Pasajes de la vida de José Felipe (II)
Continuación
Jairo Trujillo M.
José Felipe cuenta sus historias. Las iré dando a conocer con cierta regularidad. El propósito es reunirlas todas en un solo volumen.
Mucha gente ha vivido experiencias similares y se pierden en el olvido. Trataré de recoger algunas de ellas en estas narraciones para que se recuerden de alguna manera.
No tienen un orden cronológico, pues la vida no es una sucesión de hechos ordenados y planificados. Y menos la de José Felipe.
La primera parte puede leerse aquí.
He aquí la segunda de ellas.
Septiembre de 2017
* * *
Rumbo a Siberia salió la caravana
José Felipe
‒Se murió tu mamá… ‒me dijo mi esposa desde el caballo.
‒Ah… ¿y cuándo? ‒contesté instintivamente sin darme cuenta de lo que había oído.
‒Hace un mes…
No sé si tropecé en esos momentos. O ella me dio aquella noticia cuando casi me voy al suelo.
Lo cierto es que subíamos una pequeña cuesta. Al hombro yo llevaba a mi niña de menos de tres años agarrándola de las piernitas. Descansaba sus manitas sobre mi cabeza, unas veces, y otras, abrazaba mi cuello. Mi hijo mayor, de casi seis años, iba agarrado como una garrapatica de la lía de la carga en un caballo. Mi esposa, muy incómoda, viajaba en otra bestia montada en una enjalma. Atrás, el fiel Jorge arriando la recua y atento a cualquier problema.
Francamente, mi esposa había escogido el mejor momento para dar aquella infausta noticia. No tuve tiempo de reaccionar, bañado en sudor y pendiente de mi niña y de la caravana, no fui capaz de nada. Ni de gritar, ni de llorar, ni de hablar.
El día anterior estuve esperando a mi familia en el último bus que llegara de Medellín a Urrao. Como casi siempre en esa época, se retrasó demasiado. Por lo largo del viaje, habían comprado tiquete también para los niños, con el fin de que viajaran sentados. Yo había cuadrado con mi amigo Venganza, quien vivía en el barrio Jaiperá, en las afueras del pueblo, para amanecer esa noche con los míos en su casa. El problema era que el bus escalera o chiva salía a las seis de la mañana y que ellos traían todos sus corotos. Así que el amigo que me acompañó en la espera del bus amablemente me guardó las cosas en una pieza pequeña donde vivía y yo salí con mi familia para la casa de Jaiperá. Cumplidamente estuvimos a la hora en punto con todo listo en la chiva que nos llevaría por una estrecha y pendiente carretera destapada hasta el final de la vía. El lugar se llama El Sireno. Lo único que había era una tienda de un señor Ibarra y el puente para pasar el Penderisco. Y allí se iniciaba el camino “hacia la barbarie, pues de aquí hacia arriba está la civilización”, como me decía el campesino que vivía en la primera casa que se encontraba en ese camino.
Hacía una hora habíamos salido de El Sireno rumbo al río abajo. Nos esperaba un día entero de camino sin descansar. Después de subir la pequeña loma, el camino se hizo más descansado, pues era casi bordeando el río Penderisco, unas veces más cerca, otras un poco retirado. En ocasiones, por potreros o rastrojos, en otras en medio de la selva.
Cuando en la tarde llegamos al caminito estrecho que conducía al rancho que nos habían prestado para vivir, las dificultades se hicieron mayores. Como hacía tiempo que el tambo estaba abandonado y el camino no se usaba por ningún caballo, estaba casi intransitable para las bestias y cerrado por el rastrojo. Jorge pasó adelante y con el machete fue abriendo camino.
Caminamos un rato por el senderito oscuro, pues era en medio de la selva. De pronto, se iluminó todo y ante nuestros ojos se abrió un pequeño potrero de aproximadamente una hectárea. En el centro vimos “un rancho de paja con un solo paredón”, como dice la vieja canción chocoana A la mina. Era, como todas las casas de la región, un tambo alto del suelo. El piso, la cocina y una pequeña pieza, habían sido construidas con palma chonta.
