Colombia – Abril de 2018 – No. 28
Pasajes de la vida de José Felipe (IV)
Continuación
Jairo Trujillo M.
José Felipe cuenta sus historias. Las iré dando a conocer con cierta regularidad. El propósito es reunirlas todas en un solo volumen.
Mucha gente ha vivido experiencias similares y se pierden en el olvido. Trataré de recoger algunas de ellas en estas narraciones para que se recuerden de alguna manera.
No tienen un orden cronológico, pues la vida no es una sucesión de hechos ordenados y planificados. Y menos la de José Felipe.
La primera parte puede leerse aquí.
La segunda parte puede leerse aquí.
La tercera parte puede leerse aquí.
He aquí la cuarta de ellas.
Abril de 2018
La Choclina
El bus descendía con cautela de aquel pueblo encumbrado en la montaña. Tan arriba, que su nombre lo dice todo: Altamira. Un pequeño poblado incrustado en la Cordillera Occidental. Desde allí el panorama no puede ser más majestuoso: Al otro lado y en lontananza, se ve la Cordillera Central, separada de la otra por un cañón estrecho del río Cauca. Y por todos lados, el mundo despliega sus arrugas en una sinfonía visual que cualquier pintor envidiaría. Altamira es un corregimiento del municipio de Betulia, en el departamento de Antioquia.
De pronto, y precisamente en una recta más pendiente que las otras, la marcha del vehículo se aceleró inexplicablemente. Yo iba de pie, porque no alcancé puesto para sentarme. En una maniobra audaz y desesperada, el conductor lanzó el vehículo contra la barranca, pero como ésta era de roca, en lugar de detenerse, el bus rebotó bruscamente, amenazando con volcarse. Corrí hacia el chofer y le pregunté que qué pasaba.
−¡Nos quedamos sin frenos! −fue su respuesta seca.
Todos se aferraban a las barandas de los asientos, otros gritaban, algunos se abrazaban y mis dos pequeños hijos se pegaban como garrapaticas al regazo de su madre. Tantas cosas que ocurrieron en aquellos segundos eternos. Nadie puede predecir cómo se reacciona ante momentos como ésos.
Volvió el chofer a intentar detenerlo, lanzándolo contra el costado de la vía, y nuevamente volvió a rebotar. Pero el diestro conductor no soltó la cabrilla ni perdió el control. Adelante, un profundo abismo de más de doscientos metros nos esperaba…
Justo a cinco metros de terminarse la recta, había un pequeño montículo de tierra suelta que se había desprendido de la banca de la carretera y en un abrir y cerrar de ojos, el bus se clavó en el derrumbe…
A todos nos temblaban las piernas y algo más. Nos bajamos en ataque colectivo de pánico. Algunos nos asomamos al abismo que nos esperaba con sus fauces abiertas. ¡Ay, ay, ay! Sentimos más pavor todavía. Detrás de nosotros llegaron otros buses que nos acompañaban hacia Medellín. Habíamos llegado de Medellín junto a la delegación de obreros y sindicalistas que se solidarizaban con los campesinos de la región pertenecientes a la Asociación de Usuarios Campesinos (Anuc) de Altamira. Hacía poco ellos se habían tomado la hacienda Montenegro. Corría el año de 1974.
Pocos días después, una chiva o escalera bajaba por el mismo lugar repleta de campesinos, cargada de mercados y de pasajeros en las bancas y otros montados en el techo o capacete y colgados de la escalera de atrás. Al igual que a nuestro bus, al carro le fallaron los frenos y no contó con la misma suerte y se fue al abismo, muriendo varios campesinos. Gabriel iba aferrado de la escalera en la parte trasera. Cuando el vehículo salió de la vía, el hombre cerró los ojos, abrió las manos y no volvió a saber de él hasta mucho rato después, que despertó y vio allá abajo a sus amigos y vecinos muertos y a otros heridos gritando desesperados.
En esas tierras estos casos se dan con frecuencia todavía hoy.
