32 – Blanca Inés Jiménez

Blanca Inés Jiménez Z. Medellín. Trabajadora Social con Maestría en Ciencias Sociales de la Universidad de Antioquia. Docente e investigadora social. Jubilada de la Universidad de Antioquia. Ha publicado varios libros producto de investigaciones sobre la familia y el conflicto armado en Colombia; entre ellos “De amores y Deseos: análisis de siete novelas. Medellín 1950-1990”. En  el 2012 ocupó el primer lugar en Medellín, en el concurso nacional de cuento: Historias en do mayor. Integrante del taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina.

Su primer libro de cuentos es: Voces y secretos, Medellín, editorial Universidad de Antioquia, 2016. De este libro se extrajo el cuento, suministrado por la autora, para ser publicado en el presente número de Gotas de tinta

Blanca Inés Jiménez

Miedo hasta el final

Cuando Manuel y Berta sintieron la necesidad de alejarse del ambiente inseguro y tenso en que vivían, decidieron comprar una finca en la montaña. Cautivados con el paisaje, no les importó que el lote fuera pequeño ni que la casa estuviera en mal estado. Desde la hondonada divisaron en lo alto, entre pinos y sietecueros florecidos, el caserón de tapia de don Gregorio, el campesino dueño de la tierra. Después de dos meses de visitas y conversaciones para ganarse su confianza, lograron que les vendiera; él después les reveló sus recelos para tener en la vecindad a personas desconocidas.

Manuel, como filatelista aficionado y al considerar la extensión de la finca, la bautizó La Estampilla.

Con un préstamo del banco, en pocos meses restauraron la casa a su gusto. En el primer piso acondicionaron una sala – comedor, la cocina y el baño y, debido a la altura de los muros, mandaron construir una mansarda para ubicar el dormitorio. Conservaron las ventanas azules de madera, con dos alas gruesas que guardan el calor en la noche, y en su interior agregaron otras de vidrio  que, en los días de lluvia, permiten que entre la luz sin tener que soportar el frío. En los corredores, Berta colgó begonias y, en el lote de adelante, Manuel sembró hortensias, cartuchos, pensamientos, rosas y siemprevivas. Atrás, en un cercado de plantas aromáticas para evitar las plagas, iniciaron el cultivo de  hortalizas. Manuel, queriendo enamorar más a Berta, hizo construir un estanque con agua del arroyo que corre por uno de los linderos; en él, carpas rojas, doradas y blancas, algunas con manchas negras, juegan y dan visos. Para Berta lo de los peces fue un regalo inesperado. Así es la manera en que Manuel le expresa su amor y su agradecimiento por aceptarlo tal cual es, como él de tanto en tanto le recuerda.  

Ahora que Jorge Luis, su único hijo, decidió radicarse en Australia, la finca es promesa de emociones nuevas. ¡Tantos libros para leer, tanta música para escuchar, tantos amigos para compartir! Estando allí, sienten que el cielo se ha puesto más brillante y comparten la alegría de estar juntos para contemplarlo. Mientras les llega el momento de instalarse definitivamente, a Manuel le falta un año y a Berta dos para jubilarse, cada fin de semana salen para La Estampilla en el viejo campero en compañía de Sancho, un perro sin casta, regordete y juguetón.

Manuel espera con impaciencia el día en que por fin renunciará al juzgado penal, donde labora como juez hace más de veinte años. Ha resistido su trabajo con estoicismo, pero toma tranquilizantes para controlar sus temores. Como en la ciudad la violencia aumenta, en esos días habían asesinado a uno de sus amigos, vivir y trabajar en ella se le ha vuelto insoportable.

En el juzgado ha conocido numerosos expedientes de criminales y no se escapó de sus intimidaciones. Aún se horroriza con la maldad que puede albergar un ser humano. La posibilidad del mal la tenemos todos, piensa con amargura, pero hay quienes lo dejan salir sin reparos y sin remordimientos. Siente  escalofríos con el historial de algunos verdugos que después de asesinar a personas indefensas, suelen escuchar música junto a sus hijos y a sus esposas. Los más cultos se solazan con Bach, Beethoven o Wagner. Otros, descuartizan a sus víctimas o juegan fútbol con sus cabezas. ¿Serán capaces de amar? ¿Cómo enfrentarán las últimas horas y los minutos de sus muertos?

