Efe Gómez. Escritor antioqueño (Fredonia, 1867 1938). Francisco Gómez Agudelo, mejor conocido como Efe Gómez, hizo su bachillerato en la Universidad de Antioquia y se graduó de ingeniero en la Escuela de Minas de Medellín. Siempre tuvo una activa participación en la vida cultural antioqueña, desde sus primeros cuentos, publicados en 1895 en La Miscelánea. Hizo parte de varios grupos culturales, colaboró en revistas literarias como El Montañés, El Repertorio, Alpha y Cirirí, y tomó parte en la activa bohemia que caracterizó los primeros 30 años de este siglo en Medellín. Véase el No. 4 de Gotas de tinta.
Un Zarathustra maicero
Suspendida mi hamaca de dos estacones de un tambo derruido, descanso, a medio cerrar los ojos, de las fatigas de la marcha.
¡Qué dulce es descansar!
Parece como si cada uno de los órganos sobre los cuales el trabajo ha recaído, se acurrucase y se durmiese, apretándose más y más alrededor del campo en que la luz del pensamiento aún arde, vela, como viajeros medio muertos de cansancio cabecean a la vera de la fogata de un vivac.
Y la fogata de mi cerebro va extinguiéndose: ya no es más que leve chispa oculta entre pavesas y tizones.
Luego todo queda en calma, negro: dudaríase de si aquello es sueño o muerte. Pero llega un soplo que atiza, arremolina y avienta las cenizas; las brasas esplenden, avivadas, las llamas estallan y se enroscan crepitantes… Y la luz se hace de nuevo en mi conciencia.
A mis pies el Nedó ruge espumante. Su voz potente se alza, crece, se agiganta, llena la soledad en elásticas oleadas; luego el soplar del viento amaina y la modula dulcemente hasta tornarla en un sumiso ruido que parece huir con la corriente misma que allá, abajo, se amansa, se tiende, se espacia para fundirse luego en el San Juan que a distancia se arrastra silencioso.
Vuélvome del otro lado de la hamaca: en el tope de un montón de sueltos pedrejones de la playa, los indios han prendido una hoguera, en donde cuecen su ración de arroz y carne seca. Saltan de uno en otro pico, por entre el humo y el aire que ondea y reverbera herido por las vibrantes lenguas de las llamas, y entre ese ambiente móvil los cuerpos negros, que miro desnudos destacarse sobre el fondo cálido del cielo, parecen figuras que se agitan dentro al incendio mismo del poniente… Allá… sobre la pampa interminable, las palmeras, cuyos troncos torna invisibles la distancia, hacen escollar sus copas sobre la selva como águilas que oteasen los horrores del incendio. ¿Qué otean esas águilas? ¿Qué drama tremendo se desenvuelve allá sobre las llanuras inflamadas del crepúsculo? ¿No sueño? ¿Estoy despierto?… Y sobre el alma va cayendo, y atravesando va el umbral de la conciencia, y toma posesión de los ámbitos todos del espíritu, el mundo misterioso del ensueño…
¡Ah! Dulce ensoñar mío. Únicos dominios míos…
Un cambio de tono en el silencio. Desoriéntase el oído y sobresaltado me incorporo:
Sobre el paisaje real bailan un instante y se disipan luego las figuras del ensueño.
Y me quedo otra vez mirando río abajo.
Por cuya orilla izquierda avanza, subiendo, una canoa, una embarcación leve y boyante. ¡Cómo danza sobre las ondas retorcidas! ¡Qué espectáculo, siempre nuevo, para nosotros, los nacidos sobre las cimas de los Andes, el de estos habitantes de los valles, el de estos negros desnudos, firmes, erguidos, como dioses de bronce sobre los pedestales zozobrantes de sus frágiles piraguas!
Avanzan, se acercan. Me incorporo a mirarlos. Son un negro y su hembra. Él en la proa, en la popa ella.
¡Qué bellas actitudes asumen esos númenes anfibios!
Ahora hunde el de proa en el río su palanca; óyese el restallar del regatón ferrado contra el fondo pedregoso, inclínase tras ella, y al esfuerzo aplicado sobre la palanca que muerde el fondo y sobre el barco en el cual estriba firme el negro, cuájanse de músculos salientes y de surcos hondos, brazos, pecho, dorso, piernas; y el barco va rompiendo la rápida corriente que se encrespa y muge brava en tanto que la palanca, cimbreando como un mimbre, bate el flanco sonoroso y parece que se rompe; pero ya la palanca de popa, que ha mordido el fondo, viene en su ayuda y suma esfuerzo a esfuerzo. ¡Y qué gallarda remera es la de popa! Sin más vestido que un fajón de trapo azul ceñido a las caderas, cuyo borde inferior cae a la mitad de las torneadas pantorrillas, desnudo el ancho torso y los redondos brazos y el seno firme, que el ejercicio del remo hermoso hizo, cuando en pie, como ahora, en la vacilante proa de su piragua hería el seno elástico de la corriente bramadora, mientras en todo su armonioso cuerpo ni un solo músculo dejaba de contribuir al milagroso esfuerzo, sin otro vestido que estorbase sus libérrimos movimientos que la tibia envoltura del aire luminoso.