Al año siguiente, a unos cuantos kilómetros de allí, me bajaba yo con el mismo Gabriel de un bus escalera que venía de Medellín. Nuestro destino era la vereda La Choclina, jurisdicción del municipio de Anzá, donde vivía mi amigo. Aunque yo era muy flaco y en épocas anteriores había recorrido campos y montañas de Cundinamarca, el Huila, Caquetá, el Valle y Antioquia, ya estaba algo desacostumbrado. Además, cargaba mi equipaje. Nos bajamos en una curva, descendimos por un potrero muy empinado y luego subimos por otro que parecía una pared; me vi obligado a descansar varias veces. Cuando llegamos a un alto, apareció una hondonada como una batea muy pintoresca, de unas dos o tres hectáreas, con unas veinte casas; parecía un caserío. Era la vereda de La Choclina.
−Cada uno tiene aquí un pedacito de tierra, pero es tan chiquito que cuando uno sale a orinar, mea en lo ajeno −me dijo riéndose mi buen amigo Gabriel.
La casa de Gabriel era de bahareque: Una habitación donde dormía con su esposa y tres niños y la cocina. Con la ayuda de unos amigos hicimos otra habitación y allí me acomodé yo con mi familia un tiempo después.
Al día siguiente de mi llegada, la esposa de Gabriel madrugó a eso de las 4 de la mañana, prendió el fogón de leña y preparó los tragos, una comida pequeña antes del desayuno. Después de comerse ese aperitivo, Gabriel empezó a prepararse para el trabajo, que era bien lejos de allí. Afiló su machete y el azadón, alistó lo que tenía que llevar y en una jíquera de cabuya tejida por él, cargó su desayuno y almuerzo y se dirigió a mí:
−Yo me voy a jornaliar. Vuelvo en la tardecita. Puede salir por aquí a caminar y a distraerse.
−Muy bien. ¿Pero no hay algún trabajo que yo pueda hacer o que les pueda ayudar en algo? −le pregunté.
El hombre dudó y luego de titubear me dijo:
−Allí, al otro lado, tengo un maizal que está enrastrojado… Pero no se preocupe, yo lo desyerbo cuando tenga tiempo −y salió con la jíquera, se la colgó al hombro, se despidió de su mujer y de mí. Apenas deslumbraban algunos rayos del sol.
Le solicité a la esposa de Gabriel un azadón y una lima. Me preguntó que para qué y yo le dije que iba para el maizal de Gabriel.
−Tenga mucho cuidado, que no le pase nada −me dijo con un tono de mucha preocupación−. Pero tómese este preparito antes… −y me sirvió lo que yo creí que era el desayuno.
Francamente el maizal era muy pequeño y estaba algo enyerbado. Empecé a trabajar y a dejar todo lo mejor posible, cuidando de no dañar las matas de maíz y echándole tierra a la raíz de cada una, un proceso que llaman aporcada. Al rato, llegó uno de los niños con el desayuno propiamente dicho.
Después, apareció un hombre canoso, delgado y de estatura menuda. Sonriente y muy amable me extendió su mano callosa y de dedos gruesos.
−Soy Emilio Vargas, el papá de la mujer de Gabriel −yo le respondí también con una sonrisa y le estreché la mano. Nos pusimos a conversar animadamente. En unos pocos minutos ya parecíamos viejos amigos y me sentí mejor que en casa. Se despidió y yo seguí trabajando. Poco después de almorzar, ya había terminado mi tarea, porque como me decía Gabriel sus terrenos eran demasiado pequeños. Cuando moría la tarde, regresó Gabriel y se asombró al ver su maizal desyerbado. Le dije que yo no iba de vacaciones sino a trabajar. Después de unas cuantas palabras, lo convencí de que me llevara a trabajar adonde su patrón. Al día siguiente partimos juntos y desde ese momento fui un jornalero más que me ganaba la vida como ellos. El patrón de Gabriel era un campesino de una vereda cercana que tenía un poco más de tierra que los de La Choclina. Estaba preparando la tierra para sembrar café. A diferencia del protagonista del cuento Que pase el aserrador, yo tenía algo de experiencia en el cultivo del café, adquirida en la tierra de Tomás Carrasquilla. Eso le gustó mucho a mi nuevo patrón, pues ellos sembraban el café de una manera tradicional y antigua.
