30 – Olga Montoya

Libro de relatos: solo para mortales

Olga Montoya Echeverri

Mujer, madre, médica egresada de pregrado y posgrado de la Universidad Pontificia Bolivariana. Especialista en dolor y cuidado paliativo.

Dedicada durante los últimos veinticinco años de ejercicio profesional al cuidado de los enfermos que viven su última enfermedad: el cáncer, atendidos por ella en servicios de consulta, hospitalización y en el domicilio.

Durante este tiempo recopiló muchas notas que servirían para iniciar la aventura de escribir este libro, que ahora desea compartir con los lectores, a los que solo se les encarece que se consideren mortales.

Participante del taller de escritura de Comedal

Editorial: Hilo de Plata Editores SAS, Medellín, Colombia. 2018-03.

Primera edición

Idioma: Español

ISBN: 978-958-56463-1-5

 

El caballero

De verdad era todo un caballero, un “gentleman” me corrigió él cuándo le expresé lo que me comunicaba en esa primera entrevista. Con una estatura de 1,80 metros, vestido de forma sencilla pero impecable, piel canela, ojos cafés y una tímida sonrisa; vivía solo, llevaba muchos años separado de su esposa, tenía un solo hijo; quien ya había formado su propia familia con mujer y dos hijos. Ellos estaban enterados de su enfermedad, y le ofrecieron que se fuese a vivir con ellos, porque deseaban cuidarlo y acompañarlo, pero él no lo acepto. No se sentía tan enfermo como para necesitar ayuda y compañía permanentes, por el momento deseaba que se calmara el dolor abdominal que era su principal molestia.

Había estado en el ejército durante su juventud, y se había jubilado como policía, esa disciplina militar, le enseñó a ser autosuficiente, y le permitió vivir solo luego que su matrimonio terminara.

Cuando las dolencias fueron controladas, retorno a la rutina de su vida de pensionado, el analgésico opioide que le receté estaba fuera del plan de salud, pero afortunadamente disponíamos de una donación que nos garantizaba su tratamiento de forma gratuita, porque en ese momento ni comercialmente era fácil su consecución.

No faltaba a sus citas periódicas, eran pocos los ajustes que hacía con relación a su tratamiento; le preocupaba que escaseara la medicación, o que llegase un momento en el que fuese ineficaz. Le expliqué que se dispone de los medicamentos necesarios, para lograr control del dolor por cáncer en un 95 % de los pacientes.

A los tres meses de conocerle me hizo una petición inusual: “¿Doctora cuando me encuentre mal, y usted sepa que esta próxima mi muerte, me podría dejar acá en el hospital?  Actualmente mi hijo vive con sus suegros, no quiero ser una carga para mi familia,  y no deseo morir solo en mi casa”. Entonces entendí porque antes de despedirse siempre me preguntaba “¿Usted cómo me ve?” Así quedo sellado el pacto entre caballero y dama como el mismo lo llamó. Cuando yo viese que se  acercaba su muerte lo hospitalizaría. Desde ese día cambio su pregunta y antes de salir me interrogaba: ¿Doctora cree usted que debo quedarme hospitalizado? Consulta tras consulta le fui conociendo más y se solidificaba nuestra alianza.

Pronto transcurriría el primer año de tratamiento, con buen control de síntomas y ningún deterioro. Entonces comencé a preguntarme: ¿si era de esperarse tan buena evolución con un cáncer de estómago irresecable durante la cirugía, y sin otro manejo oncológico específico?

Estaba delgado, pero no había perdido peso después de la cirugía, comía pocas cantidades pero los alimentos no le ocasionaban molestias, no estaba pálido, el estreñimiento que le producía el manejo del dolor lo contrarrestaba con dieta y laxantes, y no tenía el aspecto de una persona viviendo con una enfermedad incurable.

Para la siguiente consulta realicé una revisión completa de la historia clínica, y encontré: que habían transcurrido 18 meses después del procedimiento quirúrgico que había sido paliativo, solamente pudieron hacer una derivación que evitara la inminente obstrucción del tracto de salida del estómago. Comenté la situación con el cirujano que lo había operado y quedó extrañado con la noticia de que estaba vivo y en buenas condiciones.

Me alegró la idea de que estuviese frente a una regresión del tumor, una curación milagrosa, lo que no me cuadraba era el dolor severo y la necesidad de analgésicos opioides para calmarlo.

