De la caverna a la luz
Narración
4 de julio de 2018
“Atender, entender y comprender”: tres palabras, parecidas pero con significados distintos, era lo que nos repetía mi mamá para que fuéramos buenos estudiantes y agregaba: “a lo duro, se le da, duro…, es que uno no se le debe mamar a nada”.
Primero fue el Aleph –hace más de 14.5 millardos de años–, luego la materia y la antimateria, que al chocar entre sí, produjeron el Big Bang; parte de la energía se transformó en materia y una pequeñísima parte en pensamiento. Éste lo resumió hace 2500 años el taoísmo (Lao Tse); Melquíades lo transmitió de generación en generación; el doctor Rodolfo Llinás lo modeló; mi mamá lo empleó para soñar, y mis hijas, produjeron nuevos pensamientos que quedarán plasmados, por los siglos de los siglos, en los escritos elaborados para doctorase. Con los presentes quiero hacer un brindis, pero antes, leer un texto; vamos a celebrar la culminación de una saga, iniciada hace más de 14.5 millardos de años de evolución continua de todos los seres, y en especial de la evolución del pensamiento humano. Después de leer el siguiente texto, haremos el brindis.
Reminiscencias
Mi mamá sólo estudió tres meses, hasta que aprendió a escribir y luego la sacaron de la escuela para que cuidara a sus padres, pues mis abuelos estaban impedidos para trabajar; fue la única sobreviviente de varios hermanos y desde que tenía uso de razón hasta que murió, siempre estuvo trabajando: se puede decir que murió “con los zapatos puestos”. La recuerdo delgadita, de cara menuda, dinámica, trabajando todo el tiempo, como una hormiga; nunca la oí quejarse por nada y decía que era una mujer muy feliz. Era una sola sonrisa, todos los sacrificios se los ofrecía a “mi diosito bendito”. Madrugaba a las cuatro de la mañana y se acostaba alrededor de las 10 de la noche, siempre activa y diligente, animaba a los demás para que también lo fueran. Su sueño era tener hijos bien educados, quería que al menos uno fuera sacerdote, alguna de sus hijas monja y los demás fueran “doctores”. En contraste, mi papá repetía constantemente que: “el sacerdocio es muy bueno…es el mejor negocito que hay”.
Cuando vivíamos en el Picacho –Robledo–, recuerdo que mi mamá madrugaba a ordeñar las vacas y cuando terminaba, salía a vender la leche a sus “tratos” y la que le sobraba la vendía en la Facultad de Minas. Caminaba de la finca Zanzíbar hasta la facultad –más de dos kilómetros–, con una olla de aluminio –de más de diez litros– en la cabeza y con varios pocillos. Entre la olla y la cabeza, se ponía una toalla enrollada, para amortiguar el peso y suavizar el vaivén de la leche al caminar. Nos contaba que se paraba en una ventana de la Escuela de Minas a esperar que salieran los estudiantes para vender la leche; al pie de una ventana observaba a algunos profesores dictando clases. Según nos lo narró, al describir el sitio donde ella se paraba con la leche, podría ser la ventana más al poniente del edificio emblemático de la Facultad de Minas, donde una vez escuchó, en la clase de un profesor, las siguientes palabras: “atender, entender y comprender…”; palabras que se le quedarían grabadas para siempre en su mente. El profesor les explicaba a los alumnos la necesidad de aprender una metodología de estudio para evitar que fueran expulsados de la facultad por bajo rendimiento. Cuando los estudiantes salían al descanso, ella les ofrecía leche recién ordeñada; parece que la vendía toda, porque regresaba todos los días. Esas palabras que a ella se le grabaron se convirtieron en la cantaleta que siempre nos repitió, no solo a nosotros, sino a todos los que ella apreciaba. “ ¡Qué dicha que mis hijos estudiaran aquí!”, era lo que ella pensaba, parada en la ventana, embebida en sus pensamientos dibujando un mejor destino para nosotros.
Cuando yo, el segundo de cinco hermanos, tenía entre 6-7 años, nos trasladamos del Picacho –Robledo– a la parte alta de La Francia. Mis hermanas trabajaban en los quehaceres domésticos y los hombres en los oficios de la finca. Con frecuencia peleábamos con otros muchachos de la calle y llegábamos “reventados la nariz” a la casa; mi mamá sufría mucho porque temía que algo grave nos pudiera ocurrir y a veces encendía una vela a sus santos de devoción para que no nos pasara nada.
Recuerdo que en los tiempos libres nos íbamos a jugar “masotes” o “bolas ganadas” –bolas de cristal de diferentes colores–, “caramelos” –pequeños pinturas para llenar álbumes–, “vistas” –negativos pequeños de rollos de películas desechadas, en donde aparecían protagonistas de películas–, “cajetillas”– envolturas de cigarrillos bien dobladas en forma de billetes, y cuyo valor era más alto entre más escasa fuera–, yoyo, trompos, cometas, globos, entre otros juegos. Algunas veces “jugábamos apostando” y era motivo de peleas porque terminábamos siendo “malas pagas”.
Yo era muy buscapleitos, metía a mi hermano mayor en problemas permanentemente; si alguien me pegaba, él salía a defenderme.
Me entraron muy tarde a la escuela –casi a los 9 años– y para completar, en la que me matricularon, no había profesora. ¡No aprendí nada!
En la escuela, estuve más de medio año, únicamente jugando de enero a octubre, esperando a la maestra. Nos encerraban a más de 30 niños en un salón en donde lo único que había era una puerta, cuatro paredes, un piso embaldosado sin pupitres y un tablero; nos la pasábamos todo el día sentados en el suelo, conversando y haciendo lo que queríamos, nos enseñábamos a nosotros mismos ¡puras pernicias! A la hora del recreo salíamos como los otros niños a tomar la media mañana: un vaso de leche, un pan largo –de la panadería Coro– y queso amarillo; la “mediamañana” nos la enviaban todos días de la Alcaldía de Medellín; luego regresábamos a nuestra rutina, y así nos la pasamos casi todo el año. Hoy en día, recuerdo esos sabores de la “mediamañana” de la escuela y me provoca ansiedad por volverlos a saborear. El pan, pan de molde, parecido al pan francés –me marcó el gusto por el pan francés– y el queso amarillo enlatado –queso holandés– hace parte de mis gustos predilectos.
Estábamos en nuestras ociosidades rutinarias y sucedió un día que, por tratar de hacer reír a mis compañeritos, quise hacerle una chanza a uno de ellos que estaba en frente mío; otro compañerito se había puesto de rodillas detrás de él, sin que lo notara; el juego consistía en que yo, que estaba en frente, lo debería empujar sobre el que estaba de rodillas y así cayera “patas arriba” y todos se reirían. Yo llevaba una botella de vidrio, llena de aguapanela con leche, debajo de mi brazo, y me lancé a la acción, sólo me acordé de la botella cuando se me reventó encima del pie –estaba descalzo–. Llamaron a mi mamá para que me llevara a urgencias. Mi casa estaba como a cuatro kilómetros de la escuela –como una vereda, sin luz, ni teléfono, ni carretera, solo comunicado por camino– y tan pronto como mi mamá llegó, me miró y con su dolor contenido, acabó de vendarme, me llevó en sus espaldas a urgencias, que pese a ser ella tan menudita, sus fuerzas se agrandaron para cargarme hasta el hospital. ¡Me cosieron 16 puntos! Cuando regresábamos del hospital San Vicente de Paúl para mi casa, mi mamá me cargó a sus espaldas durante casi cuatro kilómetros.
Cuando ya había transcurrido medio año y los maestros se iban de vacaciones hicieron los exámenes semestrales. Y me tocó el turno de presentarlos. Era la primera vez que una maestra me dirigía la palabra en el transcurso del año y fue para decirme que me quería examinar. Yo estaba parado en frente de las maestras –el jurado–, con las manos atrás, esperando y pensando: “¿Qué me irán a preguntar?” Estaba descalzo, pantalón cortico de tirantes y mochila de trapo terciada al hombro. Ni sabía qué era un examen. El jurado estaba integrado por doña Imelda –directora–, una viejita gorda gruñona como de 70 años y otras dos maestras que ni siquiera las conocía; pero a la directora sí, porque ella era la que encabezaba esos rosarios tan largos y cansones que se hacían en la escuela.
El jurado empezó el examen:
–A ver, señor, le vamos a hacer examen de religión –dijo doña Imelda.
–¿Usted se sabe persignar?
–¡Sí, señorita!
–¿Se sabe el Padre Nuestro? –preguntó doña Imelda.
–No, señorita.