Sobre el manso del desembarcadero flota ya, inmóvil, la canoa. Descansando en sus palancas, como guerreros antiguos en sus lanzas, los dos negros se recortan sobre las aguas del río encendidas por el reflejo del crepúsculo. Y la noche va cayendo. Va cayendo sobre mis ojos, que tornan a cerrarse.
* * *
Uno… dos… tres ronquidos casi inconscientes. Otro postrimero muy nasal y muy largo cuyo eco aún resonaba cuando me sentí despierto. Primero fue estirar el remo izquierdo lentamente, lentamente. Luego el derecho. Luego los dos brazos. Vino en seguida el frotarme los ojos, e incorporado, pasear la mirada en rededor.
Había anochecido. Atareada en el fogón vi a la negra que viera hacía poco remando en la canoa. De un extremo a otro del salón del tambo, el negro, su compañero, había colgado su hamaca y chupaba la pipa, reclinado.
‒Son bien confianzudos estos negros ‒pensé‒. Pero luego recordé que estábamos en el desierto y que tanto derecho tenían ellos como nosotros. Aún más derecho que nosotros tendrán ‒iba pensando‒ cuando oí salir de un rincón una voz que indudablemente a mí venía dirigida, pues decía:
‒¿Como que ronca algo el paisano?
‒Y suponiendo… ¿qué habría con eso? ‒contesté algo picado.
‒No se pique, paisano, que no lo dije por tanto ‒contestó el que tal había dicho, dando una sonora risa y viniendo a colocarse delante de mí en la porción del salón que las llamas del hogar iluminaban.
Me quedé mirándolo. Era un mocetón alto, recio, hermoso, de sonrisa magnífica. A su vez él me observaba. Parecía examinarme atentamente. Luego, retirándose un poco, como para tomar mejor punto de vista, y avanzando con ademán de alegría:
‒¡Malditos sean los demonios! Palabra que no lo había conocido. ¿Conque es usted? Ya me lo habían dicho, que usted andaba por estos Chocoes y no había querido creerlo. ¡Qué iba a creerlo!
Y luego, como notando en mis ojos la extrañeza, el gesto de que todo eso me caía de nuevo, de que él mismo me era un desconocido:
‒¿Pero no recuerda que trabajé con usted en Sonsón? ¿No recuerda a Pacho Cárdenas? Y dígame: ¿cierto es lo que me cuentan, que usted no ha podido conseguir todavía la suma? Es usted, entonces, el hombre más de malas que conozco. Mire, mi don: cuando Dios del cielo se resuelva, al fin, a pagar a usted trabajo perdido, no va a tener con qué; va a verse obligado a declararse en quiebra.
‒¿Pero usted de dónde sale ahora? ‒dije al fin, viendo que no había remedio, que era preciso darme por muy su conocido.
‒¿Yo? Voy con los primos ‒y me señaló al negro y a la negra de la canoa‒ a hacerles un reconocimiento, y a montarles unos trabajos en sus minas de Antamara (aquí me guiñó el ojo expresivamente y se llevó el índice a los labios en señal de silencio).
Luego continuó en voz alta:
‒Los primos tienen una mina espléndida. Pero no la saben trabajar. Yo voy a ponerles un vapor y unos movimientos (aquí accionó expresivamente). Una imprenta nueva, pues… ¿me comprende?
Luego, señalando a mi compañero, que en su hamaca parecía dormitar:
‒¿Y el caballero quién es?
‒Don Luis de Aguilar.
‒¿Negociante?
‒Ingeniero.
‒Uno (dijo señalándose). Dos (y señaló a don Luis). Tres (y me señaló a mí).
Y volviéndose a sus negros:
‒¡Tres ingenieros! Se va a acabar el oro en este Chocó.
Luego, inclinándose, me dijo en voz baja:
‒Lo malo es que para sacar oro lo que se necesita no son ingenieros.
‒¿Qué, pues? ‒preguntele.
‒Oro ‒me contestó en tono de cómico misterio.
Desde ese instante comprendí que no tenía derecho para desengañar a los negros en lo que a sus conocimientos en ingeniería respectaba; comprendí que era más ingeniero que nosotros, que varias veces ¡ay! habíamos gastado dineros y energías tratando de extraer oro de donde no lo había.
La cena estaba a punto. Y nos fuimos acomodando en bancos bajos alrededor del fogón, en el cual Nieves, la guapa remadora, oficiaba soberana. Y debía de ser un prodigio culinario según la fragancia que exhalaba todo aquello. Cierto que la cosa se prestaba, pues la pesca de esa tarde había sido espléndida. Pesca para todos los gustos: pemaes verde y oro, oscuros nayos, gúngubas cobrizas… todos los peces desprovistos de espinas que en las aguas de la región se crían destinados a nosotros, gentes de las montañas, “camina-por-tierra”, mindalaes, como nos llaman con desprecio; y sábalos y doradas y picudas para ellos, para las gentes de la tierra cuya delicia consiste en comer paños de agujas que no otra cosa es la carne de esos peces, según se tejen en ella las espinas.
Vino primero el aperitivo, el cual lo iba escanciando Tío Tomá en la totuma de nácar de don Luis.