Aquella región del Suroeste antioqueño se conectaba directamente con la del Occidente, concretamente con Anzá y Santa Fe de Antioquia. Su economía era diversa. Arriba, lindando con el cerro de la San José, en límites con Urrao, se encuentra una región algo fría, de montes bajos y de chuscales y en sus alrededores algo de ganado de leche. Algunos de sus habitantes salían indistintamente a vender sus productos a uno o a otro pueblo: Urrao o Altamira. Pero todo eso lo tenían que hacer a pie o a caballo. Más abajo, estaba la próspera zona cafetera, de tierra negra y arenosa, muy fértil y conocida por todos como San Mateo, aunque ese nombre correspondía precisamente a la hacienda de dicho nombre. Muy poblada, muy verde y llena de caminos que conducen a Altamira y a Betulia y Urrao. El café lo sacaban más que todo a Betulia, por largos y pendientes caminos de herradura, por donde transitaban las mulas cargadas. Algunos llegaban a un sitio llamado El Brechón y otros hasta la carretera que conducía de Betulia a Altamira, cuando estaba en funcionamiento. Era la zona más próspera y vital y algunas viviendas tenían luz eléctrica. De Altamira para abajo y bordeando la cuesta hasta Güintar en Anzá, era una zona de tierra amarilla y arcillosa, poco fértil, con mucho minifundio y algo de café y un poco de ganado y otros cultivos menores de plátano y yuca. Y cerca al Cauca, grandes haciendas ganaderas, que hoy se han convertido en cultivos enormes de mango y de naranja.
Sus habitantes en su mayoría de origen liberal sufrieron durante la violencia de mediados del siglo pasado la más cruel de las persecuciones, desalojo y muerte. Y para los días en que llegamos, eran comarcas pacíficas y tranquilas, de gente humilde y trabajadora. Y, sobre todo, muy acogedora y abierta en su manera de pensar y de ver la vida. Abandonadas de dios y de los hombres, el Estado prácticamente no hacía presencia, salvo con una que otra escuela. En ninguna parte había luz eléctrica y las vías de comunicación eran muy escasas.
Durante varios años estuve en aquella región, integrándome a sus habitantes, siendo parte de ellos y compartiendo penas y alegrías con sus habitantes. Cuando llegó mi familia, mi esposa e hijos, fueron muy bien recibidos e incluso Gabriel orgulloso le decía a todo el mundo que éramos primos.
El viejo Emilio Vargas era el centro de la vereda, padre de varios de sus habitantes, tanto de hombres como de mujeres. Era respetado y querido por todos y tenía un don de gentes muy especial. Allí nació una de las más hermosas relaciones de amistad que yo he tenido en mi vida. Y ese hombre y Gabriel se convirtieron en mi puerta de entrada a una comunidad maravillosa, de gente abierta como un mar, sincera como nadie, solidaria, de verdaderos hermanos. Gente sencilla y humilde que lo daba todo sin pedir nada a cambio.
A los pocos días ya conocía a todos los habitantes de la vereda, nos invitaban para sus casas y en todas partes nos brindaban comida abrían su corazón.
Cuando me despedía de ellos para una misión lejos de allí, siempre me empacaban comida, arepas y panela.
−¡La Virgen lo acompeñe! −era siempre su despedida.
−Amén y a usted también −les contestaba como ellos acostumbraban a decir.
Eran gentes poco religiosas, o al menos de casi ninguna práctica relacionada con algún culto. Nunca supe que fueran a misa los domingos que subían al pueblo en Altamira, creo que casi ninguno era casado, en las casas no se rezaba el rosario, aunque en algunas había imágenes de Cristo o de la Virgen. Durante la llamada época de La Violencia de los años 50 sufrieron terriblemente a manos de los chulavitas y fueron muy perseguidos por el clero, lo que originó en ellos un distanciamiento de la práctica religiosa. Por eso en todas esas comarcas era muy común lo que en otros lugares de Antioquia llamaban “la ley del Cauca”, es decir, que las parejas vivían juntas sin casarse.
