Nació en Medellín en 1966. Médico y cirujano. Especialista en Administración de Servicios de Salud y en Epidemiología. Autor de un blog dedicado al conocimiento, el arte y el humor (www.elblogdeloslagartijos.blogspot.com). Obtuvo el primer puesto en el Concurso Nacional de Cuento (Guatapé, Antioquia versiones 1987, 1988), y en el Primer concurso de Literatura y Humor Jorge Franco Vélez (Comedal, 2003). Ha publicado los libros Ane-Doctas de un médico desmemoriado (2012), La monja sin cabeza y otros cuentos (2012) y La fuga del paciente y otros cuentos (2013).
Este cuento fue publicado por RELATA, como aporte del Taller de Creación Literaria Comedal. Medellín, Colombia.
El museo de edgarsville
El doctor Johnson paró en la estación de servicio de Beach Grove.
‒Perdone, ¿sabe usted cómo se llega a Chattanooga por esta vía?
‒Solo siga ese camino unas treinta millas. Siempre tome la desviación de la derecha. A la sexta desviación gire a la izquierda y luego siga siempre a la derecha. Llegará a la ruta 24. No se perderá.
‒Muchas gracias ‒respondió el doctor Johnson mientras se repetía a sí mismo: “siempre a la derecha, a la sexta a la izquierda y luego siempre a la derecha”.
Ya se había desviado mucho de su ruta original. El cierre de la vía por los trabajos de mantenimiento sobre el puente del río Ohio lo había hecho encontrar Metrópolis, el pueblo de Supermán. Ahora, luego de pasar Nashville, había decidido tomar otra ruta. Como había hecho en los últimos días, disfrutaba variando el itinerario programado. Era un viaje alucinante.
No sabía cómo había llegado hasta un paraje tan alejado. Nunca había planeado llegar a Beach Grove. Aunque el doctor Johnson en su juventud había sido un aventurero, a sus setenta años se había vuelto una persona a la que le gustaba tener la certeza de estar en el camino correcto. Sin embargo, en las últimas dos semanas había vuelto a la aventura.
Pagó en efectivo la gasolina de su vehículo y se aproximó al borde de la carretera para tomar una fotografía de un álamo que se veía a lo lejos en la pradera y que servía de sombra a unas pocas vacas que pastaban.
Una flor al borde de la carretera lo atrajo y quiso tomar otra fotografía, pero descubrió que el rollo se había acabado. Volvió a su Dodge Coronet modelo 70 y buscó en el asiento trasero un nuevo rollo de película. Nunca se había acostumbrado a usar las cámaras digitales.
Sus hijos no entendían por qué prefería su vieja Nikon, a pesar de que en su cumpleaños número sesenta le habían regalado una cámara digital de más de dos mil dólares. Él había agradecido el detalle, pero seguía usando la cámara mecánica. Sus hijos no lo entendían y él no había hecho nada para hacerse entender. Hacía muchos años se había distanciado de ellos.
Una vez puso el nuevo rollo, tomó varias fotos a la flor silvestre, guardó el rollo terminado en su maletín de fotografía para revelarlo después, encendió el auto y siguió por el camino indicado.
Le gustaban el silencio y la soledad. Por eso había decidido salirse de la ruta en Nashville y experimentar otros caminos menos transitados. Tenía tiempo de sobra.
Desde que había muerto su esposa, dos años antes, había estado planeando hacer un viaje al sur para visitar a sus nietos en Jacksonville. No sabía si su hijo y su nuera lo recibirían bien. Quería darles una sorpresa, pero no le extrañaría que no lo recibieran con los brazos abiertos. La visita era solo un pretexto para viajar.
Había planeado un viaje en automóvil desde Seattle hasta Jacksonville en dos semanas. Conduciría a lo largo de los Estados Unidos, conocería algunos pueblos, recordaría algunas ciudades y tomaría algunas fotos. Las tres mil nueve millas de distancia podría recorrerlas en cuarenta y ocho horas, pero había decidido no apresurarse. Toda la vida había estado corriendo de un lado para otro.
Como director adjunto del Departamento de Neurocirugía del Northwest Hospital Center, el doctor Johnson había librado una batalla frontal contra las políticas de recorte presupuestal. Había sido profesor de cientos de médicos que llegaban a especializarse. Había publicado un centenar de trabajos de investigación y había obtenido una decena de premios en el área de las neurociencias.
Sin embargo, como él sabía y lo había confirmado cuando ejercía su profesión, todo se acaba. Su esposa había muerto de un tumor cerebral hacía dos años y a pesar de todos sus conocimientos no había podido hacer nada para salvarla. A partir de entonces, su único resguardo fue su trabajo hasta que un día lo jubilaron.
