“Envigado, 1947. Después de trasegar por la ingeniería y el comercio durante gran parte de su vida, Sergio se vuelca, con todo su ímpetu, sobre aquello que le causó asombro y deleite a su espíritu: la escritura. Lector acérrimo, cuya búsqueda, siempre insatisfecha, de la ficción le sirve como pretexto para transitar los difíciles caminos de la creación, a partir de la palabra”.
Uno de tantos caminos
Aprender a escribir, entre otras cosas, parece consistir en descifrar formas de contar lo que nos impresiona y emociona, mejor dicho, saber referirnos a la realidad que se entrama en filigranas, en detalles que tejen afectos y desafectos, atracciones y rechazos.
Pero la escritura se convierte en conflicto cuando la imaginación y el talento no logran hacer coincidir lo que piensas con lo que expresas, porque las ideas se atropellan en la mente y se juntan por ejemplo los problemas personales con los absurdos y paradojas que percibimos a toda hora y en todas partes, con los intríngulis de la vida social, y las cabriolas de la suerte, y los sorteos de la muerte… mejor dicho, hay tanto enredo por dentro y afuera, que elegir tema es una odisea. Y toca hacer un gran esfuerzo para aprender a enfocar las cuestiones, empezando por establecer el sentido de escribir.
De pronto, escribir puede ser síntoma de locura, de descuadre del sujeto con su hábitat, con el ambiente en que vive como en contravía, ocupado en algo que no es mercancía ni trasciende la condición de vicio solitario. Pero de pronto también, es la única forma posible de poner un poco de orden en las ideas y darle soporte a ese sosiego que se asume como esencial, y permite recrear lo que va pasando, como si fuera un artificio que da vislumbres especiales de la realidad. Y es que la catarsis parece una función primordial de la escritura, cuando escribimos buscando que la redacción sirva para aliviar la mente de basura y el corazón de escoria, aunque eso tiene el riesgo de que lo escrito resbale fácilmente hacia una sinceridad puede resultar patética. Lo que pasa es que siempre hemos sospechado que la escritura debe tener la propiedad de referirse a esas cuestiones de las que no se debe ni se puede estar hablando con todo mundo; es un supuesto derivado de percatarnos viviendo como al margen de la mundo-realidad, inquietos con lo del gozo y el sufrimiento humano, y con la forma en que la estupidez campea incluso a expensas de las maravillas tecnológicas; una estupidez que parece crecer a discreción de la energía humana vertida en trivialidades.
Por eso toca vivir tanteando, buscando maneras de acercarnos a lo que nos mantenemos pensando, indagando por probables caminos para descifrar verdades apenas presentidas.
¿Para qué, por qué, cómo, y para quién escribir?
Hemos ensayado muchas respuestas a cada uno de estos interrogantes, no obstante seguimos quedando como en el aire y dándonos cuenta de que cada interrogante es un embrollo. Pero cada uno es también un componente esencial de este penoso y delicioso quehacer de la escritura. Y lo de penoso tiene dos sentidos, uno: por lo difícil que resulta aprehenderla, dos: porque da hasta pena pasar el tiempo escribiendo sin lograr expresar lo esperado, mientras la realidad demanda por actitudes y posturas enfocadas en superar los inconvenientes que las circunstancias imponen. Y lo de delicioso, es cuando llega uno a expresar con claridad lo que ha estado pensando.
Y como en realidad no hay nada especial por hacer, resultamos eligiendo la escritura por fascinante, así no sepamos bien qué es lo que necesitamos o queremos decir. Aunque esperamos de todas maneras que la cosa sirva para captar el mundo de forma más cercana a lo verdadero que a lo aparente. Claro que viéndolo bien, tal vez no haya nada que decir. Y es que escribir parece también a veces sólo un quehacer vanidoso, algo disipador de tiempo en los escarceos del espíritu inquieto que pretende llamar la atención del Otro, de ese otro que posiblemente carece de interés en leer lo redactado.
“Toda palabra sobra”. Son tres palabras que también sobrarían, pero me persiguen desde hace años, cuando las encontré en un libro de Cioran. Alguna vez Intenté defenderme de tal afirmación justificando mí actividad literaria con diversos argumentos; y ahora vuelven a estar aquí esas palabras después de haber pasado en vano tanto tiempo escribiendo en búsqueda de un orden mental que parece improbable. Pero es que sólo tenemos la palabra escrita para dotar la realidad, al menos, de una ilusión que contrarreste la desilusión del destino acuñado en inconvenientes… y considerando además algo que dice Sábato: “la literatura es la forma más completa posible de examinar la condición humana”. Eso nos sugiere que para que cumpla su función vital, es preciso soslayar las pretensiones de lucimiento y enfocar el trabajo en la reflexión juiciosa.
Pero suele suceder que al enfrentar la página en blanco también la mente se ponga en blanco, y aquello que maquinaba uno mientras atendía otras cosas y esperaba redactarlo cuando las circunstancias dieran lugar, se esfume. Sin embargo es posible que después de un buen rato de echar cabeza, se ocurra algo que valga la pena registrar. El asunto es que cuando te sientas a escribir sin una idea determinada, en la cabeza empiezan a dar vueltas imágenes relacionadas con lo que te sucedió el día anterior, con tus circunstancias personales vigentes, con los problemas que debes resolver y las cosas de los afectos y la salud… entonces, la conciencia tiene que intervenir para salir de ese desorden mental para tratar más bien de entrar en la reflexión, la cual, podríamos suponer como una ilación consciente de las ideas y requisito indispensable de una escritura enjundiosa. Porque no se trata de escribir bobadas, la idea es no botar corriente, evitando dejar desviar la tarea de sus funciones primordiales: interpretar para entender, entender para sosegarnos y recrear la realidad alienante.
Y escribir también es como un andar a toda hora redactando cosas a expensas de las circunstancias que padecemos o disfrutamos y de los roles que los hechos y la edad nos endilgan. Pero lo bueno es que resulta siendo un quehacer posible en cualquier época, especialmente en la vejez, cuando los requisitos de soledad, silencio y quietud se dan espontáneos. Y como camino, es la forma que concebimos de andar en función de la lucidez, porque obliga a vivir poniendo cuidado, abriendo los ojos y parando la oreja para captar bien los hechos, e interpretarlos hasta entenderlos para explicarlos: recreándolos.