29 – Gabriel Salazar

Historia de los barrios Popular I, Popular II,  Santa Rita, Playón de los comuneros y Santo Domingo de la ciudad de Medellín

“Se llegó hasta decir que habíamos sido los fundadores del EPL en los barrios Populares I y II; varias historias se han tejido, muchas  de ellas teñidas de  resentimientos y otras simplemente desdibujadas por la búsqueda de reconocimiento…”

Aquí va una versión, la mía, construida a partir de una  reunión familiar efectuada este año, donde decidí escribir, en un breve recorrido, el origen de estos barrios, partiendo de mis recuerdos, de lo que viví junto a mis hermanos, con quienes crecí en el barrio.

Alrededor de 1953-1955 mi papá vivía con su familia en una casafinca que creíamos era de propiedad del señor Antonio López, en  Robledo-Picacho, finca Zanzíbar.  Allí cultivábamos la tierra y poseíamos varias cabezas de ganado. El día menos pensado, el señor Antonio  se llevó cinco vacas (sin  pedir permiso),  para ir a venderlas en la feria de ganado y se quedó con  el dinero; cuando mi papá le hizo el reclamo a don Antonio, como le decíamos, éste le respondió que tranquilo, que a cambio de eso lo llevaría a la parte alta del barrio La Francia y le daría un lote.  Al señor Antonio lo veíamos como una persona alta, de edad avanzada, vestía siempre de cachaco la mayor parte del tiempo y se le notaba que su origen era de una familia “pudiente”; tenía entre 70 a 80 años, caminaba como marchando y parecía tener “mal de San Vito”, pues se le notaban movimientos involuntarios en el labio inferior y otras partes del cuerpo. Corría el año 1956 cuando  mi papá se fue para la parte alta del barrio La Francia  con su familia, donde construyó un rancho y allá comenzó  a criar ganado y a cultivar la tierra. El señor Antonio estaba muy contento con los progresos de mi papá y le  propuso que nos pasáramos a una casaquinta, cerca de ahí, que se conocía como “La casa del Tejar”.

Tengo en mi memoria los momentos más felices vividos en “La casa del tejar”, remembranzas que me ayudarían a sobrellevar otras malas experiencias de mi vida. Se me vienen las ideas, como si fuera hoy, aquella casa grande sin inodoro ni servicios internos -las casas de la época no  tenían servicios-,  era de tapia, tejas, piso de madera, con corredores y sótano, rodeada de  mangas y corrales para el ganado. Había una fila de sauces que sobresalían en el borde frontal de la casa, se veían a lo lejos como velas verdes y, de cerca, era una fila alineada para formar setos; oíamos los silbidos que éstos producían cuando los mecía el viento, que en las tardes me llenaban de gozo pero en las noches de pavor, debido  a que los mayores decían que esos silbidos eran los del diablo cuando se llevaba las almas en pena  para el infierno. La casa tenía huerta y árboles frutales, en los que nos encaramábamos para jugar o coger  frutas; los árboles más comunes eran  los mangos y los nísperos japoneses. Hacia la parte trasera de la casa había una manga ligeramente inclinada, por donde corría una acequia con agua limpia, que terminaba en una canoa de guadua, y arrojaba un chorro grande de agua fresca y clara, que nunca se secaba; llegaba  cerca de la cocina, de donde tomábamos el agua para los servicios.

En las noches, después de ordeñar las vacas, cuando había luna llena, nos reuníamos con los niños vecinos (hasta 20) para jugar en la manga, juegos inocentes como “esconde el anillo”, se acompañaba de cánticos que los hacía quien dirigía el juego: esconde el a anillo, escóndelo bien, que no te lo encuentre tu taita Javier…; era uno de los predilectos; cuando el juego ya había avanzado, se seleccionaba a un niño cualquiera para que adivinara quién tenía el anillo (una piedrita) y si no acertaba, se le imponía una pena, por ejemplo, que besara al niño o la niña que más le gustaba; es por eso que siempre que veo la luna llena, me acuerdo del beso más tierno que he recibido y sus rayos iluminando las sonrisas de mis amiguitos de infancia;  juegos que se prolongaban hasta las 10 de la noche, casi siempre los sábados. Son las reminiscencias que llevo conmigo y se quedaron en mí, para siempre.

En ocasiones, cuando había cosecha de maíz y fríjoles, nos reuníamos con algunos vecinos, entre ellos  los vaqueros, a desgranar maíz o fríjol; al son del sonido del “tras-tras” de las mazorcas, cuando se descapachaban, escuchábamos con atención a un cuentero que nos narraba “Las Mil y Una Noches” y otros cuentos; entre uno y otro cuento, tomábamos “merienda”, tiempo que aprovechaba el narrador para dejarnos en suspenso hasta el otro día. Cuando la reunión estaba muy buena, a veces nos quedábamos hasta las 11 de la noche y “cenábamos”.

