25 – Luz Elena Jaramillo Londoño

Medellín, 1952. Ingeniera civil de la Universidad Nacional de Colombia, seccional Medellín.

Asiste al taller de escritores de la Biblioteca Pública de Medellín.

Ha publicado en Obra diversa 3 (Biblioteca Pública Piloto), una reseña y un cuento; también, un cuento, en el semanario Generación.

 

Niñas de mal espíritu

Sucedió cuando estudiaba en aquel colegio de monjas. Las recuerdo muy bien  con su  hábito color café, cuello blanco almidonado y velo que  cubría completamente sus cabezas.

Entonces creíamos en el diablo, en los regalos del niño Dios, en que a los niños los traía la Virgen, en que si nos portábamos bien, al morir, nos iríamos derechito al cielo.

Éramos cuarenta niñas en la clase y, quizás, tendríamos ocho o nueve años.

No sabría explicar si con algún fin pedagógico o por simple capricho de la Monja, periódicamente se nos cambiaba de puesto;  el salón de clase se sumergía  en un trasteo colectivo en el que se presentaban todo tipo de accidentes: cuadernos que caían al piso, lápices rodando, libros que se descuadernaban y niñas chocándose entre sí. Debíamos dejar nuestro anterior pupitre muy limpio, por lo que teníamos que devolvernos una y otra vez para cuidar  de que nada se nos hubiera olvidado y su nueva ocupante lo encontrara impecable.  Sólo cuando ya nos sentíamos plenamente instaladas nos dábamos realmente cuenta de  quién había quedado  sentada a nuestro lado; bien podía ser “la pone quejas”, o la que levantaba y levantaba su mano mucho antes de que la Monja hubiera terminado su pregunta, o la que tapaba su cuaderno con el brazo para impedirnos ver lo que escribía; pero también podía ser  la que nos compartía su caja de veinticuatro colores, la que nos esperaba para salir al recreo o la que dejaba ver en su cuaderno la palabra que se nos hacía invisible en el tablero. Al final, creo que yo tenía un poco de todo eso.

De cabello  rubio, con algunos mechones en la frente que resaltaban sus grandes ojos verdes y con una sonrisa divertida y contagiosa que asomaba continuamente en sus labios. Y en cuanto a su nombre…era el más famoso de la clase: ¡Fabiola!

–¡Fabiola: ponga atención!

–¡Fabiola: siéntese derecha en el pupitre!

–¡Fabiola: ya le he dicho que en clase no se come!

Y también era el nombre más famoso en los recreos; su habilidad para jugar a los policías y ladrones era asombrosa, no se dejaba atrapar por nadie: mientras  con su mirada parecía hechizar a quien la quería coger,  con su cuerpo hacía tal cantidad de contorsiones que no sólo nos producían mucha risa, sino que  terminaba por rendirnos una a una.

Parecía estar siempre lista para abandonar el puesto en el instante mismo en que la campana anunciara la hora del recreo.

Pero el  día en que a mi lado llegó Fabiola, las aguas tranquilas en las que había navegado hasta entonces, en aquél colegio de monjas, se tornaron tempestuosas. Como la mesa del pupitre estaba dividida en dos, de tal manera que sus tapas podían  abrirse y cerrarse independientemente, Fabiola con toda agilidad limpió la suya y  guardó sin ningún orden: cartillas, cuadernos y caja de colores;  luego se sentó a mirarme mientras  yo lidiaba con mi lentitud, que iba desde el tener que guardar en orden mis útiles en el tiempo límite que la monja imponía, mirando continuamente  el reloj , hasta el   poder entender muchas de las cosas que pasaban en este mundo. 

Transcurrieron varios días sin que ocurriera nada especial, nada que anunciara algo nuevo a lo que ya conocía de ella: que se movía mucho en el puesto, que bajaba y subía la tapa del pupitre para comerse su media mañana antes de tiempo, que pegaba chicles debajo de la mesa, que  dejaba el cuaderno de tareas en la casa…

Una mañana la vi llegar con la sonrisa más pronunciada aún, hasta sus ojos parecían también reír mientras sus manos balanceaban  la maleta de los útiles con un movimiento especial, un movimiento de “a qué no sabes lo que traigo aquí”.  Al llegar al pupitre la descargó en medio del banco y luego se sentó.