Orfa era una hija de Emilio Vargas. A su marido lo apodaban La Gata. De ojos verdes, grandes y muy expresivos, era un hombre sumamente alegre y dicharachero. Se la pasaba cantando y tocando guitarra y tenía grandes cualidades en ese campo. Recuerdo que en su voz escuché por primera vez la conocida canción Nadie es eterno en el mundo. Muy querido en toda la región, nos alegraba los ratos en la época de cosecha de café, entonando aquellas canciones que tanto gustaban a la gente, particularmente los corridos mexicanos. Siempre hablaba con un chiste o una gracia especial, que hacía reír a todo el mundo. Con Orfa, La Gata tuvo siete niñas, todas con un año de diferencia. La Gata era un padre muy cariñoso y su mujer a duras penas alcanzaba a cuidarlas a todas. Vivían a unos cuantos metros de la casa donde vivíamos nosotros. Nos hicimos grandes amigos y le gustaba escuchar las historias que yo les contaba. Y él también tenía las suyas, que las contaba con una gracia especial.
De una enfermedad grave que no recuerdo cuál fue, Orfa se murió y La Gata quedó con sus siete niñas pequeñas… Sus hijas se las repartieron distintas familias de los vecinos y las criaron durante años como hijas propias. La mayorcita se quedó viviendo con el padre, quien siguió soltero y jornaleando como siempre.
Esa situación preocupó mucho a la gente de la vereda, particularmente a las mujeres, que no deseaban tener “los hijos que Dios les mande”, sino los que ellas y sus esposos desearan. Y la solución llegó: Una de las familiares de la gente de La Choclina vivía en Medellín. Ella se encargó de divulgar entre las mujeres la idea de cerrarse las trompas de Falopio, para evitar tener muchos hijos. La práctica se extendió como pólvora y en unos cuantos meses todas las mujeres de la vereda se practicaron el procedimiento, liberándose así de tener familias numerosas como era la costumbre de la época. La noticia se divulgó en todos los contornos y en otros lugares hablaban de que La Choclina era “la vereda de las caponas”. Y esas mujeres humildes y valientes defendían su decisión y los resultados fueron evidentes: Muchas de ellas se incorporaron a la labor productiva al igual que sus maridos, recolectaban café y a veces eran más hábiles que los hombres, desyerbaban, cargaban leña y hacían prácticamente los mismos oficios que los hombres. Esto les dio derechos y avanzaron en la conquista de la igualdad.
Esta vereda no era de tierra muy fértil y la producción de café no era muy abundante. Pero vivieron por aquellos días un fenómeno económico excepcional: la bonanza cafetera de la segunda mitad de la década del 70 del siglo XX. El café llegó a valer en la bolsa de Nueva York U$ 3.40 la libra. Quienes tenían café multiplicaron como nunca sus ingresos y los jornaleros o chapoleros recolectores de café ganaban varias veces lo de antes. Los niños no iban a la escuela en época de cosecha y junto con sus madres y demás familiares ayudaban en la recolección. Los radios de pilas abundaban en las cinturas de los cosecheros o colgados de los cafetos, ya no solo sintonizados en las emisoras de música mexicana, sino también en los noticieros. Todos estaban pendientes de la bolsa de Nueva York.
−Papá, subió el precio del café −gritaba el muchacho desde el surco de más allá.