“La casa del Tejar” estaba situada al nororiente de Medellín, en los límites del Municipio de Bello, separado de Medellín por la quebrada “Cañada-negra”. El  área de los terrenos era muy extensa, aproximadamente 215 cuadras; terrenos variados, en la que se podían apreciar potreros, mangas, laderas, quebradas grandes y pequeñas, cañones profundos, colinas, cerros pequeños y bien pronunciados -como el de Santo Domingo-; vallecitos cubiertos por diferentes árboles (chagualos, aguacatillos, sietecueros, guayabos agrios), pencas, matas de moras, mortiños, y uno muy especial de ingrata recordación, “el palo de manzanillo”, porque en una ocasión, cuando jugábamos “escondidijo”, sucedió que uno de mis hermanos lo rozó y al día siguiente amaneció hinchado todo el cuerpo; quedó como un monstruo; se puso de color rojizo, lleno de ronchas y de flema; la recuperación se demoró más de 15 días.

 Los sietecueros permanecían florecidos, adornaban los cerros y los cauces de las quebradas, que eran cristalinas, donde íbamos a pescar “capitanes y briolas”. Eran  mangas para la alegría de todos, que con frecuencia recorría en compañía de mis hermanos y amigos; correteábamos, elevábamos cometas y perseguíamos globos en las épocas  decembrinas. Era muy frecuente ver familias enteras, que llegaban de varios sitios de la ciudad, en épocas veraniegas a esas mangas verdes y onduladas; era un lugar apetecido para hacer “comitivas y paseos  de olla”.

La parte  baja de las 215 cuadras, de oeste hacia el este, lindaba con la carretera de Acevedo, en el hoy llamado barrio La Isla y la parte más alta, al este, en el cerro de Santo Domingo -el relieve de estos dos extremos puede ser de más de 500 m-;  y de norte a sur, desde Santa Rita, -Cañada Negra-, hasta la parte alta del barrio Santa Cruz. El terreno,  se decía, pertenecía a un  señor alemán  de quién se cree murió en la segunda guerra mundial y no había dejado herederos que lo reclamaran.

 Don Antonio, ­-amigo del alcalde-, y sus socios, tenía conocimiento de la herencia sin reclamar, y por eso el plan de apropiarse del terreno; de ahí que le habían propuesto a mi papá que tomara posesión del mismo, para después reclamar los títulos de posesión. Don Antonio y Joaquín Restrepo parece que ya sabía que los herederos alemanes no tenían forma de reclamar porque Colombia, se decía,  había roto relaciones en 1945 con Alemania -Colombia le había declarado la guerra a la Alemania nazi-. Los  socios de mi papá eran el señor Antonio y su cuñado Joaquín Restrepo, como reclamantes del terreno.

Mi papá, un hombre que soñaba fundando pueblos para verlos crecer, traía consigo una grata  experiencia de fundar poblaciones y construir infraestructuras, pues  desde los años 1910-1920, había participado con sus papás y hermanos, en la fundación de San Francisco -hoy municipio-; posteriormente en la construcción de la carretera Medellín-Urabá, al mando del doctor Gonzalo Mejía (1940-1946), en donde participó en la fundación de los poblados de Villa Arteaga y Mutatá; luego se iría para Yarumal, para ayudar a montar una mina de talco,  “La Paloma” y allí nació una de mis hermanas. Con este historial mi papá se mereció la confianza para  iniciar “la toma de posesión” de dicho terreno. Convidó a un hermano suyo para que lo acompañara en esta misión, Tadeo, pero más conocido como Otoniel, agricultor de profesión y con quien, por más  de 10 años, se dedicaron al cultivo y desarrollo de la ganadería extensiva en las 215 cuadras. Tomaron posesión del terreno. En las actividades participaron la  familia y amigos que cooperaron en los cultivos. En la parte alta del terreno, al pie del cerro de Santo Domingo, -dónde hoy está la parte alta del Popular I-, mi papá le cedió “mejoras” a un señor Pedro Julio (venido de Santafé de Antioquia); en “La Isla” a un señor Jesús Areiza, quien además de cultivar la tierra, tenía como oficio recoger “paja de basto” para hacer colchones; en el centro del terreno le cedió un lote a otro señor, de nombre Jesús, para montar unas “sementeras”.

Después de más de cinco años llegamos a tener hasta 100 cabezas de ganado en la posesión, objetivo que se había logrado rápidamente. Transcurrido el tiempo de posesión, don Antonio y sus amigos, quisieron sacar a mi papá del negocio,  sin pagarle un peso. Fue entonces cuando se vio obligado a contratar los servicios de un abogado para su defensa -abogado que además de  político, llegó incluso a ser  rector de una reconocida universidad-. Así se inició un pleito que duró desde 1962 hasta 1970.

Mi tío Otoniel en la primera casa de material del lugar

Rememoro, en lo que es hoy El Popular II, una cueva (de más de 30 metros), que  la llamábamos “La Cueva del Indio”. Cuando jugábamos en las mangas y sus alrededores, a veces encontrábamos ollas de barro enterradas -años después supimos que podrían ser  artefactos indígenas-. No se me olvida que en el sitio donde hoy es la calle 108 con la carrera 48, encontramos varios “tiestos” de ollas de barro enterradas, que creíamos eran restos de indígenas; pero mi papá nos  aseguraba que no, que eran antiguos alambiques de contrabandistas de “tapetusa”, quienes se escondían en esa quebrada profunda para producir aguardiente a escondidas de “la ley”. Estos sitios eran tierras rojizas, que habían sido estudiadas para hierro y níquel en los años 1960-1965 con  posibilidad de explotación.