La Monja llamaba a lista y yo estaba atenta para levantar la mano y responder presente.  La clase comenzó, y después de unos pocos minutos, sentí  la rodilla de Fabiola empujando mi pierna. Cuando la miré para ver qué pasaba, sus ojos me orientaron hacia la maleta que ya estaba abierta de par en par y en la que pude ver, ahí dentro, un muñeco desparramado; no tenía pelo  ni tenía ropa, su  tronco era de trapo, su boca descolorida y sus ojos de un color azul intenso y de apariencia vidriosa, se veían desorbitados y tan tiesos que ni se podían cerrar.   Pensé de inmediato en mi muñeca Rosita a la que mantenía tan bien vestida, a la que podía peinar y ponerle moños, y en sus párpados que cerraban suavemente sus ojos al acostarla… no, no le vi la gracia al muñeco; le devolví con mi sonrisa la señal de haber  comprendido muy  bien su osadía de  llevarlo en el día que no era el permitido, pues ya sabíamos que se nos anunciaba cuándo podíamos llevar nuestras muñecas o nuestros juguetes preferidos. Volví la mirada al frente para seguir poniendo atención a lo que la monja explicaba, pues supuse que ahí quedaba concluido el espectáculo que Fabiola, al parecer,  traía preparado para mí; sin embargo, transcurridos unos pocos minutos, volví a sentir la rodilla de Fabiola que, con insistencia, volvía a empujarme.  La vi entonces con su tapa del pupitre medio levantada,  mientras se  acomodaba el muñeco por debajo de la blusa; primero se lo llevaba a un lado del pecho y me miraba sonriendo, y luego se lo llevaba al otro lado y volvía a mirarme.    

   Me produjo risa la aparatosa posición que había adoptado, aunque ya conocía, desde el recreo, su habilidad para contorsionarse. Intenté volver la mirada al frente pero sus complicadas maniobras con el muñeco terminaron por atrapar toda mi atención.

  Estaba  tan absorta tratando de entender lo que ella hacía y lo que le producía esa sonrisa que parecía extenderse hasta sus grandes ojos verdes,  que  no me di cuenta en que momento una sombra café había aparecido frente a nosotras:

   –¡Qué es lo que está pasando aquí, Fabiola! Qué está haciendo con ese muñeco. Responda. Me hacen el favor y las dos me explican qué está pasando aquí.

   –Ay, Hermana, yo no estaba haciendo nada, yo la estaba mirando a ella –respondí asustada.

   –¡¿Y qué era lo que estaba mirando tanto?! ¿Es que no va a responder? Fabiola: ¿qué estaba haciendo con el muñeco?

  Fabiola, con la mirada hacia abajo, tratando de componer  su blusa desordenada, que había quedado por fuera de la falda,  y con el muñeco en sus manos,  no respondía nada…y yo tampoco.

   –¡Las dos me acompañan a la Rectoría!

Nuestras compañeras habían girado sus cuerpos para no perderse detalle de lo que estaba ocurriendo en nuestro pupitre, y los siguieron girando para seguirnos con sus miradas, como se sigue a un par de delincuentes que acaban de ser detenidos.

Yo avanzaba llorosa,  confundida, con mis pasos que sentía pesados, detrás del hábito café que parecía patearme cada vez que ella avanzaba imponente y segura camino a la Rectoría.

    –¡Ay, hermana, yo no estaba haciendo nada! –le decía suplicante.

Pero ella sólo volvió a mirarnos en la puerta de la Rectoría al darnos la orden de quedarnos por fuera, mientras narraba los hechos a la Madre Superiora.

Yo me iba despedazando a medida que transcurrían los minutos, mientras Fabiola con una sonrisa que esta vez interpreté como provocadora, sacudía el dedo índice de su mano derecha para repetirme una y otra vez:

   –¡Ay, mi querida, nos van a castigar!

Sentí deseos de jalarle los mechones que siempre caían sobre su frente.

Fui la primera en ingresar al interrogatorio:

   –¿De qué se estaba riendo niña?

Casi no me atrevía a mirar a la Madre Superiora. No sabía responder, la verdad era que ni recordaba si me había reído o no.

   – ¿Niña, no ve que le estoy hablando? ¿De qué se estaba riendo?

   –De que Fabiola trajo un muñeco –fue lo único que pude responder.

   –¿Y qué estaba haciendo Fabiola con el muñeco?

   –Ay… yo no sé.

   – ¡Estoy esperando que responda! ¿Qué era lo que estaba haciendo Fabiola con el muñeco?

   –Pues…ella… ella… ella se lo estaba metiendo por debajo de la blusa.

   – ¿Y eso le parece muy gracioso?

   –No… pero…

   –No, pero qué. ¡Responda!

No pude, no sabía responder y me puse a llorar.

   –Retírese y espere afuera –me ordenó.

Luego Fabiola entró y un poco más tarde salió, pero ella no lloraba.

La Madre Superiora no tardó en salir y en pronunciar su sentencia:

   –Van castigadas a quedarse paradas en la Portería, porque ustedes son niñas de mal espíritu, y  hoy no van a viajar en el bus del colegio. Llamaré a sus mamás para que vengan a hablar conmigo y luego se las lleven para la casa.

La portería sólo se abría para la entrada y salida de los buses del colegio, después de recoger o dejar a las niñas en la entrada principal; quedaba en la parte trasera,  pero desde el interior del colegio también se podía llegar allí  por un camino empedrado, rodeado de maleza.  Íbamos seguidas siempre por la Monja al lugar donde cumpliríamos nuestras dos horas de castigo; era  como si camináramos hacia el Purgatorio, al que había visto tantas veces en el cuadro gigante que colgaba en uno de los extremos de la capilla del colegio, con rostros angustiados y manos de hombres y mujeres sacudiéndose de las llamas y suplicando salir de allí. Y eso era lo que yo esperaba que me sucediera una vez llegara mi madre, que me sacara cuanto antes, pues me había sentido injustamente arrojada a ese castigo solo por  haberme distraído mirando a Fabiola… y a su muñeco.