‒Vean ustedes una cosa que no se puede hacer ya en Antioquia ‒dijo Cárdenas paladeando intensamente el anisado que acababa de tragar, en tanto que entregaba la totuma a Tío Tomá.
‒¿El qué? ‒preguntó don Luis.
‒Esto. Beber, paisano.
‒¿Y por qué?
‒Pues por… la temperancia, pues.
‒Cosa excelente.
‒Sí; visto desde aquí. Otra cosa es…
‒¿Y usted no es temperante?
‒¿Ah! Sí. Por supuesto. En el pueblo en que yo vivía últimamente todos firmamos temperancia.
‒Lo dice con un tono…
‒¡Qué le parece! La cosa que yo más quiero, la temperancia. Como les digo: yo era miembro activo de la de mi pueblo. Nos reuníamos en el local de la escuela de señoritas. Recuerdo la última noche que nos reunimos. Era presidente Pepe Colmero, el hijo del gamonal. Echaron discurso todos. El que mejor lo hizo fue Román Copete, que estaba todavía con el guayabo de la grandota semanal. Después, todos callados. Parecíamos en misa. Vinieron luego los bostezos. Algunos cabeceaban de sueño. Hasta que al fin, Bruno Chaverra, un arriero rico, se dejó de carajadas, se levantó del asiento, atravesó el salón, sacó del carriel un cigarro, y mientras lo encendía en una de las velas de la mesa del presidente, dijo a éste:
‒Vea, Pepito: hagamos una cosa.
‒A ver ‒contestó Pepe.
‒Mandemos por un garrafoncito de aguardiente.
Hubieran visto la furia de Pepe. Hubieran oído las cosas que le dijo al pobre Bruno. Lo puso verde. Le dijo hasta “dotor”.
Escuchaba Bruno sin contestar palabra. Y cuando el presidente hubo terminado, se encogió de hombros, sonrió, socarrón, dio dos o tres chupadas a su cigarro y dijo con su voz arriera:
‒No sea pendejo, “dotorcito”. Vea: usted será mucho chuzo y sabrá mucho de sociedades, pero lo único que sí le juro es que lo que es ésta, así, sin aguardiente, no la funda, no tiene ni cinco riesgos.
Y fue saliendo y tras él todos nosotros.
‒¡Bárbaros! ¡Y acabaron con ella! ¡Con la temperancia!
‒¡Eh! No nos crea, mi don, tan inocentes. Qué íbamos a acabar nosotros. Continuamos sus sesiones en el estanco.
‒¿Y es casado el paisano?
‒No. Afortunadamente.
‒¿Y por qué afortunadamente?
‒Porque yo creo que… en fin: creo que el amor es diversión propia de los ricos.
‒Ese es un error, amigo mío. Para el antioqueño de pura cepa, el amor no es una diversión ni un tema de arte. El amor para él es una cosa augusta, severa y casi triste; es el trabajo, son los hijos, la vida entera con sus alegrías y sus dolores. Es la familia, en fin; el arma con que coloniza, con que puebla, con que invade, como planta cundidora, el territorio entero de la República.
‒De suerte que los solteros, usted, yo, el paisano…
‒Somos poco menos que inútiles. Tan inútiles como cualesquiera otros colombianos. Que Antioquia no es grande, no es fuerte, por sus individuos tomados aisladamente, sino por la familia. Hace poco pasaba yo, a la hora del crepúsculo, por el valle del Risaralda, que joven conociera cubierto de selvas oscuras y mefíticas. Y eso fue una fiesta. En cada cima reía de aseo y de blancor una vivienda; desde los oteros verdes nos miraban pasar, las cabezas levantadas, los novillos, con ojos noveleros; por las laderas, grupos de jinetes galopaban en tropel sonoro por entre masas de novillos… al sur, el cielo parecía besarse, allá, a distancia, con el valle. A uno y otro lado, sobre las cordilleras que emergían indecisas en la bruma, ardían rozas y lomas incendiadas, y por entre ese océano de humos alcalinos, la luz del sol, que se veía como una luna de sangre, todo lo incendiaba… los novillos parecían beber luz líquida en los vados en cuyo fondo temblaba el reflejo de los cielos, de los cielos rojos que sobre el verdor del valle, que se acopaba como un cáliz, semejaban una enorme floración de fuego. A poco oscurecía. Del cielo negro llovían las estrellas su luz casta; y en el valle y en las faldas lucían como chispas los hogares, en cada uno de los cuales ha sentado sus reales una familia valerosa de colonos antioqueños, a cuya vera parécele a uno estar en el rincón mismo de Antioquia; allí el maíz en los campos y en las trojes; la hospitalidad franca y sencilla; la muchacha que a la piedra sacude el seno alto y vibrátil; los chócolos que crepitan asándose a la lumbre, las…
‒Muy bonito todo, paisano ‒interrumpió Cárdenas, soltando el trapo a sonoras carcajadas‒ ¡muy bonito todo! Y cómo se ve que a usted no le tocó nacer, crecer, vivir en ninguno de esos poéticos hogares antioqueños cargando como una mula maíz, frisoles, leña; en pie desde las cuatro de la mañana, dale al azadón, dale al calabazo, dale al hacha; sin fumar siquiera; sin una diversión, sin un desahogo, sin una parrandita… Mire, paisano: eso será todo lo que usted quiera, puede tener hasta indulgencias, puede hasta sacar ánimas del purgatorio… pero eso no es vida, paisano. ¡Eso no es vida!
