Diana Villa (Colombia, 1986). Poeta, psicóloga y administradora de empresas de la Universidad de Antioquia, Colombia. Realizó estudios de filología hispana en la facultad de filología, Universidad de Sevilla, España. En 2017 publicó Reguero de calcita (La Casa Oscura Editores, Madrid) y en 2018 Danzar en el abismo (BajAmar Editores, Gijón), su segundo libro de poesía.
Sangre a ti debida
Cuando llega la noche
y sabemos que ya no existe el tiempo,
que la distancia es mera ficción para los huesos
lamidos por un perro
y que en un solo día pueden ocurrir siglos y herencias
de la historia,
y nos visitan manos de otros cuerpos,
demasiado silencio,
y voces de otros cuerpos,
y es otro sin sentido el que crece en el pecho,
y son otros los ojos que nos miran,
una mano cansada araña los recuerdos
y la otra camina sigilosa
en círculos o a tumbos alrededor de un sueño.
Cuando llega la noche
y fecundamos pálidas canciones o batallas perdidas,
algunos hijos nacen en la hoguera
y los asesinamos enterrando los restos,
lo que queda.
Ya no duele la ausencia de tantos hijos muertos.
Cuando llega la noche,
el corazón se esconde palpitante
como se esconden viejas portadas delatoras
y a este poema torpe con sangre a ti debida
se le anchan las arterias.
Se dilata su aorta debajo de la tierra.
Éramos niñas
A todos esos hombres clavados en la tierra
Crecíamos viendo morir a los muchachos del barrio,
desaparecían de repente,
como si vivir o morir fuera cuestión de magia o de suerte;
escuchábamos balas que nos hacían tirar al suelo
por si alguna de ellas atravesaba la ventana,
y ese miedo;
ese miedo a la noche, al ruido de las motos,
a las esquinas, pobladas o solitarias, daba igual,
todas las esquinas eran peligrosas.
Ese miedo a las cuadras prohibidas por los viejos,
donde entrabas, pero no había certeza de la salida.
De escuchar un estallido
y tener que preguntar con temor en la garganta:
“eso es pólvora o es bala”.
Y esa noticia extraña: “lo mataron”,
nos aporreaba el juicio, no entendíamos;
éramos niñas y no entendíamos.
¿Lo mataron?
Todos esos muchachos, temidos y queridos,
son ahora fantasmas;
raíces despojadas y hundidas para siempre
debajo de la tierra.
Conservamos de ellos sobrenombres
que parecían bromas inconsistentes con la tragedia de sus vidas
prematuramente aniquiladas;
conservamos de ellos la ternura de sus gestos violentos,
destemplados, ásperos;
la imagen paralizada de sus movimientos de cabeza rápidos
como si supieran que el drama era precipitado
precipitado precipitado.
La tragedia y la comedia,
díada, destinada a estar unida,
habitaba en esos cuerpos desde siempre mutilados.
Han pasado los años.
Tengo miedo.
Se arrebatan el tiempo los muchachos del barrio.
Las calles se nos siguen llenando de fantasmas,
la escena de la obra no ha cambiado.
Donde la lengua sangra
Sobrevivimos a los hombres que enviamos a la horca
obligados a callar lo que solo el silencio puede,
mas no voz, ni palabras.
Todo lo que consideramos cierto nos miente.
Nos conducimos en lo oscuro,
caminamos a tientas sobre las aguas derramadas.
Ignoramos la forma,
mas el latido del corazón parece desbordarse en un río
de lenguas heridas.
Agonizamos. Ya no hay esperanza.
Abandonamos la esperanza, temblamos, colapsamos.
Y, a falta de ternura, ponemos cuchillos en la lengua,
que no puede decir lo que quería,
que es indecible todo lo que le pertenece al alma,
que la verdad pertenece al reino del silencio
donde lo único cierto enmudece
y sobrevivimos
y enviamos a los hombres a la horca
y temblamos
y colapsamos
donde la lengua sangra.
Permanecemos fríos
Despreciamos a los hombres,
no buscamos lo que encontramos, mas lo encontramos
y nos seguimos ensuciando con el llanto.
No sabemos cómo,
pero las mismas piedras nos rompen las rodillas,
y hay una soledad con la que no podemos.
Franqueamos la tierra prohibida,
nos reventamos como las bestias
y caemos derrotados en la tierra para morder el polvo.
Estrangulamos criaturas inocentes con nuestras propias manos,
abandonamos a los que nacen de nuestras entrañas
para que mueran de hambre, o de sed, o de ausencia.
Abaleamos a los hombres,
a los trompetistas que son como hombres
en cuerpos de niños
y vendemos frágiles cuerpos niños a otros hombres
y los arrojamos a lo oscuro
para que sobrevivan.
Y castramos a los hombres,
los debilitamos, los envenenamos.
Quemamos mujeres en la hoguera
y las abandonamos de nuevo,
que no fue suficiente el primer abandono,
y las golpeamos,
ponemos ácido en sus rostros para desfigurarles la belleza que nos hipnotiza.
Invadimos Shanghái con brutalidad,
sin un atisbo de piedad,
y dejamos que los otros mueran de inanición,
y quemamos los campos para traer el infierno a la tierra,
y convertimos en pantano a los anchos ríos,
y murmuramos luego cosas que no son ciertas,
y hablamos.