–¿Se sabe el Ave María?
–No, señorita.
–Este caballero como que no sabe nada, pongámosle 2,0.
Continuó el interrogatorio la segunda maestra:
–A ver señor, ¿sabe leer?
–No, señorita.
–Pongámosle 2.0, murmuró.
La tercera maestra preguntó:
–¿Sabe sumar?
–No, señorita –respondí, bajando la mirada.
–Pongámosle 2,0 –rezongó la tercera maestra.
Saqué 2,0 en todas las materias.
Salí tranquilo y me fui a seguir jugando. Cuando llegué a la casa, le conté a mi mamá y a mi tío lo que había sucedido; mi tío hizo una mueca y dijo: “¡Uy mijo, usted va es perdiendo el año! Oiga, yo le voy a enseñar a juntar letras y a hacer las cuatro operaciones”.
La imagen que se me quedó de mi tío, fue la de la insistencia; todos los días tratando de enseñarme cómo se juntaban las letras y cómo se hacían las operaciones de matemáticas; y yo que no podía entender nada. Cada día, mi tío renunciaba a enseñarme, pero al otro volvía a empezar y así terminamos el año, mi tío insistiendo y rabiando y yo tratando de entender. Por fin dizque gané el año. Pasé a segundo, a una Escuela de Acevedo en Bello.
La escuela quedaba en una esquina, al frente de unas mangas muy bonitas –hoy Playón de Los Comuneros–; los corredores de la escuela eran de chambranas pintadas de rojo; el salón era grande pero oscuro y repleto de pupitres; a mí me tocó la última fila. La maestra se llamaba Esther, era delgada, canosa, muy arrugada, de gafas redondas, parecía una abuelita; éramos como setenta niños. La maestra vivía en la misma escuela y tenía la cocina al lado del salón; al parecer alternaba los oficios de la casa con la enseñanza, porque se perdía por tiempos largos –seguro para hacer los alimentos en la cocina–. Cuando nos dejaba solos, elegía a un niño, el que ella consideraba el más aplicado, para que apuntara en una hojita a los niños que hablaban en clase; lista que después revisaba y dosificaba así los castigos. Todos se peleaban para ser el “apuntador”, pues era un buen negocio, ya que nosotros a veces le dábamos cosas a él para que nos borraran de la lista y no nos castigaran. Parecía que lo que yo le daba, no le gustaba, porque a veces aparecía en la lista.
Esta escuela, que pertenecía a la Alcaldía de Bello, no tenía el programa de mediamañana para los niños, como ocurría con la de la Alcaldía de Medellín, donde había cursado mi primer año y por eso teníamos que llevar nuestros fiambres. A la hora del recreo, mientras comíamos, conversábamos sobre las hazañas de los futbolistas y entre ellos, uno que era muy famoso, de apellido Corvatta, que era jugador del DIM; los comentarios me entusiasmaban tanto que resulté siendo hincha del Deportivo Independiente Medellín.
Para esa época, había sucedido la revolución cubana, y había mucha propaganda contra el “comunismo ateo”, y para advertirnos de sus peligros nos “ilustraban” con unas revistas de colores, donde describían a “un señor muy malo que había hecho una revolución en Cuba”; nos mostraban la inmensa maldad de ese señor, que quería quitarle la fe a las personas de esa isla. El único regalo “interesante” que me dieron en esa escuela fue una revista.
La revista describía un diálogo, algo así como:
–Niños, ¿ustedes quieren helado? –preguntaba el profesor en clase.
–Sííí –respondían los niños.
–¡Pídanle helado a Dios! –decía el profesor.
Y los niños le pedían helado a Dios y éste no se los traía.
Al otro día el profesor les decía a los niños:
–¡Niños, pídanle helado al presidente Fidel!
–Presidente, queremos helado –repetían los niños, y al momento aparecían repartiendo helados.
–¿Si ven, niños? Dios no les trajo helado, pero el presidente sí.
El curso avanzaba y un día doña Esther nos puso una tarea, una división por una cifra y se fue a hacer sus oficios a la cocina; después de mucho rato regresó a revisar la tarea; ninguno de los niños la había hecho, entonces preguntó:
–¿Quién hizo la división? –nadie respondió. Enojada, dijo:
–A ver muchachos: ¿Es que ustedes no saben dividir? ¡Levanten la mano los que saben dividir!
Nadie la levantó.
Al ver que nadie la había levantado, le dije a la maestra:
–¡Yo, señorita!
–¿Cómo? ¿Usted? Pase al tablero.
Pasé al tablero a hacer la división. Mi tío me había enseñado a dividir por una y dos cifras. Cuando terminé, la maestra dijo sorprendida:
–Oiga niño: ¿Usted por qué está en la fila de atrás? ¡Véngase para la fila de adelante!
¡Que susto! En la primera fila estaban a quienes les preguntaban las lecciones de primeros. Las lecciones eran recitadas de memoria y en voz alta, ante la profesora y los demás alumnos; la lección era con puntos y comas, como estaban escritas en el tablero, eran planas y planas, las cuales teníamos que copiar en el cuaderno, luego memorizar en la casa y al otro día recitarlas en la clase. La maestra nos dejaba escribiendo las lecciones y regresaba a la cocina a sus quehaceres. Me llueven los recuerdos, ya que en ese entonces, se escribía con una pluma larga y con tinta húmeda. No se me olvida ese frasquito de tinta de color azul de metileno, que cada rato se nos derramaba, o se nos quebraba, dentro, dejando la talega manchada con gotas de tinta: el vestido, la talega, la ropa, los cuadernos, las manos y la cara; era un desastre; para esa época aún no había llegado el lapicero de tinta seca –inventado en 1942– y veinte años después, aún no había llegado a Colombia.
Siempre estuve muy nervioso en la primera fila. Todos los días preguntaban las lecciones, empezando por ahí y yo, que apenas juntaba letras, nunca me había aprendido una lección de memoria.
Llegué preocupado a mi casa y les conté sobre mi angustia. Mi tío que estaba siempre atento a lo que me pasara, dijo: “le voy a enseñar a aprender de memoria las lecciones”. Él, después de cultivar la tierra, arriar el ganado, llegar bien cansado a la casa, aun así, se disponía a enseñarme. Esa misma noche, antes de que empezara a estudiar, me dijo: “Vea mijo, para aprender de memoria una lección, lo primero que se debe hacer es atender muy bien las instrucciones en clase, copiar todo en el cuaderno y por la noche, en la casa, tratar de comprenderla y después memorizarla”. En un rincón de la casa, empecé a estudiar a la luz de una vela. Mi tío se acercó y me dijo: “comience a repetir todas las frases hasta el primer punto seguido de la lección, repita varias veces, hasta que lo haya memorizado; siga hasta el otro punto seguido y vuelva a repetir todo lo que lleva, varias veces; cuando esté seguro de que no se le ha olvidado nada, continúe hasta el otro punto aparte, así le queda memorizado el primer párrafo; y así hasta el final”. Yo intentaba y nada que lo lograba, me daba una angustia y una rabia, que en un momento dado despedacé las hojas del cuaderno. Mi tío, al ver eso, me aconsejó: “Mijito, tiene que tener mucha paciencia, como la que tenía el caracol, el del cuento aquel y empezó a narrarlo: “…cuentan que un día había un caracol, estaba en la raíz de un árbol y quería comerse una hoja en la parte alta de una planta. Empezó a moverse lentamente de la raíz hacia la copa de la mata. El caracol parecía que no se movía. Transcurridas varias horas, vieron al caracol en la copa, dándose su festín…” ¿Si ve, mijo? Así como lo hizo el caracol, lentamente, así usted se va a aprender la lección y si la entiende, la va a memorizar más rápido. Desde la cocina mi mamá gritó: “si ve mijo, eso era lo que decía el profesor de La Escuela de Minas: atender, entender y comprender”.
De esa manera mi tío me enseñó, primero a atender, entender, comprender y por último a memorizar –aprehender–. La verdad fue que me aprendí todas las lecciones de memoria y me quedó gustando el método y me empezó a ir bien en la escuela. Hoy día, todavía recuerdo algunas de esas lecciones de historia, de segundo de primaria, después de más de más de 53 años de haberlas recitado:
“El 24 de agosto de 1541, el Mariscal Jorge Robledo envió al oficial Jerónimo Luis Tejelo, a explorar lo que había detrás del llamado Cerro de las Cruces y cuando llegó allí, divisó un hermoso valle que más tarde lo llamaría Valle del Aburrá en nombre del cacique Aburrá…”. Método que me sirvió, años después para aprender idiomas.