Todas esas inquietudes se las dije cuando nos volvimos a ver, y le propuse que revisáramos mediante exámenes como iban las cosas: con una endoscopia miraríamos el interior de su estómago y con una ecografía el resto del abdomen, me inquietaba el hígado, que es uno de los órganos vecinos más frecuentemente afectados por tumores gástricos. Le expliqué que no era urgente ni indispensable realizarlos; sabemos que en cuidado paliativo solamente se solicitan exámenes que ayuden a tomar decisiones que traigan un beneficio inmediato en la calidad de vida del enfermo, o que permitan prevenir complicaciones posteriores. Este no era el caso, y por ello los dejaba como una sugerencia, más que como una prescripción médica. Él se comprometió a pensarlo y volveríamos sobre ese punto en la siguiente consulta.

A los pocos días nos volvimos a ver, me extraño que adelantara la cita, cuando le pregunte la razón me comentó que estaba ansioso por hacerse cuanto antes las pruebas. Antes de realizar las órdenes le pregunté: ¿qué pasaría si encontrábamos la enfermedad igual o peor de lo que estaba en las imágenes previas? Su respuesta fue una sonrisa, a la que siguió el comentario de que: siempre era mejor saber de una vez con que se podía contar.

Cuando nos volvimos a encontrar llego triste, con mirarle el rostro supe que me había equivocado al desear saber cómo estaban las cosas. Leí detenidamente el informe que seguramente él ya había visto, mostraba un aumento del tumor dentro del estómago y múltiples lesiones en el hígado secundarias al cáncer.

No eran buenas las noticias que tenía que darle, pero él me facilitó las cosas diciéndome: “es mejor así, ya sabemos en qué punto estamos”: le explique que no era necesario hospitalizarlo, cuando le dije esto sonrió.

Después  de ese encuentro las molestias aumentaron, venían una tras otra, como si estuviesen encadenadas, eran pequeñas complicaciones que se resolvían lentamente; pero él iba desmejorándose a pasos agigantados. Él lo resumió en una sola frase: “Doctora voy en picada”.

Continuamos ese proceso, realizando citas más seguidas, la enfermedad había iniciado su etapa de terminalidad e incontrolabilidad. Tres meses más tarde, llego a la consulta muy decaído, su piel y sus ojos se veían de color amarillo, se sentía muy fatigado, no podía comer alimentos que necesitaran masticación, solamente tomaba pequeñas cantidades de líquidos, no tenía sed ni hambre. Para ese momento ya no era autosuficiente y su hijo lo había llevado a regañadientes a su casa la semana anterior a la consulta. Ese día conocí a su nuera y a sus nietos, luego de examinarlo y antes de que me interrogase, le dije que: era necesario dejarlo hospitalizado, el entendió lo que le estaba diciendo, y recordamos el pacto que habíamos hecho en el pasado.

Cuando todos los pormenores de la hospitalización estuvieron listos, hablé con la familia sin que él estuviese presente y les conté del pacto, ellos se mostraron muy consternados y preocupados, no esperaban que el tuviese tan claras las cosas.

Fueron pasando los días, y la hospitalización se prolongó, el hijo lo acompañaba todas las noches, y estaba muy intranquilo; no lo veía en condiciones para ser dado de alta, pero tampoco se moría y eso prolongaba el sufrimiento y acrecentaba su sensación de impotencia.

Ya lo sabía yo: que nada es antes ni después, que tenía que soportar todos los días a los auditores pidiendo que se le diera el alta para liberar una cama para otro enfermo agudo recuperable. No disponíamos del hospicio como lugar intermedio entre el hospital y la casa, y tampoco podía fallarle al paciente.

Sentí que su espera podría tener que ver  con algún asunto pendiente con relación a la exesposa, el hijo la había invitado a visitarlo en el hospital;  pero ella no estaba en condiciones de verlo, telefónicamente me comuniqué con ella y se comprometió a enviarle una nota de despedida; antes de que la nota pudiese llegar el paciente entro en falla hepática, perdió la consciencia y falleció plácidamente 36 horas después.

Una semana más tarde, llego el hijo a visitarme, ese volver al hospital después de  la muerte del ser querido es un gran reto dentro del proceso de duelo. Aproveche la ocasión para felicitarlo por el magnífico acompañamiento que había tenido con su padre, y preguntarle por el resto de la familia: especialmente los nietos y su madre. Me comentó que todo estaba en orden, si así se podía llamar la vida en ese instante, recordé que la etapa inicial del duelo es: perplejidad, desorden e inseguridad del mundo conocido.