La muerte le causa terror. Logra olvidarse de ella y apaciguar el miedo, pero en cualquier momento este surge con la facilidad con que brota la mala hierba en su jardín. Ante la inminencia de cualquier peligro o la visión de un entierro, de una funeraria, de una chapola negra o el recuerdo de una pesadilla, no puede impedir el temblor en sus manos ni el tic que, potente y fastidioso, le deforma la cara. Pero a la vez que teme a la muerte, esta le atrae. Asiste a los entierros de sus amigos y parientes, se interesa por los crímenes y los criminales, le gusta la literatura negra, está a favor de la eutanasia, y, aunque le parecen una estupidez cargada de fantasías y de creencias religiosas, en ocasiones se encuentra leyendo relatos de personas que «vuelven del más allá».

Era aún muy pequeño cuando vio el cuadro de la muerte, como él lo llama. Estaba, al parecer, recién colgado en la pared de una tienda cercana a su casa. Desde ese momento, si debía hacer alguna compra por encargo de su mamá, para evitar la desazón en el estómago, como si se hubiera tragado un puñado de hormigas, prefería caminar varias cuadras y llegar hasta otra tienda. ¿Por qué esa pintura le ha producido tanto miedo? Más tarde, en su adultez, repetidas veces se hizo esa pregunta, sin encontrar respuesta. En ella dos hombres agonizan: uno virtuoso, con rostro apacible, acepta el Cristo ofrecido por un sacerdote, por lo que un ángel de alas blancas y gigantescas lo espera para trasladarlo al Cielo; en contraste, otro hombre con expresión desencajada rechaza un Cristo y el demonio amenazador lo tira  con fuerza de un brazo. Manuel aún recuerda con ternura al niño horrorizado por las llamas del infierno –en algunas de sus pesadillas él se chamuscaba hasta quedar como una pequeña bola incandescente–, un niño que, a pesar de ser obediente, creía que al morir no tendría consuelo. En el paraíso, si lograba llegar allá, contemplaría eternamente a Dios, como le decía la maestra, pero él no se imaginaba permanecer separado de su mamá hasta que esta falleciera. Fue así como desde chico se prometió que no moriría jamás… ¡De ningún modo!

«Tienes que ponerle cara dura a los miedos», le advertía su papá. «Así dejarás de ser flojo como una niña». Para que superara el pánico a las serpientes (Manuel no podía verlas ni siquiera en los dibujos escolares), lo llevó al serpentario municipal. Fue tal la impresión que le produjo el observar el entramado de esos cuerpos largos, lisos y húmedos, que no podía respirar, se atragantó, un temblor se regó por su cuerpo y, para rematar, tuvo que soportar el enojo y la zarandeada que le propinó su padre. En otra ocasión, para continuar con el régimen antimiedo, este trajo a la casa una boa y la puso en el solar, dentro de un pequeño pozo cubierto con una malla. Le daba ratones sustraídos del laboratorio donde trabajaba como ayudante, uno cada siete días, «para que la boa no crezca mucho», decía. Pero la dieta fue pobre y la boa murió antes de que Manuel venciera sus miedos. Su papá la sacó del pozo y de un machetazo le cortó la cabeza; así manejó su frustración. Para Manuel fue algo paradójico, porque al ver la boa cercenada pudo tocarla y sentir su piel. «Fría como la de los cadáveres», exclamó su mamá. Manuel no sabe cómo, pero desde entonces una compulsión lo impele a tocar a los muertos. Al morir su padre, muchos años después, y tal vez arrepentido por la rabia que le mantuvo en silencio, se consoló acariciando su frente insensible y todavía húmeda. Con Julia, su primera esposa, fue diferente. No fue el arrepentimiento sino el amor el que lo llevó a besar su rostro rígido. Ante la leucemia que padecía, ella optó por morir.

Ahora, en la finca, Manuel se encuentra en el piso desvanecido y sin poder moverse; cree estar padeciendo una pesadilla. El día anterior, como algo inusual, había  llegado solo. Berta, con su resfriado, prefirió quedarse en casa y fue ella quien lo animó para que viajara; esperaban recoger la primera cosecha de rábanos y zanahorias y además, debía pagar a los trabajadores contratados por don Gregorio para arreglar el techo. Te pasarás la tarde charlando con ellos, le había dicho Berta mientras le empacaba, en una canasta, comida congelada, leche, huevos, panes y algunas frutas. «Llámame cuando llegues, no te olvides de llevar el teléfono». Sancho, al advertir que se estaban preparando para salir de paseo, se  instaló en la puerta de la casa a esperar a su amo. Tenía el collar entre los dientes y movía la cola como si fuera un abanico.

