Vigen del Carmen, nos matamos…
Agosto 8 de 2018
En 1984, Ingeominas (hoy Servicio Geológico Colombiano) ejecutaba con el apoyo del Servicio Geológico Alemán (BGR-Hannover) la cartografía geológica de 30.000 km² en la selva chocoana. Es la segunda región más lluviosa del mundo (11.000 mm/año) después de Cherraspunji, en la India (12028 mm/año). Cuando pienso en el Chocó, se me viene a la mente el municipio de Pizarro, aquel día viendo llover 48 horas, con interrupciones esporádicas de media hora para continuar el aguacero; estuvimos esperando que escampara durante cuarenta y ocho horas, sólo oíamos la matraca que producía la lluvia sobre un techo de zinc hasta que escampó. Subimos río arriba, para hacer nuestros trabajos: observamos los estragos producidos por semejante diluvio: había arrasado todos los ranchos que estaban en las orillas del río Baudó, en Pizarro. En el pueblo no pasó nada debido a que la baja marea se encarga de sacar el agua lluvia y llevarla mar adentro (la marea es cada seis horas y puede ser de 4 m), fenómeno que no ocurre aguas arriba.
La franja cartografiada se extendía desde Mandé en Antioquia hasta el río San Juan en el Chocó.
Las comisiones cartográficas duraban 21 días; estaban integradas por dos grupos de geólogos, uno de ellos permanecía siempre en el campo; los dos grupos se alternaban: mientras uno entraba, el otro salía. Todo el equipo se movilizaba por medio de helicóptero, muy costoso, por cierto; en 1992, un día de helicóptero era de 12.000 dólares (al cambio de hoy serían aproximadamente 46´000.000 de pesos por lo menos). El transporte en helicóptero era muy complicado en esta región, a las que se agregaban otras dificultades, como no contar con ayudas de geoposicionador (GPS), radar o mapas del terreno; los mapas que teníamos no eran verdaderos mapas topográficos, sino mapas de drenajes, elaborados con base en algunas fotografías aéreas, imágenes de radar en escalas muy pequeñas (1:250.000, distorsionadas en los bordes); levantamientos de drenajes de los ríos y quebradas, por el método de cinta y brújula; así completábamos los mapas, porque no había mapas topográficos; en cambio, los norteamericanos sí los tenían y eran bastante precisos; ellos los utilizaban en la aeronavegación; a nosotros no nos permitían consultarlos porque dizque era una “información restringida”; pero no para USA, ellos siempre han tenido la tecnología para estudiarnos, pero nosotros no. El IGAC (Instituto Geográfico Agustín Codazzi) era el encargado de elaborar la cartografía topográfica del país y nunca lo logró. Durante más de 50 años estuvo esperando que el Chocó se despejara de nubes para poder hacer los vuelos y tomar fotografías aéreas; siempre esperaba que los cielos estuvieran despejados sin nubes (las fotos con nubes no sirven para la cartografía); pero, en ocasiones, el cielo se despejaba, entonces el avión no estaba disponible; así pasaron más de 50 años sin realizarse la cartografía. Es que el Chocó siempre está nublado y eso dificulta el vuelo de los helicópteros, los peligros aumentan. Decíamos en ese entonces que la profesión de piloto era la más peligrosa seguida de la del geólogo.
La imprecisión de nuestros mapas complicaba la orientación a los pilotos en la selva para tratar de encontrar el sitio en donde se había quedado el otro grupo de trabajo; el geólogo debía conocer la geomorfología del área, tanto desde el aire como por tierra; debía saber los tipos de orientaciones de las cadenas de montañas, los valles, ríos y quebradas. A esta incertidumbre se le agregaba la nubosidad, el mal tiempo y la guerrilla (ésta siempre ocupaba las áreas nubladas).
Hoy en día existen mapas más precisos del Chocó, debido a que USA liberó parte de la información, con el fin de competir con otras naciones que también la tienen.
Fueron muchas las ocasiones que volamos en helicóptero, desde el aeropuerto de Medellín hasta Urrao, donde teníamos un campamento base, para distribuir todo lo necesario para las comisiones y desde este sitio volábamos a las diferentes áreas de trabajo.
