El indio y nosotros
El caso de este indio exhibido en la sección de animales de la Exposición Nacional, como un simple ejemplar de la fauna del país, es una revelación cruda, una expresión sintética y brutal, de la actitud tradicional adoptada por nuestras clases privilegiadas ante los pueblos indígenas; actitud heredada de los conquistadores españoles, cuya estúpida obra de exterminio y de incomprensión colonizadora logró arrancar a Montaigne una bella página recriminativa.
Sin embargo, la conducta de los conquistadores podría encontrar quizá una justificación o al menos una explicación, en la época violenta y oscura en que les tocó actuar, y en la misma índole personal característica de ellos, que eran casi siempre soldados profesionales, reclutados entre las ínfimas clases sociales, de espíritu rudimentario, endurecido por la guerra y poseído de todas las pasiones inferiores: el fanatismo religioso, la ambición de oro y de lujo, la crueldad, la lujuria, el orgullo pueril de raza y de casta; pero no es justificable ni explicable hoy, cuando las nociones de una civilización igualitaria y humanitaria, que entonces sólo vislumbraban algunas pocas mentes escogidas, pueden haberle convertido ya en patrimonio espiritual de la mayoría de los hombres; cuando el pensamiento, la idea motriz, como un pequeño ariete incesante, ha trabajado durante cinco siglos, destruyendo los ominosos prejuicios medievales y tratando de fijar con exactitud la verdadera, la única justa posición de todo hombre en el mundo, como un ser libre, consciente y ennoblecido, no susceptible de explotación ni de opresión y acreedor, por el solo hecho de ser hombre, a la igualdad de medios de vida, a la posesión equitativa de la tierra, al goce total de la felicidad posible; cuando se han revaluado esencialmente los conceptos ancestrales deprimentes, acerca de la mujer, acerca de las razas perseguidas o de las que se han llamado inferiores, acerca del obrero, del proletariado, del sirviente doméstico, del mendigo, del loco, del criminal, del leproso, de todas las castas, gremios o núcleos que la incomprensión más cruel y más absurda había arrojado al margen de la humanidad; cuando se trata, no de exterminar, empequeñecer y embrutecer, sino de exaltar, educar y engrandecer lo que hay de espiritual, de divino, de eterno, en todos esos seres infortunados que, por las condiciones de vida en que han estado siempre, y por la persecución y la expoliación brutal de que han sido víctimas, no han logrado desenvolver por sí mismos sus cualidades superiores.
Los feroces sucesores de los conquistadores han logrado reducir al indio a una situación práctica de esclavitud absoluta, lo han asimilado a bestia de carga, a simple instrumento de trabajo, explotándolo únicamente en el sentido de utilidad material, aprovechando sólo su energía mecánica; pero no se ha desarrollado, educado y utilizado su enorme energía anímica, que asimilada por nosotros e incorporada a nuestra raza, no nos hubiera degenerado sino que nos hubiera enloquecido; porque no se ha comprobado todavía que nuestra famosa civilización cristiana no tenga nada que aprender de la civilización indígena, de su concepción del universo, de la vida, de la justicia, de su indomable y fiera resistencia espiritual ante las tentativas de conquistas; quizá el indio, en las mismas circunstancias y con iguales facilidades a las que hemos tenido nosotros sobre este suelo que fue suyo, hubiera desarrollado su civilización en una forma más completa, más pura, más armoniosa y más noble y hubiera hecho de este país algo más esencialmente grande y admirable que lo que nosotros hemos logrado en cinco siglos de dominio estéril; hoy, el último sucesor de Nemequene podría adoptar con justicia las terribles palabras del apóstol asiático Gandhi: “maldigamos lo único que la civilización occidental nos ha traído: el cristianismo, la sífilis y el ejército permanente”.
El Espectador, “Gotas de tinta”, Bogotá, 6 de agosto de 1923
Guillermo Valencia I
La infame maniobra política ideada por Guillermo Valencia para arrebatar al liberalismo del Cauca la mayoría a que legítimamente tiene derecho, no debería extrañar a nadie. Guillermo Valencia ha sido siempre un astuto usurpador de patrimonios ajenos: su obra poética es el fruto de una inteligente piratería ideológica al través de todas las literaturas, y su hacienda particular la ha formado despojando sin misericordia a pobres indios inermes de Calaguala y Paletará. Sólo en un país como este, enfermo de ignorancia y desprovisto por completo del sentido verdadero de la justicia, se perdona y se admira a ese feroz condottiero, cruel en la guerra y en la paz, impermeable a todas las nuevas y sublimes nociones de equidad humana que empiezan a imponerse en el mundo.
La grandeza espiritual de un hombre no puede medirse sino por la magnitud de su intuición futurista, por su capacidad para fecundar el porvenir. En Guillermo Valencia no hay nada de eso: ni literaria ni políticamente, ni siquiera en un sentido más humano, como hombre simplemente, nos deja algo a que pueda darse el nombre de semilla, algo preñado de gérmenes futuros, que alcance a enriquecer espiritualmente a las próximas generaciones: nos quedarán de él, a lo sumo, tres o cuatro versos marmóreos, de inspiración exótica, y el recuerdo de algunos despojos monstruosos perpetrados en las indefensas mesnadas indígenas; y se dirá de él, además, que fue un buen tirador de escopeta, aunque ese mérito primitivo puede reclamarlo también para sí cualquier mísero saltimbanqui.