Jorge me había ayudado a arreglar el techo, pues tenía muchas goteras. Igualmente, a llevar el agua hasta la casa en canoas hechas también con dicha palma. Cuando llegamos, mientras se acomodaban, Jorge y yo fuimos por leña. Rápidamente hubo fuego, la leña de excelente calidad. Las rojas brasas alumbraban y calentaban la cocina. Todo eso obra de mi esposa que era una maestra en esas lides. Empezábamos una nueva vida…
Hacía cerca de un mes que yo andaba por esas tierras preparando las cosas para la llegada de mi familia, conociendo un poco la región y a alguna gente. Estábamos a media hora o más de donde vivían Jorge, Pedro Pequeño y Carlos Flórez. Cada uno en direcciones diferentes. Eran los amigos que vivían más cerca. Otros estaban a más de una hora y algunos a un día de camino. Sin excepción, a las casas de todos se llegaba por caminos en medio de la selva, húmedos y sin nada de piedras. Esto hacía que el lodo que se acumulaba en medio de las raíces convertía en un calvario el paso a pie y era un tormento para los escasos caballos y mulas que había por esos lugares, que con frecuencia quedaban clavados.
Antes de llegar a Urrao, vivíamos en una región perteneciente al municipio de Anzá, pero donde sus habitantes tenían su centro de actividades en el corregimiento de Altamira, perteneciente al municipio de Betulia. Era una zona de minifundios o pequeñas fincas, muy poblada. La tierra, poco fértil, era seca y polvorienta, con poca vegetación. Se comunicaba hacia abajo con grandes ganaderías que llegaban al río Cauca y que ahora son grandes cultivos de mango tommy; y arriba del poblado de Altamira, se extendían grandes y pequeños cultivos de café, en una tierra suelta, negra, volcánica y fértil; y más arriba, las montañas que conducen a Urrao. Los numerosos habitantes de aquella comarca donde habitábamos antes eran muy pobres y amigables, de una bondad y solidaridad sin límites. El paisaje está compuesto de empinadas montañas y cuchillas, profundos cañones y lomas por todas partes. No se consigue un pedazo de tierra plana ni para remedio. La casa donde vivíamos allí era grande, de tapias, rodeada por más de veinte viviendas todas tan lejos que podía uno gritar y lo oía casi todo el mundo. Cada quien con un pedacito de tierra, tan pequeño, que “cuando uno sale a orinar, el chorro cae en tierra ajena”, como me lo decía La Gata, un alegre y dicharachero jornalero de la región. No había luz eléctrica y la carretera, aunque la veíamos desde la casa, caminando estaba casi a una hora a pie. La vereda se llamaba La Choclina. Llovía muy poco.
Aquella tierra adonde acabábamos de llegar la llamábamos Siberia, por lo lejana y salvaje. Llovía todo el año y todos los días. Las lomas y las montañas no eran tan empinadas, más bien parecían ondulaciones u olas en un inmenso mar de árboles que se extendían hasta el Atrato.
Aunque mi esposa no se quejara ante las dificultades, esta vida que empezaba era extremadamente dura, ruda, salvaje. Cualquiera no habría pasado la prueba. Se necesitaba ser de un temple especial, ser de una trama especial. Y esa era la trama con que ella estaba hecha.
Los primeros días los dedicamos a organizar nuestra vivienda. Recibimos las visitas de los vecinos más cercanos y también nosotros fuimos adonde ellos. Empezó nuestra vida social.
Así como eran de fraternales y amistosos los habitantes de la región de donde veníamos, también lo eran los campesinos de esta región. Compartían con nosotros lo que tenían, nos invitaban a sus fiestas y a sus casas y con frecuencia amanecíamos donde ellos. Nos llevaban carne de los animales que cazaban y otros alimentos.