Cuando íbamos de comisión, teníamos que estar a las 5:30 de la mañana en el aeropuerto para emprender el vuelo. A las seis arrancaba el helicóptero, siempre y cuando hubiera buen tiempo, tanto en Medellín como en el lugar de trabajo (había un radio, de alta frecuencia, en el lugar de la comisión para reportar el tiempo); en varias ocasiones tuvimos que suspender los vuelos por uno o más días por el mal tiempo.
Si la visibilidad era apropiada, salíamos del aeropuerto Olaya Herrera. Cuando volábamos por encima de las montañas, observábamos las puntas de los cerros sobresaliendo, por encima de las nubes y se veían como “chuzos” amenazándonos, ensartarnos en uno de sus picos. Me imaginaba que qué tal que el piloto no alcanzara a ver uno de esos cerros, escondido detrás de una nube y nos estrelláramos; es que volábamos sin radar (era una paradoja, mientras que los helicópteros no lo tenían, los murciélagos nacen con él).
Los dos grupos de geólogos estaban mezclados entre colombianos y alemanes; a mí me tocó con Ludwig Feldhaus (Luis), un alemán muy cordial, que se volvió como un hermano; la primera vez que viajé con Luis, como le decíamos, orientaba al piloto al lugar donde estaba el otro grupo de trabajo; íbamos a reemplazarlos. Cuando salimos de Urrao, observé que Luis utilizaba fotos aéreas; me sorprendí y le pregunté:
‒¿Usted está orientando al piloto únicamente con fotos?
‒Sí ‒me respondió.
‒No lo puedo creer. ¿Cómo hace?
‒Me estoy orientando por las curvas principales de los ríos, las que se ven más claras en la foto y sigo los cauces de los ríos y las quebradas, orientándome por las curvas del río, sobre todo por las que se logran ver bien.
Me quedé sorprendido y no lo podía creer, que solo con la brújula del helicóptero, el tiempo de vuelo, el apoyo de Luis y las fotos, estuviéramos buscando al otro grupo en medio de ese mar verde. Ah… también buscábamos las señales de humo, producidas por una hoguera, que nos habían comunicado por radio que las estaban haciendo para que los pudiéramos ubicar; me asusté mucho; pensé en el riesgo que se corre si el piloto solamente utilizaba la brújula, el tiempo recorrido y la velocidad del helicóptero para calcular la llegada a un sitio dentro de la selva. Me imaginaba que qué tal que el área se nublara y de un momento a otro no pudiéramos aterrizar; era lo más frecuente; si eso ocurriese, el piloto tendría que descender a un sitio para esperar a que el tiempo mejorara (con el agravante de que la guerrilla nos podría capturar).
El problema con la guerrilla era muy frecuente, como lo que nos ocurrió aquel día lunes 18 de noviembre de 1985, cuando estábamos en plena comisión y pasamos por encima del municipio de Urrao; seguimos derecho hacia las cabeceras del río Nendó, donde aterrizamos; como a las 10:45 de la mañana, cuando comenzábamos a armar las carpas, uno de los auxiliares que tenía el radio encendido, escuchó una noticia extra:La Coordinadora Guerrillera EPL-M19 acababa de tomarse a Urrao, a las 10:45 de la mañana. De lo que sucedió en Urrao en ese día lo narró la revista “Historia de Urrao en fotos”: “…la toma duró hasta las seis de la tarde; en la acción hubo cuatro muertos: un policía, una guerrillera, un estudiante y un borrachito; en la coordinación participó Rosemberg Pabón…” (Datos tomados del libro Historia general de Urrao, página 372). Yo era el encargado de la comisión y estábamos armando las carpas de campaña, cuando se me vino a la mente: “Qué tal que el ejército nos confundiera con un campamento de la guerrilla y comenzara a bombardearnos?”. De inmediato hice una llamada por el radio a la oficina en Medellín, para que se pusieran en contacto con la Cuarta Brigada y les mostraran las coordenadas donde nosotros estábamos para que no nos fueran a bombardear, al confundirnos con los guerrilleros.