Nos quedamos encerrados en jaulas para que nos pongan un pedazo de pan,
que no queremos volar, que tenemos miedo del hambre,
de volvernos mendigos incinerados por el fuego
que aniquila detrás de la ventana.
Y odiamos a los hombres,
los despreciamos, nos asqueamos.
Permanecemos fríos y abandonamos la carne
para deshojar los días
en la agonía del espíritu.
Pero también corremos,
corremos, respiramos,
parpadeamos ante los destellos de luz
que son alimento de lo que está en el centro como vibración,
como temblor, como anuncio.
Extrañamos la lluvia
y aleteamos como los colibríes
en busca de un rastro de Dios,
mientras las crisálidas engendran el azul.
Y caminamos entre tierras secas y quebradas
queriendo, como los ríos, serpentear el mundo
bajo arrecifes de coral.
Y sumergimos los pies en las aguas temblorosas
y hacemos oraciones a los astros
y subimos a las copas de los árboles donde cantan alondras y ruiseñores
y hacemos peregrinaciones y caminamos, caminamos
hasta que los pies nos arden y nos duelen.
Y el camino nos transforma la mirada.
Y callamos.
Enmudecemos y dejamos que la luz hable
y que los pájaros canten
y lloramos sentados en la orilla
y estiramos las manos hacia los desprotegidos
y cantamos, cantamos, sollozamos.
Contenemos el aliento,
nos desmoronamos con el afligido y escribimos,
escribimos para los muertos,
que para los vivos no podríamos.
Y enterramos a los muertos,
y ponemos flores en sus tumbas
y hacemos plegarias que nos salvan.
Y conservamos una fe que se había quebrado, mas la conservamos
envuelta en su propio misterio.
Y callamos,
callamos ante un lenguaje asfixiado de sí mismo. Y escribimos.
Escribíamos.
Descubrimiento
Las paredes empezaron a estremecerse.
Sí, así, de repente,
se abrieron las grietas
y de las grietas
empezó a salir un liquidito rojo.
Supe ahí,
en ese instante
que yo,
una gota de liquidito rojo
deslizándose por la pared,
devenía grieta.
El poema
Se levanta vertiginoso.
Se alza desbocado en frente mío.
Puedo verlo,
pero nunca puedo tocarlo.
¿Escribir un poema?
No podría.
Yo escribo mi temblor con la espesura roja
que se me cae de la piel.
Arrojo los pedazos
que se quiebran al amanecer.
Para que vengas
Cuántas costillas tengo que arrancarte, amor,
para que vengas.
En qué lugar te desgarro
para que duermas sobre este frío asfalto de las noches.
Ayer miré por la ventana.
Un hombre gritaba doblado sobre el vientre en un charco
y yo sabía que eras tú quien gritaba y gritaba
para llamarme.
He roto los vidrios y usado los pedazos,
como acordamos.
Te he dejado huellas hechas con mi sangre.
¿Las has visto, amor?
Ha venido Dios
Ha venido Dios,
pero las puertas seguían temblando
ante los ojos de la abandonada.
Pero las puertas seguían temblando.
Ha venido Dios
ante los ojos de la abandonada.
Todos los cuchillos desangraban un vientre
que se regeneraba como el vientre del gigante.
Ha venido Dios
y Ticio.
Pero mis manos eran los buitres
que volvían de nuevo
a devorarlo.
Cuando llueve
La soledad se ríe de nosotros
y las calles vacías se llenan de misterio.
Hay una rebelión en las aceras
cuando llueve.
Las magdalenas hablan de sus hijos perdidos.
Alguien se suelta el pelo, las botas, las rodillas
y se tira al pantano
cuando llueve.
Se alborotan los lirios y los vientos descienden,
y el paladar se seca,
y en el infierno esperan los gatos boca arriba
cuando llueve.
Nada nos rompe un sueño ni nos quita la calma.
Rodeamos el cielo bajo la piel mojada
y adoramos las sombras que nos dejan las nubes
cuando llueve.
Somos la misma lluvia que cae y nos alivia,
los otros se disipan,
queda el silencio puro de las gotas del vidrio.
Las lámparas descansan,
la ventana está abierta,
se nos inunda el piso y el alma
cuando llueve.
Cualquier distancia es nada, no quiero que me llames,
este mes en los ojos se parece al otoño.
Se respira y se ama hasta lo más pequeño
y se ríen las hojas, los lápices y el blanco
que habitan los poetas
cuando llueve.
Si se nos hace tarde,
¡que importa!
la vida se detiene en la obra velada
que nos dibuja un dios en la ventana.
Ningún recuerdo tuyo opaca la belleza
de una cuidad vacía al borde de los ojos
cuando llueve.
Presunta escritora
“Ese instante terrible en que hubo que abrir los ojos y respirar”
María Zambrano
Me he bajado de la cruz.
Aunque todas las heridas estén puestas en las manos,
he dejado de ser crucificada.
En mi cabeza llevo la noche más larga y más oscura
tras esa lenta tragedia de nacer
y tener que seguir.
Y entonces hago una obra
como para justificar mi propia muerte.
Escribo
e intento procurarme mi propio nacimiento.
No intento.
Escribo y me procuro -no hay otra salida- mi propio nacimiento.
Pero he nacido con hambre y con dolor.
No podría morir ni renacer de otra manera.