Foto del cofundador de los Populares. Foto de los 1940-1950

Nuestra familia en “en el barrio La Francia” parte alta en 1957 (cultivos de maíz al fondo)

El terreno en cuestión se convirtió en una despensa agrícola y ganadera, criadero de gallinas coloradas de raza  “niu jamch” -como les decíamos nosotros-; el nombre de la raza era “New Hampshire”.  Mi mamá se había vuelto experta en seleccionar huevos para la reproducción, mediante una técnica que aprendió, y abastecía a otros criaderos de gallinas vendiendo huevos para “empollar”. En la casa se ofrecían productos agrícolas como leche, quesito, mantequilla y hasta  se prestaban servicios medicinales; se bañaban niños raquíticos con leche caliente para curarlos del raquitismo; eran creencias de la época de las señoras, incluida mi mamá, que pensaban que bañando a un niño con leche caliente, directamente de  los pezones de la vaca al cuerpo  del niño desnudo, se curaría del raquitismo.

El señor Antonio López arreció las reclamaciones de propiedad sobre terreno; se apoyó en las autoridades de turno de la alcaldía de Medellín y se proclamó como único propietario del terreno.

 

Parte alta de La Francia, conocida como “El Tejar”. Detrás de la vaca llamada “La Muñeca” de raza blanca-orejinegra, al fondo, el terreno de lo que hoy es Populares I, El Roundpoint  y parte de Santo Domingo

El pleito continuó y las relaciones se rompieron definitivamente; la contraparte  intentó  distribuirse los terrenos entre ellos, desconociendo los pactos; contrataron “pájaros y cuatreros”, con el fin de sacar del negocio a mi papá. Los cuatreros se robaban el ganado por la noche y “los pájaros” derrumbaban los cercos, intimidaban  y atentaron en varias ocasiones contra él. En pocos días se robaron 28 reses; el ganado restante se acabó de comer las “sementeras”. Como consecuencia, mi papá se quebró y se quedó en la ruina. Mediante esa táctica acabaron con  la posesión y las mejoras (ya habían transcurrido más de 10 años de posesión en el terreno).

 Vecinos de paseo en la “Casa del Tejar”, iban por los  productos agrícolas, en la parte alta de La Francia

Uno de los “pájaros”,  también de nombre Antonio, que lo llamábamos “el oso” siempre que hacíamos referencia a él, había sido contratado, junto con otros, para asesinar a mi papá; algunos de los pájaros, tan pronto lo conocieron, se negaron a hacerlo, pues no encontraban un motivo para cumplir la macabra misión.  “El oso” era zambo, tenía contextura alta, como de cincuenta años, la boca era parecida al hocico de un oso, casi no hablaba, no tenía hijos, era muy  “malacaroso” y de mirada amenazante, como  águila en busca de su presa. Mi tío, sobreviviente de muchas batallas, fue quien lo apodó “el oso”, el nombre estaba bien escogido. Había recibido como estímulo, para cumplir su misión, el primer rancho que nosotros habíamos construido.

Mi papá tuvo varios intentos de asesinato. Cuenta un hermano, que un día en la mañana, en el cuadradero  de buses, cuando iba para el colegio, de repente y por coincidencia vio que “el oso” se le abalanzó a mi papá por detrás con un cuchillo y en ese momento, mi hermano cogió piedras y se las lanzó, a la vez que gritaba y hacía escándalo para que la gente observara lo que estaba sucediendo, llamando la atención de testigos a los presentes; gracias a ese acto, el criminal desistió. Ya en una ocasión anterior, la presencia de testigos había evitado que  asesinaran a mi papá. Un día,  mientras desayunábamos, a las siete de la mañana, él estaba en la huerta y mi mamá presintiendo  algo malo, envió a  uno de mis hermanos para mirar qué estaba haciendo; mi hermano bajó a la huerta de coles y vio que un tipo estaba a punto de decapitarlo con un machete;  ahí mismo se agachó cogió un “terrón” y se lo lanzó al agresor; éste, se asustó y salió corriendo cañada abajo; el asesino pensó que mi papá estaba solo, se sorprendió al sentir la presencia de alguien más, atrás; era uno de los “pájaros” del vecindario, contratado para asesinar a mi papá; apenas  le alcanzó a hacer un rayón en el cuello con el filo del machete. Por ese motivo mi  mamá siempre nos recomendó, que en ningún momento, lo dejáramos solo.

Mi tío  Otoniel fue como un guardaespaldas de nosotros; él era esgrimista y muy temido, mis papás decían que sabía “las 33 paradas del machete”. Mientras él estuvo vivo, inspiró terror a los “pájaros” y mi papá siempre se sintió protegido por él; pero  la muerte lo sorprendió a los 68 años y la situación cambió drásticamente para nosotros.