Cuando uno va volando en el helicóptero las tensiones aumentan, pues la sola idea de encontrarse frente a frente con un grupo guerrillero y que de pronto disparen desde el terreno produce miedo; ocurrió varias veces cuando buscábamos al otro grupo. A pesar de que se encienden hogueras, para que el humo produzca un contraste entre el verdor de los árboles (a veces cubiertos por nubes), se dificulta localizar la columna. Muchas veces el grupo saliente tenía que esperar uno o dos días más, debido a que el helicóptero no podía llegar al sitio preciso, bien porque se había perdido durante un tiempo o porque el área estaba muy nublada, o porque se había pasado por encima del grupo sin poderlos ver. Teníamos que esperar, tal vez, hasta el otro día, hasta cuando las condiciones mejoraran para hacer un nuevo intento. El transporte en helicóptero siempre fue inquietante. Por eso casi ningún geólogo se le medía a orientar al piloto.
Siempre quise montar en helicóptero porque cuando hacía la fotointerpretación de las fotos, con la ayuda de un estereoscopio, sentado en un escritorio, me imaginaba, al ver el terreno de estudio y pintar las fotos con colores, los drenajes del suelo, los ríos, las quebradas, las cascadas, los picos de montañas, las casas, los cultivos, todos los eventos geológicos del paisaje: la imagen de una selva prístina se me quedaba congelada en la mente; todo lo que veía desde mi escritorio, en tres dimensiones, como si estuviera sentado dentro de un helicóptero estático, a más de cuatro kilómetros de altura, cubriendo una gran extensión del terreno sin moverme, suspendido todo el tiempo, eso era una fascinación para mí. Es que, con la fotointerpretación, bajo un estereoscopio, uno puede ver en tres dimensiones, cuando se colocan dos fotos contiguas, donde hay un 60 % de área repetida en cada foto de la misma área del terreno de estudio. Al poner las fotos debajo del estereoscopio, el área repetida (traslapada) permite al observador ver en tres dimensiones. Esa propiedad estereoscópica fue descubierta por los animales depredadores hace más de 60 millones de años; los mamíferos que nos antecedieron evolucionaron sus ojos, ubicándolos adelante, en la frente, para poder detectar la profundidad y ver en tres dimensiones; la función de la visión estereoscópica permite calcular la profundidad, para ver adónde va a caer el depredador; ese es el principio de la estereoscopía, descubierta por nuestros ancestros, los prosimios, los lémures.
Nuestras funciones de rutina eran entrar al Chocó para tomar muestras, hacer informes de campo, seleccionar muestras para análisis, revisar resultados, interpretarlos, discutirlos, producir informes de avance y volver otra vez a la próxima comisión. Y así fuimos yendo y viniendo muchas veces en el helicóptero hasta que un día Luis me dijo:
‒Hermano, le tocó a usted orientar al piloto.
‒¿Cómo? ¿Por qué?
‒Me tengo que ir a una reunión a Alemania para exponer cómo va el proyecto y usted es el único que está disponible, usted ya sabe cómo lo hemos hecho.
A partir de ese momento me inquieté mucho y a regañadientes acepté la responsabilidad.
Nervioso, me puse a compilar todas los elementos disponibles para poder orientar al piloto: hice la fotointerpretación, construí mapas de drenajes basado en información antigua, fotos aéreas, imágenes de radar, de satélite y toda la información disponible; estaba muy tensionado porque un error, en minutos de vuelo, tratando de encontrar al otro grupo por la selva, costaba muchos dólares y la factura de cobro de Helicol –empresa que alquilaba los helicópteros–, por vuelo realizado, era la que reflejaba la eficiencia del traslado de los materiales. Buscar al otro grupo era como buscar una aguja en un pajar, a través de la selva, en ese mar verde de picos, montañas, ríos, quebradas, áreas descopadas tratando de encontrar las señales de humo. Después de un tiempo me acostumbré, y ya no me querían soltar, siempre me pedían que orientara al piloto; eso me tensionó mucho, tanto que varias veces estuve a punto de renunciar al proyecto.
Un día, cuando orientaba el vuelo de Urrao al río Bebará y cuando pasábamos a la altura de El Sireno (hacia Mandé, al oeste de Urrao), estaba entretenido mirando el mapa del recorrido, de pronto sentí un ascenso rápido del helicóptero, pero no me preocupé porque eso era muy común; fue entonces cuando el piloto me dijo:
‒¿Sí se dio cuenta?
