Amparo Zapata:
La monja de Guarne
Aun recuerdo aquel remoto día en que preparaba mi viaje hacia aquel país lejano y desconocido, el entonces llamado “Alto Volta”. De él conocía poco, a pesar de que no era mi primer contacto con África, ya que había trabajado en Ruanda y Burundi y de que durante una de mis estadías en casa del profesor Labeyrie, me habían maravillado las narraciones de su nieto, quien estaba pasando unas vacaciones en Francia, procedente de ese país, donde vivía con sus padres. El niño nos contó con lujo de detalles el día en que había acompañado en un avión a su padre y a sus amigos “a bombardear las nubes para hacer llover”. Marcelle Labeyrie, su abuela, solo alcanzó a decir “qué imaginación tiene este niño”.
Años después, cuando el país se moría de una sequía prolongada de 5 años, pude comprobar la veracidad de la historia del pequeño Labeyrie, cuando vi cómo fueron bombardeadas las nubes con sulfuro de plata.
Recibí una llamada de mi amiga Pilar Mejía, la arquitecta, contándome que en el Alto Volta vivía “una monja de Guarne”, quien era misionera de la Presentación, amiga de su hermana profesa y que su familia quería que le llevara una encomienda, lo que gustosamente acepté.
Viajé sin billete de regreso a la capital del Alto Volta: Ouagadougou, a la que había empezado a llamar la ciudad de las once letras y también a amar, ya que formaría parte de mi vida durante 15 años.
Viajé directo a Roma para posesionarme de mi cargo de experta de la FAO… y al fin tomé el avión, con silla en ventanilla, para leer el paisaje desde la altura, y permitirme soñar cinco horas sobre aquel enigmático mundo de arena que es la travesía del desierto del Sahara. Llegué primero a Bamako, la capital de Malí, sede del proyecto, donde conocí a su directora “Madame Bà”.
Ella después sería nuestra gran amiga, aquella a quien dos años más tarde le regalaras mi “Guernica”, porque estabas convencida que mis fiebres delirantes “eran los demonios de ese cuadro, los cuales me hacían tanto daño”. Creo que para entonces el África estaba ya muy dentro de vos y de mí, y así, sin darnos cuenta nos había carcomido el cerebro.
Volé a Ouagadougou. Al llegar, pensaba en primer lugar que debía saber cómo encontrar la monja de Guarne. Desde el mismo aeropuerto empecé a preguntar cómo saber de vos. El recorrido, desde el aeropuerto muy moderno, hasta el hotel, me espantó. Jamás hubiese creído que años después lloraría lágrimas amargas por tener que venirme de allí, a causa de la cancelación sorpresiva del proyecto.
Atrapada por la visión de mis recuerdos, me sumerjo en mis vivires en el país de los “hombres de dignidad”. Aquel país de los años ochenta donde pasé siete años de mi existencia, bajo el sol ardiente del Sahel y a la sombra fresca de los Baobab. El grito desde los minaretes que llamaban todos los días y a las mismas horas al rezo, eran la garantía de la eternidad. El color de la tierra africana, roja y ocre, se mimetizaba cual camaleón con las humildes viviendas. El barrio extranjero con sus lujosas mansiones se alzaba desafiante al otro extremo de la ciudad, como testigo mudo de los años de colonización y dominio.
Aprendimos en el hermano menor del Sahara a escuchar y a distinguir los sonidos del desierto. Raros, difíciles, preciosos como una lengua muerta. Los latidos del corazón se aceleraban, cuando el silencio cambiaba bruscamente de color y el aire caliente de dirección.
La memoria nos encuentra al otro lado del tiempo. Hoy vuelvo a pensar en Amparo de Boasa, ella está guardada por siempre en un rincón de mis recuerdos en los que vuelvo a penetrar. De pronto comenzaron a desfilar las imágenes de mis archivos y empecé a percibir otros paisajes, otros colores, otros cielos… aquellos del Sahel. Pienso entonces en las noches de tibieza en las que respiraba el perfume del olor que dejaba el harmatán. La idea se instala, me invade, se apodera de mí; es entonces cuando las palabras despiertan y comienzo a escribir la “Crónica de la monja de Guarne”.
Era fin de semana, al rato de estar en el Hotel, situado en el centro y a todo el frente de una mezquita, cuyo minarete podía verse desde mi ventana; una persona de las que me acogió llegó con el número del teléfono de “L’auriel”. Allí me dirían donde podría encontrarte.
