La fundación Saldarriaga Concha y la Fundación Fahreenheit 451 realizaron el año pasado (2016) su 5to. Concurso de Cuento y Narración Oral “Historias en Yo Mayor”, para personas mayores de 60 años. Ya están abiertas las inscripciones para el sexto concurso, 2017.
Julia Reina, participante por Medellín, resultó finalista con su cuento “El último día de Alcué”.
Julia, como docente, trabajó en la universidad de Caldas y en la Universidad de Antioquia. Allí escribió ensayos, ponencias y trabajos académicos. Desde hace 14 años, luego de jubilarse, se dedicó a escribir literatura. Durante 3 años hizo parte del taller de escritura “A mano alzada”. En él descubrió su habilidad para la narrativa. Hace parte de un grupo literario familiar, de otro similar, en Santa Marta. Asiste a la tertulia de Luna Moré y al Taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín.
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El último día de Alcué
−Te llamarás Leoncio, dijo el burgomaestre, lo escribes y firmas cada 30 días en este folio para entregarte el pago. Toma la cédula y llévala siempre escondida.
−No mi Doctor, déjeme Alcué, porque si Dios no escucha mi nombre, seré castigado y no podré hacer el trabajo. Mis mayores siempre me llamaron Alcué.
−Cuídate de quienes se esconden en la montaña. No hables ni des explicaciones. –Dijo el funcionario con mirada de jefe preocupado.
−Gracias doctor, así será.
−Concéntrate en tu trabajo de cuidar el río, sus aguas y ya sabes lo demás, evita accidentes.
Alcué, sabía que el burgomaestre y él, eran empleados de la municipalidad y nunca se le permitió relación con los demás. Le parecía extraño que los adinerados señores, fueran tan orgullosos del color rojo o del azul; Cautelosos para dirigir, contratar y pagar los trabajos en los arados, los hatos y la producción agrícola. Era la época de acumular dineros y tener cada vez más tierra para lograrlo. Ciertos temas, alusivos a las desdichas de los divididos por los colores, eran tratados con sigilo.
Como cada mes, después de reclamar el pago, Alcué recorrió a pié muchos kilómetros por la cordillera, con el sol a cuestas, hasta la casa de madera a orillas del río, que en otra época se llamó Río Piedras. Dioselina, su mujer servía frijolitos negros acompañados de la dulzura de 40 años a su lado, mientras lo veía guardar con sigilo el sobre con el dinero.
En las mañanas, disfrutó siempre, la diaria rutina de subir hasta lo alto de la montaña. Después de vigilar el nacimiento y el caudal del río, con ojos de lince seguía su recorrido al asecho de la geografía que a manera de gráficos dio vida y frescura a un privilegiado Valle. Enraizado en la arboleda, escuchó el saludo de los pájaros, sintió el calor de la anaranjada estrella mayor, mientras disfrutaba la agudeza de los sentidos y la fuerza para cumplir la misión de cuidar el río, sus curvas y meandros, dejando ir los peces, con el firme propósito de surtir con el líquido vital las casas de madera o tapia, hasta llegar a la ciudad.
Estatura gigante, piel morena, cabello negro y lacio que le cubría la frente hasta los ojos y caía abundante en sus espaldas. Ojos del tamaño de una manzana criolla, con ellos divisaba el verde del valle, los trazos formados por la agricultura separando el maíz de la caña y los plantíos de sorgo, del arroz y el algodón. Podía divisar el amarillo y el rojo de los frutos. Dientes como de marfil, con los que devoraba alimentos crudos cada vez que su cuerpo lo requería. Su corpulencia y pies desnudos lo hacían ver como un personaje de leyenda. Su rostro redondo y grande parecía no envejecer, por eso las generaciones cómplices del río creían que Alcué tenía la fórmula de la eternidad.
La ciudad fue objeto de traslados una y otra vez en búsqueda del río para regar plantíos y dar vida a los habitantes, él fue un portento. Podía escuchar el sonido del río anunciando su ritmo pausado o estrepitoso. Si crecía, crecía su fuerza y cumpliendo con su trabajo derribaba un samán en segundos y elaboraba un puente de madera nativa, entre piedra y piedra para atravesarlo. A diferencia de Alcué, el río cambió de nombre, por decisión otrora de los señores Españoles, en homenaje a su lugar, con la denominación para siempre de Río Guadalajara.
La tarea de evitar accidentes, la interpretó como salvar vidas de los imprudentes, quienes por razón de trabajo, de ambición, de placer o curiosidad, llegaban a pie, a caballo o en automóvil. El punto de encuentro se llamó la bocatoma, pero al mismo tiempo él vigiló que las acciones de los visitantes no atentaran contra la pureza del agua o contra la empírica obra, que a manera de talud lograba precipitarla rumbo al nuevo acueducto.
