Un Cristo con olor a pólvora
Ese enero de 1885 un tropel de derrotados llenó de espanto las calles de Riosucio; soldados despavoridos traían la noticia de la derrota en las Partidas de Ansermaviejo y la muerte de Pedro Bartolo, Eufrasio Gañán y de otros tres malhadados vecinos.
−¿Qué les pasó a mis muchachos? −preguntó la mamá de Israel y de Rubén Santacoloma.
−Atrás los traen en andas junto con los otros heridos −respondieron a la consternada señora.
Era difícil la situación de los riosuceños bajo el comando de don Benigno Gutiérrez: por el sur avanzaban los liberales radicales comandados por León Hernández y por el norte se acercaba el coronel Rafael Uribe Uribe con su batallón Legión de Honor. Riosucio estaba cercado y en cuestión de días llegarían los enemigos, así que habría que prepararse para la lucha y esperar un milagro, pues eran escasas las huestes de Benigno Gutiérrez y muy pocas las probabilidades de recibir apoyo de sus copartidarios caucanos.
Mientras las tropas conservadoras se alistaban para la batalla, en la salida a la vereda del Oro, Bautista Rotavista descolgó la escopeta y aprestó el sable que lo acompañaba desde la campaña de 1862 en el Valle del Cauca; su hijo Ramón, por su parte, bajó del escaparate una caja de cedro, corrió los pestillos y con mucho cuidado desempolvó un crucifijo de más o menos un metro de alto, lo tendió en la cama y con unción atornilló los brazos, las piernas y colgó al Nazareno en la vieja cruz de guayacán.
Después de trece años de paz, el Cristo de los Rotavista iría nuevamente a luchar al lado de los intrépidos veteranos del Batallón Riosucio; otra vez la santa imagen se enfrentaba a los anticlericales, a los rojos masones, a los liberales descreídos, como lo hizo en los gloriosos combates de Cabuyal y Los Cristales. Una vez más el Mártir del Calvario regresaba a las trincheras a dar ánimo a los piadosos y valerosos vecinos del Ingrumá.
El combate de Quiebralomo
Mientras Rafael Uribe Uribe se descolgaba por Santa Bárbara, León Hernández vencía a los conservadores en Ansermaviejo y con los macheteros de Quinchía se unía a los paisas radicales en el sitio del Pintado, en tanto el “Pato” Ángel salía de Manizales con fuerzas liberales a reforzar a Uribe Uribe.
El 26 de febrero de 1885 los riosuceños se atrincheraron en las alturas de Quiebralomo y con el Cristo de los Rotavista esperaron el embate enemigo. Arriba del caserío de Guamal los radicales se toparon con una avanzada riosuceña, y ante el temor de una emboscada, Uribe mermó el paso y ascendió lentamente hasta que una lluvia de plomo lo frenó en seco; David Lezama cayó sobre los pliegues de la bandera reteñida con la sangre que salía a borbotones, las balas salpicaban los matojos donde se guarecían los atacantes, nadie quería avanzar… la muerte acechaba en cada claro, delante de cada roca; entonces Gorgonio Uribe, primo de Rafael, desafió los proyectiles, siguió trocha arriba y como si nada sucediera se paró en un descampado a fumarse un cigarro.
Gorgonio espantó al miedo y todos a una, de canalón en canalón, de tronco en tronco, de barranco en barranco los liberales fueron ganando terreno y al terminar la tarde la Legión de Honor, casi en la cima, preparaba las bayonetas para el encuentro cuerpo a cuerpo con los riosuceños.
Los conservadores habían reclutado a Juan Franco; él era liberal, por eso cuando vio la posibilidad se escabulló entre las malezas, se sumó a las filas de su partido e informó a sus copartidarios que los riosuceños ya casi no tenían municiones. Ante esa circunstancia la tropa de Uribe Uribe arreció el ataque y en menos de una hora acabó con la resistencia enemiga. Ante la inminente derrota Ramón Rotavista sacó el Cristo de las trincheras y lo llevó hasta el cobijo de la tierra fría.
Después de la derrota en Quiebralomo los habitantes de Riosucio se encerraron con llave, trancaron las caballerizas y esperaron lo peor; los liberales entraron al pueblo en la mañana del 27 de febrero, Uribe Uribe en un caballo bayo y Gorgonio en su mula jericuana. Los vencedores tomaron los caudales de la Casa Consistorial y se abastecieron, “al fiado”, sin desmanes ni retaliaciones contra los civiles.
Por las hendijas de las ventanas del segundo piso de su vivienda, doña Virginia García miraba a los invasores con el corazón en la boca. En la pieza de adentro estaban sus dos muchachos heridos, uno con una bala en la pierna y otro con un tajo de sable en el hombro. “Si me los ven los matan”, pensaba doña Virginia, pero la gente de Uribe estaba de afán preparando la retirada, pues de Antioquia llegaban las peores noticias: el gobierno central había tomado a Salamina y se rumoraba una capitulación radical en la población de Neira.
El Cristo veterano
Años más tarde, Ramón Rotavista, junto con el Cristo veterano, se enrolaron en el batallón Riosucio en la Guerra de los Mil Días y marcharon por las selvas del Chocó rodeados de bichos y culebras; los acosaron las hormigas, casi naufragan en arroyos desbordados y por poco quedan en manos de los negros liberales de la aldea de Number. Eso fue más que suficiente para que Ramón y el Cristo cesaran las hostilidades y se retiraran definitivamente de la milicia.
Pasó un largo tiempo. El segundo domingo de octubre de 1949, en una noche de tétrica recordación, los “pájaros” y la policía chulavita asaltaron a Quinchía, atacaron nuestra casa y para salvar nuestras vidas, mamá y mis dos hermanos pequeños nos escabullimos por un subterráneo, mientras atrás quedaba mi abuelo Germán y papá Luis Ángel, protegiéndonos la huida.
Fue una noche horrible, cruzamos solares en tinieblas rompiendo cercas de alambre de púas hasta llegar a la casa de nuestro amigo Ramón Rotavista en busca de refugio. Con apenas nueve años de edad yo no me explicaba por qué los bandidos vivaban a Cristo Rey y por qué esos monstruos nos perseguían si nosotros no le habíamos hecho mal a nadie.
Fueron horas interminables, al filo de la medianoche me acurruqué soñoliento al lado de mamá que lloraba y rezaba y allá en el fondo de la habitación alcancé a ver, a la luz titilante de una vela, al crucifijo de la familia Rotavista que nos miraba compasivamente. A lo lejos se oía el retumbar de los tacos de dinamita y se sentía el olor a pólvora. “El Señor protegerá a tu papá y al abuelo”, dijo quedamente mamá mientras me cubría con unos costales.
Y los protegió sin duda, porque cuentan que la chusma penetró a la vivienda y pasó de largo por el zaguán donde ellos estaban agazapados. Parecía como si en ese momento papá y el abuelo se hubieran vuelto invisibles.