El pleito continuaba; el alegato de mi papá para reclamar los derechos, se basaba en la ley de tierras, del Presidente Alfonso López Pumarejo:

“La ley 200 de 1936, o “ley de tierras”, como se la conoció, fue el instrumento jurídico mediante el cual se llevó a cabo un tipo de reforma agraria.

Esta ley en esencia, implicaba para el país la puesta en marcha de un proyecto económico con las siguientes implicaciones:

Por un lado, se consideraban baldíos los terrenos que no eran explotados económicamente y la revisión del dominio para los predios que estuviesen dentro de estas condiciones. En este sentido la filosofía de la ley 200 se inscribía dentro del concepto de la “función social de la propiedad”, y excluía la expropiación de tierras en manos de propietarios privados, la orientación de lo que es en la actualidad propiamente una Reforma Agraria Socialista.

De otro lado, los baldíos cultivados se reconocían como propiedad del colono, a menos que se comprobase la existencia de títulos de propiedad expedidos con anterioridad. Las tierras que durante diez años no fuesen explotadas pasarían al dominio de la nación. Al ocupante se le reconocerían las mejoras efectuadas en ellas para los casos en que los propietarios tuviesen derecho a recuperarlas. Y a los campesinos que de buena fe hubiesen trabajado tierra ajena, se les reconocería la propiedad al cabo de cinco años.”

Mi papá había contratado los servicios de un abogado, para pagarle  con la construcción de una casa de bloques  tipo “cim-varran”, en uno de los lotes de la posesión.  El abogado después de que recibió la casa “se voltió” y  ¡Se vendió a la contraparte!

Los pleitistas opuestos a mi papá, se apoyaron   en personajes cercanos a la alcaldía de la época, los cuales aportaron carabineros para intimidar a los habitantes, que por medio de amenazas, torturas, asesinatos, lesiones personales y encarcelamientos, atropellaban a los que habían comprado una “posesión”. Tengo en mi cabeza  una de esas escenas de violencia, cuando un carabinero tiraba de un lazo, de más de cinco metros de largo, arrastrando a un hombre esposado,  ensangrentado, sin camisa, amarrado a la parte trasera de la silla del caballo del carabinero quien obligaba al desdichado a seguir el ritmo del trote de la bestia; llevaba el rostro bañado en sangre, probablemente debido a las caídas continuas y al arrastre por el suelo. La verdad es que no supimos si murió más adelante o  no, pero quedó viva en nuestra memoria de niños, la imagen del  carabinero advirtiéndole  a mi papá, que así sería tratado él, si no desistía de sus actividades y si no abandonaba la posesión.

El sueño de mi papá era formar  una aldea, donde los pobladores, con profesiones diferentes, pudieran satisfacer las necesidades propias de la comunidad, sin tener que desplazarse al centro de la ciudad, de tal manera que fueran auto-sostenibles. Mi papá comenzó a vender “mejoras” -posesiones-, en forma de lotes, con dimensiones de 10 metros de frente por 30 metros de profundidad, y así  trató de ir dando vida a su utopía. Vinieron zapateros como Milcíades Dimian, de origen libanés; sastres como doña Delfina; albañiles como Jesús Muñoz; carpinteros como don Julio y un costeño de nombre Filadelfo; un dentista; y un yerbatero de nombre don Francisco; personas fundadoras de la naciente comunidad, que según mi papá se iría a llamar: “El Arca de Noé” (debido a  la variedad de personas y oficios). Era el nombre bíblico que le tenía escogido al barrio.

Con conocimientos urbanísticos empíricos, inició el loteo, trazado y construcción por su cuenta, en el sitio donde hoy es la calle 110, -continuación de la nomenclatura del barrio La Francia hasta el barrio Santo Domingo-, con la carrera 46, -continuación de la nomenclatura desde Andalucía hasta Zamora-. La casa formaba esquina en el cruce de la calle 110 con  la carrera 46, y sirvió como oficina de “ventas de mejoras”.

La verdad es que el negocio había prosperado bien y mi papá llegó a vender más de 20 “posesiones”; éstas fueron cogiendo fuerza hasta que se  formó un pequeño caserío,  con familias provenientes de diferentes partes.

