Libro de cuentos
Juan Fernando Uribe Duque, Medellín 1953. Médico, músico y escritor, participante de varias tertulias y talleres literarios.
Pionero de bandas de rock y animador de LA escena tanguera en la ciudad de Medellín. En la década de los noventa fundó y dirigió el grupo Noches de tango, con el que recorrió –como cantor y director– varios escenarios del país. Así mismo, fue el creador y mánager de la banda Beatside, tributo a la música de The Beatles, de gran acogida entre el público. Ha escrito cuentos y relatos, algunos han sido publicados en el periódico Universo Centro y en revistas virtuales
Tiene varias novelas y una obra poética en construcción. Esta es su primera publicación individual. Cuentos publicados en Inicio de obra. Cuentos y crónicas. (Publicación colectiva. Editorial La Banda. ISBN: 978-958-8483-29-0).
Editorial: Leánlo, Editores
ISBN: 978-958-48-2997-9
2018
La tentación (cuentos)
Había una vez un pesebre
Nada más humillante que una cuna de paja. Nada más incómodo que nacer tiritando de frío ante la mirada indiferente de un buey y ser calentado por el aliento de una mula. Nada más triste que el despertar cada año por esta misma época y ver la mirada asustadiza de mi padre que espera en cualquier momento la llegada de la tropa dispuesta a cortar mi cabeza. Nada más desolador que llorar de hambre y solo encontrar un biberon de frio calostro de cabra por que mi madre sigue viviendo su perenne papel de estatua, y sus senos, antes pletóricos de leche, están ya secos como la arcilla. Ser de nuevo ese mismo niño que llora desprotegido cada año bajo la misma estrella y al que curiosamente vienen a adorar unos hombres asombrados, se está convirtiendo en un drama muy difícil de vivir, pues a fuerza de repetirlo año tras año, ya también me voy cansando de este pesebre, que siempre será mi morada inicial, y de la que luego saldré, temeroso, a recorrer el mundo.
No es fácil para una criatura recién nacida como yo, ser adorada como un Dios, pues siempre me están exigiendo una ecuanimidad que no tengo y es ante el fastidio de tener que soportar tantos rezos y cantos desordenados a mi lado cuando más me desespero… y el mal olor de este establo que apesta y me impide sonreír.
¡Ya me estoy cansando de ser Dios! A lo mejor la próxima Navidad me disfrace de ángel para que mi mamá note más mi presencia. Recuerdo una vez cuando Melchor, después de tomarse unos tragos, vino a poner problema por los lados del presebre; nadie le soportó las diatribas y el escándalo que formó buscando entre las pajas a ese niño que salvaría al mundo y al que tenía que adorar regalándole un bulto de mirra lo más rápido posible, pues lo estaban esperando en la tienda de un tal Mustafá y la fiesta estaba ya por comenzar.
El afán y sus risotadas hicieron salir de sus tiendas a los pastores. Si se hubiera ido luego de dejar el obsequio al lado del buey que lo olfateaba, de seguro todo habría transcurrido con la misma tranquilidad de siempre, pero al momento de montar el camello, no pudo evitar que su cuerpo regordete y henchido de licor cayera pesadamente al suelo y, entre chasquidos de aparejos, el camello corriera desbocado poniendo en peligro la estabilidad del campamento de pastores que se había formado alrededor. Mi madre, muy preocupada por las posibles consecuencias del escándalo, de inmediato trató de imponer el orden y pedir agresiva explicaciones a Melchor, pero el gesto adusto de mi padre quien ya le había asestado tremendo golpe en los ijares al camello para calmarlo, hizo que se olvidara de su enojo, ordenándole de inmediato que continuara con esa mirada de inmaculada candidez que los alfareros siempre le han sabido imprimir. Melchor mientras tanto yacía tumbado eructando su desafortunada embriaguez. Por fortuna los pastores entendieron la situación y hospedándolo en una de sus tiendas, le ofrecieron un buen trozo de carne y una jarra de vino que le sirvieron para atenuar la resaca, y así poder al día siguiente abandonar el campamento en un camello prestado ofreciendo excusas, y afirmando que el otro año llegaría temprano y en compañía de sus dos amigos Gaspar y Baltazar, y que desde ya hacía la promesa que no se volverían a ver situaciones tan deplorables como las que había protagonizado. Esa misma tarde lo vieron adentrarse en el desierto, diciendo adiós con la mano, y confundiéndose con el horizonte.
Mi padre, a pesar de todo, ha seguido con la varita florecida, aunque a veces trata de conservar a como dé lugar las florecitas que frecuentemente se marchitan cayéndose y dejándola pelada como un simple palo de escoba.
Otra vez, lo intuyo, tendré que crecer rapidamente, y en cuestión de semanas, ir de nuevo a darles clasecitas a los doctores de la ley, escondiéndome de mi padre para que no arruine ese entreacto de la historia, pues si me encuentran antes de que los convenza de mis ilusiones, se perderá uno de los encantos más importantes de mis fiestas: el mito del niño sabio manteniendo absortos a los ancianos del templo sigue resultando muy tierno, máxime cuando serán ellos mismos los que estarán de acuerdo con mi sacrificio, convirtiéndose a la postre en mis más enconados verdugos.