Sonreía Aguilar mientras Cárdenas hablaba y miraba benévolo. Y cuando hubo terminado:
‒Y cómo se equivocaría el que tomase las palabras de usted, paisano, como dictadas por el odio, por la ingratitud, por el desamor patrio o por cualquier otro sentimiento bajo. Así somos todos los antioqueños. Nuestro pueblo todo lo critica, todo lo examina, lo vuelve de un lado para otro, lo desmenuza, lo escudriña precisamente porque de nada está contento; porque eminentemente progresivo ve en toda institución un modo de ser pasajero que conduce a otro más perfecto; porque eminentemente liberal ve en toda personalidad que se levanta, a la vez que un guía momentáneo, un obstáculo que habrá que remover mañana. Acompañad a un antioqueño en sus faenas, en sus diversiones; seguidlo a la feria, a la tertulia, al almacén, a la cantina; en todas partes oiréis sus críticas, sus burlas, sus exageraciones heroicas, sus ironías, sus sarcasmos sangrientos, volar, zumbar, herir al magistrado, al gobernante, al banquero, al militar, al sacerdote, a todos. ¿Pero qué respeta este hombre? os preguntáis. Esperad un momento. Las faenas del día han terminado y vedlo que se retira de los centros comerciales. Sus pisadas conocidas han despertado un mundo. Por aquella ventana ved cómo asoma un grupo de rubias cabecitas… luego gritos, alegría; pisadas estrepitosas y menudas, ruidos de muebles volcados… y… helo allí bullicioso, enredándose en sus piernas, mientras del regazo de la madre, que ha salido hasta el umbral, tiende a él los brazos el último nacido… Seguidlo al interior de ese santuario, si queréis conocer lo que respeta. Lo primero que experimentáis es asombro, admiración por ese valiente que ha echado sobre sí todo el peso del rudo combate de la vida para evitarlo a los que ama. Como a las alturas en donde ponen las águilas sus nidos, no llega jamás el ruido de la vida intensa que aquí en los valles ardientes levantan las especies en su lucha tenaz; como a esas alturas diáfanas y frías, no llegan jamás en su vuelo los insectos ni ascienden miasmas, ni se deslizan las serpientes, a las alturas morales en donde cuelga su hogar el antioqueño tampoco llega nada de los odios, de las canallerías, de las abdicaciones, de las vergüenzas, del lodo amasado con sangre, con lágrimas y honras en donde chapucean los que abajo se agitan batallando. Desciende sí, él, a cada día, como el águila a los valles, a luchar brazo a brazo con la vida, allí donde la vida hierve, y desciende alegre, vivificado con los puros aires de sus cimas, y por eso parece decidor, cruel. El hogar es para él lo que el aire puro para el buzo, lo que para el asceta la oración.
Quizás otros pueblos tendrán otros modos de entender la vida, más sabios, más artísticos; quizá la sangre del vivir compartida con la mujer docta, hábil, conocedora del mundo y de la vida, dé al varón más equilibrada cultura y más animación y más sabor a la existencia; quizás también la vida social resulte demasiado insípida cuando no la sazona la gracia femenina; quizá para hacer llevadera la existencia necesiten otras razas, de alma complicada, que por el cuerpo social circule el picante condimento del amor-placer, del amor-intriga. Así será. Examino simplemente el hecho de que el antioqueño vive dos vidas bien distintas: la de los negocios, campo en que no cede en tenacidad, en clarividencia, en poder combinador a ninguna de las razas conocidas; y la del hogar, vida de afecto pura y simple. Y eso explica íntegramente su carácter: mientras más rudo, más implacable, más burlón aparezca en su trato social, por ley de compensación, por una especie de polarización moral, más dulce, más amante, estará para los suyos en lo sagrado del hogar… Y fijaos en un detalle: este amor a los hijos, a la esposa… a todos cuantos cobija el santo nido, se oculta, se recata, porque este sentimiento, como todo sentimiento completo, íntegro, tiene su pudor. He aquí el porqué de nuestro porte social, rudo, agresivo, burlón, implacable: nuestra sociedad es un torneo de varones en que la lucha no está dulcificada por la presencia de la mujer; nos falta la mujer en mezcla, la mujer en disolución. Nuestras mujeres no saben ser sino esposas, madres, hermanas, novias; ¡y cómo saben serlo! ¡oh dulces! ¡oh perfectas! ¡oh puras! ¡oh ignoradas! Yo, aguilucho que arrojó del nidal borrasca brava, desde estas soledades os saludo y saludo en vosotras a las genitoras de la raza salvadora de Colombia.
* * *
A poco, cada cual subió a su hamaca y fumaba silencioso o dormitaba.