Me prestaron una parcela de tierra donde yo cultivaba maíz y yuca para nosotros y nos entregaron un cañaduzal para hacer la panela del gasto. En toda la región, sólo había un trapiche, accionado por un caballo que arriaba mi hijo cuando yo molía nuestra panela. Cerca de la casa donde vivíamos había como en todas las fincas, un platanal de donde nos suplíamos del delicioso plátano primitivo o murrapo, bananos y otras especies similares. Con el primitivo verde y molido, después de cocinado, hacíamos arepas, bien fuera mezclado con maíz cuando había cosecha o solo en tiempos de escasez.
Al lado del río Penderisco o Murrí, vivían dos mujeres, madre e hija, con los hijos de la última. La hija llevaba la batuta del hogar. Era una diestra con la atarraya. A veces íbamos a amanecer donde ellas, y María Antonia la del río, como la llamábamos, salía con su red y nos dábamos tremendos banquetes de pescado. (Me rememoraba el bambuco de José A. Morales, así llamado.) María Antonia tenía una fuerza descomunal, cargaba leña, plátanos, maíz, cultivaba la tierra, mientras su mamá le cuidaba los niños. Un amor ocasional la visitaba, pero ella no se dejaba dominar de él. De una personalidad recia y dura con muchos, era extremadamente amigable con nosotros y muy amorosa con mis hijos.
Pedro Pequeño recetaba con yerbas y sabía de sus propiedades medicinales. Buen conversador y muy buen amigo, con frecuencia nos visitaba. Cuando nos enviaban medicamentos de la ciudad, se los dábamos a él y a Marianito, el otro yerbatero que vivía en Mandé, a un día de camino de allí. Ambos sabían leer y en los empaques les anotábamos para qué servía tal o cual medicina.
Una vez llegó de Arquía, como a tres o cuatro días de camino, un hombre con un dolor de cabeza que lo atormentaba y decía que lo estaba matando. Pedro Pequeño se olvidó de leer para qué servían unas pastillas amarillas, y se las dio al pobre hombre. ¡Se trataba de un medicamento para las amibas!
Mi compañera sufría de cálculos biliares. Estábamos preparados con el medicamento apropiado, pero un día le dieron los cólicos tan fuertes, tanto, que creí que se moriría. Desesperado, solo con mis hijos, no sabía qué hacer. Lo único que se me ocurrió fue recurrir, como en otras ocasiones con cierto éxito, a Pedro Pequeño. ¿Irme y dejarla sola? ¡Imposible! Pues envié al niño adonde Pedro, lo armé de un machetico, media libra de panela y le puse las botas pantaneras. Pero en la mitad del potrero se detuvo, miró el oscuro camino que llevaba adonde lo había mandado y se puso a llorar y a gritar diciendo que no iba. Quise ir yo, pero los gritos desesperados de dolor de mi compañera me paralizaron. En un arranque enloquecido de desespero, corrí hasta donde estaba el niño y le pegué y lo obligué a cumplir la orden. Llorando, salió por el mediquillo… Éste llegó más tarde con él y me recriminó, diciéndome que cómo se me había ocurrido enviar al niño solo, que era muy peligroso, pues lo podía morder una culebra o pasarle algo grave.
Las condiciones salvajes en que viven las almas rudas que describía Efe Gómez en sus relatos, tienden a convertir a los seres humanos en seres bestiales y monstruosos, como las condiciones que los rodean. Y así me sentí yo aquel día.
Mi hijo era feliz acompañándome en mis salidas. Rápidamente aprendió a moverse entre aquellos fangales y charcos pequeños que inmovilizaban a los caminantes. Como eran senderos que no recibían sol nunca, pues estaban en medio de la selva, pisar las raíces era lo único que lo salvaba a uno de quedar enterrado en un fangal. Pero… ¡ay si se resbalaba! Los campesinos querían a mi hijo y lo admiraban mucho. Jamás se me quejaba por nada. A veces que lo veía cansadito, lo cargaba a la espalda. Me acompañaba para muchas partes y prestaba atención a todo lo que conversábamos los adultos. A veces me preguntaba por temas que había oído y no entendido y yo le explicaba todo. Así había sido cuando vivíamos en Altamira, pero allí tenía que cargarlo más por lo empinado del terreno. Cuando me invitaban a tomarme una cerveza, las contaba y me decía:
‒Papá, ya van dos cervezas desde la última vez que estuvimos aquí.