Pasé a tercero de primaria, en otra casa, separada como unos 100 metros de donde había cursado el segundo año. Era una “casaquinta” que tenía una manga al frente, lindaba con la carretera de Acevedo-Machado. La maestra se llamaba Amparo, tenía como cuarenta años, era alta, trigueña, pelo ensortijado, cara redonda, con pecas, gruesa, con cara de militar, se maquillaba y mostraba su cuerpo bien formado. Cuando se dirigía a nosotros, lo hacía haciendo jarra con las manos, acompañada de un pequeño tablón corto, con aristas filudas, el cual utilizaba para señalar las cosas y para castigarnos. Siempre estaba atenta para encontrar faltas en nosotros y darnos reglazos por el menor error cometido: dos o tres reglazos bien pegaditos sobre la mano extendida y bien abierta; eran golpes muy dolorosos, descargados sobre las manos de los niños. Todos los días nos revisaban los pies descalzos, fijándose que estuvieran limpios y si no, nos devolvían para la casa.
El salón no era grande pero era iluminado, repleto de pupitres; tenía varias ventanas a los lados. Como los pupitres no alcanzaban para todos los niños, la maestra me mandó a que me sentara en la base del marco de una de las ventanas laterales; los pies me quedaban colgando por lo menos medio metro del piso. No tenía donde apoyar el cuaderno para escribir; lo hacía sobre mi regazo, donde escribía con una pluma de tinta mojada, que casi siempre se me regaban gotas de tinta sobre mis cuadernos y mi ropa. Me desanimé tanto para el estudio, que empecé a “mamarme la escuela”; me quedaba jugando bolas, toda la mañana, con los vagos y “mariguaneros” que encontraba por el camino y a la hora de almorzar me iba muy orondo para la casa. Me volví un verdadero pateta.
Falté muchas veces a la escuela, la maestra no me quería, tal vez, debido a mi comportamiento. Mi mamá, como que adivinaba la situación y le mandaba regalos: algunas veces, una “panocha” grande de maíz, bien asada y bien tostada. Parece que mi mamá se había dado cuenta que la situación no marchaba bien.
A veces trataba de hacer bien las cosas; pero un día que salimos a recreo, me encontré, en el suelo, una monedera con un montón de menuda, nunca había visto tanta plata junta: había monedas de cinco, de diez y de veinte centavos, no le dije nada a nadie y la guardé en mi bolsillo. En ese entonces se acostumbraba que lo que uno se encontraba, era para uno. Entré al salón y ya todos estaban sentados y la maestra estaba preguntando:
–¿Alguien se encontró una monedera con plata?
Me quedé callado. Yo no me imaginé lo que iba a pasar. Me puse muy nervioso y pensaba: “¿Qué tal que nos esculcaran?”. Después de que salimos para la casa, me fui acompañado de mis amiguitos, me arrimé a una tienda a comprar un buen trozo de salchichón, pan francés, un “fresco” y lo compartí con ellos. Uno de ellos, muy contento por la invitación, me preguntó:
–¿De dónde sacaste la plata?
–¡Yo fui el que se encontró el monedero!
–¡Uy! Y cuando la maestra preguntó por el monedero, ¿vos no te asustates?, me preguntó el compañerito.
–¡Uf! A mí sí me dio mucho susto, de que nos esculcaran a todos y me pillaran. Vea hermano, yo no entregué la monedera, porque ya era muy tarde para decir que yo la había encontrado. Es que me daba mucha pena por haberme quedado callado, cuando la maestra le había preguntado a todos.
Íbamos creciendo y a veces teníamos peleas entre nosotros, con los vecinos y con otros niños. Rememoro algunas de ellas, cuando alguno de los niños se iban a quejar a donde las mamás y algunas de ellas salían a amenazarnos o a insultarnos. Se me quedó en la memoria el día que le gritamos a una señora:
–Oiga misiá, no se meta con nosotros, “¡déntrese padentro!”, si no quiere que la insultemos! –ése era nuestro grito de combate y si las cosas se complicaban, empezábamos a tirarles piedras a los techos de las casas.
Cuando tenía como doce años, hice algo que hoy todavía me da vergüenza; aun no entiendo qué fue lo que me impulsó. Era “muy piadoso” y me confesaba de todo lo “malo” excepto del pecado que les voy a narrar:
Un día, después de regresar de la escuela, salí a recoger el ganado, como todos los días; las vacas se iban a pastar a más de tres kilómetros de la casa; luego salíamos a recogerlas por la tarde y nos demorábamos alrededor de tres horas. Los terrenos que recorría todos los días eran muy empinados, siempre por el mismo camino, bordeando unas sementeras, un poco alejadas de la casa. Empezó a llover intensamente y me metí a escampar dentro de un ranchito, adentro de una “sementera”: era de paja, de aproximadamente metro y medio de alto, de techo inclinado y aproximadamente un metro cuadrado de área que descansaba sobre cuatro palos; adentro del rancho había una piedra para uno sentarse, me senté a ver llover y a pensar. Mientras estaba sentado en la piedra, viendo caer el aguacero, que no paraba, me pasaron toda clase de pensamientos, entre ellos uno acerca del “agua y el fuego”: el contraste entre estos dos elementos. No escampaba y pensé: “Me tengo que ir ya, porque si no, no alcanzo a recoger el ganado a las seis de la tarde”. Miré el techo, estaba seco por dentro y empapado por fuera; mientras observaba la lluvia se me vino a la mente el contraste que se produciría entre el fuego y el agua y pensé: “ ¿Será que el fuego es capaz de vencer al agua?”. Me obsesioné y quise experimentar para ver qué pasaba. Antes de salir a mojarme, saqué una caja de fósforos, le eché candela al rancho por dentro, salí a mirar desde afuera, esperé que el fuego cogiera fuerza y cuando las llamas estaban creciendo, me retiré como a unos treinta metros más arriba y me puse a verlo arder. Como si fuera un Nerón moderno, dándole rienda suelta a mis instintos de pirómano, como lo hizo Nerón en Roma, hacía casi dos mil años y cantaba acompañado de su lira, viendo arder a Roma, hoy, yo hacía lo mismo, mirando desde un filito, silbando, voleando mi zurriago y observando cómo ardía el rancho. Noté, como la parte externa del techo, que estaba húmeda, no se alcanzó a quemar del todo; en cosa de minutos, las llamas alcanzaron más de un metro de altura y no quedaron sino las cenizas y una parte de la cubierta externa del techo que estaba húmeda. Me pareció como un milagro maravilloso ver esas llamaradas en medio de un intenso aguacero. Y como si nada fuera, me fui a recoger el ganado. Nunca me confesé de este pecado –delito de piromanía–. Es la primera vez que lo hago. Este recuerdo se me ha ido vinagrando con el pasar de los años, casi hasta desquiciarme. Todavía hoy me atormento y me pregunto: “ ¿Cómo fue posible, que yo hubiera actuado tan mal?” Aun no comprendo por qué no me contuve. ¿Qué me hizo ser tan cruel?, ¿no pensé que le estaba haciendo daño alguien? Cincuenta años más tarde, reflexiono y concluyo que aquél adolescente, todavía no tenía la suficiente conciencia para medir las consecuencias de sus actos, no tenía conciencia para diferenciar entre el bien y el mal y pensar en el daño que se puede causar a los demás, sin importar nada. ¡Cómo se siente la ausencia de una orientación, del sentido de la responsabilidad con uno mismo y con los demás!
La vida se encargó de mostrarme, con rudeza, las nefastas consecuencias de ser maldadoso y camorrero. Yo acostumbraba a involucrarme con muchachos mayores, en el juego y en las peleas, para que mi hermano mayor me defendiera. Una vez, en medio de mis juegos, me metí en un negocio con un muchacho mayor; éste me había fiado una correa y no se la pagué, porque no tenía con qué y él comenzó a reclamarme con insistencia la deuda; al no pagarle, me amenazó con “machacarme”. Le conté a mi hermano y él se enfureció; de inmediato preguntó:
–¿Que qué? ¿Quién es ese?
–¡Galleto!
Galleto era ya adulto, mayor que mi hermano y se dedicaba a vender galletas y correas de mimbre, una de las que me habían atraído poderosamente la atención y yo quería lucir una correa de esas. Mi hermano, que estaba ofendido por la amenaza, bajó a buscarlo y a advertirle que no se metiera conmigo, y le dijo:
–Lo que es con mi hermanito es conmigo.
–Es que él me debe una plata, pero si vos estás muy arrecho, entonces nos vemos allí arribita, pa que arreglemos, pa ver que es lo que querés –le respondió a mi hermano, con ademanes amenazantes.