Al principio (1962) la vida transcurría tranquilamente. Comenzamos a estudiar en Zamora, nos íbamos caminando descalzos, cruzando mangas verdes y onduladas; no se me olvida, que la jornada era de más de media hora, para atravesar aquellos potreros y siempre pasábamos por “la Cueva del Indio”. En el camino, a veces,  nos enterrábamos chuzos en los pies, los que mi mamá  nos sacaba con una aguja, por la tarde, cuando regresábamos de la escuela. De los muchachos, uno iba a la escuela de Acevedo, otro a Aranjuez, y las muchachas al colegio Laura Vicuña en Zamora. Cuando regresábamos a la casa, las mujeres se dedicaban a las labores domésticas y los hombres a las labores de “vaquería”. El ganado diariamente se soltaba y se desparramaba por las 215 cuadras, en busca de pasto, desde La Isla (hoy barrio “La Isla”) -nombre que se le dio a este lote porque era plano y estaba limitado por dos quebradas- hasta la parte alta de Santa Cruz, Santo Domingo, o Santa Rita. Recoger el ganado era una tarea muy ardua, la realizaban varias personas. Había que ordeñar a mañana y tarde; además de estas actividades había que traer leña, actividad que hizo agotar  los árboles; llegó un momento que no hubo más leña para el fogón, entonces fue cuando  tuvimos que hacer briquetas -bolas de “boñiga” revueltas con ripio de carbón de piedra-; hacíamos centenares y las poníamos a secar al sol, para que pudieran arder bien.

Las labores comenzaban a las 4 a.m. y terminaban a las 8 p.m.; luego nos dedicábamos a preparar las tareas bajo la luz parpadeante de una lámpara de petróleo o  de una vela. En varias ocasiones tuvimos accidentes con la lámpara, cuando ésta   se nos prendía, o con las velas: a veces nos quemábamos el pelo, las pestañas, o chorreábamos los cuadernos con parafina; por eso en muchas ocasiones teníamos malas notas, debido a que algunos de los profesores, calificaban por la presentación del cuaderno. Después de las labores, mi  papá, mi mamá y  algunos de mis hermanos, a partir de las 9 p.m., nos reuníamos a escuchar radionovelas, una de ellas  llamada, “Chan-li- Po”, que escuchábamos en un radio de  “piedra de galena”, que sólo sintonizaba dos emisoras, montadas al mismo tiempo;  se oían muy “gangosas” las emisoras Todelar y Radio Claridad. Ya no me acuerdo cual era la emisora que más sintonizábamos, pero para poderlas oír bien, necesitábamos pegar bien el oído al parlante, ya que el volumen era muy bajo, y a veces no lo lográbamos, entonces nos íbamos para  donde algún vecino, donde tenían radio de pilas -ninguno de los vecinos tenía luz eléctrica.

 Al terminar la jornada era necesario cuidar  el ganado  toda la noche con escopeta y linterna; contábamos las vacas cada media hora, para asegurarnos de que “los cuatreros” no se hubieran robado alguna de ellas,  pues en un descuido podrían cortar las cuerdas del alambrado y llevarse una res;  pero a veces sucedía y al otro día, en una manga retirada, encontrábamos los restos de la vaca descuartizada; solamente dejaban el cuero, los cachos y las patas. Apenas encontrábamos los restos de la vaca, se nos venían a la mente  escenas macabras: nos imaginábamos a los  cuatreros   degollando la vaquita; pensábamos que cuánto habría penado la pobre antes de morir… y  después la descuartizada…; sentíamos una profunda tristeza y dolor, combinado con rabia, repugnancia y hastío, al ver el cuero y los otros restos de la vaca. Esos recuerdos produjeron traumas sicológicos en uno de  mis hermanos, hasta el punto que a partir de ahí no volvió a  comer carne; automáticamente  se volvió vegetariano (él pensaba que por eso, había enloquecido).

Con el tiempo fue creciendo el número de habitantes y la comunidad tuvo nuevas necesidades y hubo que construir vías para los carros; se comenzaron a organizar “convites”, cada domingo, a pico y pala, para construir la carrera 46, desde Santa Cruz hasta lo que hoy es el Popular II.

A mediados de 1965 algunos miembros del Partido Comunista empezaron a desplazarse a este lugar; provenían  del occidente antioqueño -Liborina, Santa Fe de Antioquia, Sopetrán y otros pueblos-. Con la ayuda de los “cuadros políticos” empezaron a coordinar invasión y distribución de lotes, para los “desplazados” por la violencia; todos los días llegaban más personas a vivir al lugar.

El tiempo iba transcurriendo y  en mi casa siempre se hablaba “del pleito”; se decía que mi papá estaba “pleitiando” y esa palabra se nos grabó hasta el punto que cuando a mi hermano la maestra le preguntaba cuál era el oficio de mi papá, mi hermano respondía: “pleitiar”.

—Oiga niño, ¿Qué hace su papá? -preguntaba la maestra.

—Él es “pleitista”. Respondía muy convencido mi hermano.

—Ah, ¿Es abogado?

— ¡No! él es “pleitista”.

—Ah… ¿trabaja en una oficina?

— ¡No tampoco!—no sabía decir el oficio de mi papá.

La verdad es que las maestras no pudieron comprender qué era lo que hacía mi papá,  pero mi hermano y nosotros sí lo teníamos muy claro.

La situación empeoró, llegó el momento en que las autoridades ordenaron “el lanzamiento definitivo” de la casa de material que había construido mi papá; las veces anteriores no lo habían podido efectuar, debido a la solidaridad de los vecinos y a la presión que se ejerció contra el desalojo. Por fin, por orden de la Alcaldía de Medellín, ejecutaron el lanzamiento definitivo de la casa de material, localizada en  la  esquina de la calle 46 con la 110.  El día del lanzamiento era lluvioso y así fuimos lanzados a la calle con nuestros “corotos” ¡todos quedaron desparramados en la calle en medio de la lluvia! Por la tarde, los vecinos conmovidos con lo que había sucedido, se solidarizaron y nos permitieron dormir en diferentes casas, la primera noche.