Se encontró de pronto en su casa, mirando la televisión en una espaciosa sala, rodeado de un montón de cuadros y un centenar de fotografías que había tomado. En una pared las fotos de su esposa, de sus hijos aún pequeños, las fotos de los matrimonios de sus hijos y a los lados las fotos de sus nietos, que apenas conocía. Estaba rodeado de recuerdos y no tenía nada en el presente.
De golpe se dio cuenta de que este no era su lugar. Era la casa de su esposa y de sus hijos cuando eran pequeños. Su hogar era el hospital que le había dado una placa y le había hecho un brindis deseándole un buen retiro.
Sin embargo, en las dos últimas semanas había vuelto a vivir. Se sentía joven de nuevo. Aunque tenía otro vehículo más moderno, optó por viajar en su viejo Dodge, el auto en el cual había ido con su esposa a las cataratas del Niágara en su luna de miel. Nunca quiso deshacerse de su primer automóvil, a pesar de que tenía el dinero suficiente para comprar el auto de moda que lucía en el trabajo. Cuando quería disfrutar del placer de conducir y tener un tiempo para sí mismo, usaba su antiguo carro.
Había descubierto que de seguir la vía principal llegaría en menos de una semana a su destino. Por eso había decidido tomar las vías secundarias y conocer un poco del país que nadie conocía. Así había encontrado un pueblito que se llamaba Metrópolis, como el de Supermán, a orillas del río Ohio. En Lodge Grass, Montanna, se había enterado de una ley que prohibía que las mujeres casadas fueran solas a pescar los domingos. En Paducah, Illinois, le advirtieron que si no llevaba al menos un dólar, lo podrían arrestar por vago. A medida que viajaba encontraba ciudades y poblados con los nombres más raros y con las costumbres más extrañas.
Por esta razón había decidido tomarse un poco más de tiempo y hacer de este viaje una aventura.
Al llegar a Nashville se desvió de la ruta 24 luego de pasar Murfreesboro y llegó a Beach Grove.
Siguiendo las indicaciones del hombre de la gasolinera, siguió por la carretera angosta, “siempre a la derecha” hasta encontrar la sexta desviación. Allí pensó un poco. La entrada de la izquierda no parecía estar en buen estado. Dos desviaciones atrás había tenido que desandar el camino porque descubrió que la carretera tomada iba a una propiedad privada.
“A la sexta desviación gire a la izquierda”, recordaba.
Eran más de las cuatro de la tarde y el doctor Johnson esperaba llegar a Chattanooga antes de las seis. Seguramente se había pasado de la desviación indicada para tomar a la izquierda. Consultó su mapa, pero se convenció de que la pequeña ruta tomada no aparecía en él. George, su hijo, habría sacado su Iphone y habría encontrado la ruta por medio del GPS, pero el doctor Johnson odiaba este tipo de tecnologías. Le gustaba hacer las cosas como los verdaderos hombres. “Washington no hubiera usado un GPS para cruzar el Delaware”, solía decir.
Una hora más tarde, cuando pensaba en que tendría que devolverse nuevamente y conducir a oscuras, se topó con un pequeño aviso que decía:
Edgarsville 5 Mlls.
Se alegró de ver indicios de civilización. Había conducido por una carretera no pavimentada por más tres horas desde la estación de servicio y quería encontrar un sitio donde descansar.
Cinco millas adelante paró para tomar una fotografía del aviso de bienvenida.
Welcome to Edgarsville.
Population 856
Edgarsville parecía un pueblo acogedor, que se había quedado olvidado en los años sesenta. Las calles estaban pavimentadas. Las casas de madera, pintadas de blanco con techo rojo, eran generalmente de un solo piso. Algunas con grandes antejardines. Las amas de casa con vestidos de flores vigilaban los juegos de sus hijos. Los perros dormían en las entradas de las casas.
Algunos transeúntes miraban al recién llegado como preguntándose qué hacía un extraño allí. Sin embargo, el viejo automóvil parecía ser parte del pueblo.
Condujo por la vía principal hasta una edificación que dominaba sobre las otras por ser de tres pisos. Un letrero de “Hotel” lo hizo parar. Quería encontrar un sitio donde darse una ducha y dormir.
Un arrugado anciano, de pies cansados y un poco sordo, lo registró en la recepción. El hombre, en un inglés muy pausado y con acento sureño, le dio la llave de la habitación.
El doctor Johnson subió a su habitación en el segundo piso mientras un hombre negro de aspecto fornido llevó su escaso equipaje hasta ella.
‒Por el auto no se preocupe. Aquí nunca se han robado nada ‒dijo mientras descargaba las dos maletas sobre la cama‒. Recuerde que la cena se sirve a las ocho.
‒¿Hay muchos huéspedes en el momento? ‒quiso saber Johnson.