Mi hermano se enfureció y se pusieron una cita para verse más tarde. Eran las once de la mañana en un día nublado, como prediciendo lo que iba a suceder.
Salimos juntos de la casa, para ir a la cita. Allá nos estaba esperando en un terreno ligeramente inclinado; nos encontramos y mi hermano se hizo en la parte más baja, lo desafió, poniendo las manos con los puños cerrados y de frente en posición de ataque; mi hermano sabía boxear muy bien. Entre tanto, Galleto tenía las manos en los bolsillos y con una mirada de gavilán, fijó los ojos en los de mi hermano; yo estaba detrás de Galleto; de un momento a otro y sin avisar, le mandó la mano izquierda, a la cara de mi hermano, y con la derecha, simultáneamente, le hizo un lance con un cuchillo: vi la sangre en el centro del pecho de mi hermano, en el labio superior y en la camisa: ¡Estaba herido! Mi hermano de inmediato salió corriendo hacia abajo, no tenía otra alternativa, no estaba armado; en la carrera, mi hermano le cogió varios metros de distancia; Galleto lo perseguía, se agachó, cogió una piedra grande y se la lanzó a la espalda, pero no le apuntó; yo, que era el causante de la pelea, corría detrás de Galleto, como un bobo, con una angustia indescriptible y pensaba: “por mi culpa van a matar a mi hermano” y yo sin poder hacer nada por él; sólo tenía mis puños contra un cuchillo. ¡Es que nosotros no creímos que la pelea iba a ser con armas!
Mi hermano, miró hacia atrás y le gritó:
–Ah! ¿Es que estás armado? ¡Esperame aquí y verás lo que va a pasar! ¡Yo también me voy a armar!
Me devolví y me encontré más arriba con mi hermano, iba iracundo para la casa; y comenzamos a hacer planes por el camino, para ver qué era lo que íbamos a hacer. Mi hermano iba sangrando y enceguecido por la rabia, ni siquiera se había fijado cómo eran las heridas. Llegamos agitados a la casa y mi mamá se angustió muchísimo, empezó a preguntar: ¿Qué es lo que pasa? No le dijimos nada, y actuamos rápidamente, sacamos de la casa una pistola de “fisto” que habíamos hecho nosotros mismos y salimos veloces hacia una quebrada cercana. Al cuarto de hora, cuando ya teníamos cargada la pistola, salimos corriendo hacia abajo y llegamos al punto donde nos estaba esperando Galleto con un machete desenvainado. Lo rodeaban personas curiosas, deseosas de ver la pelea. Él estaba en la parte de abajo y cuando nos vio venir, se abalanzó a nuestro encuentro, machete en ristre. Fue entonces cuando mi hermano esperó que se acercara un poco más y cuando lo tenía cerca, sacó la pistola de “fisto” y le apuntó a la cabeza; mientras éste seguía avanzando… mi hermano tiró del gatillo y la pistola hizo ¡chic!: ¡No disparó! Se encascaró. Galleto, como un relámpago, se nos abalanzó encima, a volvernos picadillo, como a un pescado. Entramos en pánico, no llevábamos más armas y no sabíamos qué hacer y retrocedimos, ¡Estábamos perdidos! Sorpresivamente, y como salido de la nada, como un rayo, mi tío Otoniel –que sabía esgrima–, se enfrentó a Galleto y le dijo:
–¡Quieto! ¡No intente tirar, que yo con esta navaja, soy capaz de pintarle muñecos en la cara! ¡No avance un paso más, porque le tiro!
Uno de los espectadores, que estaban en la parte de abajo le advirtió a mi tío:
–¡Si toca a Galleto, le disparo! –dijo un miembro de la Defensa Civil (grupo de paramilitares), que siempre andaban armados.
Mi tío le dijo a Galleto:
–¡Retírese, váyase para su casa! Que yo me encargo de estos muchachos.
Afortunadamente así terminó la pelea de adolescentes contra un adulto. A partir de ahí, casi no volvimos a pelear, nos habíamos dado cuenta de que eso no era un juego. Ya nos estábamos volviendo adolescentes y las peleas no eran como se hacían cuando éramos niños: a puño limpio. Vaya uno a saber qué trae el otro escondido entre los pantalones y ¡puede ser que sea muy peligroso! El recuerdo de Galleto, avanzando con el arma en la mano, se me quedó grabado y cada vez que se me viene a la memoria, me estremezco. A partir de ahí, entendimos que las peleas no eran un juego, ¡podrían llegar a ser de vida o muerte!
Cuando regresamos a la casa, más calmados, ensayamos la pistola para probarla otra vez, para ver si sí disparaba; le habíamos echado varios perdigones; la volvimos a accionar contra un latón, y ahí sí funcionó; perforó el latón con varios huecos. Toda la vida nos alegramos de que la pistola se hubiera encascarado.
Éramos adolescentes muy inquietos y no faltaban los problemas. Cuando estaba en quinto de primaria me expulsaron de la escuela –pertenecía a la alcaldía de Medellín–. Un día íbamos en fila a almorzar al restaurante escolar, el cual quedaba en la parte más alta –la escuela estaba a más de un kilómetro de distancia– y caminábamos en fila por calles encascajadas; nos demorábamos como veinte minutos para llegar al restaurante. En la fila, a veces conversábamos en voz baja, nos hacíamos chistes mientras avanzábamos en filas de a cuatro, como en el ejército; la fila era larga. Uno de los muchachos de atrás vio al lado de la calle una canasta con basura, la cogió y la lanzó hacia los de adelante, me cayó a mí y me quedó como un sombrero en la cabeza, me ensució la ropa y todos soltaron las carcajadas. Rompí la fila, me fui para atrás y le pegué un puño en la nariz al culpable, nos agarramos, se desbarató la fila y los otros se pusieron a vernos pelear; el profesor que iba más adelante se devolvió furioso y trató de agarrarme para castigarme, pero salí corriendo. El profesor gritó:
–¡Agárrenlo!
Yo me sentí agredido porque me habían ensuciado la ropa y cogí varias piedras de la calle encascajada. El profesor, en vez de averiguar qué había sucedido, se lanzó a pegarme, por eso le lancé una piedra y le dije que las otras piedras eran para los que me querían agarrar y les grité:
–A ver, ¿quién es el que me va a agarrar? Y me fui para la casa.
¡Me echaron de la escuela!
Mis papás estaban muy tristes sin saber qué hacer. Mi tío angustiado y sin saber qué hacer dijo:
–¡Le voy a dar una planeada a ese profesor!
–Cálmese Otoniel –le dijo mi papá, y se pusieron a discutir acerca de mí.
–¿Qué vamos a hacer con el niño? –preguntó mi tío.
–¿Será que lo pasamos para otra escuela más lejos? –preguntó mi papá.
–¿Y de dónde sacamos la plata pa los pasajes? –preguntó mi mamá.
–Voy a ver cómo arreglo esto. Me voy a ir a conversar con el director –dijo mi papá.
Al otro día mi papá, un campesino, se vistió de cachaco con sombrero y corbata y se fue para la escuela.
Cuando llegó adonde el director, lo primero que éste le dijo fue:
–¡Su hijo fue expulsado de la escuela por mala conducta!
Mi papá agachó la cabeza, se quedó callado, pensó y le dijo al director:
–Profesor, démele otra oportunidad a mi hijo, es que él todavía es un niño. Yo me comprometo a que se porte bien de ahora en adelante –le suplicó.
El director estaba muy decidido a aplicar las normas de la escuela.
–Quien tiene mala conducta debe ser expulsado –dijo el director–, yo tengo que aplicar las normas, porque de lo contrario seré yo el sancionado.
Mi papá se acongojó y se dio cuenta que la expulsión era una realidad y pensó:
“Aquí no hay nada qu+e hacer. Me voy a ir para la Secretaría de Educación de la Alcaldía”.
Mi papá se despidió cortésmente y se fue para la casa.
Al otro día y con el mismo “cachaco” se fue para la Alcaldía.
El Secretario de Educación estaba muy ocupado y no lo podía atender. Mi papá insistió; estaba decidido a esperar hasta que lo recibieran. El secretario entraba y salía de la oficina; veía toda la mañana a “ese cachaco” ahí sentado e intrigado, le preguntó a la secretaria:
–Elizabeth, dígale al señor que qué es lo que quiere, que pase.
Mi papá entró y saludó cortésmente.
–Buenos días, señor.
–¿En qué le puedo servir? –preguntó el secretario. Mi papá le explicó los detalles y después de un tiempo, en donde los argumentos iban y venían, al final le dijo al secretario:
–Señor secretario, mi hijo es un niño buen estudiante, que ha tenido errores como cualquier niño, pero necesita educarse.
