27 – Liliana Pérez Moncada

Liliana Pérez Moncada

Licenciada en artes plásticas, especialista en intervención creativa y estudiante de historia. Docente de artes y ganadora de la primera edición del Concurso de Ensayos María Teresa Uribe de Hincapié de la facultad de ciencias sociales de la Universidad de Antioquia.

Licenciada en Artes plásticas, especialista en Intervención creativa y estudiante del programa Historia de la Universidad de Antioquia. Docente de artes y ganadora de la primera edición del Concurso de Ensayos María Teresa Uribe de Hincapié de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Antioquia, con el trabajo La retórica del pacificador.

El texto, presentado a continuación,  es producto del ejercicio de crónica del curso de Escritura Creativa del Departamento de Psicología de la Universidad de Antioquia. 

 

Racimo de uvas doradas

(Staphylococcus aureus)

 

Viajaron toda la noche y al amanecer del martes llegaron a casa. Traían consigo un malestar en el cuerpo, probablemente una gripa. Para el miércoles aumentaron la dosis de medicamentos e infusiones, pero la tos de ella cada vez era más fuerte.

Ella era mi madre: un roble, una máquina de motor incesante, un titán imparable; nunca antes la vi enfermarse, todos sus males eran menores, livianos y pasajeros. Ella, la imperturbable, la que solo dormía en las noches porque prefería aprovechar la luz del día, pasó acostada toda la tarde del jueves. A las 6:30 de la noche llegué del trabajo, la vi dormida y mi padre estaba allí, no había salido. Ambas cosas absolutamente inusuales, extrañas al nivel más alarmante posible.

Mi padre aún sentía malestar, una gripita como tantas, pero ella se quedaba sin fuerzas para levantarse o mantener una conversación sin ataque de tos.

Para el viernes en la mañana ya nada era normal, los síntomas se agudizaron y decidimos llevarla al médico, ella no quería, pretendía salir de compras, seguir con la rutina. Para tranquilizarla, le prometí hacer todo lo que fuese necesario en la casa, sería su reemplazo en lo que a su parecer se debía hacer inmediatamente.

Antes de salir no podía mantenerse en pie sin perder el equilibrio, labios morados, manos frías y una mirada agotada y triste. Mi sobrina y mi papá salieron con ella a las 11:00 de la mañana. Unas horas más tarde mi padre, al otro lado del teléfono, decía que la dejarían hospitalizada, tenía neumonía, ella nos había ocultado que durante la noche del jueves había sangre en su tos.

A mi padre le pidieron que no se quedara en el hospital ya que podrían agravarse sus síntomas, así que regresó a casa con su nieta. En la tarde mi hermana había llegado rápidamente, y ahora, de noche, me esperaba en la clínica Conquistadores para hacer un necesario relevo de fuerzas. Yo amanecería con mi madre y en la mañana uno de mis hermanos continuaría acompañándola.

En este país el servicio de salud puede ser todo un campo de batalla, por lo que pedí que se me contara cada detalle, cada diagnóstico, cada palabra hasta reunir suficiente información y argumentos por si debía armar alguna estrategia y salir al frente. Esa conversación ocurría mientras le tomaban muestras para algunos exámenes, mi hermana comió un poco pero no lo suficiente.

Al comienzo, mi madre insistía en regresar a casa, luego el dolor comenzó a alterarla y no permitía que le tomaran las muestras fácilmente. La médica encargada del servicio de urgencias en el hospital nos dijo que lo mejor era trasladarla porque allí ya no contaban con los equipos técnicos ni humanos para continuar su tratamiento. Para llevarla a otro hospital era necesario conseguir una ambulancia, si usábamos la asignada oficialmente, tardaría muchas horas en llegar, tras una honesta recomendación encontramos una cuyo costo asumiríamos, llegó muy rápido y la doctora que la estaba atendiendo se fue con nosotras.

La ciudad no es la misma cuando viajas en una ambulancia y tu madre está atrás incapaz de soportar el dolor. Viernes en la noche, las calles están vacías, las salas de urgencias aún no colapsan. La luz de los semáforos se refleja en el asfalto húmedo, rojo o verde no importa, ante la sirena los demás vehículos abren paso, paran, se desvían. Afuera el mundo se detiene mientras adentro todo se precipita vertiginosamente. La ambulancia viaja en el tiempo que constantemente se congela y se acelera, se cae, se bloquea y explota en el rostro. Cuando volar no es suficiente se necesita más que un par de alas.

Ya no recuerdo el nombre, pero llegamos a una sala de emergencias de un hospital vacío de pacientes, de equipos y de médicos. Nadie entendía por qué estábamos allí, el encargado de turno, rápidamente, y no sin indignación, hizo el papeleo necesario para remitirnos a otro hospital: el Pablo Tobón Uribe en Robledo. Nuevamente la sirena, nos tragamos los semáforos, la velocidad aceleraba como un salto en el tiempo. Llegamos increíblemente rápido.

Recuerdo ver cómo bajaron a mi madre acostada en la camilla, aún el mundo iba en cámara lenta. Me detuve frente a ella y nos miramos fijamente. Todo en derredor se borró, solo quedaba en el aire el miedo que invadía nuestros ojos. Ninguna lo supo, pero esa fue la última mirada, imposibilitadas para hablar, gritábamos en silencio queriendo decir tanto, huir, consolar o tal vez suplicar. Por un instante éramos sólo las dos, envueltas en una mirada de pánico, no sabíamos que nos íbamos, que nuestra vida juntas se acababa, no lo reconocimos, luchábamos con tanta fuerza que no pudimos despedirnos.

Se nos acabó el tiempo y no lo vimos. No lo vi venir, el mundo cayendo, aplastándonos y no lo vi venir.