Bañados por los reflejos del fogón, tendidos a su vera, desnudos sobre el desnudo suelo, los indios sostenían estruendosos diálogos. ¡Cuánto énfasis, qué riqueza de entonaciones, de fonéticos matices se ven obligados a gastar estos hijos del desierto para poder expresar en su pobre idioma las más sencillas concepciones! Ahora tiene la palabra Baribú. ¡Cómo su frase se modula, se asorda, se levanta, se espacia!… Ni gamonal de pueblo recién venido de la capital descrestando a su parroquia; ni poeta lírico recitando oda sublime, destinada a sugerir que al lado de los dolores de su alma privilegiada, Job, Niobe, el infierno, son niños de teta; ni orador parlamentario que ante Senado augusto se revuelve tonante y caudaloso para probar que el ladrón no fue él sino su compadre… nadie pulsó jamás gama tan rica de sonidos, de ritmos, de cesuras, como ese pobre indio; ¿y qué podría decir?… Cuando más que el ñame de la comida estaba crudo y lo tiene flatulento, que el tercio le hizo una peladura sobre el riñón izquierdo, que… oíd: que de aquella hamaca del rincón se alza un ronquido, primero piano, piano, y que luego va creciendo. ¿Quién duerme ahí? En la oscuridad del tambo nada se distingue; las hamacas, pendientes del techo en comba aguda, parecen murciélagos colgados del cielo de una cripta… Otro ronquido en otra parte, ¡qué dúo de tatabras!… un tercero… un cuarto… es una orquesta… Y de fuera les responden: la variedad infinita de las ranas de estas tierras alzan sus chirridos: la selva está sedienta. ¡Seis días de no llover en el Chocó! Hasta los peces en sus cauces gritan: ¡agua!… Un calofrío me recorre el espinazo, quizás un reflejo atávico que grabó en mi organismo algún abuelo indio; éstos se incorporan, tienden el oído.
‒Verrugosa, hombre ‒dice Baribú.
¡Ah! Es el silbido opaco, pavoroso de la serpiente verrugosa. Me vuelvo un ovillo entre la hamaca.
Alguien tose y se rebulle.
‒¿Quién está ahí, desvelado? ‒pregunto en voz muy queda.
‒Soy yo, paisano.
‒¿Cárdenas?
‒El mismo.
‒¿No puede dormir?
‒Ni una pestañada, y la culpa la tiene el paisano Aguilar.
‒¿Es él quien ronca tan recio?
‒No, no es eso. Es con lo que habló durante la comida; ¡podía hablar algo el paisano!
‒¿Qué tiene que ver?
‒Pues… con tanto oírlo moler y dale con la mujer antioqueña, con el hogar antioqueño, con la novia antioqueña, me ha hecho entrar una pensadera, una pensadera… y me he puesto a cavilar si no sería mejor haberme quedado en mi tierra, y a la hora de ahora estaría ya casado con mi novia, viviendo en una casita como un oro… Conociera usted a mi novia, paisano. Viérala usted cuando sale a misa los domingos ir por esos caminos, recogida la falda con la diestra, ¡cómo se columpia en la cintura, y qué ojos y qué cuello y qué sonrisa!
Después de una pausa larga continuó:
‒Y luego aquel lucero, mire, aquel que alcanza a verse por entre la culata del bohío.
‒¿Sirio? Sí: es Sirio ese. ¿Y qué?
‒¿Así se llama? En fin… ese. Todas las noches, era por enero, nos divertíamos mi novia y yo en verlo salir, sentados en el corredor de su casa. ¿Ha visto usted cómo sale? Propiamente no salía, brincaba de la cordillera enterito y se ponía a temblar como una vela al viento. Apostábamos a quién lo veía salir primero y jamás llegó a ganarme; que ella lo veía salir en el cielo y yo en sus ojos. ¡Ah lindo que es el amor, paisano! ¡ah lindo que es el amor! ¿Y dice usted que ese lucero se llama cómo?
‒Sirio. Es un sol soberbio, mayor que el que de día nos alumbra. A su lado este mundo en que habitamos es un grano de polvo.
‒Y ahora que mienta… Tengo yo una duda, paisano, que nadie todavía ha podido resolverme: Tal vez usted…
‒A ver.
‒Eso del grandor de las estrellas, de su distancia… en fin, todo eso que de ellas dicen… pues como yo soy algo ingeniero y he visto medir de lejos… en fin, no se me vuelve tan cuesta arriba. Pero… dígame: ¿alguno ha ido allá?
‒No.
‒¿Alguno de allá ha venido aquí, pues?
‒Tampoco.
‒¿Y no dice usted que se llama Sirio?
‒Sí.
‒Y entonces, si ninguno de aquí se ha puesto al habla con gentes de allá, ni nadie de allá habló jamás con los de aquí, ¿cómo hicieron, pues, para averiguarle el nombre?
Fuese toldando el cielo. Pronto no brilló en él ni una sola estrella. Retumbó el trueno y empezaron a caer goterones enormes. Todos los ruidos de la selva se callaron y me fui quedando dormido al dulce golpear de la lluvia en el techo de paja y en los follajes de los árboles.
Muy entrada era ya la noche cuando desperté calado hasta los tuétanos. El techo ralo dejaba colar la lluvia. Oí que alguien se apeaba de su hamaca y la vaciaba como si fuera un cántaro. Y que mientras tal hacía, reía con carcajadas reprimidas.