Me entrego un obsequio que su padre me había dejado: era una cadena con Jesucristo crucificado en un cuarzo. Tenía una nota que decía:

“Para la Doctora Olga, una bella dama, en agradecimiento por ayudarme a no sentir dolor.

De: Su caballero”.

 —

María Eugenia y su niña

Tenía unos 33 años, se veía delgada como una modelo de las pasarelas, se presentó a la consulta muy organizada, su cabello ondulado caía coquetamente sobre sus hombros descubiertos, su maquillaje un poco recargado para esa hora de la mañana, caminaba con salero, y sus piernas llamaban la atención, utilizaba sandalias de tacón, y daba la impresión de que acababa de salir del salón de belleza, donde se habían esmerado para  convertirla en una mujer aún más bella.

Cuando terminamos la consulta, pude darme cuenta de que sus problemas de salud eran mucho más serios de lo que ella aparentaba a simple vista. Le pregunté qué información tenía de su enfermedad, me respondió serenamente: “sé que tengo un cáncer en la matriz, porque eso me explicaron los doctores que me venían atendiendo, pero lo que en realidad me preocupa es saber cuál fue el resultado de la prueba del SIDA, que me realizaron en la última hospitalización”, como no aparecía el informe en la historia clínica, me desplacé hasta el laboratorio en el segundo piso del hospital, y cuando nos encontramos nuevamente le tenía la buena noticia de que el resultado era negativo, debíamos repetir la prueba unos meses después para quedar más tranquilos, ella respiró aliviada y me solicitó que cuando tuviese oportunidad, hablase de ese asunto con su familia.

Sus dos hijas, la mayor de 13 años vivía con la abuela paterna, y aunque se veían poco, no le preocupaba porque sabía que estaba bien cuidada, su ex suegra había asumido el papel de madre perfectamente, por ello no la necesitaban. La hija menor de 2 años, le acompañó en nuestro segundo encuentro, una chiquilla traviesa y muy despierta para su corta edad, en un momento exploró todo el lugar y convirtió la entrevista en una persecución juguetona. A todas las consultas la acompañaba un hombre de mediana edad, que se comportaba como su pareja, cuando les pregunté que parentesco tenían ella respondió rápidamente que solo amigos, pero era obvio que ella lo trataba como a un extraño.

Al poco tiempo se hizo necesario dejarla hospitalizada, porque se quejaba de varias dolencias y llegó deshidratada, cuando se sintió mejor, disfrutaba peinando su larga cabellera, maquillándose y pintándose las uñas de manos y pies. Un día en que olvidé tocar la puerta antes de entrar en la habitación, me echó, diciéndome que por favor regresara más tarde, cuando ella estuviese presentable, porque era muy temprano y aun no se había maquillado.

Cuando tuvimos una relación de más familiaridad, durante una de las visitas en su cuarto me dijo: “doctora usted es bonita, pero no se sabe arreglar, o mejor dicho no se arregla”, ella tenía razón, no le dedicaba tiempo a esas cosas, y fuera del bloqueador solar, rara vez me pintaba los labios con un color discreto. Le dije que cuando dispusiera de tiempo suficiente ella me podría enseñar a maquillarme, eso la animó muchísimo porque sintió que ella también tenía algo para aportarme.

Su proceso de deterioro durante ese año, fue lento, pero contundente, cuando llegó a mi consulta ya se habían agotado los tratamientos oncológicos específicos para su caso, y no podía ser controlado el avance de la enfermedad. Dos meses antes de su muerte, su familia la abandonó en el hospital, decían que no tenían las condiciones económicas para cuidarla, ella ya estaba postrada en cama.

Había tomado la decisión de que su hija menor no se quedaría con ellos, con lágrimas en los ojos me dijo: “doctora, si la dejo allá, la estaría condenando a ser una prostituta como lo he sido yo toda mi vida, pero si la doy en adopción por lo menos tendrá otra oportunidad”. Corría el mes de noviembre cuando con la ayuda de la  trabajadora social entregó la niña a la funcionaria de Bienestar Familiar, la dejé unos días en el hospital, mientras le buscábamos un albergue. Periódicamente iba a visitarla, y a organizar los detalles de su cuidado y tratamiento médico, las voluntarias se encargaban de conseguir los recursos económicos para cubrir los gastos en su nuevo hogar. Cada vez que nos encontrábamos, ella estaba más delgada, pálida, ojerosa, y debilitada, seguía adornándose, pero su aspecto era grotesco.