En mitad del siglo XX, el último domingo de verano del mes de julio a las 3 am, Alcué en pie, acomodó los enseres en su casa de madera, alzó su mirada a la luna hasta que desapareció con el nuevo día. Mente y cuerpo para él recibían de los astros la energía y le daban poderes que sumados a su fuerza, guiaron sus trabajos, atento a la llegada de transeúntes. Recordó la advertencia del día del pago y expresó en voz alta mirando al firmamento “no podrán conmigo ni rojos ni azules”
Alcué, ingenuo, creyó que no llegaría hasta su lugar te trabajo la ola de violencia desatada en municipios del Valle donde ya los ciudadanos dormían su angustia después de un toque de queda, él optimista y presuroso inició sus labores.
Esa mañana llegó la primera pareja de enamorados, caminaron por un sendero hasta la bocatoma eligieron un lugar como el mejor para ocultar el ardor de la pasión y se quedaron relajados, aumentó el nivel del río y éste los sumergió. Alcué los levantó salvándolos de morir ahogados para dejarlos después debajo de un naranjo, abrazados con los labios morados y los ojos en lento parpadeo.
Al iniciar la tarde candente el nivel del agua subió, Alcué escuchó, la algarabía de un grupo de bañistas y divisó como el río arrasaba a una mujer. Penetró con audacia la profundidad del agua. Salió con ella, quien se aferró a su lacia cabellera, afuera la mujer trasbocó el miedo y la angustia hasta revivir. Reconoció a la dama quien cada año, calentó las siete yerbas con agua del río para tomar el baño de la buena suerte.
Alcué cuidó el agua cristalina encausada hasta terminar la construcción del acueducto. La nueva ciudad creció sin las enfermedades del agua. Decían que el sudor de su cuerpo se purificaba con el sol y al bañarse en el caudal el agua cambiaba el color ocre por un color claro.
Esa misma tarde, su oído detectó un ruido de galope, poco frecuente. Tres caballos bravíos montados por hombres, vestidos hasta sus rostros, arrastraban cada uno, camino al río, el cuerpo amarrado de un campesino. Alcué enardecido se abalanzó y con sus uñas filosas trozó las amarras, dejándolos libres. Hombres uniformados y caballos partieron en desbandada. Alcué los guio con su mente hasta el río, el nivel del agua de nuevo había subido, los cuerpos se hundieron para siempre.
Como en un éxodo vespertino, Alcué guió a la otra orilla a bañistas, enamorados, campesinos, con un gozo de libertad y les recomendó que era mejor quedarse en sus casas hasta que volviera la tranquilidad.
Con la tenue luz de la caída de la tarde, retornó por el verde sendero que lo llevaba a acariciar la noche rumbo a casa. Al llegar, recordó de nuevo la advertencia, caminó desafiante a conversar de nuevo con la luna y le contó que el mejor trabajo de su vida había sido evitar se tiñera de rojo el río. Decidió dormir hasta que la Luna diera paso al Sol pero la sorpresiva novedad le impidió conciliar el sueño y prefirió dormir a la intemperie, para agudizar de nuevo sus sentidos, sin saber que sería el último diálogo con la madre Luna.
Entró, antes a la casa
−Dioselina, dijo Alcué a su mujer, viajas a la casa de tu hermana. Toma este dinero, y le contó de la advertencia.
− Yo lo sabía Alcué, dijo Dioselina, todos son malos los rojos y los azules
− Cállate y no comentes con nadie, dijo él.
Dioselina comprendió la actitud de protección de Alcué y se marchó, en compañía de la claridad irradiada por la luna.
Esa noche Alcué durmió al asecho lejos de la casa escondido entre árboles. Sin embargo de súbito sintió un tiro en su cabeza. No pudo tenerse en pié y arrastró su corpulencia hasta quedar tendido bajo un frondoso samán, allí dio una batalla contra la adversidad sin que la conciencia brotara. Llegó de nuevo el sol y notó que no podía incorporarse, Sentía cómo el filo del machete penetraba en sus piernas y sus brazos, poco a poco se quedó sin aliento hasta que su corazón dejó de palpitar.
Hilos de sangre brotaron de los muñones y de las manos atadas y se fueron derecho al rio enfurecido, como si comprendiera la desgracia inmerecida. Al decir de los habitantes, de la ciudad, aquella vez el río se salió de madre, inundó las riveras y destruyó grandes plantaciones.