‒¿Quién? ‒pregunté.
‒¡Ah! ¡ah! ¡ah!…
‒¿Quién es? ‒repetí.
‒Yo ‒contestó Cárdenas.
‒¡Y por qué ríe?
‒¡Ah! ¡ah! ¡ah!…
‒Pero, diga: ¿qué es la risa?
‒Para qué le digo, paisano, si usted no conoce gallinas. ¡Ah! ¡ah! ¡ah!…
‒¿Que no conozco gallinas yo?
‒Es decir, que no ha sido muchacho en eso.
‒No comprendo.
‒Pues… quiero decir que usted… como, en fin, no es hombre casado… ni es campesino… ni ha tenido gallinas…
‒Pero, en fin… casados, más o menos, todos lo hemos sido… Y en cuanto a campesino…
‒De veras que usted… Y dígame, paisano: ¿ha echado usted alguna vez una clueca a empollar huevos?
‒Yo, precisamente…
‒En fin… pero habrá visto… ¿Sí? Bueno. Pues figúrese usted, paisano. iAh! ¡ahl ¡ah! que estaba soñando que dizque como estaba yo de clueco y echado, sí, señor, bien echado en mi nido, calentando mis huevitos, cuando empezó esta maldita tempestad; y como este condenado pajar de este rancho está tan calvo, empezó el agua a llenarme la hamaca, que es de lona, y yo, entre dormido y mal dormido, a sentir un frío… y como en todas las pesadillas un malestar y un… Así que a cada trueno me estremecía y temblaba todo. Y en mi corazón maternal de gallina incubando, experimentaba una angustia, un… cómo le dijera yo… Porque yo estaba convencido… lo que se llama convencido, de que esos truenos me iban a atronar los huevos, de que el aguacero que se me entraba al nido me los iba a engüerar… ¡Ah!… ¡ah!… ¡ah!…
‒La fortuna que todo ha sido un sueño mero.
‒Y que ya empieza a amanecer. Porque le aseguro que si me vuelvo a dormir, vuelvo a tener pesadilla. Y la culpa la sigue teniendo el paisano Aguilar que me puso flatoso con sus péroras…
* * *
Volvemos de nuestra excursión por las crestas y laderas de la región más occidental de los Andes. Un mes de selva silenciosa, de incesantes lluvias, de marchas aplastantes, sin más guía que el instinto de orientación de los indios, en busca de ese venero de oro que se esconde siempre y cuya aparición mantiene viva la esperanza. En cada quebrada, en cada afloramiento nos detenemos a catear: cólmase de arenas la batea exploradora: el Tío Tomá, con meneos magistrales, va mermando, mermando la liviana broza: en el fondo, al fin negrea la jagua… írguese luego, solemne, a dar la pinta, y siempre, en todas las ocasiones, como si fuese la primera vez, se siente un ligero susto, una ansiedad grata. ¿Habrá oro allí? ¿No lo habrá? ¡Oh vida errante del explorador minero! Tus sensaciones, como las de amor, son siempre dulcemente crueles… Nos inclinamos palpitantes a mirar… ni un rubio grano entre la jagua negra y… ¡adelante, adelante siempre! Hasta que al fin…
La cosa sucedió una tarde.
Habíamos toldado ya. Sobre tres piedras había una olla de frisoles, sobre otras tres, en un caldero borbollante, daba volteretas un mico desollado entero. Baribú, que fuera por agua a la vecina quebrada, tornó trayendo un hermoso pedazo de pirita.
‒Mina, hombre ‒dijo el indio alargándome el fragmento.
‒¿En dónde hallaste eso?
‒En quebrada, hombre.
Examinolo atentamente Aguilar.
‒Vamos allá ‒dijo levantándose.
Seguímoslo todos. Tomamos por el lecho del riachuelo, y al llegar a una cascada que sus aguas formaban, nos quedamos parados. Parados de admiración. En el esquisto cristalino, discordantemente con él, encajaba un filón soberbio, cuyo afloramiento, claro, neto, vertical, se señalaba en la roca desnuda, como un surco, hasta perderse allá muy alto entre las cimas.
Fue una escena silenciosa. Aguilar tomó su piqueta, hirió el venero y llenó la batea. Era un material suelto, carmíneo, sembrado de piritas no oxidadas. Él propio se inclinó sobre la corriente a verificar la cateada: luego se irguió, le dio pinta, y silencioso, pálido, me alargó la batea. Temblaba yo al cogerla: una lengua áurea, lengua de perro cansado, como dicen los mineros, se tendía desde el centro de la batea hasta su borde. Nadie habló nada; pero los corazones todos batían en los pechos una diana de alegría a ese radiante amanecer de la fortuna y los ojos fulguraban. Silenciosos ‒que anochecía ya‒ tomamos el camino de la tolda.
A poco temblaba de animación y de bullicio. La blanca barba derramada sobre el pecho, bañado por la luz de la fogata, los ojos llameando, decíame Aguilar:
‒Para usted, aún joven, lleno de esperanzas y energía, no tienen ni de lejos la significación que para mí, cansado y viejo, los sucesos de esta tarde. ¡Ah, la fortuna! ¿Sabe usted lo que para mí quiere decir eso? Nada menos que la realización del ensueño todo de mi vida. Porque no sé si alguna vez se lo habré dicho: yo persigo un sueño para cuya realización necesito oro, mucho oro.