‒¿De qué?
‒Se zafaron las dos canecas de combustible de la mochila.
‒¿Cómo? ¿Está seguro? ¡No lo puedo creer!
Eran dos canecas de ACPM que llevábamos como refuerzo para el campamento en la selva. Cada caneca tenía capacidad de 55 galones. El ACPM puede arder debido a la alta presión producida por un impacto al chocar contra el suelo; ahí mismo me imaginé ese par de canecas cayendo desde la parte alta de la montaña, estallando o rodando loma abajo, arrasando con todo lo que encontrara, atravesando cementeras, casas, establos, personas y quien sabe qué más. No podía imaginarme bien lo que estaría pasando allá en el terreno. El sitio podría estar a medio día de camino desde Urrao, en sentido oeste.
El piloto quiso tranquilizarme y me dijo:
‒No debió haber pasado nada, solo que se perdieron dos canecas de combustible; en Urrao tenemos más; esto por acá está muy despoblado. Continuemos el traslado. Me tranquilicé y seguimos, continuamos las labores. Me interné a trabajar 21 días con el grupo y luego regresamos a la oficina.
Cuando estábamos haciendo los informes de comisión, como al quinto día, aparecieron en la oficina dos campesinos de Urrao, con dos pieles disecadas de vacas y nos hicieron el reclamo por su muerte; dijeron que las vacas las habían matado las canecas, cuando atravesaron el establo y se las habían llevado por delante.
En otra ocasión me tocó orientar al piloto para recoger a uno de los trabajadores que había sido picado por una mapaná. Yo no conocía el área y los buscaba aguas arriba por el río Comitá, curva por curva del río, hasta llegar a donde estaba el trabajador que había sido mordido por la serpiente. Casi no los encuentro, pues no había visto la columna de humo, pero sí logré ver las cajas de aluminio que transportaban las muestras, porque brillaban con la luz del sol. Con anterioridad habíamos aterrizado en el tambo del cacique emberá, Abelito, a quién le comunicamos el motivo de nuestro viaje. Ahí mismo pudimos ver a un indígena recostado en una pared del tambo, “cabeciagachado”, mirándonos con angustia y con muecas de intenso dolor que se reflejaban en su rostro. Apenas lo miramos, Abelito nos dijo:
‒A él también lo picó una mapaná hace tres días y lo estamos curando con yerbas. Urgencias como éstas se repetían una y otra vez. Otro día, cuando se había terminado la comisión y regresábamos al campamento base, la mochila del helicóptero se soltó: se cayeron todas las muestras (alma de la comisión) y ¡se perdieron todas!
Orientar al piloto ya era rutina y me volvieron a anunciar que debía colaborar con el piloto para el cambio de turno del grupo. Al otro día, me desperté a las 4 a. m., era un día muy lluvioso; no paraba de llover; me levanté aburrido, me arreglé y me despedí; llegué al aeropuerto Olaya Herrera y aún estaba lloviendo. El piloto dijo que en esas condiciones no podíamos volar y eso me aumentó la tensión; tuvimos que esperar hasta que el clima cambiara; después de dos horas la visibilidad mejoró. En el aeropuerto había otra persona más para el vuelo con la que yo no contaba, era un sobrino del jefe del proyecto, Michael Schmidt-Thomé; quería ir a conocer las selvas chocoanas. Él se montó en la cabina, al lado del piloto, y yo me fui para la parte de atrás, junto a la carga, en la silla debajo del rotor de la hélice del helicóptero. Llegamos a Urrao, descargamos parte del equipo y subimos otros implementos de campo; hicimos un viaje adonde estaba el otro grupo y regresamos; volvimos a cargar el helicóptero; se notaba que estaba muy pesado; entonces me bajé, me fui para la cabina y le dije al sobrino del jefe, en “spanglish”:
‒Que pena con usted, pero el helicóptero está muy pesado; se va a tener que bajar y quedarse en el campamento base, mientras acabamos el acarreo.
El joven, un menor de edad, se bajó y no me dijo nada.