En la sala de urgencias del Pablo Tobón nos dividimos; acompañando a mi madre, iban mi hermana y la doctora, ellas hablaron con los médicos del hospital; yo fui a realizar los trámites del ingreso. Después todo fue espera.

En la distancia veíamos cómo era asistida por varios médicos, enfermeras y otras personas más, todos iban y venían corriendo, agitados se decían nombres y dosis de medicamentos, procedimientos, muestras. Nos sentamos en el piso frío, atentas a cualquier movimiento, hasta que nos llamaron. Comenzaron a explicarnos cosas imposibles de entender, algo sobre

una sepsis, todo su cuerpo invadido por una bacteria, uno a uno, cada órgano dejó de funcionar. Para ese instante ya ni sus pulmones, ni su corazón ni su cerebro funcionaban. Eran las 11:00 de la noche y en su pronóstico estaba la muerte, en mi presente ella se había ido.

La mantuvieron conectada, entubada y con catéteres unas cuantas horas más. Sobrevino un paro respiratorio y la estabilizaron para que nosotras pudiéramos estar a su lado un último instante. En una de las habitaciones de la UCI estaba ella, a su derecha mi hermana y a su izquierda yo. Estaba helada, pero una manta térmica que calentó su cuerpo tranquilizó a mi hermana; ella, tomando su mano, solicitaba la ayuda de su dios, yo, tomando su mano, le agradecía esperando secretamente que el dios de mi hermana le permitiera escuchar lo que mi mente decía.

A veces es importante tener un dios, alguien a quien responsabilizar. Es más difícil reconocer que nada ni nadie puede ya hacer algo, que es el fin, que no hay más, que las maquinas estaban simulando su respiración, que era la manta la que daba calor a su cuerpo, que su corazón ahora era un símbolo verde en la pantalla y yo no paraba de vigilarlo. Lo miré incansablemente hasta que lo vi bajar rápidamente y detenerse. Una línea verde completamente horizontal se dibujó mientras un pitido agudo trajo a 6 enfermeras. Eran las 4:44 de la mañana de su último sábado de mayo.

Alrededor de su cama las enfermeras y mi hermana rezaron una oración, todas llorábamos, con o sin lágrimas todas lloramos de pie, mirándola. En 12 horas dejó de ser ella, se desvaneció inconteniblemente, nos despedazamos irremediablemente.

Tres días después uno de mis hermanos y yo regresamos al hospital, el último médico que cuidó de ella nos explicó los resultados de los exámenes. Su cuerpo se quedó sin defensas cuando la atacó aquel virus de gripa y no de H1N1, como se pensó inicialmente. Al estar frágil su sistema inmunológico, la bacteria despertó y devoró su cuerpo. Como en una lección de biología, supimos entonces que el estafilococo áureo es una bacteria que habita casi todos los rincones del planeta, se cree que una de cada tres personas ya ha sido colonizada por ella. En el interior del cuerpo de mi madre, habitaba una versión de este estafilococo perteneciente a la comunidad, es decir, de esos que están afuera de los hospitales, en casi todas partes y que además son resistentes a los antibióticos. Fue esta súper bacteria la que produjo la neumonía e invadió cada uno de sus órganos cuando penetró hasta su corriente sanguínea, provocándole una infección severa e incontrolable en todo su cuerpo.

Salimos un poco paranoicos, casi intentando no tocar nada ni respirar. Buscamos tanta información como nos fue posible para tratar de comprender el origen de todo. Encontré la raíz, pero una griega: staphylé. Esta palabra significa racimo y coccus, significa grano, baya o uva; y la palabra aureos viene del latín y significa dorado. Lo que sumado traduciría “racimo de uvas doradas” ya que en su forma y color microscópica es similar a unas esferas doradas.

No paraba de leer, encontré artículos científicos, académicos y de investigaciones hechas en nuestra ciudad. En cada lectura me explicaban que este pequeño racimo se encuentra en la piel de muchos de nosotros esperando a que el cuerpo se descuide y baje sus defensas. Es imposible escapar, puede arribar a nuestro cuerpo por vías aéreas, por contacto físico, al viajar en avión, bus o metro, al subirse a un ascensor, e incluso, al beber agua y cada que tomamos un antibiótico la hacemos más fuerte.

Sin poder asimilarlo, descubría cifras en las que mencionaban que al día de hoy, ha aumentado la cantidad de personas sanas que están desarrollando infecciones por estafilococos potencialmente mortales que, además ya no responden a los antibióticos comunes. El médico nos contó de varios casos similares que se han atendido en diferentes hospitales de Medellín.

Cada nueva información, cada dato añadido era más preocupante. Tal vez ahora convivimos con el causante de nuestra muerte y no lo sabemos, no es posible notarlo, podemos ser portadores de un racimo de uvas doradas y nunca desarrollar algún tipo de infección o, por el contrario, de repente morir por un shock séptico como le ocurrió a mi madre. Estas bacterias pueden transmitirse de persona a persona, ellas son a tal nivel resistentes que pueden permanecer en objetos como ropa, almohadas, toallas o cientos de cosas pertenecientes a este mundo cosificado, basta con tocarlas para que se produzca el contagio.

No quise leer más para no enloquecer, no se puede vivir con miedo al contacto, al aire y a la vida misma porque tendría que dejar de respirar y ni el más extremo aislamiento evitaría la muerte. Me tomó tiempo comprender cómo un agente invisible es cada vez más poderoso, no soy eterna, todo lo contario, me habita la fragilidad y la volatilidad. Soy vulnerable a tal punto que resulta ridículo habitar el presente, los valiosos segundos del ahora, pensando en vanidades o en un futuro que tal vez nunca veré.