El Sol, “Hombres y cosas”, Bogotá, 30 de noviembre de 1922.
Guillermo Valencia II
La nota justicieramente agresiva que escribimos aquí la otra mañana sobre Guillermo Valencia, ha provocado en algunas personas cierto movimiento de indignación. Era natural, y así lo esperábamos: el elegante y glorioso poeta ejerce una tiranía intelectual demasiado enérgica sobre el público, para que no haya quien se horrorice un poco cuando una lengua atrevida lo zahiere.
Pero aquellas duras palabras no eran sino la síntesis violenta de una honda y razonada convicción, hecha en nosotros lentamente. Guillermo Valencia no puede significar hoy ante las gentes venideras, lo que significó hace veinte años dentro de otros hombres y al calor de otras influencias espirituales; porque Valencia pertenece a una generación perfectamente definida en América, generación erudita meritoria, pero vieja e inútil ya, puesto que ha cumplido totalmente su misión histórica, ha llenado el eslabón necesario que le correspondía en el proceso irrevocable de evolución a que debe someterse cada pueblo; es la generación de Rodó, de García Calderón, de Sanín Cano, de todos esos amables diletantes que no han tenido una inspiración original, un fermento espiritual propio, una visión personal de la vida y de la naturaleza y se han limitado a interpretar, ampliar y difundir las ideas, las teorías y los sistemas que otros crearon en lejanos países; por eso, Guillermo Valencia es simplemente un poeta provisional y reflejo, el poeta de una época determinada, el que tradujo en admirables palabras un sentido especial de la belleza que otros concibieron y que empezaba a hacerse sensible en el mundo, pero que aún no había llegado hasta nosotros en formas accesibles; Valencia, como otros poetas americanos de su tiempo, recogió y se asimiló la espuma culminante de esas literaturas y nos las presentó exquisitamente aderezadas; y el público aquí, a pesar de lo que pudiera creerse, estaba misteriosamente preparado para recibir sus magníficos poemas, porque por un fenómeno complejo e incognoscible, los grandes movimientos espirituales se anticipan por impalpables caminos y se hacen perceptibles simultáneamente en todos los extremos del mundo; el público, pues, el público de una época determinada, está siempre en aptitud de admirar y comprender al poeta que destaque y concrete el sentido de la belleza propio de esa época.
No sería difícil, quizá, cotejar a doble columna los hurtos literarios de Valencia, ni comprobar, por ejemplo, que la ascendencia inmediata de Los camellos está en Los elefantes de Leconte de Lis-le o que Palemón emana directamente de una conocida página de France. Cuando hablábamos aquí de sus piraterías literarias, no nos referíamos propiamente a aquellos inocentes plagios parciales. Valencia, en lo general, no pertenece a la categoría de poetastros descarados ‒tan común entre nosotros‒ que firman una literal como cosa propia; y, por otra parte, un poeta puede ser buen poeta, aun cuando se haya robado algunas estrofas. El caso de Valencia es mucho más esencial y más trascendental: lo que él ha usurpado a otras literaturas, no son unos cuantos versos sueltos, sino la inspiración inicial de toda su obra; en él no hay nada personal, nada terrígeno, nada que pertenezca a nuestro ambiente peculiar, como lo hubo en Silva, y como lo hay en algunos poetas jóvenes de América; sus cigüeñas, sus camellos, sus centauros, su concepto de la mujer, su concepto del hombre, su concepto de la vida y del mundo, todo eso es reflejo en él y exótico, todo lo encontramos disperso y palpitante en la literatura europea finisecular; Valencia solamente lo tradujo al español en bellas y pulidas palabras.
Pasada, hace días, la hojarasca literaria fantástica, falsa, excesivamente intelectual, del último tercio del siglo XIX ‒el siglo que León Daudet acaba de llamar estúpido‒ nosotros, los que llegamos apenas, no logramos encontrar en el poeta americano que interpretó esa época ni una partícula viva, ni un grano fecundo que establezca el contacto espiritual entre él y nosotros. Su obra podrá ser maravillosa en la forma externa; podrá ser tersa y perfecta como un mármol, pero como un mármol está muerta para el porvenir.
Porque nadie osará decir que Valencia pertenece a la casta olímpica y reducida de los poetas eternos, de misteriosa juventud perenne, como Poe o Goethe, o el mismo Hugo, en quien bajo la radiante fronda romántica, que ya no nos dice nada, se encuentra a veces la idea o la imagen de oculta potencia futurista que, sobre el tiempo y la distancia, viene a herirnos sorprendentemente, a coesenciarse con nuestro actual fermento espiritual. Valencia no tiene a lo largo de toda su obra ni una palabra, ni un verso, ni una imagen que aliente esa singular videncia que traspasa, viva, los siglos. No es un poeta eterno; es un poeta provisional, limitado y hermético que no ha logrado presentir el mundo de mañana. Su aparente inquietud mental no es sino simple curiosidad de diletante; su misma actitud personal ante la vida, en poses perpetuas de hombre refinado, es odiosa y retrasada, finisecular también como su literatura; hoy, el verdadero hombre grande debe ser sencillo y austero, como el que sabe que el único refinamiento posible ya es no tener ningún refinamiento.
El Sol, “Hombres y cosas”, Bogotá, 4 de diciembre de 1922.