Mi niña de tres años era muy alegre, se la pasaba cantando y admirando las flores, a las que llamaba to. Encima del fogón había un garabato para colgar la escasa carne para que se ahumara. Con el dedito señalaba hacia arriba y pedía ña, que así le decía a la carne. Jugaba con los cerdos y las gallinas y con su hermano, zapateaban en el fango y le sacaban gusto a aquel ambiente. Cuando nació su hermanito, fue una gran alegría para mis dos hijos. Lo cuidaban, lo arrullaban y lo mecían en una hamaca que le hizo su mamá.
Por las noches, a la luz de la vela o del mechón de petróleo, yo les leía cuentos o les inventaba algunos en donde los personajes eran tres niños, similares a los de Pulgarcito o Hansel y Gretel y los ponía a vivir en aquella selva tropical. Se reían o me miraban con asombro o preocupación, movían sus cabecitas en señal de aprobación o de reproche, o según el caso.
En una ocasión íbamos de visita adonde uno de nuestros vecinos más cercanos, a una hora de camino de la casa; caminábamos en fila india por un estrecho canalón, más hondo que nuestra altura. Yo iba adelante con mi niña al hombro. De pronto, de la orilla saltó sobre mí una serpiente mapaná equis. Con un movimiento brusco y rápido, me incliné hacia atrás, la culebra rodó varios metros adelante y se enchipó; levantó su cabeza lista para el ataque. Con mis gritos y el susto terrible que sentí, todos retrocedimos y nos montamos a la barranca. ¡Cómo hubiera sido de terrible que aquella fiera hubiera mordido a mi niña!
Con frecuencia encontrábamos aquellos animales tan comunes por allí. Se apostaban en los caminos a la espera de su presa, se subían al techo de paja de la casa, perseguían a quien se encontraran a diferencia de otras serpientes que huyen cuando sienten gente cerca, como la coral. En otras ocasiones, oíamos en el silencio de la noche cantando o silvando a las verrugosas, otra venenosa serpiente de aquellos confines y una de las más grandes del mundo. Algunos campesinos tenían en sus casas como mascotas boas o güios, útiles para cazar ratones y otras alimañas. Tierra abundante en esos reptiles. Con el tiempo, aprendimos a convivir con esos animales, pero no se deja de sentir un pavor enorme.
Más adentro, hacia el Atrato y al lado del río Murrí, a un día de camino de donde vivíamos nosotros, se encuentra un río cristalino y que serpentea por un hermoso vallecito de clima húmedo y caliente. Allí está Mandé, cuyos habitantes son en su mayoría negros como los habitantes del Chocó. Con costumbres y características propias de ese departamento. En la región también hay algunos indígenas emberas y unos pocos mestizos. Federico era el cacique de los emberas. Tenía una mula y cuando me lo encontraba bajando de Urrao siempre me ayudaba cargándome el mercado en su mula, que nunca montaba, pues la llevaba con su carga. En una ocasión, llegué con un campesino amigo a la casa de Federico, camino de Mandé. Siendo muy hospitalario, conversamos animadamente de muchos temas. Allí pasamos la noche. Al día siguiente, su mujer, madrugó mucho, nos hizo el desayuno y con una sonrisa en los labios y despidiéndose amablemente, nos echó un fiambre en la mochila: arepas de plátano primitivo o murrapo verde con un trozo de panela. El cacique Federico sabía que íbamos para donde Mariano Cossio en Mandé.
‒Para llegar adonde Marianito ‒nos dijo‒ se van por ese morrito, bajan a una vega y siguen derecho. Eso es como una o dos horas de aquí. No tiene pérdida.