–Sí, pero cometió una agresión contra un profesor, que es una falta gravísima y se castiga con expulsión.
–Doctor, déjemele terminar el estudio al niño, que ya está a punto de terminar la primaria, yo me comprometo a que él no cometa una falta más.
Después de una larga conversación, el secretario aceptó la petición, pero haciendo firmar a mi papá una carta de compromiso, donde me dejaban con matrícula condicional. ¡Por fin pude terminar la primaria!
Nosotros vivimos parte de nuestra niñez en una finca –una posesión que mi papá llamaba “El Arca de Noé”, en lo que hoy son los Populares I y II, éramos unos campesinos de ciudad. Vivíamos sin mayores tropiezos, sin que nos faltara nada, pero llegó un momento en que nos quebramos, debido a un pleito que sostuvo mi papá, durante diez años, y como consecuencia de esto fuimos lanzados de la casa donde vivíamos. A partir de allí emprendimos una odisea por la subsistencia. Mi mamá, para ayudarle a mi papá en el mantenimiento de la familia, trabajaba sin cesar en lo que hubiera que hacer; éramos muchos, mi papá, mi mamá y siete hermanos. Mi tío, que era mi ángel de la guarda, estaba recién fallecido. Mi mamá buscaba ayudas por todas partes para tratar de sostener ese batallón; unas veces lavaba ropa, otras pedía ayuda a los familiares más pudientes, uno de ellos, primo de mi mamá, tenía una venta de papas al por mayor en la antigua plaza de mercado de Cisneros y nos regalaba un bulto de papas cada dos o tres meses. Mi mamá cuando iba a la plaza de mercado recogía, en una canasta, hojas de repollo, que los comerciantes desechaban: con ellas nos preparaba alimentos deliciosos. Desarrollamos tal gusto por el repollo que nunca volvimos a prescindir de él; lo consumíamos no sólo en la ensalada sino en el desayuno, almuerzo y comida. Hoy en día cuando veo repollo, muchas veces recuerdo aquel día que llegué a almorzar a la casa, después de caminar más de cuatro kilómetros y no encontré a nadie y tampoco almuerzo; me devolví para la escuela pero cuando regresaba, me encontré en el camino con mi mamá, que venía de la plaza de mercado, con una canasta en la cabeza, y me dijo:
–Hola, mijo. ¿Se vino sin almorzar, cierto?
–Sí.
–Espere le doy algo –bajó la canasta de la cabeza, la puso en el suelo y como pudo, me hizo un preparito: una hoja de repollo grande, le puso una mortadela encima, un banano pelado, le estripó un limón encima, lo enrolló, me lo entregó y se despidió; yo me regresé, comiéndome el almuerzo por el camino.
A veces tengo recuerdos graciosos de la escuela y me río a solas. Un día, en la clase de castellano, cuando nos enseñaban ortografía, el profesor explicaba las reglas ortográficas: las combinación de la “b” con la “r” y decía:
–Todas las palabras que tengan la combinación bra, bre, bri, bro, bru, se escriben con “b” larga.
–¿Alguna duda? ¿Por casualidad saben de alguna palabra que no cumpla la regla? –preguntó el profesor, convencido que nadie le contestaría, pero yo le dije:
–Yo, profesor.
–¿Sí? ¿Como cuál? –me preguntó.
–¡Chevrolet, profesor! –le respondí de inmediato.
–Oigan al caballero, ¡esa palabra no es castiza!
–¿Cómo así, que castiza profesor? –le pregunté.
–¡Que es un barbarismo! –dijo el profesor.
Hoy todavía me pregunto: ¿Por qué no existe el sustantivo Chevrolet?, siendo que yo lo toqué, lo sentí, lo agarré, cuando me pegaba de la parte de atrás de una volqueta de marca Chevrolet. Ese sí era un verdadero sustantivo, que yo identificaba muy bien, pues había visto cómo en una ocasión, una volqueta de ésas destripó a un niño por andar pegado, y era de marca ¡Chevrolet! De acuerdo con aquel profesor, y con las normas del castellano, no habría forma de escribir ese sustantivo, pues no existe esa combinación de letras en castellano. ¡Pero así hay que escribirlo! Tiene razón Fernando Vallejo, cuando afirma que nuestro idioma debe tener una estructura basada en fonemas y no en letras, para que llegue a ser un idioma moderno.
Cuando terminé la primaria me compraron zapatos para ir al colegio. El Liceo tenía fama de ser académicamente bueno, pues casi siempre se ganaba los “concursos del saber”, que se celebraban en esa época en Medellín. La planta de profesores era de lujo, varios de ellos eran licenciados o tenían pregrado.
El director del grupo era Zabulón Córdoba, profesor de castellano, muy respetado por los estudiantes –padre de la senadora Piedad Córdoba–. El profesor Zabulón, era un negro alto, fornido, siempre se vestía de cachaco, corbata, mancornas y esclava de oro; usaba fragancias, era muy caballero y serio, parecía un príncipe venido del África. Para mí, fue uno de mis mejores profesores, yo llegué a ser uno de sus alumnos preferidos y con frecuencia me sacaba a izar la bandera; al finalizar el año me dio un premio por mi buen desempeño, un diccionario Larousse. Ya me había acoplado al estudio y me habían dado una beca para terminar el bachillerato. Llegó a gustarme tanto estudiar, que uno de mis sueños era tal vez ser científico y al terminar el bachillerato quería ir a la universidad, hacer un pregrado y después tal vez estudiar en el extranjero. En el colegio me encontré con un primo de mi papá, quien era dueño de la tienda del colegio y me dio trabajo de medio tiempo.
Mi hermano mayor había suspendido los estudios para ponerse a trabajar. Consiguió un buen empleo y las condiciones económicas de la familia mejoraron gracias a su apoyo. Mi mamá me acompañaba permanentemente, hasta el punto de quedarse hasta altas horas de la noche, para hacerme merienda, o cena, mientras estudiaba. Estaba muy orgullosa de mis logros. Una vez la escuché decirle a una de sus amigas:
–Mi hijo le va muy bien en el colegio y quiere ser un doctor, científico, abogado o ingeniero, o algo parecido.
–¡Ah! ¡Los pobres qué van a poder ir a la universidad, eso es muy caro!, le respondió la amiga a mi mamá.
Mi mamá era muy religiosa, nos inculcó la devoción por los santos, especialmente por San Nicolás de Tolentino y yo le seguía los pasos; también fui muy devoto, hasta el extremo, que cuando pedía algún milagro a alguno de los santos, rezaba arrodillado, sobre granos de maíz, con las manos juntas, la cabeza inclinada hacia el suelo y con los ojos cerrados hasta terminar las oraciones. Cada año hacía una promesa al Señor Caído de Girardota: “que si pasaba completo las materias, la pagaría: iría a pie, desde mi barrio hasta Girardota”. Todos los años pagué la promesa, en compañía de un compañero; empleábamos más de cinco horas para cumplirla. Era un católico fanático, cumplidor con mi devoción y sentía un respeto especial por la Virgen María, a tal punto, que me bañaba en pantaloncillos, por la pena que me daba que ella me viera desnudo.
Algunas mamás de algunas muchachas querían que yo les explicara tareas y me pagaban algo; a veces nos dejaban solos en sus casas y yo me concentraba en las tareas, era muy tímido. A lo mejor alguna de ellas quiso ser algo más que amiga, pero como yo solo me limitaba a las tareas, comenzaron a regar el chisme de que yo era “marica”.
Quería superarme, ya no peleaba tanto, confiaba mucho en mí y en mi personalidad y por fin se estaba formando mi carácter. Era tanta la seguridad, que no me importaba que se burlaran de mí; era el único que llevaba fiambre al colegio, lo llevaba en una ollita de aluminio; la ponía en una posición cómoda dentro del pupitre para poder sacar de a poquitos, en medio de las clases; a veces no me concentraba bien por estar pensando en el fiambre; en la mitad de la clase, cuando nadie lo notaba, levantaba la tapa del pupitre, sacaba una tajada de papa, una de maduro, un puñado de arroz y a la hora del descanso ya no quedaba si no la arepa redonda pelada y la aguapanela con leche. Teníamos ciertas limitaciones económicas, me inventé un uniforme que yo mismo escogí, dos camisas blancas, dos bluyines azules y un par de zapatos marca Grulla. Mi mamá me lavaba diariamente una camisa y el bluyín dos o tres veces a la semana. Ah, y a veces me iba de ruana para el colegio.