Mi papá, era un conservador, gaitanista y anapista, pero ante todo, un hombre soñador, con grandes ideales, trabajador, apreciado por la comunidad y luchador por el bien común; la comunidad sabía que si lo sacaban a él, luego  el turno era para ellos.

Al otro día del lanzamiento, los “cuadros” del Partido Comunista, diseñaron una estrategia; hicieron un anuncio y lo publicaron en la radio donde dijeron que: “Una persona rica, filantrópica, había donado un terreno en la parte alta del barrio La Francia y que todas la personas necesitadas y perseguidas por la violencia, podían hacerse a un lote para su vivienda”. La noticia se extendió como pólvora, y a los pocos días se veían personas por todas partes, en todos los potreros y rincones, regadas como hormigas, disputándose entre ellos mismos un sitio para hacer cada uno su propio banqueo y levantar un rancho; eran personas destechadas de la ciudad, de los pueblos de Antioquia y de otras partes del país, que querían echarle mano a su lote; también hubo personas que teniendo propiedades, llegaron a coger su lote ¡En pocos días se consumó la invasión de las 215 cuadras!

Las autoridades no pudieron controlar este fenómeno; hubo exceso de violencia y los enfrentamientos con la policía fueron a palo y machete. También hubo actos solidarios y valerosos, como los del sacerdote y párroco de la iglesia de Villa del Socorro -Vicente Mejía-, que al ver la violencia empleada, para desalojar a la gente y destruir sus ranchos, llegó a meterse debajo de uno de ellos para evitar que los carabineros lo derrumbaran. El padre Vicente sugirió que en cada rancho se debería poner una bandera de Colombia, para evitar que los destruyeran. Fue la primera invasión urbana, la más grande de América Latina en ese entonces. El tamaño de la invasión adquirió tales dimensiones que las autoridades finalmente se resignaron a la realidad porque no pudieron controlarla.

Después del “lanzamiento”, la vecina “doña Leidy”, nos dio posada y nos acomodamos, algunos de los nueve miembros de la familia, en una casa de dos piezas; nuestros enseres continuaban al sol y al agua.

Comenzamos entonces a levantar un refugio en el lote -de una cuadra- que se nos asignó, por  orden judicial, como compensación por las mejoras. Después del lanzamiento armamos un rancho de aproximadamente cinco metros de ancho por seis metros de largo. En el rancho utilizamos  los cueros disecados de las vacas para cubrir  las paredes, como en la época de los cavernícolas hace 10.000 años que eran utilizados para construir vivienda. ¡Eran los restos de nuestras amadas vacas, que habían sido descuartizadas por los cuatreros! El rancho nos quedó pequeño, no cabíamos bien y parte del cuerpo de alguien se quedaba a la intemperie. Cuando llovía, uno de mis hermanos mayores se mojaba los pies, era el que dormía al pie del vano de la puerta, tapado con una sábana. Muchas veces, bajo un sueño profundo, en una noche lluviosa y huracanada, se mojaba  los pies y ya no podía volver a conciliar el sueño y en medio de una  tormenta, el rancho se  desentechaba y las latas caían lejos. No olvido, que bajo una tempestad, al compás de los relámpagos, se iluminaban los cueros de las vacas -destellos que nos recordaban pedazos de  sus almas, representadas en sus cueros, que aún seguían protegiéndonos-. Me parece como si fuera hoy, ver a mi mamá, con mucho frío, arrodillada, rezando, camándula en mano, tratando de encender un ramo bendito, implorándole a Santa Bárbara bendita  para que se aplacara la tempestad. Hubo ocasiones que, a media noche, mis hermanos bajaron, con linternas, a buscar dónde habían caído las latas del rancho.

La casa no tenía agua; ya no existían aquellas quebradas, con aguas cristalinas, ya que la invasión las había secado; las pocas quebradas que quedaron, se convirtieron en cloacas; tuvimos que buscar agua potable haciendo pozos en la parte baja del lote. Hicimos un camino, loma abajo, en donde estaban los antiguos alambiques, y construimos aljibes.

 Los aljibes se construyeron en la parte baja del lote, para recuperar el agua del estrato arenoso del suelo, que se desplaza hacia las partes más bajas -nivel freático-. El agua era limpia, la cual cargábamos todos los días en palancas: “las latas de agua” (galones de latas de manteca marca GRAVETAL: capacidad de 20 litros aproximadamente). Después de  varios viajes, lográbamos llenar  dos  canecas de aproximadamente 55 galones cada una; era una actividad diaria, de 5:00 a 6:00 a.m., antes de irnos a estudiar. Era el agua para las necesidades del día.