Y así se convertían las jornadas extenuantes en conversaciones sobre lo más encumbrado de la economía mundial. Los pobres y los humildes se apropiaban de los temas más candentes de la realidad mundial. Y seguramente este fenómeno se vivió en todo nuestro país por aquellos días de la bonanza cafetera. Naturalmente, hay que anotar que era una población educada en la lucha por la tierra y por sus derechos, producto de la Asociación de Usuarios Campesinos y también por el sindicato de trabajadores de San Mateo, la hacienda de café situada arriba de Altamira. Allí había sido asesinado por los terratenientes un trabajador de apellido Bolívar. Y la gente se movía continuamente. Y toda la subregión del Suroeste antiqueño era un hervidero: Urrao, Pueblo Rico, Betulia y otros municipios. Además del Bajo Cauca, Urabá, el Nordeste y otros lugares. La Anuc era la gran protagonista. Eran luchas amplias, de multitudes, en general sin aplicación de la violencia y sin vínculos con grupos armados. En aquellos tiempos, sin preocuparnos y sin que nos pasara nada, salíamos a pescar y a cazar de noche. La gente confiaba ante todo en la fuerza de sus organizaciones y en la unidad de propósitos. Por esos días hubo una enorme movilización de los campesinos de Urrao y de Betulia en el casco urbano de este municipio. Allí fueron reprimidos por la fuerza pública y una aguerrida campesina, de nombre Ramona, le arrebató el fusil a un uniformado. En Urrao las tomas de tierra (cercanas al pueblo y a la carretera, planas y fértiles) se transformaron en empresas comunitarias, con créditos y asistencia técnica del Incora. La invasión de Montenegro en Altamira fue reprimida y desalojados los campesinos. El sindicato de San Mateo también fue reprimido y desapareció.
Volvamos a La Choclina. Todos esos acontecimientos tenían su incidencia directa o indirecta en esta remota vereda. Algunos de sus habitantes hicieron parte de dichas actividades y varios marchaban a las tierras más cafeteras de arriba de Altamira a recolectar café. Y allí todos intercambiaban experiencias y noticias de lo que acontecía en nuestro país y en el mundo.
Luego de la cosecha y de la traviesa de café, venían las épocas de hambre. Quienes tenían café guardaban para esos tiempos y los jornaleros vivían al fiado en las tiendas de Altamira. Poco se conseguía trabajo y la gente tenía que recorrer grandes distancias para conseguir un racimo de plátanos y unas yucas para echarle a la olla. Pero la carne, tan importante en la dieta de la gente, prácticamente no se veía, salvo el llamado “hueso sustanciero”, que se colgaba del fogón y se bajaba a la olla para darle cierto sabor a la sopa. En esos tiempos, la gente organizaba en las noches de luna llena marchas silenciosas hacia las haciendas ganaderas de las orillas del Cauca y volvían silenciosos con su carga al hombro de carne, que enterraban lejos de sus casas, con sal para que no se descompusiera. Sólo se hacía esto una vez al mes y no permitían hacerlo con los animales de los campesinos. Tampoco lo permitían en épocas en que había trabajo y cosechas de café.
En otra ocasión hablé del famoso Chupasangre, que casi me cuesta la vida. Pues en La Choclina también se hablaba del supuesto personaje, creado por la imaginería popular y que sirvió para distintos propósitos: Para asustar a los jóvenes; también las jovencitas lo utilizaron como pretexto para escaparse con sus novios. Y otro personaje, éste sí real, muy cercano a La Choclina, fue Arnolda. Algunos decían que tenía retraso mental. Una vez dijo que la Virgen se le había aparecido y empezó la peregrinación de gente de muchas partes de Antioquia y del país hacia aquella remota finquita, teniendo que caminar varios kilómetros desde la carretera. Ella les entregaba frascos de agua de un pequeño nacimiento cercano a su casa; les tocaba las heridas, o los “operaba” con el dedo en el estómago o cualquier otro lugar y les decía que quedaban curados. Naturalmente, al salir “curados” de allí dejaban su dinero y en unos pocos meses la boba, como le decían en La Choclina, se enriqueció desproporcionadamente. No mucho tiempo antes se había dado un fenómeno similar en Piendamó, Cauca, con una niña campesina.
Para llegar adonde Arnolda, había que pasar por la finca de Gerardo Arenas, campesino acomodado y mala leche, de fama por altanero y brabucón con los campesinos, odiado por todos. Años después, ingresaron a la región las guerrillas y algunos dicen que Gerardo Arenas les colaboraba. Luego llegaron los paramilitares y lo acusaron por eso. Secuestraron a su hijo y cuando el hombre fue a conversar con ellos a solicitarles su liberación, los mataron a los dos.
