Fronteras y escritura
Las fronteras, podríamos decir una y mil veces, han sido territorios propicios para los genocidios y la promulgación de leyes deplorables, para el sojuzgamiento parcelado del hombre. Donde miremos hay fronteras, convenciones inicuas, fronteras visibles e invisibles, muchas de ellas erizadas de misiles y cañones. Ambrose Bierce, “el gringo viejo”, solía definir de esta manera el cañón: “instrumento empleado en la rectificación de las fronteras”.
No hay geógrafos más nefastos que los que tienen ese instrumento retumbante como lápiz indeleble para trazar linderos. Ni más peligroso que un yankee haciendo mapas. No se quedan atrás los hacedores de muros, desde Jericó hasta Berlín, cuyo largo paredón terminó por llamarse “el muro de la vergüenza”. El que pretende hacer Donald Trump podría ser llamado “el muro del sinvergüenza”: ni siquiera tiene el pudor de recordar que su madre fue una inmigrante escocesa, una paria llegada a Estados Unidos a buscar un mundo de libertades que ahora su hijo enajena a nombre de una patria fraudulenta.
Cómo no va a querer un mundo estrecho alguien de mente más estrecha aún, un nacionalista de los que creíamos extintos, sordo al afuera, atrapado en sí mismo entre las paredes de la ignorancia, el odio, la brutalidad y el cinismo.
Creo, y a lo mejor sea el consuelo del acorralado, que al menos la escritura permite el salto fronterizo para vadear aduanas. Y que desde ella no podemos dejar de ejercer acciones dispuestas a sabotear la pasión de los que quieren un mundo en menguante, un desierto de seres aislados y fronterizos.
Todo esto me asalta mientras pienso en un artista venezolano, Javier Téllez, alguien que centra su obra en el irrespeto a las fronteras. Usa un cañón, ya no para rectificar las convenciones fronterizas según el diccionarista del diablo, sino para abolirlas, convertido en hombre-bala.
En un extraño festival en Tijuana, Téllez cargó un cañón con su cuerpo y saltó las alcabalas. Convertido en proyectil de sí mismo, en medio de un grupo de enfermos mentales, se cuenta que voló por espacio de 35 metros para aterrizar en una playa de San Diego. A todas estas, los pacientes del hospital de Mexicali portaban unos carteles que decían: “Los enfermos mentales también tenemos derechos”, como lo supo el Marqués de Sade al crear el psicodrama en Charenton y hacer que los llamados locos actuaran como enfermeros en una pieza que ya anunciaba el esquizoanálisis o reafirmaba la patafísica, la febril ciencia de las soluciones imaginarias. Los alienados, a la orden del revoltoso Marqués trocado en director de teatro empezaron a portarse como médicos y enfermeros en un episodio de la locura vista por el lado más cercano del catalejo.
La escritura desvanece fronteras, como lo supo el Perogrullo de Quevedo, experto en vadear fronteras entre lo cómico y la solemnidad. Lo saben muy bien el ciego que no declara en las aduanas los paisajes que lleva escondidos en su tacto y el viento, que siempre vive de paso por el mundo en su condición de extranjero.
Me dirán que todas estas aventuras contra los muros y las fronteras devienen solamente arte o literatura. Que miles de kilómetros de muro, de enrollados alambres de espino, de altas paredes de hormigón y torreones de alarma son levantados más que para controlar el paso de la droga (que por lo regular pasa por las narices de los aduaneros para llegar luego a las narices de los consumidores), son levantados en verdad por puro y legítimo miedo al otro. No puede haber algo más primitivo que este temor de un país que se dice la avanzada del mundo y que no hubiera podido existir sin inmigrantes.
Un ironista diría que hay algo bueno en la construcción del afrentoso muro visto desde el lado mexicano: al menos por esa frontera no entrarán tan fácil los depredadores como cuando le dieron el zarpazo a Texas en 1936 y a un territorio que era un país entero. Pero ni el humor nos hace sentir a salvo del vacío al que estamos abocados en el mundo ante un peligroso sujeto que parece haber saltado desde el cómic de una ciudad gótica a la pura y dura realidad.
Es imposible no cuestionar la escritura, de apariencia tan inútil, ante tanto poder acumulado en las peores manos posibles. Sin embargo, esto de “escribir en la oscuridad”, como diría David Grossman, en no poca medida nos lleva a sentirnos menos escindidos, solidarios en la perspectiva de resistir a un mundo manejado por millonarios, por gente sin otro mapa que su ego. Lo demás para su fuero resulta una tierra baldía.
Bien vale la pena recordar uno de los “principios de an-anarquía pura y aplicada” de Paul Valéry: “Durante 80 años los europeos vieron la Alsacia Lorena tan grande como la China y China tan grande como la Alsacia Lorena. Pero en política la perspectiva ha dejado de existir. Bismark veía África mucho más pequeña que Austria y aún ahora, ni Canadá ni Siberia son otra cosa para Europa que meras extensiones”.