Salí con mi amigo el campesino a eso de las seis de la mañana. Más o menos a las dos o tres de la tarde le dije a mi compañero que creía que íbamos en una dirección equivocada. Que de acuerdo a la posición del sol, marchábamos hacia el nororiente y que desde donde estábamos debíamos caminar hacia el noroccidente, al encuentro del río Penderisco o Murrí que se juntaba con el río Mandé. Giramos y el poco sol que se veía a través de los árboles nos permitió enrumbarnos hacia nuestro objetivo. Casi a las seis de la tarde llegamos a la desembocadura del Mandé con el Murrí. Muchos años después, pasando este último, muy cerca de allí, una tragedia enlutaría la historia de nuestra nación: dos hombres de diálogo y de paz caerían asesinados en un intento de rescate. Ahora sus bustos los recuerdan en Urrao y en otros lugares.
Mariano Cossio nos esperaba con ansiedad. Siempre que acordábamos visitarlo, allí estábamos cumplidos. Por consiguiente, ya empezaba a preocuparse. Susana, su hija, rápidamente puso a calentar agua con sal para que metiéramos los cansados pies en una ponchera. El hijo de Marianito agarró la atarraya y se fue al río y al poco rato llegó con una buena pesca, que se convirtió en un suculento manjar acompañado de chontaduros cocinados. Calmamos nuestra hambre.
Mariano Cossio era de los pocos que sabían leer entre los habitantes de aquella región. Como Pedro Pequeño, su oficio era el de yerbatero. Líder natural de los negros de Mandé, ejercía una influencia sobre vastas regiones que iban hasta el Atrato, pasando por Vegáez, Arquí y otras regiones. Desde remotas regiones llegaban solos o con sus familias personas enfermas a alojarse en la casa de Marianito. Todos eran recibidos con aprecio. Los reunía y les leía las lecturas que le llevábamos y que devoraba con agrado. Cuando llegaban enfermos, el viejo los hacía orinar en frascos transparentes, observaba su color, les hacía algunas preguntas y luego los diagnosticaba con yerbas de la región. Nosotros le llevábamos inyecciones, pastillas y jarabes; gracias a un vademécum que yo cargaba, le anotaba para qué servía cada medicina. Sabía aplicar inyecciones y la gente confiaba mucho en él. A veces llegué a contar más de treinta personas en su casa que iban para que les tratara alguna dolencia. En ocasiones, como era el lugar más grande de Mandé, la gente del lugar llevaba enormes grabadoras y organizaba fiestas multitudinarias. Pero Mariano Cossio era estricto: antes de entrar a su casa, todos tenían que dejar el machete guardado; él sabía que cuando había riñas, el machete hacía su trabajo y que aquel aguardiente que ellos mismos fabricaban los volvía locos. Hace pocos días, en esa misma región se presentó una pelea entre ellos y salieron varios gravemente heridos. Se podía observar entre varios de los habitantes que portaban tremendas cicatrices en la cara, los brazos y la espalda.
El campesino que fue conmigo ese día me contaba de otro yerbatero que había antes por los lados de Vegáez. Mucho más acertado que Marianito, me decía que era ateo y sabía algo de medicina. Muy querido en toda la región, cuando murió la gente cargó su cadáver por esas selvas durante cuatro días hasta el lugar donde lo enterraron. Ahora está Marianito Cossio como el mejor de todos estos contornos, decía con respeto.
Algunos años después, me encontré a Susana, su hija, en Urrao, que iba de salida a vivir a Medellín “o adonde pueda, porque se murió mi papá”, según me dijo.
Con parte de la venta de mi herencia, compré una yegua que me alivió mucho ciertas dificultades. Con el resto de la herencia, alguna vez contaré lo que pasó. Cuando nos fuimos a vivir a Medellín primero y luego a Bogotá, le vendí la yegua a un campesino. Creo que ni me la pagó. Lo cierto es que le servía mucho para sacar su carga. En una ocasión que el pobre animal iba con una carga enorme y pesada de maíz, se clavó en uno de esos lodazales. El campesino, furioso, la azotó con el zurriago y nada. Entonces sacó su machete, la golpeó con el lomo y la infeliz siguió clavada. Entonces, como si el demonio se le hubiera metido en su corazón, volteó el machete por el filo y la emprendió contra el noble animal, hasta que la dejó sin vida. Así terminó la yegua que mi hija había llamado Tosca.