Me gustaba estudiar mucho y siempre llevaba las tareas, nunca las copié, más bien, se las prestaba a los compañeros; por eso hubo algunos que me invitaban a estudiar a sus casas. Yo también les ayudaba a hacer tareas a los niños vecinos, y además me propuse volver buenos estudiantes a mis hermanos; creo que lo logré. Me gustaba mucho jugar ajedrez.
Debido a mi formación religiosa, visitaba varias iglesias, y en una de ellas, me hice amigo del organista. Con él pasaba mucha parte del tiempo y observé cosas que me parecieron muy raras; especialmente cuando llegaba un señor mono, alto, bien vestido, refinado, con aspecto de caballero, muy serio, de apariencia ministerial y buscaba a mi amigo con insistencia para ofrecerle lápidas para muertos; más adelante, por cuenta de este caballero, nos invitaron a una casa en Envigado, en el barrio Trianón. La casa era de una pieza, construida de bloques de concreto, en obra negra, con cocina pequeña, una casa que permanecía sola. Allá nos tomamos unos “aguardientes” y después nos ofrecieron marihuana. A mí, me impactó mucho eso, no acepté, pero me quedé callado y eso no se lo comenté a nadie, la verdad es que no contaba con ese programa; ese no era mi cuento. Eso fue antes de las fiestas de “Ancón Sur”, famosas por el consumo de marihuana. Con el tiempo me asombré al saber el nombre del mono que ofrecía las lápidas: se volvió muy famoso en Colombia y en el mundo entero debido a sus actividades con la droga.
Las matemáticas despertaron en mí un interés especial; de igual forma los idiomas, la filosofía y la sicología. Creo que el gusto por la filosofía me vino del tío Otoniel, quizá por las conclusiones a las que llegaba, quien como Esopo con sus fábulas, hacía observaciones de la naturaleza y los hechos, que eran una fuente de aprendizaje para nosotros; una de esas observaciones, acerca de la riqueza, era que ésta se parecía a una cáscara de huevo, en medio de un corral lleno de gallinas: todas quieren tener la coca de huevo. Decía que si uno tira una cáscara de huevo, dentro de un corral de gallinas, todas salen corriendo a cogerla; alguna la atrapa y sale despavorida, mientras las otras salen en su persecución para quitársela; en la carrera no alcanza a comer nada, ya que si abre el pico, ahí mismo se le cae la coca. Las gallinas, que van al lado corriendo, son las que comen; mientras que la que posee no come nada. Concluía: así es la riqueza: todos la quieren poseer, pero los que la disfrutan son los demás.
Tiempo después de haber leído a “Don Quijote de la Mancha”, pude observar que mi tío tenía una similitud con él, tanto en la fisonomía como en su comportamiento: era alto, muy flaco, sabía esgrima, siempre andaba con un baúl de madera, lleno de libros para donde viajaba, hacía trovas, poesía, le gustaban las matemáticas y la filosofía.
En la época que vino el papa Paulo VI a Colombia, por mis convicciones religiosas, me escogieron en la parroquia, para que dirigiera las asambleas familiares, con el fin de enseñar la Biblia a los feligreses. Durante este tiempo conocí a varios sacerdotes de la parroquia, muy activos, que siempre andaban con un séquito de niños bonitos, en fila india detrás de ellos. Los niños siempre estaban vestidos como “sacerdotes chiquitos”; caminaban juntos con el padre para arriba y para abajo y algunos de ellos eran los encargados de volear los incensarios; cuando el sacerdote los miraba, se extasiaba y exclamaba: ¡Es que se ven divinos! La feligresía y en especial las madres, veían el comportamiento de los sacristanes como algo digno de imitar y por eso añoraban que sus hijos pertenecieran al grupo de acólitos. Me enteré, años después, que muchos de estos niños fueron abusados.
Cuando estaba en quinto bachillerato me gustaban mucho los idiomas, la filosofía y la sicología. Los profesores eran muy exigentes hasta el punto que casi nadie pasaba completas las materias, si acaso cinco en un grupo de cincuenta. Uno de los “cocos” era el inglés –con el profesor Galvis–, era una materia de las “peludas”, los muchachos, qué no pagarían por coger los puntos para ganar la materia. Y sucedió. Un día, antes del examen final, cuando casi todos iban “partidos en inglés”, un compañero se acercó a decirme:
–Hola hermano: ¡Cogimos los puntos del examen! ¿Los quiere mirar?
–Ah, no, no, no, no me interesa. Quiero probar suerte a ver cómo me va sin “pasteliar” –y agregué:
–Bueno, pero como ustedes ya saben los puntos, por favor, no entreguen muy rápido el examen, para que yo pueda resolver los puntos con tranquilidad.
Llegó la hora del examen y el profesor repartió los temas. A los veinte minutos los compañeros ya los estaban entregando resueltos, excepto yo, que estaba muy angustiado porque no había respondido casi nada. Continué escribiendo, no había acabado el primer punto cuando, ya me estaba quedando solo en el salón, y el profesor acosándome, me dijo:
–Bueno caballero, entregue el examen, se acabó el tiempo.
–Pero profesor, si el examen es para una hora –le respondí.
–¡Todos entregaron ya! –respondió el profesor.
–¡Eso no es justo, profesor!
El profesor me arrebató las hojas y se fue.
A los ocho días entregó los resultados, por orden alfabético, y dijo:
–¡Los felicito, les ha ido muy bien! Eso me tiene muy contento. Lo que me parece extraño es una cosa: ¿Por qué, al que siempre le iba bien, fue el único que perdió?
Y empezó a entregar las notas:
–… Álvarez… Gómez, ¡muy bien!… Restrepo! ¡Excelente!
Cuando llegó al mío, se quedó mirándome y mientras arqueaba las cejas, con la mirada fija, luego la torció y por el rabillo del ojo me observaba, al tiempo que estiraba los labios, como manifestando su decepción. Cuando me entregó la nota, la miré y me quedé parado sin moverme, lelo; contuve la respiración, pero no pude parar las lágrimas de la rabia; seguía mirando la hoja casi en blanco, con la nota de: ¡0.8! Estaba como en un estado hipnótico; de pronto reaccioné, indignado, reclamándole al profesor y a mis compañeros; al profesor porque no me había dado suficiente tiempo para resolver el examen y a mis compañeros por haber entregado tan rápido el examen, y les dije:
–¡Esto no se va a quedar así, profesor! ¡Usted es injusto y le voy a decir por qué! De inmediato les dije:
–Todos estos caballeros, los que usted ve muy sonrientes con sus notas, ¡cogieron los puntos del examen! Yo no quise “pasteliar” ¡Por eso perdí el examen, profesor! ¡Y usted me tiene que repetir el examen!
Al profesor se le encharcaron los ojos de la rabia, guardó silencio un momento y dijo:
–¡Todos tienen cero excepto Salazar!
Se armó la revolución en el salón y en el colegio. El rector presintiendo lo que iba a suceder, a la hora de la salida del colegio, me acompañó varias cuadras, para evitar que me agredieran. Hasta ese momento era muy feliz en el colegio y a partir de ahora, tendría que irme para otro, fue lo único que se me ocurrió pensar “¿pero cuál? ¡Pobre madre mía! Otro dolor más para ella”.
¡Estaba destrozado! La situación era peor que cuando estuve en la escuela, tenía ganas de morirme, pero antes acabar con todo lo que me encontrara en el camino. ¡Era el error más grande de todos! ¡Qué vergüenza! ¡Me sentí el ser más despreciable del mundo, un sapo, una sabandija y no tenía perdón de nadie!, pensaba para mis adentros. Esa noche no dormí planeando lo que iba a hacer al otro día. Iba a volver al colegio, no importaba lo que se viniera encima. Esta vez ya no tenía quien me defendiera, ni mi hermano, ni mi tío. No sé porque, pero se me vino a la mente la imagen de terror al recordar a Galleto, cuando avanzaba, machete en mano hacia nosotros… sí… no había otra alternativa. Al otro día, me puse el uniforme, la ruana y debajo de ella, entre la pretina, me metí un escoplo del taller de carpintería de mi papá. Cuando estaba llegando al colegio, en compañía de un vecino amigo –que estaba dos años inferiores al mío–, que conocía la situación, me preguntó:
–¿Oiga hermano, usted qué piensa hacer?
–¡Voy a dejar la sangre en la arena!
–¿Cómo así?
–Sí, no tengo más remedio.