Lo mismo es aplicable, no diría que a la visión de un país como Estados Unidos, pero sí a un gobierno que se anuncia brutal y cínico. Los imperios miden la vida con un teodolito distorsionado que corre las distancias, como esos cuatreros que en el Oeste corrían los cercados con el guiño del alguacil.
Es rara la paradoja de las artes y de la escritura en un momento en el que quieren aislarnos entre 4 muros cardinales, en un tiempo en el que quieren uniformarnos el pensamiento y además el lenguaje que lo sustenta. Nos remueve los dogmas. Es como descreer del arco y poner la esperanza en la flecha.
Coda: “Vi en un cuadro enmarcado las fotos de todos los vicepresidentes que hemos tenido, el cual pudo haber servido para una exposición de la cursilería. Algunos de ellos parecían criminales; otros imbéciles; y los demás simplemente idiotas. A decir verdad, los presidentes no parecían mejores”. Henry Miller (“USA, Nación de Locos”).
El aplaudidor
Hay que verlo. Es un tipo singular. Como pocos. Hay hombres que caminan por el aire en una cuerda tensa entre altos campanarios sin llamarse Zaratustra y resultan verdaderos ejemplos de rareza.
Hay otros a los que llaman tragaldabas porque todo se lo comen, inclusive las palabras cuando tienen que decir algo verdadero y hasta cuando quisieran pedir auxilio, atragantados por la espina de pescado de una palabra que no entienden.
Hay, y todos lo saben, los peritos en mirar y controlar un pluviómetro. Estos hombres de campo hablan de las estaciones como lo haría un mago de sus hechizos. Hasta cuando lloran llevan la cuenta de sus lágrimas como dicen que hacía Nerón con las suyas, que sin duda eran de naturaleza divina. Los controladores de pluviómetros ejercen su labor dos veces al día desde los griegos, hace la nada de 500 años antes de la llegada de Cristo.
Pues sí. Hay grandes hacedores de agujeros en el agua, como llaman a los ociosos los burlones y diligentes esquimales del “país de las sombras largas”. En esos paisajes albinos una sola noche dura seis meses y mientras pasa, pueden dedicarse a limpiar arrumes de pescados con su cuchillo glacial. En materia de oficios hay gente para todo.
Pues bien. Entre tantas rarezas en ejercicio, como la de los cazadores de nubes del páramo o los contadores de sílabas y versos, nadie me sorprende más que el aplaudidor de oficio.
Este hombre no parece distinguirse en nada de los demás cuando está solo. Ah, pero cuando está en rebaño revela su profesión de aplaudidor, su pasión y paroxismo. Hasta podría decirse que, así como hay virtuosos del violín o el clarinete, del clavecín o la viola, los hay del aplauso, de un feroz palmoteo que llevan engatillado a los teatros.
Intentaré describirlo. Posee un habla untuosa, una lengua pringosa, conoce bien unas palabras al dente que deja caer en las solapas del aplaudido como si le entregara una provisión de maná o agua bendita. A veces, impaciente, aplaude a destiempo. Cuando lleva las manos en los bolsillos muy seguramente se le agitan con ganas de salir de esos pequeños agujeros negros y aplaudir, aplaudir, aplaudir sin descanso, no importando la naturaleza de lo aplaudido.
En verdad, en mi país son muy vistosos estos ejemplares de la fauna cortesana. Un amigo me dice que esos lamedores de suelas están en todo el derecho de paladear adulaciones, así como otros lengüetean helados de fresa.
El aplaudidor sueña con tener un juego de manos de todos los tamaños para abrirlas y cerrarlas a compás, como quien junta dos sonoras panderetas. A veces logra cooptar a otros aplaudidores que van por las salas convocados al santo y seña de una devoción por la lisonja. Y entonces es la apoteosis. La extensión de los aplausos mide lo que no podrán recibir de parte de todos los públicos del futuro.
Aduladores en ejercicio permanente, así se pasan la vida, los días que unos tras otros son granados. Hay que verlos haciendo calistenia, calentando las palmas de las manos antes de que empiece el recital de turno, la serenata, el ballet, el discurso, la conferencia o el concierto.
Resulta mucho más frecuente que triste su ritual. Hay que verlo, muy seguro de sí, medrando por las pasarelas del mundo y derrochando sonrisas y abrazos a órdenes del dios de los Tartufos.
En verdad, no necesita que alguien cante, baile o toque un fagot para ejercer con disciplina su oficio. Para el aplaudidor de oficio, el mayor intérprete de la noche es quien toca una estruendosa sonata para gritos y aplausos. ¡Ay!, cómo se duele de no tener más de dos manos para aplaudir.