Usted sabe de sobra ‒siguió diciendo‒ que según los puntos de vista de Lord Kelvin, entre otros, vulgarizados hoy por el galo Le Bon ‒que para eso, para vulgarizar sirven los galos‒ materia y energía son dos estados de una sola cosa; que cuando una dinamo, por ejemplo, produce electricidad, no hace más que transformar parte de la materia de que está construida en corriente eléctrica. Empero, con los medios de que la industria dispone actualmente, sólo una pequeñísima porción de materia puede ser trocada en energía, y eso con un gasto equivalente a ésta. ¡Ah! ¡Qué multiplicación infinita de la humana potencia tendrá nacimiento el día en que se halle el agente capaz de hacer desflagrar instantáneamente la materia y convertirla en fuerzas vivas, como una cápsula de fulminato de mercurio, por ejemplo, hace desflagrar un paquete de dinamita! Ese día la navegación aérea será un juego. ¡Qué digo, la navegación aérea, la navegación interplanetaria, la navegación interestelar! ¡Qué horizontes infinitos abiertos a la vida! Entonces sí, ya que no podemos vivir eternamente, podemos vivir inmensamente. ¡Ah poder seguir con el cuerpo los vuelos del espíritu; poder hollar los campos infinitos en que la imaginación transita sola! Poder vivir como hoy se vive, obligados a reptar en un solo plano del vivir posible, proyectando contra los mundos que nos son velados los sueños del cerebro, sin lograr actuar un solo día nuestro infinito potencial de vida… Morir como hoy se muere, con la honda pesadumbre de jamás haber vivido… Pero cuando se logre hacer la vida infinita en intensidad, saturados de vivir, nacerá en nosotros, dulce, el apetito del descanso eterno, e iremos alegres a su encuentro como al sueño vamos, indolentes y confiados, después de un bello día de amor y de trabajo.
Pues bien: para eso quiero la independencia y la fortuna: para ofrendar mi vida entera en aras de ese sueño radioso; para meditar, para estudiar, para experimentar retirado en algún barrio de estudiantes de alguna ciudad docta.
Cuando a la mañana siguiente nos dirigíamos al filón, desde lejos alcanzamos a ver al Tío Tomá que había madrugado, haciendo danzar febrilmente la batea. Al descubrirnos vació en ella todo lo que recogido había y limpiolo con cuidado. Entregónoslo cuando a él llegamos. Brillaba en el fondo un buen montón de polvo amarillo. Tomamos Aguilar y yo en los cuencos de las manos sendas porciones y nos dimos a examinarlas a la luz del sol naciente, cuyo seguro rayo hería ya las ramas cimeras de los árboles… Una misma sospecha torturante nos vapuló como un relámpago… ¡Eso no era oro! Era lo que los mineros llaman mica, ese rubio polvo que a tantos ha engañado, que a tantos engaña todavía.
A la luz escasa de la tarde anterior habíamos nosotros también sido extraviados. No osábamos siquiera mirarnos cara a cara; pero tácitamente resolvimos no desengañar a nuestros compañeros y, tristes, emprendimos el regreso, el cual se hizo siguiendo la corriente del riachuelo.
¡Penoso descenso! Cuando la pendiente y el caudal lo consintieron, nos abandonamos a su curso en una balsa de medulas de palmera. El indio Miró iba adelante, caballero en un solo trozo, explorando la corriente.
Al quinto día, la pampa otra vez, la pampa urente. Todo duerme, no sopla ni una brisa, la vegetación parece emerger del fondo quieto de un estanque, las bocas saben a fango, los párpados pesan como plomo. Aguilar, presa de un ataque de fiebre, los cabellos pegados a la frente sudorosa, la palidez de la muerte en el rostro severo y descarnado, yacía en el fondo de la balsa.
¡Alma infanzona! No alcanzarás, no, la fortuna. Tus sueños temerarios, la inaccesible quimera de tus ansias, ha de permanecer, quizás por siempre, como visión aislada de tu bizarro cerebro aventurero… Una vida de intensidad infinita no será tu lote. Morirás como morimos todos, temerosos y temblando ante el enigma pavoroso. Pero no temas, ¡oh! magnánimo. Tal vez, sin que de ello te des cuenta, ese Dios en quien creemos, nosotros los ingenuos, modela y purifica, a golpes de dolor, tu grande alma. ¿Quién sabe? Tal vez nosotros los indoctos, estemos en lo cierto y esta vida no es la que tú crees sino más bien lo que a nuestros sencillos abuelos parecía: la gestación dolorosa del hombre de ultratumba.
Una canoa zarpa en la orilla, y hacia nuestra balsa inclina el rumbo en sesga trayectoria… Ya están al alcance de la vista. Dirígenla los negros. Y en la proa un hombre sentado a la oriental nos saluda agitando el sombrero de anchas alas… ¡Ah! Es Cárdenas. ¡Cómo me regocija al ver de nuevo al bravo mozo. Su canoa se coloca al lado de la balsa y continuamos la bajada charlando alegremente.