Mi madre, que es un dechado de santidad y obediencia, y a quien ningún rayo de sol mancharía como al más puro cristal, permanece en la casita gimiendo y llorando lo que puede ser mi muerte. Desde mi gestación le han hecho saber que invariablemente me van a crucificar a los treinta y tres, pues parece que es a través de mi martirio como los habitantes de este mundo solo podrán deponer las armas y encontrar en el amor, la única solución a toda una historia de desmanes y odio.
¡Ah, no está bien soñar tanto! Me tengo que conformar con la botellita con leche que mi madre extrae de su túnica cuando no hay tanta visita de pastores, ni tanto alboroto con los animales del establo.
Fue durante una noche cuando mi madre dormitaba cuando en un descuido, la mula casi le arranca un pedazo de su vestido. Si no es porque mi padre se despierta y controla el animal, se hubieran visto obligados a pedir limosna para reponer el manto, pues deben a veces a regañadientes tener que asumir el papel que les ha sido recomendado y descuidar la labor propia de tener sosiego, organizarse, conseguir algún dinero y crecer como familia; yo trato de decirles, así me demore un poco más para aprender a hablar, que por favor no se queden ahí, siempre esperando la llegada de los Reyes Magos y las dádivas de los adoradores de cada Navidad; que salgan y descansen, y que, además, controlen, al menos de vez en cuando, esos deseos de comerse todos los pasteles que las mujeres del pueblo les llevan por las tardes, pues se van a salir enfermando y con ello descuidan las visitas y los homenajes que es lo único que los salvará del olvido, pues hay días en que también nos traen muchos mercados y tenemos que prohibir el ingreso exagerado de corderos y patos, ya que obstruyen el paso a los familiares y amigos más íntimos. Las primas de mi madre ya se están cansando de botar las tortas y frutas que se descomponen, puesto que no alcanzan a ser consumidas por los pastores de más confianza, ni por los mismos animales del pesebre.
A mí un día mi madre me dió un pedacito de postre de higos que le había llevado una tía y no olvido el cólico y el daño de estómago que tuve que soportar durante la adoración de esa tarde, pues el mal olor hizo perder solemnidad al concierto de villancicos que los niños de la comarca trataron de ofrecerme, y para mi fue muy vergonzoso tener que sonreír mientras sentía que la diarrea chorreba inclemente a través de los pañales. Mi madre se limitó a esbozar un gesto de recato e inocencia, puesto que ya es experta en las artes del disimulo a fuerza de indigestiones y Navidades.
Creo que ya las autoridades y hasta el mismo Herodes querrán por fin asomarse al pesebre y abandonar toda esa persecución que siempre arman para dar con mi paradero y decapitarme, pues es cuestión de historia el que nunca me pudieron encontrar, y a no ser porque el camino a Egipto pasa por el lado del portal, hubiéramos tenido dificultad en el desplazamiento y ya estuviera muerto prematuramente, y los textos de religión se hubieron visto abocados a cambiar la historia y el cuento sería otro muy distinto: se hubieran quedado sin ese Cristo amado y redentor, tantas veces desconocido y desechado.
Aún ni los últimos artesanos que moldean nuestras imágenes han podido variar la candidez de nuestra presencia. Hay algunos que han tratado de proyectar en nosotros las últimas tendencias de la moda, pero solo han logrado ridiculizar el candor divino que nos envuelve. Hubo uno, incluso, que trató de disponer el establo en un diseño multimodular, separando a la mula y al buey en compartimentos individuales, incluso con sus propios comederos y hasta con dispensadores de agua electrónicos para que cada vez que la sed los acosara durante la arremetida de adoradores, obtuvieran de inmediato la cantidad precisa para refrescarse.
El número de pastores crece y desde otras comarcas distintas a Nazareth, acuden comitivas que mi padre se ha visto en la necesidad de hacerlas arribar organizadas por turnos. Incluso oí que le decía a mi madre que iba a negociar con un tal Ismael la posibilidad de crear una agencia de viajes que se llamaría “La Estrella de Belén”, pero no pude evitar un llanto de desagrado, pues siempre he tratado de guardar el recato y el respeto por esta tradición que para mí sigue siendo sagrada, sin desconocer las dificultades que se presentan con esa tendencia mercantilista que la misma sangre impone.
No soy ninguna estampita, y todavía no me prenden veladoras, pero ya los altares no demoran en aparecer y tendré, así sea a regañadientes, que hacerles entender a todos a mi lado, que aquí el que manda soy yo, y que ellos son apenas unos aparecidos para darle forma a mi esencia humana.
Sí, ya me estoy cansando de seguir siendo Dios.
Yo sé que voy a morir en una cruz; se me ha anticipado que dentro de poco seré otra vez el salvador del mundo y envejeceré muy rápido, casi cuarenta años en tres meses, y ya por eso mi llanto no es solo de hambre, ni mis gestos son los de un niño bueno; más bien opto por quedarme pensativo entre las pajas observando la realidad que cada año me envuelve y determinará mi comportamiento. Ya pronto seré crucificado y eso no tendrá remedio, ya otra vez sufriré el calvario y lloraré de miedo. Ya otra vez me sentiré humillado y desolado, traicionado cuando cante el gallo, vilipendiado y escupido, y todos verán en mí, a una imagen de arcilla decorada que pasa sangrante hacia su muerte entre procesiones y pompas de rituales que nunca entendí, y que me llenan de profunda tristeza.
Los niños juegan en el establo esta mañana, y mi madre me limpia con un trapito para las visitas de turno.