río Cauca y por encima de él cabalgaba un puente con piso de madera que traqueaba al paso del bus escalera. En 1946 La Pintada era un corregimiento de Santa Bárbara con una corta calle por donde pasaba el tren y el tráfico automotor entre Antioquia y el Viejo Caldas. Era un pueblito insomne que ebullía las veinticuatro horas del día al ruido de las vitrolas, la espuma de las cervezas y las risas de muchachas pintorretiadas que yo veía por primera vez en mi vida.

El sueño me venció y vine a despertar en el Alto de Minas en medio del intenso frio y el olor de los sietecueros cuyas ramas se inclinaban sobre la carretera destapada. Llegamos a la población de Caldas y las edificaciones a lado y lado de la carretera se fueron multiplicando. Nada, ni siquiera el sueño que hacía cerrar mis párpados me iba a privar de admirar a Medellín, la mentada ciudad de mis mayores, la cuna de muchos de mis ancestros.

Pasamos por el puente de Guayabal envueltos en las sombras de la madrugada. Pronto amanecería, y era necesario llegar a la plaza de Guayaquil en las primeras horas de la mañana para vender a buen precio los productos llevados. Nunca había visto casas de más de dos pisos, así que entraba a un mundo nuevo con avisos luminosos y altas edificaciones. Los comerciantes de revuelto se acercaron y con la veteranía de mi padre, ducho en negocios de esa clase, la chiva se fue desocupando hasta que a las siete de la mañana solo quedaban los bultos de harina de yuca que se descargaron en una panadería ubicada por los lados de Barrio Triste

“Guayaco” era una batahola: Carretas y carretillas, la Farmacia Pasteur con un enorme aviso, los pitos del tren, los buses que pasaban raudos hacia los barrios América y Belén, los cafetines que no cerraban y desgranaban música noche y día, los almacenes de cacharros abiertos desde las siete de la mañana, los hoteluchos de mala muerte, “minas” por todos los costados y la galería que explotaba plena de vida y energía…

El regreso a Guayaquil

Coteros sudorosos volvieron a llenar el bus escalera de bultos. Se llevaba sal, telas, manteca en latas, pescado seco… repasamos el camino de regreso dejando atrás un monstruo de ciudad que de paso identifiqué con Guayaquil, pues fue lo único que vi en ese viaje atropellado.

Pasaron tres años y regresé a la capital de Antioquia con papá, mamá, mi hermano menor y dos hermanitas pequeñas. Pero esta vez no íbamos de negocio ni de paseo sino de huida, exilados, echados de nuestra tierra por los facinerosos orientados por un calvo que sus tenebrosos seguidores distinguían con el nombre de Mariscal Alzate.

Sin dinero, casi desnudos, en derrota, cruzamos el puente de Guayabal en la vieja chiva en las primeras horas de la mañana, pasamos frente de la galería de mercado que hervía como un hormiguero. Y trepamos hasta el barrio Gerona, donde un alma caritativa nos dio cobijo en un pequeño cuarto, no solo a mi familia sino también a la familia Betancourth que venía con nosotros. Doce personas nos acomodamos en un cuarto, además de un perro y unos pollitos que cogí en el solar de la casa de Quinchía y metí en una caja sin la anuencia de mis padres.

Como mis viejos eran berracos y de testa alzada, en pocos meses salimos de la pobreza vergonzante y un nuevo panorama empezó a verse en una ciudad que nos recibió con los brazos abiertos. Bendito sea Medellín y benditos los antioqueños que acogieron a miles y miles de damnificados por la violencia entronizada en los departamentos vecinos.

Como yo era medio montañero y vivía en el popular barrio El Salvador, recuerdo otro Medellín distinto al de Junín y los alrededores del parque de Berrío. Para mí eran lo máximo las heladerías de Aranjuez y el barrio Belén, la de Buenos Aires y las del parque de Envigado; recuerdo al teatro Ayacucho en Gerona, los dos teatros del barrio Buenos Aires, otro en Belén y otro en La América, adonde entraba a Galería pues no alcanzaba la plata para pagar una butaca en Platea. Tampoco me olvido de las potreros llenos de uñegato entre el río Medellín y el barrio Belén y las mangas de zancudos que en nubes cerradas inundaban las casas construidas por el municipio al pie del cerro Nutibara.

Como buen cristiano acompañaba a mamá a las misas en La Veracruz o La Candelaria y como buen hijo le cargaba una canasta cuando íbamos a comprar verduras frescas a la acogedora placita de Flores, adonde bajaban los campesinos de Santa Elena con los productos de la tierra fría.