Contáronle al paisano unos caucheros que dormido habían en su mina la noche antes, haber visto a nuestros indios buscando palmas para una balsa en las cabeceras del río. Y como, ¿a qué negarlo? Habíamos tomado ley, resolvió estar a nuestra mira para llevarnos a su casa y obsequiarnos. ¿Por ventura los antioqueños no somos todos como hermanos fuera de nuestra tierra, aun aquellos mismos que en Antioquia ni se tratan ni se quieren? Cuánto más nosotros, que se podía decir, éramos colegas.
Llegábamos a poco. Acogida cariñosa, secas ropas, limpios lechos, yantar regio; luego a visitar la mina: un aluvión inmenso; una soberbia platinera asentada en el terciario, un emporio de riqueza verdadera.
‒Vean ustedes cómo se trabaja aquí ‒iba diciéndonos Cárdenas‒ qué actividad, qué orden. Y sin embargo ‒y no es porque esté presente‒ cuando, hará un mes, llegué aquí, esto era una zambra… Yo metí orden en todo: que los unos por temor y… por temor también los otros, reduje al fin a estos negros a trabajar y a ser cumplidos. Y luego que mi vida se ha compuesto… ¡de qué modo! Y a usted lo debo, paisano Aguilar, a usted lo debo…
‒¿A mí?
‒Como lo oye.
‒¿Y en qué he podido yo influir?
‒¿Pues no recuerda usted aquella noche… la primera, en que nos vimos? Después de que lo oí hablar me di a pensar que indudablemente usted tenía razón; que uno debe ser casado; que, como dice Bacalao el de don Patricio, el hombre soltero sufre mucho.
‒¿Y se ha casado usted?
‒Pues… más bien que sí.
‒¿Hizo venir de Antioquia a su novia?
‒No.
‒¿Fue, acaso, usted allá?
‒Tampoco.
‒¿Se casó por poder?
‒Eso sí que mucho menos.
‒¿Pues entonces?…
‒Miren, paisanos: para que no tonteen más, las cosas pasaron así: como les iba diciendo, a poco de entrar aquí, yo era el as en esta mina; era todo para estos negros: que el paisano Cárdenas, tal cosa; que el paisano Cárdenas, tal otra; que eso pregúnteselo al paisano Cárdenas… Lo cual naturalmente comenzó a chocar a Primo Lorenzo, al que se decía dueño de la mina, al que me trajo a mí, pues, y que durmió en el tambo aquella noche… ¿No recuerdan? ¿Sí? Pues, bueno: el tal empezó a no hallarse bien conmigo, hasta que un día no pudo menos y me dijo:
‒Paisano: no me conviene que usted siga aquí.
‒Vea qué cosa, primo, y yo que creo lo contrario.
‒Pues es que si no se va, lo voy.
‒Quisiera saber cómo.
‒Así: dijo, sacando un machete.
‒Pues… ¡pararse! dije yo, sacando el mío. ¡Y lo prendo a plan, paisanos! Le di plan hasta en la lengua. Hasta que el pobre negro no pudo más y echó a correr. En aquel altico se detuvo y empezó a llamar a su mujer:
‒¡Nieves! ¡Nieves!
Pero ella, silenciosa, le volvió la espalda y se sentó a mi lado. Luego llamó a sus hermanos y a sus primos.
‒¡Tomás! ¡Esteban! ¡Eliseo!…
Éstos alzaron a mirarlo, se inclinaron luego y siguieron trabajando.
Llamó después al perro:
¡Comandante! ¡Toma!
Y el perro, que estaba echado a mis pies, alzó un instante la cabeza, volvió de nuevo a reclinarse en las patas delanteras, y siguió durmiendo.
Entonces se deshizo en maldiciones; llamó sobre nosotros rayos, pestes, truenos; se haló de los cabellos; se hirió el rostro con las manos; se tiraba contra el suelo y topetaba la cabeza en las piedras y en los troncos… Como un loco diose a correr luego de una parte para otra, llega a la orilla, salta una chamba y se echa río abajo. Buen rato pudimos verlo amenazándonos con los puños, hasta que al fin perdiose allá, tras el recodo, y no ha vuelto más…
De pie, en leve canoa colmada de áureos bananos que al sol brillan, viene Nieves río abajo. Desde lejos llama a Cárdenas. Acude éste a la orilla. Detiene aquella el barco y entablan plática íntima constelada de sonrisas.
‒No sé qué pensar de todo esto ‒dice, mirándolos mi amigo‒. Y sin embargo, ¿quién sería capaz de sostener que este valiente no merece su fortuna?
Y después de breve pausa:
‒En todo caso esto es Antioquia; es la patria que expande irresistible. ¡Paso a ella! Son sus hijos, los audaces descendientes de la raza más audaz del universo, modelados en siglos de aislamiento, sobre el dorso de nuestras soberbias cordilleras.
Antioquia son sus hijos, es su raza. Antioquia será Colombia entera, como la ya olvidada, tesonera Prusia, es hoy Germania imperial y victoriosa. ¡Viva Antioquia!
Minas del Zancudo, a 22 de septiembre de 1908.
(Tomado del libro Guayabo negro y otros cuentos de Efe Gómez.)