Los compañeros de clase me estaban esperando. Yo estaba resuelto a lo que se viniera, avancé como lo había hecho Galleto, cuando nos esperaba a mi hermano y a mí y pensé: “Esta vez no me sorprenderán, como lo había hecho con nosotros en aquella ocasión”; ahora yo era el Galleto,… y avancé hacia el montón y les dije:
–¡Yo sé que es lo que quieren ustedes! ¡El primero que me toque, lo atravieso! Levanté la ruana y les mostré la mano en la empuñadura del escoplo y les advertí:
–¡No me vayan a tocar!
No esperaban eso, se fueron a donde el rector y le dijeron que yo estaba armado. Como había previsto la situación con anterioridad, me fui a otro salón, donde mi amigo y le pedí que me guardara el escoplo.
Después el rector preguntó, como acusándome:
–¿Es cierto que está armado?
Me levanté la ruana y le dije:
–Vea que no, profesor.
Al salir de clase, los compañeros quisieron salir a pegarme, pero yo repetí la advertencia. En esa zozobra me la pasé todo el año; casi ninguno me volvió a hablar, los profesores me abandonaron a mi suerte, me dejaron tirado para que la horda me devorara. El castigo, por no haber seguido, como un borrego, los designios de la masa, recayó sobre mí. Sentí el peso del desprecio apabullante y la presión del grupo; la soledad se instaló en mí como una compañera permanente e inseparable hasta terminar el bachillerato. No encontré ni en los profesores, ni en nadie, al maestro que me iluminara; sólo mucho tiempo después, ya en la universidad, pude entender que el maestro no necesariamente era el que estaba en el tablero, sino que lo encontraría en las lecturas y en la reflexión.
La filosofía, por la que me sentía atraído, la dictaba el profesor Guzmán, un hombre despreocupado, que parecía no le interesaba transmitir bien las enseñanzas; su mirada era de desconfianza y explicaba las clases mirando la mayor parte hacia el piso como un cerdo. Disfrutaba su fama de ser “peludo” en la materia y tenía la manía de calificarla “por la presentación del cuaderno”. Casi todos llevaban la materia por encima de cuatro, excepto yo que la llevaba en “tres raspado”, pues mi cuaderno era desordenado porque siempre estaba chorreado de parafina, pues estudiaba a la luz de una vela. No recuerdo el motivo, pero un día, discutí con “el pastuso”, como le decían, y como consecuencia me sentenció: ¡Usted no va a pasar la materia! Le respondí: ¡Apuesto a que sí!; pero el profesor estaba seguro de su método.
Me confundí tanto que de ahí en adelante supe que tendría que estudiar todos los días, como si fuera la única materia. Se me vino a la memoria el método de mi tío, cuando me aprendí todas las lecciones de memoria.
Al finalizar el año, todos se ponían muy nerviosos, porque el examen, decían, no lo ganaba nadie, pero estaban seguros de ganar la materia porque sus notas eran altas. Y llegó el examen final, el tema era acerca de: “las pruebas de la existencia de Dios”. Las preguntas exigían presentar argumentos de teólogos, filósofos y científicos acerca de su existencia. Al final, casi nadie había respondido las preguntas; pero como yo me había aprendido el cuaderno de memoria, de pasta a pasta, me pude defender. Al final pasé raspado, pero la hostilidad del profesor apagó en mí el interés por la filosofía y la sicología.
En sexto bachillerato, cuando nos preparábamos para ingresar a la universidad, decidí presentarme a la Facultad de Minas, a Ingeniería Industrial. Un compañero, venido del campo, me convenció que “la carrera del futuro era la ingeniería industrial”, con el argumento que Medellín era “la ciudad industrial de Colombia” y seguro que se irían a necesitar muchos ingenieros industriales. Con ese argumento y por ser la universidad más barata, me inscribí para el examen de admisión.
El día que presenté el examen de admisión me pareció supremamente difícil, no alcancé a contestar todas las preguntas. Después de salir del examen, les pregunté a algunos de mis compañeros:
–¿Cómo les pareció el examen?
–¡Qué examen tan fácil! –dijeron– y me quedé callado.
El día que salieron los resultados, salí muy temprano a comprar el periódico El Tiempo, donde siempre los publicaban, en la fecha programada y busqué el número de mi credencial: ¡No la encontré! ¡Que tristeza! No había pasado a la universidad y me regresé deprimido para la casa. Cuando iba de regreso, sentado en el bus, miraba y remiraba las listas de los números de las credenciales de los que habían pasado y sentía una tristeza por no estar ahí. Miraba las credenciales y admiraba a los que estaban en el listado, los leía y releía; decepcionado, me puse a comparar números cercanos a los de mi número de credencial y por pura coincidencia, encontré el mío; no lo podía creer y en medio de los pasajeros del bus, entusiasmado, grité: ¡Pasé!
Fui el único de los del colegio que pasó a la Facultad de Minas. Mi mamá se volvió la mujer más feliz del mundo y toda la familia; estaba muy orgullosa, ya que era el primero de todas la generaciones, de las cuales provengo, de una saga familiar semianalfabeta, por no decir analfabeta, el primero en pasar a una universidad; fue un acontecimiento que se siguió celebrando por mucho tiempo.
Todavía llevaba mi cruz a cuestas del recuerdo de la “sapiada” a los compañeros, que no me dejaba la conciencia tranquila; pero el ingreso a la universidad me emocionó tanto que por un buen tiempo olvidé los sentimientos de culpa. Nunca más volví al colegio y no quise saber nada más de mis antiguos compañeros; aunque una vez pregunté por el profesor y me respondieron:
–Ah!, ¿El profesor Galvis?, a él lo mataron, por allá por el Bosque y nunca se supo quién fue…
Cuando ingresé al primer semestre en la universidad, era el hombre más feliz del mundo, hasta que mi hermano se desempleó. Me preocupé mucho, y rememoré los tiempos en que pasábamos hambre; me afectó tanto académicamente que casi me echan de la universidad, por bajo rendimiento. ¡Que angustia! No sabía qué hacer, si abandonar las materias y ponerme a trabajar, o qué camino coger.
Transcurría el tiempo y hubo una época de varios paros estudiantiles en la universidad, uno de ellos duró 10 meses. Pasó un tiempo para reabrirla y se volvió a votar por la continuación del paro. Yo era muy “reaccionario” por ser tan religioso, sólo iba a las asambleas a votar contra los paros. Mis argumentos, a los dirigentes de las asambleas era que nosotros habíamos ido a la universidad a estudiar y no a vagar.
Las palabras de algunos estudiantes de semestres más avanzados, que conocían a fondo el motivo del paro, me hicieron cambiar de opinión, a tal punto que apenas reabrieron la universidad ¡Voté por continuar el paro! Durante el tiempo de ocio, traté de buscar un empleo y no lo encontré, entonces me puse a leer libros, empecé por un autor ruso, M. Sidorov: “Cómo el hombre llegó a pensar” y en poco tiempo esas lecturas me convirtieron en ateo recalcitrante; se me metió una idea fija en la cabeza, acerca del pensamiento: “¿Cómo es que funciona el pensamiento y la sicología de cada uno dentro de nosotros?”. A partir de ese momento, mi actividad fue más mental que física, traté de entender el pensamiento, pues mi forma de pensar y actuar ya me habían hecho sufrir lo suficiente.
Cuando cursaba el primer semestre en la universidad, era muy tímido para hablar en público, pero esto lo superé gracias a las enseñanzas del profesor que nos enseñó a vencerla: Manuel Mejía Vallejo. Nos pidió a cada uno de los estudiantes que como ejercicio, hiciéramos exposiciones en clase, nos obligó a hablar en público y las exposiciones eran la única nota de la materia.
Durante el paro, hice lecturas anárquicas, comencé con obras como “El Capital” de Carlos Marx, “El Príncipe” de Nicolas Maquiavelo y seguí con autores como: Engels, Lenin, Trotsky, Mao Tse-tung, Freud, Enver Hoxha, Kim Il Sung, Ho Chi Minh, Von Nguyen Giap, Máximo Gorki, Bakunin, Hegel, Stalin, Nicolás Ostrovsky y otros, que se decían eran marxistas. Ya no era el mismo, dejé de ser tan reactivo como en la adolescencia y aparentemente me volví pasivo, de la cabeza para afuera. Externamente me veían tranquilo pero internamente la mente era a mil, tenía una lucha interna aplazada y me volví a interesar por la filosofía y la sicología. En esa época los debates eran muy intensos en las asambleas, se trataba de demostrar cuál de todos era el más marxista y entré en ese juego. Siempre me interesó todo lo relacionado con el pensamiento y me dediqué a eso.