Teresa Serna, una mujer dura para el trabajo y muy emprendedora, era dueña de la única casa de tapias que había en la vereda. Quedaba en el centro y posiblemente en tiempos remotos era la casa de una finca más grande, que se fue fraccionando en minifundios. Nosotros le simpatizábamos a la mujer. Incluso ella le fabricó con bejucos un pequeño canastico a mi hijo mayor para que cogiera café y le pagaba por su trabajo. Pues esa casa fue nuestra última vivienda por varios años. Además, Teresa me entregó un lote para sembrar yuca y esto nos ayudó a mejorar la comida. Igualmente, la gente caminaba tres o cuatro horas hasta cerca de las riberas del Cauca, a una finca llamada Morro Verde, en donde se tomaba prestada una porción de tierra para sembrar unas cuantas matas de maíz, que luego subían al hombro, pues no tenían caballos. Nosotros también tuvimos nuestro pequeño cultivo de maíz allí. Cuando fuimos a recoger la cosecha, el resultado fueron dos medios bultos. Los niños los dejamos con Rodrigo Serna y su mujer que eran nuestros vecinos más cercanos y muy queridos con ellos. Nos madrugamos a las tres de la mañana, llegamos casi a las 7 y recogimos el maíz y luego lo desgranamos. Con ese sol implacable del Cauca, el almuerzo se vinagró y toda nuestra comida fueron dos papayas pequeñas que recogimos de un escuálido papayo. El agua, aunque cristalina, era densa y salobre, y no calmaba la sed. En la tarde, mi esposa y yo emprendimos la marcha loma arriba, lenta y penosamente con la carga en un hombro, pues en aquellas tierras no se acostumbraba, como en Urrao, a cargar a la manera indígena, con cargaderas en los dos hombros y la carga en la espalda, al igual que las silletas de flores de Medellín. Sin agua por aquellos caminos polvorientos y de tierra amarilla, teníamos que descansar continuamente. Nos cogió la noche y casi a las nueve llegamos adonde nuestros vecinos que, preocupados, nos recibieron con un plato de comida y agua de panela y nos entregaron los niños dormidos.
Nando Tabares y Aracely Bolívar eran una pareja de jóvenes de la Anuc que alegraban las reuniones con sus cantos bien entonados. Aunque él tenía su esposa, ella no lo acompañaba en sus faenas, pero Aracely era como su sombra. Básicamente la vereda estaba compuesta por dos apellidos: Vargas y Serna. Aunque no se veían
En una ocasión me fui de correría a unas veredas lejanas. Llegué a la casa cansado, sudoroso, con un hambre tremenda y sediento. Entré a la cocina y no encontré cómo prender la vela y en la penumbra busqué la chocolatera donde mi mujer acostumbraba a guardar la colada de Maizena que les hacía a los niños. Tomé la vasija, abrí la boca y me apresuré a tomar un trago grande. Sentí que algo se movía y en un momento de desespero y de cansancio y de sed levanté nuevamente el recipiente para bogar un trago y empujar lo que había hacia mi estómago: ¡Era un pequeño ratón que había caído a la colada de Maizena!
Organizamos grupos de troca-mano o mingas. Así se estimulaba el trabajo colectivo. Un día todos íbamos a la parcela o al cultivo de uno de sus integrantes; otro día le correspondía el turno a otro y así nos turnábamos todos. Esta forma tan primitiva como eficaz del trabajo comunitario permitía aunar esfuerzos, estrechar los lazos entre todos y conversar sobre muchas cosas que ellos no sabían. De este modo, la gente veía que nosotros le aportábamos muchos beneficios que sabían agradecer. Veían en nosotros a gente que era parte de ellos, que compartíamos las mismas penas y alegrías. Que no les regalábamos nada material, pero que les enseñábamos algo muy importante: a soñar con que un mundo mejor es posible, justo y necesario y que la unión es la clave para lograrlo.