Pero ella me sorprendía,  no había llorado ni un minuto.  Cuando la Monja se marchó y nos dejó allí solas, buscó entretenerse arrancando algunas ramitas de la maleza de los alrededores.

Yo quería que ella sintiera culpa y como la veía tan desentendida del asunto, comencé a decirle:

   –¿Si ve? por su culpa, por haber traído ese muñeco.

Pero ella se limitó a levantar sus hombros, como si no le importara nada.

Sentía rabia contra ella y no quería dejarla en paz.

   –Y ese muñeco suyo, tan feo, sin pelo –le seguía diciendo–.   Mi muñeca Rosita es más bonita, y usté que ni siquiera le pone ropa… y esos ojos que ni se le cierran… esos ojos tan miedosos.

Empezaba a sentir alivio con cada palabra que le descargaba pero ella, por el contrario, seguía entretenida, incluso se había agachado al ver una hilera de hormigas y moviendo las ramitas que tenía en su mano, las dispersaba. Me fui entreteniendo también con sus graciosos movimientos y con el tarareo con que  los acompañaba y cuando se dio cuenta que yo estaba ahí mirándola,  se levantó y sacudió las ramas muy cerca de mis ojos, y mirándome con los suyos que parecían más grandes y más verdes  repetía al ritmo del movimiento:

   –Mi muñeco no es feo, no es feo, no es feo.

Yo la apartaba y ella me perseguía, y yo intentaba empujarla y estrujarla. Ella no se dejaba y yo lanzaba mis manos en todas las direcciones, pero ella era una campeona en sus movimientos.  De repente, estábamos jugando.

Y hubiéramos seguido así, de no ser por el repentino cambio que se produjo en  su rostro, que la inmovilizó y que parecía haber asentado el horror en sus ojos verdes. 

Alarmada, dirigí la mirada hacia el mismo lugar donde ella la tenía, y lo vi.

Avanzaba firme y seguro, a ritmo de sargento, su rostro iracundo y su boca fruncida; al lado venía la Monja, muy derecha y  agitada, aunque por momentos, y por tratar de seguirle el paso a él, se veía  enredada en su hábito; y más atrás, jadeante, caminando como quien no sabe para dónde y a qué va,  con su cartera negra en la mano, mi pobre madre.  Era claro que la llamada telefónica de la Madre Superiora la  había arrancado de su casa, “de sus oficios”, lo leí claramente en sus labios: no se los había pintado.

   –¡Me va a castigar –murmuraba Fabiola–, él me va a castigar!

Su angustia crecía a medida que ellos se acercaban, era la  primera vez que la estaba viendo llorar y algo se encogió dentro de mí.

   –No llorés –le dije, tratando de consolarla.

Pero era inútil, ella palidecía. Me desconcertaba el cambio que veía en su rostro.

   –Tranquila que no tenés la culpa.

Arrepentida, intentaba borrar las  palabras que le había dicho, las que ahora sentía malévolas, porque la Fabiola que yo conocía, se estaba tristemente desvaneciendo ante mí.

Cuando los vi muy cerca, corrí a abrazar a mi madre, ella me rodeó con afán y compuso un poco mis trenzas, luego me tomó de la mano y sin mirar siquiera a la Monja, antes de emprender el camino de regreso, lanzó al viento sus palabras cortantes:

   – ¡Que estén muy bien!

   –¡Desocupadas, como si uno no tuviera nada qué hacer! –continuó diciendo, cuando tuvo la seguridad de que sólo yo la escuchaba.

Al ritmo de nuestra agitada marcha, en la cabeza de mi madre, junto a la indignación, se mezclaban la preocupación y el afán  por el almuerzo que había dejado a medio hacer;  y en la mía crecía la angustia  por la suerte de Fabiola, a quien las siluetas de la Monja y de su padre no me permitían ver.

   –¿Pero… por qué la mamá de Fabiola no vino por ella? –pregunté a mi madre que me afanaba más y más con su paso.

   –Porque ella está cuidando los mellizos que nacieron la semana pasada. ¿Ella no te lo había contado? 

   –Yo no me acuerdo –le respondí distraída, pues en ese preciso momento pude ver a Fabiola que  se alejaba llorando, mientras era zarandeada descaradamente por su padre.

   –Camine rapidito mijita, que tengo mucho que hacer—me repetía mi madre, que no alcanzaba a darse cuenta de mi dolor por Fabiola.

   – A la noche te cuento lo que pasa con los niños cuando nacen —me dijo ya en las afueras del colegio, mientras buscaba dentro de su cartera negra las monedas para el pasaje del bus.

Mayo de 2015