Lo que más me llamó la atención de las lecturas fue la afirmación de Marx relacionada con la conciencia: “No es la conciencia la que determina el ser social del individuo sino que es el ser social el que determina la conciencia del individuo”; además agregaba que el factor económico es el más determinante en los procesos… y en especial del pensamiento. Quién se saliera de este postulado, quedaba catalogado como antimarxista. Después leí a Freud y entré en contradicción con la teoría de Marx, ya que Freud antepuso el factor sexual y la sicología de masas como los factores más determinantes en el pensamiento del individuo. ¡Qué confusión tenía en mi cerebro! Ambas teorías me parecían correctas pero no me atreví a tomar una posición definitiva por una sola de ellas. Fue después de leer a Mao Tse-tung, quien enfatizaba sobre la “la conciencia de las masas”, y afirmaba que “la revolución no se podía hacer mientras no tuvieran conciencia de su clase, que primero era necesario cambiarles el pensamiento antes de hacer la revolución”. Todos estos postulados se debatían en grupos de estudio, que denominamos “Brigadas de base”; y a partir de estas lecturas construí mi propio modelo de pensamiento.
De todas estas lecturas concluí que el pensamiento tiene tres componentes básicos, que funcionan como su ADN: 1- los instintos de búsqueda por la comida, 2- la sexualidad y 3- la conciencia. La última equivalente a la moral de nuestra sociedad. La estructura del pensamiento de cada individuo está dado por el énfasis que cada uno dé a estos tres componentes; su combinación determina la sicología de cada individuo y es la impronta sicológica de cada ser humano: es el carácter de cada individuo.
Las diferentes lecturas me llevaron a concluir que el pensamiento es responsable del comportamiento del ser humano y viceversa; el pensamiento ha sido el motor principal de la evolución del hombre. Este modelo de pensamiento, me sirvió para reflexionar sobre los errores cometidos en mi niñez y en mi adolescencia. De un lado, el hecho de provenir de una familia sin estudios y no tener una buena formación filosófica, y de otro, ser muy reactivo, teniendo como consecuencia una fuerte tendencia a la manifestación abierta de los deseos, sentimientos y acciones, sin mediar análisis ¡Era más peligroso que un bruto con iniciativa! Del ajedrez aprendí que el pensamiento funciona como una partida, en donde no se debe revelar ni la táctica ni la estrategia, porque se pierde la partida; además que el factor tiempo es muy importante en los eventos de la vida, porque cada hecho requiere de su propio instante y por eso hay que dar ciertas esperas; aquí no funciona la ley conmutativa.
Comprendí que la filosofía en el individuo es una lucha revolucionaria consigo mismo, que implica cambios permanentes en la inercia del pensamiento, por medio de la filosofía, la sicología individual y el comportamiento colectivo, modificándose en cada momento: es una revolución cultural permanente del colectivo y el individuo. Este cambio de modelo me permitió mirar el mundo de otra manera. Cuando regresé a la universidad, después de más de 10 meses de paro, me enrolé en la lucha revolucionaria y le dije adiós al doctorado. Mi mundo había cambiado. Traté de encontrar un empleo para la supervivencia de mi familia, continué buscándolo y me puse un plazo. Mi más probable destino sería ir a prestar un servicio social al campo, donde podría aplicar mi nuevo pensamiento. Cuando estaba en esas reflexiones, un amigo de ese entonces, me convenció de que me diera un tiempo y se ofreció para ayudarme a conseguir un empleo; me argumentó que yo podría ser más útil en la ciudad que en el campo, y que tal vez no era necesario que me retirara de la universidad. Al fin conseguí un empleo en la misma universidad y mis planes cambiaron.
Continué trabajando y estudiando; cambié de carrera, me salí de ingeniería industrial –carrera que odiaba– y continué siendo muy activo pero más cauteloso. Si la adolescencia había sido agitada, esta etapa no fue menos, solo que con menos traumas. Enderecé el rumbo y continué por el que me había dibujado mi mamá y por fin me pude graduar en la Facultad de Minas, ¡en el lugar donde mi mamá vendía la leche! Recibí clases en el salón donde mi mamá se paraba a escuchar; si mi mamá aún continuara vendiendo su leche, en esa ventana, me hubiera visto recibir las clases que me dictó, “Pacho Mira”.
Haciendo una gran reflexión, acerca de los filósofos, el que más me impresionó fue Lao Tse –hace más 2500 años–, quien sentó las primeras bases de la neurolingüística: “Cuida tus pensamientos, ellos se convertirán en palabras; cuida tus palabras, ellas se convertirán en acciones; cuida tus acciones, ellas se convertirán en hábitos; cuida tus hábitos, ellos se convertirán en tu carácter; cuida tu carácter, él se convertirá en tu destino”. Estas máximas encierran la evolución del pensamiento humano, la relación íntima entre la filosofía y la sicología; ésta última es filosofía en acción. En Grecia, Sócrates, Platón, Aristóteles, desarrollaron la filosofía de la mano de las matemáticas. Hoy en día, podemos mejorar el pensamiento y el comportamiento, mediante lecturas de las grandes obras maestras; la literatura universal nos alimenta con sus mejores pensamientos que se han escrito a través de todos los tiempos. Carlos Marx sentó las bases de la teoría económica, Freud de la teoría sexual y la sicología de masas; sobre la conciencia, filósofos como Lao Tse, Platón, Kant…; y en la literatura, Dostoievski, este último con su personaje de “Ráskolnikov”. Todos estos pensadores nos han mostrado cómo la filosofía se posiciona como la luz que ilumina y ordena el pensamiento del ser humano; la filosofía es la formadora de la conciencia, la cual nos conducirá a la bondad y nos encaminará a la búsqueda de una verdadera justicia. La filosofía es la que rige las ciencias, por eso es que las profesiones tienen como su última meta, doctorarse en filosofía (PhD): la filosofía es la madre de todas las ciencias.
Convencido de este modelo de pensamiento, me decidí a continuar mi marcha en el mundo: apoyando a mi familia con mi trabajo, motivado por la lectura y por la construcción de un hogar…
No fui “doctor”, pero comprendí por fin la última palabra de la frase que mi mamá tantas veces nos cantaleteó.
Mirando más de 60 años de esfuerzos de mi mamá, para lograr sus sueños, después de habérselos imaginado en ese sitio, la forma como éstos se lograron, en la tercera generación, allá donde vendía la leche a los estudiantes de la Escuela de Minas, pienso lo maravilloso de este logro, y poderlo celebrar con toda la familia y amigos: es el primer título universitario de toda nuestra descendencia familiar. Es una culminación feliz, de una saga de 500 millones de años, de ascendientes, de menos inteligentes a más inteligentes, a medida que avanzaron las generaciones; es una secuencia del progreso de la evolución del pensamiento del ser humano, desde los trilobites hasta el Homo ludens, para completar el desarrollo del pensamiento inteligente que tenemos hoy en día. En nuestra familia, primero fue la superación de las calamidades, luego poder ir a la escuela, después al colegio, luego a la universidad para obtener un pregrado; y por último, ir a una universidad prestigiosa para obtener un doctorado, el primero en nuestra familia, por primera vez en la rama del Homo ludens. Para llegar a este instante, durante estos 14.5 millardos de años hemos tenido que pasar por un agujero negro (el Aleph), el Big Bang, la formación de la tierra, el origen de la vida, la evolución del hombre, el descubrimiento del fuego, aprender a pensar, aprender el lenguaje, las artes, la cultura, la escritura, la filosofía, la ciencia y todo el conocimiento que hoy poseemos. Por eso podemos decir que todos provenimos de un polvo, del polvo de las estrellas.
Me tracé como meta que mis hijas no padecerían lo que yo había sufrido, continué la marcha hacia la tercera generación, dónde tendrían lo suficiente para desarrollarse como seres humanos dignos; entonces mis descendientes deberían ser deportistas para desarrollar la inteligencia motriz y defenderse por sí mismos; artistas para ser sensibles; ajedrecistas para aprender a pensar; músicos para desarrollar el oído y la inteligencia; y estudiarían idiomas para prepararse para “doctorarse”, sueño que no logré, pero ellas sí lo lograron.
Por lo leído anteriormente, quiero hoy 28 de diciembre de 2013 que brindemos por el primer doctor en la familia, después de más de 60 años continuos de búsquedas, después de que mi mamá soñara despierta: “que rico que uno de mis hijos estudiara en la Escuela de Minas”.
–A los descendientes de mi mamá y a mis amigos, les propongo que alcen las copas para celebrar el triunfo de la saga de más de sesenta años de esfuerzos –tres generaciones– para realizar el sueño de mi mamá
¡Salud!