Telefoneé de inmediato y para mi sorpresa me contestó una voz con un marcado acento español. Era una vieja monja catalana, quien me informó “que te encontrabas en el campo a unos 25 kilómetros de allí”, ya que manejabas un gran dispensario. Me tranquilizó pidiéndome mis datos y asegurándome que “te lo harían saber”.
Así fue cómo, en aquella misma semana, me llamaste a mi trabajo, pero yo no estaba. A mi regreso de la estación experimental de Saria, uno de los posibles sitios donde iba a trabajar, supe que estabas en el L’auriel y que me esperabas. Te llamé, te invité a comer, al “Agua Viva”, uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y sin pedirte tu consentimiento, pedí una botella de buen vino. Lo recuerdo como si fuera hoy, era un “Medoc”. Nuestro encuentro fue celebrado con una copa en la mano.
Y todo mi afán era conocerte y la ansiedad hizo que olvidara tu encomienda. Ello me permitió aventurarme al domingo siguiente en aquel país desconocido y con las escasas señas que me diste fui a buscarte a “tu famoso dispensario”, y así me enteré de lo que hacías, cómo vivías, cómo salvabas vidas…
No fue fácil llegar a Boasa, creo que me perdí mil veces y me reencontré otras tantas hasta encontrar el camino de los jóvenes Baobab. De lo que sí estoy segura es de que no eran los mismos árboles de los que hablaba Saint Exupery en “El Principito”. De una vez por todas, memoricé aquella que fue mi ruta diaria durante mucho tiempo. Aprendí a amarte infinitamente y a respetarte cuando vi lo que hacías. Tácitamente adquirí el compromiso de participar activamente en tu humana y solidaria labor. Se crearon rutinas: En el cruce de dos caminos entre Kamboinse, estación experimental que era mi sede de trabajo y el camino de Boasa, a las cinco y media de la mañana, dejaba diariamente mis “dos caballos”; aquel carrito color verde loro, verde como la sabana en las épocas de lluvias. De este modo, a mi regreso no iba a casa, aquella casa que había conseguido cerca de estas partidas en un barrio africano y no en el barrio de “los blancos”, cosa que había acarreado muchas críticas. Me iba directo a tu dispensario a ayudarte: hacía las curas, preparaba gasas y desinfectaba instrumental, leía exámenes de plaquetas y de gota gruesa o anotaba en las rondas, cuando te acompañaba.
Escudriñando en mi cerebro encontré una bella metáfora: “El amor permite el nomadismo sedentario”.
En tiempo de cosecha luego del trabajo íbamos donde el jefe del pueblo, para beber “doloo”, cerveza exquisita a base de sorgo rojo. Mas, cuál sería mi horror cuando supe años después que aquel maná era rico en taninos y por consiguiente el causante de la locura de la mayoría de los chalados que deambulaban por ahí…
Cierto día, después de haber merendado mi fiambre en el camino, aquel que me empacaba diariamente mi cocinero, llegué a tu sanatorio. Me dijiste: “Tengo que entregar las estadísticas de lo realizado”. Me puse a sacarlas y aquel mes habías atendido y curado 4.000 enfermos, porque vos eras la médica, la enfermera, la salvadora de vidas. A ello se le sumaba la siembra del campo para tener alimentos: sorgo, millo y maíz; la cría de las cabras, para tener con qué alimentar a los niños del dispensario. Labor que vos misma realizabas. Era increíble tu capacidad de trabajo, tu entrega. Eras una monja que había sido capaz de vender todo su amor a crédito, entregándote a tu pasión como otras religiosas se abrazaban a su fe; con un rigor tal que solo pertenece a los jansenistas.
Tenías la tendencia de reír a gritos, con una risa que llenaba de solaz la sabana.
Curamos a la aborigen Peel, aquella nómade del desierto, que se iba a quedar ciega. ¡Cómo le corrimos! Tu amigo, el padre blanco, la operó con éxito; hacía poco tiempo que le habían dado de alta. Aquel día aciago, me esperaste a la vera del camino, cerca de los jóvenes Baobab; me sorprendió verte llorando:
‒¿Qué pasa? Te pregunté.
‒Murió la Peel, me respondiste.
‒Pero ¿cómo? No puede ser, agregué.
‒Sí, murió de tétanos.