 A  veces las cosas se complicaban y surgían peleas entre nosotros a la hora del baño. ¡Es que ya éramos siete hermanos! Me acuerdo, una vez por la mañana, que uno de los mayores se preparó para bañarse -con agua tirada con “totuma”-; se demoró un poco y cuando regresó, encontró que mi hermanito menor se había metido al baño, quitándole el turno; cuando mi hermano mayor llegó, vio que el baño estaba ocupado, se enfureció y comenzó a arrojarle, por encima del baño, puñados de tierra roja, para que le cayera encima de él, o al recipiente con agua. Todos empezaron a carcajearse y a esperar que el menor saliera untado de tierra rojiza: ¡Vaya sorpresa! Después de un buen rato, el niño, -de cinco años-, salió tranquilo bien bañado, peinado y limpio y todos se quedaron perplejos. Le preguntamos que cómo había hecho para no ensuciarse y él respondió muy tranquilo que había esperado hasta que la tierra se asentara y luego se había bañado.

La verdad es que nunca nos dimos cuenta que habíamos llegado a ser tan pobres.  Siempre pensamos que esas dificultades eran normales, debido a que mi mamá y mi papá nos inculcaron no temerle a nada, pues ellos nos animaban, diciéndonos que: «con la ayuda de Dios y la Virgen Santísima,  todo se iba va a solucionar».

 La invasión nos acorraló, quedamos rodeados por toda clase de gente; ya no teníamos forma de sobrevivencia, porque el ganado no existía y entramos a hacer parte de la comunidad pobre que crecía con todos los problemas y todo lo que acarreaba, pero con una nueva ilusión de que el futuro mejoraría mediante el estudio, el esfuerzo continuo y la solidaridad entre nosotros mismos. Claro que tuvimos nuestros mecenas como el tío José Dolores -persona pudiente-, que se esmeró por nuestra educación: cada ocho días, los domingos por la mañana, nos llevaba libros, el periódico, parva y mercado. Siempre salíamos todos a su encuentro y  él nos abrazaba y nos entregaba una chuspa llena de parva.

A la izquierda El tío José Dolores y su sombrero mejicano, haciendo trovas con los amigos

La invasión avanzaba; los “cuadros” del partido comunista  no quisieron que  este asentamiento se llamara el “Arca de Noé” como lo propuso mi papá, debido a que tenía connotaciones religiosas y prefirieron el nombre de Populares:  Popular I porque fue el primer asentamiento realizado por el pueblo y  Popular II porque fue la siguiente etapa; luego continuaron con la Isla, Santa Rita (lo que era Cañada Negra), Playón de los Comuneros en el límite con el municipio Bello y por último Santo Domingo Sabio. Si bien una parte de Santo Domingo no pertenecía a las 215 cuadras, la invasión se extendió hasta allá, ocasionando daños en propiedades a personas que tenían sus fincas de recreo; lo mismo sucedió con los lotes que bordeaban el terreno del pleito.

Para ayudar a los nuevos moradores, el padre Vicente Mejía creó la cooperativa llamada COPAC (Corporación de papeleros de Colombia), primera empresa de recicladores que ayudó a las personas de estos barrios a conseguir su sustento. Esta corporación dio origen a lo que hoy se conoce  como RECUPERAR (empresa de orden nacional).

No teníamos para donde irnos, entonces mi papá se dedicó a la carpintería, marquetería, producción de molduras y a la peluquería, oficios que desempeñaba muy bien. Nuestro hermano mayor debió suspender sus estudios -que muchos años después pudo continuar- para dedicarse a llevar el sustento para toda la familia, por un largo período. Más adelante, montamos una fábrica de velas, donde laboraba toda la familia y nos vinculamos a la comunidad, formando acciones comunales y haciendo “convites” para organizar las calles, llevar el agua, la energía eléctrica, encascajar las calles y construir locales para reuniones, etc.

El pleito que había durado casi 20 años, terminó a favor de mi papá, lo dieron por  ganador de las 215 cuadras, incluyendo el sitio donde nos habíamos quedado viviendo. Era la única propiedad con escrituras oficiales, entre los miles de lotes que cubría la gran invasión, hoy  llamada “Comuna I”. Por último, mi papá donó un terreno a la Curia, para la construcción de una iglesia y no  se preocupó por reclamar los derechos sobre las 215 cuadras, pues le pareció que el terreno ayudó a solucionar el problema de vivienda a tantas personas necesitadas. Hoy en día es el alojamiento de  más de  500,000 habitantes.

Posteriormente llegó el padre Federico Carrasquilla al lugar, y organizó la parroquia que más adelante se llamaría La Divina Providencia. El padre Federico se dedicó totalmente a la comunidad, y por eso la gente aprendió a amarlo y a respetarlo. Hizo las cosas con un sello propio: le dio a los feligreses apoyo moral, espiritual, educativo y a veces económico.

Como niños, que crecimos en medio de esas dificultades, pero con muchos deseos de salir adelante, comprendimos que el estudio era la solución a todos los problemas. Para estudiar el bachillerato nos desplazábamos a pie hasta los colegios de Aranjuez, pero ya con los pies calzados. La única forma para estudiar era por medio de becas y por eso tuvimos que mejorar el rendimiento en el estudio.