Mi esposa se enfermó gravemente. Tuvimos que llevarla de urgencias a Medellín y allí la operaron. Dejé los niños en La Choclina unos días y otros con la hija de Manuel Vélez, un hombre que hacía canastos de bejucos, y suegro de un amigo mío. Luego me los llevé adonde las hijas de Emilio Vargas. Este buen hombre estaba muy preocupado por la situación de la enferma y por mi condición económica.
−Mañana nos vamos para Altamira −me dijo un sábado−. Allá le digo a qué vamos.
Temprano, emprendimos el viaje a pie de varias horas hacia arriba. Primero el viejo hizo mercado, lo dejó guardado en una tienda y me agarró del brazo y me dijo:
−Sígame.
Con absolutamente todos los campesinos que estaban en la plaza del pequeño y pintoresco poblado, Emilio les contaba la historia de la operación de mi esposa y de la situación económica en que me encontraba, y sin excepción abrían su carriel o metían la mano al bolsillo y le entregaban su colaboración. Al final de la jornada, todo lo recogido en una bolsa de tela Emilio Vargas me lo entregó y me dijo:
−Esto es para que pague los gastos médicos y lo que haya necesidad y para que se sostenga mientras pueda trabajar.
Con lágrimas de emoción, le agradecí en el alma ese noble gesto y me conmovió enormemente. Reafirmé mi convicción de que la gente humilde y sencilla es capaz de darlo todo y de entregarse a quien estima y quiere.
¡Cuánto deseo volver a visitar esa vereda y a esas gentes tan especiales e inolvidables!
Suso Zapata era oriundo de San Mateo, muy arriba de Altamira. Jornalero de toda la vida se inició en las luchas agrarias con el sindicato de trabajadores de su región. Luego llegó a ser dirigente departamental de la Anuc. Dueño de un don de gentes que muy pocos tienen en la vida, era querido y respetado por muchos. Los campesinos le decían Susito. Tenía una facilidad enorme para hacer amigos y abrir relaciones por doquier. De él aprendí mucho y llegamos a ser grandes amigos. Suso iba con frecuencia a mi casa en La Choclina o yo me encontraba con él en otros lugares. Creo que por aquellos días él no tenía una casa fija, era un trotamundos por naturaleza. Su sencillez era evidente, su paciencia también. Siempre trataba con respeto a los demás, nunca imponía sus puntos de vista. Aunque a veces era demorado en tomar decisiones, era muy racional en lo que hacía. Aunque sólo estuvo en la escuela, llegó a ser un buen orador cuando se trataba de agitar multitudes. Era el hombre clave para romper nuevos trabajos y abrir relaciones. Con él fui a los lugares más remotos y escarpados. Recuerdo una vez que con mi hijo mayor a la espalda, subimos casi a las cabeceras del cañón de San Carlos en Urrao, muchas horas, para visitar a un amigo de él.
Algunos años después, Suso Zapata y yo madrugamos un día antes del amanecer. Y desde la Choclina, marchamos hacia Urrao a pie durante 12 horas, con un solo descanso para almorzar. Íbamos cargados en nuestras jíqueras con comida, arepas y panela que nos empacaron como siempre lo hacían nuestros queridos amigos; dos mudas de ropa y la información que nos proporcionó Mejoral para llegar al parque principal de Urrao y preguntar por Venganza. Era todo lo que teníamos. Y efectivamente, allí estaba ese hombre de estatura pequeña, de ojos vivarachos, de piel curtida, serio y conversador cuando simpatizaba con su interlocutor.
−Venimos de parte de Mejoral −fue nuestro saludo−. No necesitamos más. Sin muchos rodeos, intercambiamos unas cuantas palabras, nos dio indicaciones de dónde era su casa, cortó una lonja grande de la mejor carne y nos dijo que se la entregáramos a su mujer. Ésta nos recibió con la amabilidad que siempre tuvo, nos calentó agua con sal para lavarnos los pies y nos preparó una suculenta cena.
Venganza nos abrió un camino que después de La Choclina empezamos a recorrer y que ya he contado en otras ocasiones. Un mundo diferente al de Altamira y a La Choclina se abría en el horizonte.
17 de abril de 2018.