Me había dicho, “doctora yo no llegaré a la navidad”, pero ya estábamos a mediados de diciembre. Un día me llamó con ansiedad, porque deseaba ver a su niña, aquello que me pareció tan sencillo, se convirtió en una verdadera odisea. Me comuniqué con la trabajadora social de Bienestar Familiar que había recibido a la niña, pero me informó que ella no podía autorizar dicha visita, la niña estaba en un hogar de paso, y únicamente la abogada de la institución podría autorizar ese encuentro, y no estaba disponible porque estaba de vacaciones. Después de múltiples llamadas y ruegos la convencí, para que me diese el teléfono de la madre sustituta, con el argumento de que por lo menos me permitiera visitar a la niña para poderle informar a la madre como se encontraba. Cuando conversé con ella telefónicamente y le expliqué la gravedad de la madre, aceptó que fuese a su casa y las recogiera para hacer la visita en el albergue. Debíamos mantener este asunto en secreto, porque Bienestar Familiar podría sancionarla si se enteraba de lo ocurrido.

Aquel  24 de diciembre, sería más atareado que de costumbre, en las primeras horas de la tarde recogí a la niña y a la madre sustituta, me identifiqué como  médica del Hospital General de Medellín, no fue posible que me acompañase la trabajadora social, pero la niña me reconoció inmediatamente y me abrazó, eso tranquilizó a la señora.

El encuentro de madre e hija sería una de las experiencias más intensas en mi  vida profesional, permanecieron juntas durante una hora, y debimos ayudarle porque ella ya no tenía fuerzas suficientes para cargarla, se alegró de verla sana, rozagante, mas repuesta y vivaz, le entregó dos vestidos que le tenía guardados, con sombrero de cintas de colores fuertes, zapatos de charol, y moño para recoger el cabello, esas prendas se las habían obsequiado las damas voluntarias previamente.

Me apresuré y le ayudé a vestir a la niña, pero aún faltaba lo más difícil, presenciar la despedida, ella la miró y sus ojos se inundaron de lágrimas, le prometimos que a la semana siguiente que concluía el año, la llevaríamos nuevamente, esta idea  fue una sugerencia de la madre sustituta, quien se encontraba conmovida por la situación, y ya no tenía ningún reparo.

El 31 de diciembre me llamaron muy temprano del hogar de acogida, estaba  muy enferma, no se alimentaba, no hablaba, presentaba una respiración irregular, no recibía la medicación vía oral, y les preocupaba que el dolor se descontrolara. Cuando llegué la encontré en agonía, lo que nosotros llamamos últimas horas de vida,  llamé a la señora que cuidaba a la niña y le dije que iría en la tarde a llevarle una torta y un helado que les había prometido, pero que ya no se podría realizar lo que habíamos planeado la semana anterior.

Al medio día falleció, cumplimos la promesa de que su familia no supiese de ella mientras estaba viva. Del albergue lograron comunicarse con la madre de la paciente, quien les preguntó dónde estaban los dos vestidos nuevos de la niña, le respondieron que la niña los tenía y que se encontraba bien, no participaron del funeral, pero le llevaron a la trabajadora social del hospital los certificados del seguro para el auxilio funerario.

Seis meses después, mientras organizaba unos papeles, encontré una fotografía que les había tomado a madre e hija en una de las primeras consultas, se veían tan felices y unidas, la guarde con especial cuidado, sabía que la vida me daría la oportunidad de entregársela a la niña más adelante, no sabíamos nada de ella, porque ya estaba en proceso de adopción y nuestro compromiso era permanecer a distancia.

Cuatro meses más tarde, recibí una llamada de la trabajadora social de Bienestar Familiar, necesitaban con urgencia un informe médico acerca de las causas de la muerte de la madre de la niña, a la semana siguiente sería entregada en adopción a su nueva familia. Redacté el documento, explicando que la causa de muerte había sido un cáncer de cérvix uterino, que había obstruido los conductos urinarios y llevado a la paciente a una falla renal, anexé los resultados de las pruebas para SIDA que eran negativas.  Fui personalmente a llevar el papel y entregué la fotografía, para que se la hicieran llegar a los nuevos padres. En el reverso le escribí: Tuve la bendición de conocer a tu madre, y ayudarle en su  última y larga enfermedad, como puedes ver en esta foto, era una mujer bella, alegre y valiente. Te quiso mucho y siempre deseo lo mejor para ti. Afectuosamente: Olga ME.