En su confusión, Manuel no logra explicarse cómo rodó por las escalas. Había bajado a la cocina para prepararse un café. La madrugada estaba especialmente fría y sentía las manos como si se le fueran a congelar. Tendré que ponerme el saco y los guantes de lana que me tejió Berta; ella lo prevé todo. Ese buen recuerdo amortiguó el mal humor al sentir el golpeteo del aguacero. Imposible podar el jardín, se dijo, pero por lo menos ya sé que no hay goteras. ¡Por poco el agua acaba con la biblioteca y con toda la casa! Murmuró. Al empezar a subir las gradas sintió una extraña presencia en la sala, se volteó alarmado y… No recuerda más.

Cuando Sancho oyó el golpe estaba dormitando. Corrió por toda la casa y ladró desesperado. Al encontrar cerradas la puerta de entrada y las ventanas de madera, se dedicó a dar vueltas al redor de Manuel y a lamerle la cara. Este, agradecido, abrió los ojos. Despertó con un dolor penetrante en varias partes del cuerpo. ¿Me rompí la cadera y se me abrió el cráneo? ¿Qué dirá Berta cuando me vea con la cabeza vendada y tal vez enyesado? Por tu mala costumbre de andar descalzo, me sermoneará enojada. Pero no… tal vez me moví con brusquedad y me dio un mareo, o me resbalé con las chancletas. ¡Las malditas chancletas!

Manuel escucha con dificultad la lluvia que ha amainado, los ladridos de los perros, el canto de los pájaros que tardaron en despertar. Intenta tocarse la cabeza, pero su mano parece pegada al piso. Le es imposible moverse. Tiene una sensación extraña de ver un cuerpo tirado en el suelo, como si no fuera él.

¿Cómo pedir ayuda? No recuerda dónde dejó el teléfono, y aún si lo tuviera cerca, no podría llamar. Si don Gregorio viniera… pero sabe que no vendrá. Él es un campesino sagaz y, cuando ellos comenzaron a ir a la finca, rápidamente se dio cuenta de que no debía llegar así no más, sin ser requerido. ¡Sancho!, ¡ladra por favor!, ¡ladra duro para que te oigan! Manuel cree que le manotea y que Sancho oye su ruego, pero ni sus labios ni sus brazos se mueven.

Un estremecimiento le recorre su cuerpo. Quiere gritar, pedir ayuda, pero no puede. Ninguna parte de su cuerpo le responde. ¿Me iré a morir? El miedo se asoma a su consciencia. Tímidamente.

¡Si Julia estuviera aquí!, ¿por qué me vine solo? Julia…

La imagen de Julia le llega de repente como un destello, con una sonrisa abierta, jovial, entusiasta. Ella danza descalza y vestida de novia, pero, cuando él trata de abrazarla, ella se esfuma. La busca. Está en la cama. Parece dormida. Su sangre enferma se escapa de sus muñecas; ya no hará más daño a ese cuerpo frágil que él ama. «Para que no suframos más», lee en una nota manchada de sangre. Berta y Julia giran y se confunden, como si fueran una, la misma. Una boa inmensa las envuelve, las aprisiona para triturarlas. Ellas gesticulan, pero él no oye sus gritos; solo percibe borrosamente sus muecas. Se acercan y se van, como un zoom en el cine. Su padre, con un gesto descompuesto, mira la escena; tiene el rostro del hombre malo de la pintura. Mientras estas imágenes se tornan opacas, el cuadro de la tienda regresa. Nítido.

Los rayos del sol, como delgadas pinceladas amarillas, entran por las rendijas de las ventanas, pasan por el cuerpo de Sancho, que permanece tan quieto como su amo, y se prolongan por el rostro pálido de Manuel. 

Este, relajado y sin dolor, ya no escucha el repique insistente del teléfono –es Berta sobrecogida al no encontrar respuesta–. Tampoco escuchará los pasos apresurados de don Gregorio, ni la llave girando en el cerrojo, ni sus gritos.                

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