Colombia – Mayo de 2017 – No. 25
Pasajes de la vida de José Felipe (I)
Jairo Trujillo M.
José Felipe cuenta sus historias. Las iré dando a conocer con cierta regularidad. El propósito es reunirlas todas en un solo volumen.
Mucha gente ha vivido experiencias similares y se pierden en el olvido. Trataré de recoger algunas de ellas en estas narraciones para que se recuerden de alguna manera.
No tienen un orden cronológico, pues la vida no es una sucesión de hechos ordenados y planificados. Y menos la de José Felipe.
He aquí la primera de ellas.
Abril de 2017
* * *
Bruñó los recios nubarrones pardos
José Felipe
Asomó de pronto la cabecita. Amagué a echarle mano, pero rápidamente se ocultó. De rodillas en el suelo, sobre un costal cubierto por una sábana, mi esposa pujaba.
−¡Pujá más, pujá otra vez! –le dije, arrodillándome para estar listo.
Pasaron momentos eternos y nada más ocurría. Volvía y me rociaba las manos de alcohol, como si en esta forma se apresuraran los acontecimientos.
Entre los intervalos de los quejidos y las pujadas, dos cabecitas salían de en medio de las cobijas a observar el acontecimiento. Y cuando volvían los pujidos, se tapaban rápidamente con la cobija. Eran mis dos pequeños que estaban en su cama y que se habían despertado hacía poco.
La única habitación de aquel tambo estaba tenuemente iluminada por un mechón de petróleo. A veces parecía apagarse por el viento que entraba por las rendijas de la madera. Las sombras de nuestras siluetas bailaban en la pared. Enrique, mi ayudante, sostenía el alcohol, las tijeras y el hilo. Miraba para otro lado con rubor. El suelo de palma de chonta era irregular y a veces crujía cuando se pisaba. Como todas las casas de la región, la vivienda se había construido alta del suelo, sostenida en estacas o zancos, para evitar la humedad. Como los palafitos de épocas remotas y de los lugares lacustres o a orillas del mar. A la casa se accedía por un tronco con muescas, a manera de escalera. El techo era de paja, de hojas de palma, muy abundante en la región.
Tambo similar al que habitábamos en aquella región
Afuera había un corredor, un espacio vacío a manera de sala y en una esquina estaba la cocina. Como todo mundo, cocinábamos con leña. En ninguna parte había luz eléctrica. Sólo llegó hace unos meses a algunas partes. Éste era uno de los mejores tambos de la región. Construido por mi amigo Jorge, aserrador él y proveniente de la zona cafetera, había hecho el cuarto, la cocina y las camas con tablas. Pero el resto de la gente hacía las paredes como el piso, con trozos de palma de chonta. Otros tambos no tenían cuarto sino sólo cocina y el resto de la casa era un espacio abierto, sin paredes. La gente dormía en el suelo, tendiendo costales de cabuya como cama y en muchas ocasiones cobijándose también con dichos costales.
En la cocina humeaba un chocolate que nadie se atrevía a tomar. Enrique alternaba entre el cuarto y la cocina, en donde también estaba Pastor. Trapito, como le decíamos a Leo, y su compañero habían salido hacía un rato a buscar a doña Rosa, la esposa de Carlos Flórez, quien fungía como partera en la región. Vivía a casi una hora de camino, subiendo una cuesta y bajando otra, en medio de un montecito y un cañaduzal. Eran nuestros vecinos más cercanos.
Llovía y llovía. Como todos los días del año. También tronaba y relampagueaba. También como todos los días.
Durante el día habíamos estado reunidos, conversando de todo lo humano y lo divino. Trapito y su compañero habían llegado de dos sitios distintos: el uno venía de Amparradó y el otro de Mandé, ambos más o menos a un día de camino. Caminos fangosos, que nunca se secaban, cubiertos por la selva. Enrique venía de Pabón, cerca del casco urbano de Urrao, antiguo bastión del capitán Franco, y Pastor venía de San Mateo, en el vecino municipio de Betulia.
Corría el año de 1979. Vivía con mi mujer y mis hijos en las selvas de Urrao, un municipio que a la sazón tenía más de 3.500 kilómetros cuadrados, casi todos selváticos. Su territorio llegaba hasta el río Atrato. Vigía del Fuerte era uno de sus corregimientos. Hoy es un municipio aparte.