Desde que habíamos llegado a Siberia no había hablado con mi esposa sobre la muerte de mamá, salvo cuando íbamos en la caravana del primer día y que me dio la noticia. Es posible que ella no se atreviera o no encontrara la manera de abordar el tema; y por mi parte, me había concentrado en arreglar las cosas de la casa, la leña, la comida, los plátanos y los quehaceres propios del campo, de modo que, tal vez adrede, procuraba estar ocupado en otras cosas. No había estado solo ni una vez. Habían pasado pocos días desde nuestra llegada a Siberia. Me fui por leña al monte cercano a la casa. Me sentí solo en medio de aquella inmensidad. Agarré el hacha y la clavé en un tronco… Fui a levantarla y no pude… Me derrumbé en el suelo y lloré desconsoladamente… El mundo se me vino encima, los recuerdos me aplastaron.
Recordé cuando estuve en Medellín visitando a mamá que estaba en coma y no había querido irse esperando mi llegada antes de morir. Los grandes ojos que había abierto cuando le dijeron que yo había llegado, continuaban mirándome sin cesar. La veía a ella ahí, con su mirada fija y perdida en el infinito, con los labios entreabiertos como queriéndome decir algo, cogiéndome de la mano sin soltarme.
Me acosté en la hojarasca, miré a todos lados y el mundo lo vi encima, aplastándome.
¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde?, decía en voz alta con José Eustasio Rivera.
Mama vieja, yo le canto desde aquí, esta zamba que una vez le prometí…, cantaba a voz en cuello, con voz ronca y sin saber qué hacer.
Y volvía y repetía duro para que la selva fuera testigo de lo que mi corazón sentía. Mi llanto y mis gritos se los tragaba la montaña.
Grité, canté, lloré, recité los versos que ella siempre me enseñó, sin parar horas y horas.
Se me vino a la cabeza aquel momento en que estaba en La Choclina y por un caminito polvoriento de pronto vi llegar a mi esposa. El saludo fue seco y contundente:
‒Tu mamá se está muriendo…
El único bus escalera o chiva que salía para Medellín partía al otro día en la mañana. Llegué a la casa materna e inmediatamente me dijeron mis hermanos en dónde estaba hospitalizada mamá. No sé cómo volé las pocas cuadras que separaban la casa de la clínica; cuando llegué, me dijeron que ella estaba en coma.
Alguien le dijo al oído que yo había llegado. Yo era su vida, su ñaña, como se decía entre nosotros. Como si despertase de un letargo adorable pero mortal, abrió tremendos ojos. Los clavó en los míos, entreabrió sus labios como para decir algo, agarró con fuerza mis manos y permaneció así un largo rato. La abracé y la besé y le cerré los ojos con suavidad. Volvió a abrirlos y no fui capaz de sostener esa mirada vaga y perdida en el infinito.
Salí de aquel cuarto, hablé con mis hermanos y les dije:
‒No soy capaz de ver morir a mamá. Yo me voy.
Muy respetuosos, entendieron mi situación y me despedí de todos.
Salí rumbo al lejano Suroeste antioqueño, primero a Altamira y luego a pie hasta Urrao. Más tarde, estaba en las selvas profundas del río abajo preparando las condiciones para la llegada de mi esposa y mis dos hijos. Allí yo sería el partero de mi tercer hijo.
Tiempo después, de regreso de las selvas de Urrao y con mis tres hijos y mi esposa, mi hermano-padre nos llevó a visitar la tumba de mamá. Una sencilla lápida simplemente decía:
B. de T.
Ninguno de mi familia jamás volvió a aquel lugar.
Después de la muerte de mamá, mis hermanos se fueron de viaje para Cartagena y allí echaron a ahogar su dolor en el mar Caribe.
Septiembre de 2017.