El amor a la vida
Aguadas es un dulce pueblecito hundido entre las sinuosidades de la cordillera central, donde las mujeres pasan tranquilamente su vida tejiendo blancos sombreros de paja.
Hoy, el corresponsal de este diario en Manizales comunica una sencilla tragedia ocurrida en Aguadas y que inspirara hondas y desoladoras meditaciones a un filósofo pesimista: dos buenos muchachos se han dado la muerte con una simplicidad aterradora. Uno dice: mátame amigo, y el otro dispara ciegamente sobre él, teniendo cuidado de reservar los dos últimos disparos para aposentárselos él mismo dentro del corazón.
“Dos jóvenes”, dice el telegrama. ¡Siempre son jóvenes los que se matan! Esta paradoja terrible ha de tener una razón lógica de ser.
La primera jornada es la más dura para las peregrinas plantas de los viajeros. Es a los veinte años, quién lo creyera, cuando la vida se nos presenta más incomprensible. En esa edad indefinida en que no tenemos la inconsciencia feliz de los niños, ni la madurez resignada de los ancianos, es cuando un cúmulo de inquietudes más torturadoras y de interrogaciones más desesperantes se agolpan sobre nuestras frentes. Adivinamos vagamente que vamos a oscuras por el mundo, con un peso inconmensurable de aflicciones y de fatalidades sobre el corazón, como esos personajes sonámbulos de los dramas de Maeterlinck. Nos hundimos atrevidamente en el misterio que hay dentro de nosotros y más allá de nosotros, sin tener la suficiente filosófica resignación para vivir sin comprenderlo.
¿Para dónde vamos y de dónde venimos? Esta interrogación formidable que nos presentamos a nosotros mismos, a veces de una manera vaga y nebulosa, otras con una precisión abrumadora, hace que en un momento loco, de amargas reflexiones, pongamos una rúbrica roja a la corta comedia de nuestras existencias.
El suicidio que en Séneca fue digno y en Silva casi disculpable, es muchas veces signo de mediocridad intelectual y sobre todo de una educación defectuosa.
He aquí tema para un libro de doscientas páginas. En los bancos de la escuela, en las aulas tediosas de los colegios, desde las cátedras de las universidades, no nos predican la seriedad de la vida, la belleza de la vida, la divinidad de la vida. No nos dicen que vivir, existir, ser hombre, ser hoja, ser insecto, ser grande, ser pequeño, ser fuerte, ser débil, todo tiene una trascendencia infinita.
No nos dicen que hay nobles satisfacciones y hermosas realidades en el mundo. No nos enseñan a ver el sol claro y limpio de las mañanas de verano, ni la dulce tristeza del invierno. No nos descubren la belleza de las más pequeñas cosas, ni nos hacen comprender que el amor es provocativo y confortante, que el trabajo enaltece, que la lucha noble glorifica. No nos hacen ser alegres y optimistas.
En las escuelas, en los colegios, en las universidades, no nos enseñan a amar la vida. Y entonces, solos, sin fortaleza espiritual, inermes, nos entregamos a los brazos alucinantes de la muerte.
¿No se presta todo esto a muy desconsoladoras meditaciones que podrían llenar un libro de doscientas páginas?
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 8 de marzo de 1918.