Urrao y los meandros del río Penderisco
A la izquierda, el río Penderisco. A la derecha, el río Pabón, junto a su desembocadura en el primero
Para llegar de Medellín a mi casa tomábamos un bus hasta Urrao, por una carretera que no estaba pavimentada desde Bolombolo, pasando por Concordia y Betulia. El viaje duraba muchas horas, si no había inconvenientes, como algún derrumbe o un accidente. Obligatoriamente había que dormir en el pueblo, porque el bus escalera o chiva salía muy temprano en la mañana para el río abajo, como se le decía a la carretera que iba de Urrao hasta El Sireno, Penderisco abajo. Allí empezaba esa selva inmensa y profunda que se extendía hasta más allá del Atrato. A veces teníamos que dormir en la casa de unos campesinos para emprender el camino hasta un punto que llamaban La Quiebra. El camino bordeaba el río Penderisco. Buena parte del trayecto era selvático, de esa selva húmeda tropical, de muy alta pluviosidad. De las más lluviosas del mundo. Además, prácticamente no había piedras. El paso de las bestias y de otros animales, como los cerdos y algún ganado, producían hondos huecos llenos de fango. Esto hacía que los caminos fueran terribles para transitar, pues sólo quedaban las raíces de los árboles como sitios seguros para los que íbamos a pie. Si uno se resbalaba, existía el peligro de quedar la bota enterrada en el barro.
Vereda El Sireno, Urrao, hasta donde llega la carretera.
Desde allí en adelante, bordeando el Penderisco, hay que caminar o montarse en un caballo
Al llegar a La Quiebra, ya alejada del río Murrí, que por esos lugares separa a Urrao de Frontino, había que dar la vuelta por una cuchilla en dirección a Calles, perteneciente a Frontino. Y antes de llegar al río se desviaba uno por un caminito estrecho y enterrado en un canalón, hacia la izquierda. Cuando llegaba a un morrito, yo pegaba un grito que se oía en todos los cerros y cañadas:
−¡Biiiiuuuujoooooooooo!
Y así le anunciaba a mi compañera y a mis hijitos que ya iba en camino. Mi grito rompía el silencio de la montaña y el eco iba retumbando y retumbando en la distancia, hasta que se apagaba. Allá abajo estaba el rancho en un pequeño potrero, rodeado de monte virgen. Allí llegaban a pocos metros los monos titís a mostrar sus gracias y sus morisquetas.
Desde aquel morrito se veía la selva casi hasta el final del Atrato, en un mar verde de muchos colores y bellas ondulaciones y serranías que semejaban las olas del mar.
Aquella inmensa selva tropical, una de las más lluviosas del mundo, estaba habitada por menos de tres mil almas.
El único cultivo cercano a la casa era una platanera metida entre el monte, que producía primitivo (conocido también como murrapo, bocado de reina, píldoro, bocadillo y otros nombres), banano y plátanos de diversas variedades. El primitivo era la base de la alimentación, junto con el maíz que lo cultivábamos lejos de la casa. Con este platanito verde se hacían arepas y sopas. También se comía maduro, de un sabor exquisito.
Río Nendó, cerca de la platanera adonde fui a cortar los racimos de plátano
En una ocasión salí a traer plátanos en un canasto que colgaba, a la manera indígena, con cargaderas como las de los morrales y una cincha en la cabeza. Cuando salí de la platanera y como no conocía bien el camino, y con el peso de muchos kilos, pisé en falso y la bota se me hundió en el lodazal. Traté de sacarla, apoyándome con la otra pierna, pero el peso me hundió la otra pierna. Impotente, me puse a llorar y a gritar, pero en medio de aquella selva nadie me oyó. Al cabo de mucho rato, pude descargar mi canasto lleno de plátanos y con fuerzas salidas de no sé dónde, poco a poco pude extraer una pierna ayudándome con un bejuco que colgaba. Luego saqué la otra bota. Extenuado, como pude, jalé el canasto hacia la orilla y volví a cargármelo. Cuando llegué a la casa ya empezaba a anochecer.
Mis dos hijos jugaban descalzos debajo del tambo en medio del fango producido por los marranos que se revolcaban felices. Tenían barro hasta la coronilla. La niña se cayó en un pozo de barro. Fatigado como estaba, como pude corrí a sacarla y a bañarla en el chorro del agua.
Había llegado con mi familia desde las escarpadas montañas de Altamira, concretamente desde la vereda La Choclina, jurisdicción de Anzá. Por consiguiente, físicamente hablando, estaba preparado para las caminatas de días y días, por llanuras y montañas, pero no para los constantes aguaceros y pantaneros eternos. La zona de Altamira, cuyas aguas vierten al río Cauca, es una zona muy seca.
−Son los caminos más tremendos del mundo que he conocido –me decía Venganza, un antiguo guerrillero liberal, que en sus tiempos atravesaba estas tierras hasta más allá del Nudo del Paramillo, donde los seguidores del Capitán Franco de Urrao se encontraban con Julio Guerra, otro viejo guerrillero liberal.
Ese día era junio de 1979. Dos de mis amigos habían llegado de la “civilización” a “la barbarie”, como la describía el campesino que vivía justo al empezar el camino hacia la selva, cerca de la carretera. Quedaron impactados con aquella inmensidad verde y tan escasamente poblada. Los otros dos vivían a un día de camino de mi casa, en direcciones diferentes.