Me subí a la cabina con el piloto para continuar los viajes. En el transcurso del vuelo, el piloto me contó varias cosas, entre ellas, que estaba estrenando helicóptero, que era el segundo recorrido del helicóptero nuevo y que venía de transportar al presidente Virgilio Barco de un vuelo Bogotá-Cartagena-Medellín y luego nos había recogido a nosotros; comentó que se estaba iniciando en el pilotaje de helicópteros; antes había operado un Twin Otter.
Continuamos los recorridos en medio de un cielo nublado. De un momento a otro las nubes se volvieron negras, los vientos arreciaron y aún nos faltaba el último viaje para acabar los recorridos. Estábamos en la desembocadura de una de las quebradas del río Murrí y los vientos aumentaban cada vez más. El piloto comentó: esos vientos pueden producir vientos de cola, ¡son muy peligrosos! Probablemente habría que postergar el acarreo para el otro día. Al fin cargamos como pudimos, despegamos, nos fuimos elevando lentamente y como a los 20-30 metros de altura, el helicóptero comenzó a vibrar muy fuerte; yo no me preocupé, porque ya habíamos tenido situaciones parecidas. Vi al piloto muy concentrado tratando de controlar la nave con las palancas, luchando por estabilizar el helicóptero; lo miré a los ojos, lo vi muy nervioso, apretando cada vez más las palancas; el helicóptero cada vez aumentaba la vibración y ya sonaba como una matraca, fue cuando el piloto dijo:
‒¡Virgen del Carmen nos matamos…!
Está bromeando, pensé y le pregunté:
‒¿Es en serio?
‒¡Téngase fino! –me gritó.
El piloto ya se había accidentado anteriormente y sabía cómo enfrentar estas emergencias; lo primero que hizo fue echarse la bendición, soltar las palancas y colgarse de unas manijas del techo de la cabina.
Yo no sabía qué hacer, no podía creer lo que estaba viendo y la manera como estaba actuando el piloto. Tenía los cinturones de seguridad en orden; entre tanto el piloto estaba agarrado de las manijas y había soltado los controles de mando; me agarré con las dos manos de la base de la silla; el helicóptero descendía rápidamente; sentía los movimientos como si estuviera montado en un potro mecánico de alquiler, de esos que ponen en juegos de diversiones, tratando de tumbar al jinete. En pocos segundos alcancé a pensar: “Ve, cómo me fui a acompañar a mi mamá y tan rápido” (no hacía un año había muerto). El resto del tiempo pensé en ver cómo era que me iba a despedazar. Cuando recuperé la conciencia, me estaban tratando de devolver el aire a los pulmones; me movían las manos y las piernas a la vez, pues el golpe me había sacado todo el aire de los pulmones; me llevaron acostado sobre una tabla, me dieron dos aspirinas para calmar el dolor, me sentí como si me hubieran pegado con una varilla en la mitad de la columna. En medio de la angustia pensaba: “Voy a tratar de levantarme, aunque me duela el alma; si lo logro por mis propios medios, no hay problema, el tiempo me curará; pero si no, ya veremos que voy a hacer”. Miré alrededor y vi el helicóptero totalmente destrozado, los pedazos regados en un círculo de aproximadamente 10 metros de diámetro: todo estaba desparramado y aplastado; el motor del rotor había atravesado el techo y todo lo que estaba debajo de él: el mercado, las herramientas, incluso la silla donde yo estuve sentado. A pesar del accidente, vi al piloto con cara de contento, porque no le había pasado nada, pues la cabina fue la que menos sufrió. El piloto se había agarrado de las manijas y por eso el impacto contra el suelo no lo afectó, porque al colgar las manos, éstas lo ayudaron a amortiguar el impacto; me imagino que apenas sí habría sentido un tirón, pues el peso no lo había descargado sobre la silla, como sí lo había hecho yo; todo el peso se me concentró en el coxis y éste sobre la base de la silla.
Estuve un mes acostado sin moverme, jugando con mis niñas encima de mí y por eso no sentí tanto el tiempo. Me quedó un dolor para siempre en la columna y una desviación del 15% en ella.
Mis hijas vieron al otro día la noticia del accidente en El Colombiano y la mayor exclamó:
‒Papá, ¿para uno poder salir en el periódico se tiene que caer de un helicóptero?