Su marido no la había dejado aplicar la vacuna en los días anteriores, aduciendo como razón que ya había estado mucho en el dispensario. Creo que el machismo y la ignorancia nos dolían igual, a vos en el corazón y a mí me hacía hervir la sangre. Aquel país donde la vida de la mujer era potestad del hombre, yo no podía entenderlo.
Me devolví, te dejé sola, me parecía inútil todo aquello. Los días siguientes estuve en una revolución permanente. Todos ellos me tuvieron que oír. Hasta que el ex-decano de Teherán, mi jefe, como buen viejo musulmán no lo soportó más e hizo que desde la sede de la FAO en Roma me prohibieran ir a trabajar al dispensario. Aquel trabajo voluntario que yo había iniciado con tanto amor tuve que dejarlo ya que todos se preocuparon por mi reacción. Mi furia no había sido comprendida. En el desierto el calor sube desde el suelo y a lo lejos en el horizonte, se levanta el sol.
Dejé de ir al dispensario, solo te veía los jueves que era tu día de descanso y lo pasabas en mi casa con permiso de la madre superiora, una colombiana que regentaba la casa madre de Tours. A mi regreso almorzábamos, discutíamos un rato, hacías tu siesta, yo leía o trabajaba; íbamos luego al Gran hotel, aquel en que servían los helados que tanto apreciabas. Siempre me sentaba de espaldas a la ventana, ya que no soportaba el contraste de aquellos lujosos hoteles africanos y la gran miseria de casi la totalidad del territorio nacional. Traté de explicártelo varias veces, pero mis principios políticos no te eran claros. Quise que entendieras que en el fondo era lo mismo, ya que lo que vos hacías por cristianismo yo lo hacía por solidaridad, y no sé habló más del asunto.
Mi cocinero vino en moto hasta la estación experimental de Kaimboinse; quería avisarme que alguien había telefoneado informando que estabas mal. “Una enfermedad grave, quizás un mal de ojo”, me dijo. Apagué inmediatamente mi microscopio y me trepé en la parrilla de la moto del cocinero. Imga, viróloga holandesa, quiso impedírmelo, aduciendo que era preferible que le pidiera a mi compatriota que me condujera o que, si yo lo prefería, ella misma lo haría en nuestro microbús. También argumentó que si alguien me viera montada en la moto con el cocinero podría acarrearme serios problemas con nuestro racista jefe de la FAO. Poco me importa, le respondí. Sin embargo, la viróloga me alcanzó con el microbús y me llevó.
Llegué a Boasa, ardías de la fiebre, tenías tifo. Para soportar el calor dormías en el suelo y te duchabas constantemente. Recogí tus cosas y te subí a mi carro. Salió la “Sœur fatídica” a decirme que no te podía sacar de la comunidad. A lo que le respondí: “Ni sueñe que en pleno siglo veinte la voy a dejar morir aquí, me la llevo donde haya recursos. En mi casa puedo tenerla con aire acondicionado y con un médico de cabecera, aquí no hay energía eléctrica, el agua es de pozo y ella está muy mal”. Me amenazó… yo le grité desde la ventanilla: muérete vieja fascista. Emprendí el camino, estabas tan mal, que ni protestaste como siempre lo hacías por mis peleas constantes con ese personaje atroz. Siempre protestabas cristianamente y eras capaz de defenderla, era horrible, muy horrible esa persona, que tantos oprobios te hacía.
Te aliviaste y volviste a tu dispensario, pero no sé qué sucedió, ya que de nuevo a la semana siguiente alguien me llamó del L’auriel, para pedirme que fuera a buscarte. Era domingo, saliste sin el manto en la cabeza, el que dejaste de usar por mucho tiempo y con una maleta en la mano. La fatídica gritaba mientras yo te abría el cofre del carro: “Y ni misa oye, ni reza, ni ruega a Dios…” Y solamente respondiste a sus agravios mientras subías al vehículo: “Mis cuentas con Dios las arreglo yo, y a mi manera”. Las otras monjas y novicias observaban.
Al final de la tarde, inmensas nubes negras y amenazantes comenzaron a reagruparse sobre el mantel de la “tierra de los hombres de dignidad”, indicando que las hostilidades continuarían en la noche y que probablemente durarían hasta el amanecer, o que soplaría el harmatán. Pero jamás lograron borrar las promesas del próximo día, ya que, en este país, siempre es el sol quien impone la paz.