La economía de la región era fundamentalmente autárquica, de autoconsumo, con excepción de algunos cerdos que salían mensualmente para la feria de ganados.
Con mis amigos hablábamos animadamente de muchas cosas.
Pero estaba por nacer mi último hijo y tenía la responsabilidad de ayudarlo a traer al mundo.
Mi esposa había pasado el embarazo relativamente bien. Se había adaptado en buena medida a las duras condiciones de la zona, debido a su temple y entereza y a la vida que había vivido desde siempre. Mis niños, de menos de tres la hija y con casi seis años el mayor, vivían como los niños de los campesinos. Yo sembraba maíz y yuca. Además, cortaba caña para la panela del gasto. Con los vecinos, hacíamos mingas o convites para que el trabajo fuera más colectivo y productivo.
Aunque nuestros amigos de la cabecera municipal insistentemente nos ofrecieron su casa para que mi esposa pasara el parto al pie del hospital, ella se negó y prefirió quedarse con nosotros allá en el río abajo, como decíamos todos. A muchos kilómetros de la carretera, bordeando el Penderisco que toma después el nombre de Murrí.
Sabiendo lo que me esperaba, busqué en Medellín a mi amigo el negro Polo, curtido y experto en tantas cosas de la vida. Le conté que me iba a tocar de partero. Con la tranquilidad y serenidad de la experiencia, me dio todas las indicaciones del caso y me fui muy tranquilo.
Durante el día empezaron las contracciones y empecé a medir el tiempo… Con las horas, el lapso entre una y otra se fue acortando. Nosotros continuábamos en la conversación. Al llegar la noche y arreciar el aguacero que caía desde la tarde, Trapito y su compañero partieron tapados con pedazos de plástico por la mujer de Carlos Flórez. Era la partera. Ella había estado de visita y la “fórmula” que aconsejó fue la de tomar aguardiente del que ellos fabricaban en un alambique casero. El que por allá llaman tapetusa.
Preparé las tijeras, el hilo y el alcohol y pedí un voluntario que me ayudara. Todos se miraron y después de un suspenso Enrique, sin decir nada, estiró sus manos y tomó el alcohol y empapó mis manos y brazos.
Junto con Enrique entré al cuarto donde dormían mi hija y mi hijo mayor.
En aquella región era muy común que las mujeres, a la manera indígena, en aquel momento se alejaran del rancho hasta el monte y solas se atendieran el parto. En ocasiones morían y también se presentaba el aborto contagioso o brucelosis.
Yo no pensaba en nada de eso. Sentí confianza en mi mujer y en mí, me sentí acompañado de mis huéspedes y sabía que en cualquier momento aparecería doña Rosa, experta en esas lides.
Al mostrar mi niño la cabecita y ocultarla, comprendí que allí el partero iba a ser yo y no doña Rosa. Respiré profundo. Esperé con ansias y grité “¡ay mi muchacho!”, entre alegre y ansioso.
Cuando le pedí que pujara una vez más, y ella lo hizo con fuerza y en un solo envión, se vino rápido y calientico mi hijo del alma. Con toda delicadeza lo aparé en mis manos. Lo levanté de las piernitas, le di la palmadita en la nalga que mandan y lanzó el llanto de vida. Suavemente lo descargué en la sábana limpia. Amarré el cordón umbilical con el hilo desinfectado. Enrique me entregó las tijeras por el lado de sus ojos y no por la punta. Corté con decisión aquel cordón. Limpié bien al niño y luego lo empecé a vestir.
En esas, doña Rosa entró agitada y con maestría terminó de vestirlo, recogió la placenta y mandó enterrarla. Fue a la cocina, trajo chocolate y entraron todos a conocer al nuevo bebé.
La alegría y el placer por el deber cumplido se veía en nuestros rostros.
Había sido el partero de mi tercer hijo.
Meses antes y meses después del nacimiento de mi hijo, me dediqué junto con mis amigos a discutir y estudiar elementos de la realidad nacional y mundial. Leí muchos libros colombianos y extranjeros. Medité mucho sobre el significado de aquellas lejanas y atrasadas zonas selváticas, tan inmensas en nuestro país. Y al mismo tiempo tan poco decisivas en el destino de nuestra patria. Abandonadas de dios y de los hombres, con muy poca población, con un desarrollo económico, social y cultural que raya con la autarquía primitiva en un país de ciudades. Son excelentes para perderse en ellas y para que no lo encuentren a uno. También son lugares donde uno no podrá encontrarse con el resto del mundo.
Nacía, así, en mí y en mis amigos, la convicción de que las zonas atrasadas y despobladas no decidían el destino de nuestro país.
Poco tiempo después, una procesión como la de los desplazados, marchaba río arriba. A pie unos, y en un caballo la recién parida con el bebé; en otra bestia, los corotos que nos acompañaban. Rumbo a la gran urbe nuevamente.