Las noviecitas de los parceros de la barra, lindas, tiernas y puras como el manto de la Virgen María, estudiaban en el CEFA y en el Colegio Mayor de Antioquia y nosotros, “muchachos” de medio pelo, éramos alumnos, a mucho honor, del colegio Marco Fidel Suárez y del Liceo Antioqueño y nos hacíamos romper el alma por nuestros planteles cuando desfilábamos en las fiestas patrias al lado del San José y del San Ignacio y cuando en gloriosas jornadas acompañábamos a los universitarios en las manifestaciones contra Rojas Pinilla.

Envigado estaba lejísimos y no hablemos de Copacabana y Girardota, parecían pueblos de otro departamento. Con Chepe Toño Restrepo todos los sábados subíamos en bicicleta de turismo hasta Rionegro y la Ceja. Era un paseo del día entero, subíamos por Las Palmas y bajábamos por Santa Elena con dos o tres paradas en las ventanas de las amiguitas que conquistábamos durante el recorrido.

Como decían que los intelectuales se reunían en el Café la Bastilla, los futuros bachilleres del Marco Fidel entrábamos pasito a ese recinto cultural, comprábamos tinto, hacíamos carrizo y nos fumábamos un Pielroja. Al salir sentíamos que nuestro cuerpo se había llenado de ciencia infusa. Hubo una temporada en que usábamos boina y nos afeitábamos solamente la mitad de la cara. En la otra mitad crecía disparejo el hirsuto pelaje adolescente.

Era una dicha ir al centro al almacén Caravana y utilizar las primeras escaleras eléctricas de Medellín, también armar paseos de olla a las mangas de Robledo o coger el tren y bajarse en la estación Malena donde nos copetoniábamos con los menjurges preparados con Freskola y alcohol etílico. No me explico cómo esa generación no acabó con sus hígados y riñones. Mucha cerveza, mucho aguardiente, mucho cigarrillo en la década de los cincuenta y los sesenta, pero pese a lo dicho de esos años, la marihuana y las drogas eran lacras que se ocultaban y aislaban a quienes las consumían.

Llegó la época universitaria con las tomatas en el grill Bulerías y los irrespetos a los símbolos de la patria, como esa vez que escalamos la estatua ecuestre de Bolívar y le amarramos una bayetilla roja en la cabeza. Fue un escándalo fenomenal… los patriarcas del Club Unión trinaron y se movilizó la fuerza detectivesca para atrapar a los culpables que impunemente seguimos cometiendo pilatunas.

En mis años de la Pontificia Universidad Bolivariana mi corazón se endosó por completo a Medellín y sus latidos se coordinaron con mi primer trabajo en Coltejer, con una monita ojiverde que fue el primer gran amor de mi vida, con la Bachué del cerro Nutibara, las serenatas, los trasnochos en la Curva del Bosque y en Lovaina y mi primera casa propia en el barrio Simón Bolívar. Como ascendí a otro estrato social, pues era un flamante ingeniero, no volví a ver los culebreros de Guayaco ni a buscar tenis baratos en sus tiendas; la plaza de Cisneros desapareció de mi vida al igual que las recochas en la manga de la Bayadera y las visitas a los “numeritos” de La Toma y Campo Valdés.

Muchos recuerdos de ese tiempo se esfumaron, empero hay otros perennes como los buses escaleras que salían de San Javier y trepaban hasta Villa Hermosa con un ayudante que cobraba los pasajes pasando de banca en banca como un mico. Medallo era una ciudad con tranvía: una línea iba arriba de Aranjuez y otra hasta la parte alta del barrio Buenos Aires, existía el Hotel Nutibara y el Bosque de la Independencia con cafetería, lago lleno de gupys y un modesto teatro. Los estudios de la Voz de Antioquia se llenaban con las presentaciones de los artistas locales y en la Biblioteca Pública Piloto enseñaban gratis inglés, francés e italiano y se adornaba con las preciosas muchachitas que no iban a estudiar sino a conseguir novio.

Hubo un paréntesis en la Siderúrgica Paz del Río en Boyacá, donde adquirí experiencia y me casé con una argentina. Regresé a mis pagos, era imposible olvidar la Bella Villa; pero como todo idilio tiene un final, un día cualquiera, aburrido con mi trabajo en FUTEC renuncié y busqué oficio en Bogotá. Atrás quedó definitivamente la bella etapa en Medellín y mi corazón ingrato le cedió gran parte de sus fibras a la cuna de los rolos. La vida me llevó a Cartagena y a Manizales y al fin recalé en Pereira , no muy lejos de donde empecé a hacerle quites a la vida.

A estas horas Medellín es para mí un sueño difuso, una bella etapa de un muchacho pueblerino, que creyendo conquistar el mundo se envolató entre espejismos y se alejó de la ciudad amable donde deberían reposar sus cenizas.

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