Los habitantes estaban integrados por albañiles, carpinteros, mujeres dedicadas al servicio doméstico, prostitutas que llevaban a sus hijas a los bares  de Guayaquil para conseguir algo de comida y así alimentar la chorrera de hermanitos que se seguían reproduciendo como curíes. Comenzaron a verse jóvenes en las esquinas tirando vicio. Mi papá era el representante de la acción comunal y era respetado por los habitantes; él les aconsejaba a los jóvenes la importancia de salir adelante y respetar el barrio sin hacerle daño.

Crecimos custodiados por nuestros papás, vinculados a una comunidad y convencidos que el estudio nos sacaría adelante. Uno de mis hermanos mayores,  ya era bachiller en el año 1969,  cuando organizó una escuela nocturna en la escuela del barrio Villa del Socorro,  donde  aprendían a leer y escribir empleadas de servicio doméstico, prostitutas, obreros, y  hasta jóvenes que se estaban iniciando en tirar vicio en las esquinas. Formamos una biblioteca en nuestra casa con todos los libros que nos regalaban y con los que habíamos utilizado para estudiar. Los vecinos que cursaban grados inferiores iban a consultar y allí los atendíamos.

Mi papá fue un buen ajedrecista y nos enseñó a jugarlo. Con él hicimos uno  de barro;   le dimos color a las fichas cubriéndolas con parafina de diferentes colores; les enseñamos a jugar a jóvenes y adultos; formamos un club de ajedrez e hicimos varios campeonatos. Era peluquero de oficio, muy conversador y le daba muchos consejos a los clientes, acerca de cómo levantar a sus hijos, para que no cayeran en el vicio; al son del “clic-clic” de las tijeras y sobre la cabeza de algún cliente, salían palabras sabias, a través de consejos, cuentos y anécdotas.


 En la peluquería. Al fondo el yerbatero, Francisco Arboleda

En las tertulias, en la peluquería, nos fuimos dando cuenta de la necesidad de construir establecimientos educativos; comenzamos a reunir a los vecinos para convencerlos de trabajar por el bienestar del barrio; con apoyo del padre Federico Carrasquilla y mediante convites, logramos construir  un local en la carrera 46 con la 109, que posteriormente se llamaría Centro de Capacitación. Cuando estaba listo, llegó la noticia de que iba a ser destinado para una inspección de policía, ¡después de tanto esfuerzo, a punta de vender “empanadas de iglesia” y de convites! Tuvimos que mandar cartas a todas partes y  pedir que lo que necesitábamos era un centro educativo y no una estación de policía: hoy ese centro se llama COLEGIO FEDERICO CARRASQUILLA.

Las grandes distancias fueron otro de los problemas: cuando salíamos a estudiar o a trabajar, no teníamos en qué transportarnos, pues para coger un bus, se tenía que caminar por pantaneros rojizos, por un suelo que en invierno se convertía en grumos, como almidón, en un trayecto de media hora de camino, desde El Popular hasta Santa Cruz o Aranjuez.

Por medio de la Acción Comunal, se logró construir una carretera hasta el Popular II;  el   “cuadradero” de buses se construyó en la antigua “Cueva del Indio”.  Si queríamos  ir a trabajar a las 6 de la mañana, había que ir a “pelearse” la subida a una de las “tartanas” que llegaba a las 4 a.m. Tengo una imagen fija, de un bus Ford 46, con capacidad no mayor de 50 pasajeros, -casi siempre estaba varado-, y más de 100 personas aglomeradas esperando para subirse a él. No se me olvidan esas imágenes, en un día de invierno, en medio de una multitud, personas “embarradas” hasta la coronilla, participando en una batalla campal para tomar el único bus, donde las personas más rudas y osadas, disputaban codo a codo, la puerta de esa “tartana”; pocos lograban atravesarla; los que ganaban la disputa, eran los  únicos que podían viajar; el resto se quedaba esperando, sin certeza, si llegaría o no, otra “tartana”.

Uno de mis hermanos, que venciendo todas estas dificultades, había logrado pasar a la universidad, contó que en una ocasión, en la que tenía presentar un examen a las 6 a.m., y disputándose el bus, se resbaló y se cayó de espaldas, se embadurnó de pie a cabeza, quedó cubierto de ese almidón rojizo y “pegotudo” y  así se tuvo que ir a presentar el examen.

 Pese a todas estas adversidades, muchos jóvenes desarrollaron sus talentos, fueron técnicos, investigadores, artistas e incluso pudieron llegar a las mejores universidades del mundo. De sus mentes salieron grandes ideas, para superar las dificultades y ayudar a crear una sociedad más justa. La solidaridad de sus habitantes fue el aspecto más importante. Los que lograron progresar, ayudaron a la comunidad con sus estudios académicos: no  fueron  caldo de cultivo para la creación de bandas delincuenciales.

Los del Arca de Noé.

17 de julio 17 de 2013.