Estuviste en casa toda una semana, leyendo, cosiendo, bordando, rezando, como una buena monja. Me pareció indiscreto preguntarte qué había pasado y dejaba que te recogieras en tu habitación, sola, a rumiar tu rabia. Al final de esa semana llegó la madre superiora, nuestra compatriota, acompañada del Dr. Flauver, médico benefactor del dispensario. Aquella noche comimos con otros amigos míos, y aproveché entonces para hablar con el médico sobre Sœur fatídica. Me contó que nada le extrañaba de esa señora, ya que antes de ser monja durante la Segunda Guerra Mundial, había sido informante. Me sentí muy contenta al recordar lo que le había gritado y que no me había equivocado.
A pesar de la mala charla que por error le hice a la madre superiora, que aún no recuerdo por qué se me ocurrió semejante pesadez, por fortuna ella era una mujer comprensiva y la charla se volvió anécdota. Aun cuando mis razones fueran solidarias y no cristianas, como me lo repetía constantemente, pienso que mis ímpetus, mis deseos de servicio y mis batallas feministas convencieron a la madre superiora. Fue por ello que decidió llevarse a la Sœur fatídica y dejarte la vida en paz.
A pesar de todo, los colores de mis sentimientos se han ido extinguiendo con el tiempo y ninguna memoria es capaz de restituirlos con la energía de aquel entonces.
Los domingos iba a tu dispensario, solo de paseo con todos mis amigos, les enseñé a querer aquella tu obra magnífica. El día que debía desocupar mi otra casa, la segunda que tuve ya en el barrio de los extranjeros, a donde al fin fui a parar, ya que es imposible superar una cultura y las reglas no se pueden transgredir por más que se patalee.
El proyecto fue cancelado de manera arbitraria y fulminante. Te tocó venir a descolgar todos mis cuadros donde solo faltaba la reproducción de “El Guernica” de Picasso, aquella obra que nunca te gustó porque te parecían demonios y se la regalaste a Madame Bâ. Empacaste mis máscaras, mis libros, ya que yo no era capaz de hacerlo. Te dije: Me llevo solo un poco de ropa, todo lo demás de la casa llévalo al dispensario.
¿Y el carro nuevo qué harás con él?
‒El carro ‒te respondí‒ se lo dejo por poco precio a la embajada de Cuba, para que los nuevos médicos que llegaron en misión puedan desplazarse y ayudarte a ti y a todos tus enfermos.
Hiciste cinco viajes hasta el dispensario en tu carro; los libros, los cuadros y las máscaras, se los llevaron los hombres del trasteo. Yo seguía sentada al pie de la puerta con dos maletas medianas, como si la vida me hubiera podido. Llegó el chofer de Madame Bâ, me traía la llave de su carro para que yo pudiera trasladarme hasta el aeropuerto. Ella lo recogerá allí mañana, agregó. Antes de irte me preguntaste: ¿Quieres venir a pasar la noche en el dispensario? No ‒te respondí rápidamente, pero al cabo de un rato te propuse vernos en el aeropuerto.
Madame Bâ sabía que yo debía ver al final de la tarde al presidente Sankara, que me había mandado a llamar para ofrecerme la ciudadanía burkinabé. En esos siete años había habido muchos cambios, el Alto Volta, no era el mismo país, se llamaba ahora Burkina Faso lo que significaba “Tierra de los hombres de dignidad”. Tanto la monja catalana quien era la que le había enseñado a leer y a escribir de pequeño a Sankara, como vos, otros amigos extranjeros y yo, lo habíamos vivido plenamente. En parte por aquella revolución se acababa mi proyecto en el Sahel.
Este no parece un cuento de dos colombianas: Una monja y una investigadora, en el Sahel africano. Parece más una historia de la vida; eso que esta historia está incompleta. Pero a pesar de la lejanía de estos recuerdos, están aquí aún intactos. Por ello, hoy quise revivirlos.
Siempre llevaré unido a ese calor africano, que aun persiste en mí, el bello recuerdo de Amparo Zapata, la monja de Guarne. Aquella que por servir a su semejante cual ciudadana del universo, sabía cómo se las arregla con su Dios.
Espero que donde quiera que estés, en ese lugar ignoto, Burkina Faso, será el referente que nos una. Y cuando cumpla mi misión completa, mi energía te encontrará de nuevo.
Te recuerdo hoy y siempre mientras viva, te quiero y te deseo que la tierra te sea ligera y que tu luz hecha energía brille para siempre, porque eso es lo mínimo que te mereces.
Un abrazo desde mi corazón hasta tu alma. Ser de la Luz.
Medellín, 24 de agosto de 2015.