‒Solo una pareja: recién casados ‒y guiñando el ojo continuó‒. No se preocupe. Su habitación no queda contigua a la suya. ‒Y salió, dando un portazo tras de sí.
Luego de un baño que lo renovó por completo, el doctor Johnson dormitó un poco, hasta que unas risas en el piso de abajo lo despertaron. Miró el reloj y descubrió que eran cerca de las nueve de la noche. A través de la ventana entraban las tenues luces de una ciudad tranquila. Recordó que no había probado bocado desde Nashville. Su estómago se lo estaba diciendo.
Bajó las escalas de madera y se dirigió al modesto comedor donde una pareja joven reía a carcajadas en una de las mesas.
‒Querida, creo que despertaste al señor…
La joven que reía se disculpó, tratando de sofocar la risa.
‒¿Lo despertamos? Lo siento. No sabía que había más huéspedes. Es que Geofrey me hace reír…
‒No se disculpe. Me agrada ver reír a la gente.
‒No sabíamos que había más huéspedes ‒agregó Geofrey, como pidiendo disculpas.
‒Es que acabo de llegar ‒respondió Johnson mientras tomaba la silla de una mesa vecina.
‒¿Vino solo? ‒preguntó ella.
‒Querida, no seas indiscreta.
‒No, no es ninguna indiscreción ‒dijo Johnson‒ Sí, vine solo. Voy camino a ver mis nietos, en Jacksonville.
‒¿Y no está muy lejos de la ruta? ‒preguntó curioso Geofrey.
‒¡Indiscreto! ‒aprovechó ella para desquitarse.
Y así se entabló una conversación que duró hasta las diez de la noche. El doctor Johnson contó cómo había salido hacía dos semanas de Seattle y había recorrido más de medio país tomando fotografías y conociendo lugares de los que nunca había leído.
Contó sobre la muerte de su esposa y de lo lejos que vivían sus hijos, a los que nunca veía y de los que pocas veces tenía noticias. Entre tanto, una empleada negra que Johnson sospechaba era la esposa del botones le servía una sopa y un steak de pollo asado que devoró.
Conoció también la historia de los Stampton, quienes se habían casado a escondidas hacía dos días. De no más de veinticuatro años, Geofrey Stampton trabajaba en una empresa de empaques como empleado. Ella era camarera en un restaurante en Knoxville. Tendría unos veinte años a lo sumo. Se casaron en contra de la voluntad del padre de ella, que no quería ver a su hija viviendo con un empleado raso, bueno para nada. Como no tenían mucho dinero para la luna de miel, habían decidido recorrer varios pueblos en la moto hasta que el dinero se les acabara. Después buscarían un sitio donde encontrar trabajo y asentarse.
‒¿Y cuándo llegaron a este pueblo?
‒Ayer en la tarde. Nos gustó el sitio y nos quedamos hasta hoy. Ya mañana buscaremos otro pueblo para conocer.
‒¿Y qué les ha parecido Edgarsville? ‒preguntó curioso el doctor Johnson.
‒Es un pueblo como todos por aquí. No hay progreso. Todo es muy simple. Un supermercado, un hotel, un teatro donde presentan películas de hace veinte años, una iglesia… Nada del otro mundo ‒dijo la joven señora Stampton.
‒Lo único que vale la pena es el museo del doctor Smith.
‒No me pareció nada del otro mundo ‒intervino ella.
‒Verá. Es un sitio con unas estatuas que parecen reales. A uno le parece que en cualquier momento van a moverse. Es muy parecido al museo ese, el de cera que hay en París.
‒¿El de Madame Tussaud?
‒Sí, ese mismo. El de las estatuas de los famosos.
El doctor Johnson no quiso corregir al señor Stampton, diciéndole que en París no había tal museo. Se notaba a la legua que la señora Stampton estaba orgullosa de la cultura general de su esposo y no quería decepcionarla.
‒Bueno, pues habrá que visitarlo mañana.
‒Ay, no. Por favor, no vaya. Ese sitio me produjo escalofríos ‒respondió la señora Stampton abrazando a su reciente esposo.
‒Es que a ella no le gustó, porque dicen que son figuras con humanos reales.
‒¿Cómo así? ‒preguntó Johnson intrigado.
‒Es que realmente no son esculturas. Son cuerpos humanos momificados ‒dijo ella haciendo gestos infantiles.
‒Eso lo dicen para que uno pague los diez dólares de la entrada.
‒Pues a mí me parecieron reales ‒insistió la mujer.
‒El dueño dice que son personas reales plastificadas.
El doctor Johnson pensó inmediatamente en la plastinación. Como médico y cirujano, sabía de la técnica de plastinación descubierta hacía poco, que permitía preparar un cadáver con una sustancia plástica que lo conservaría por años sin descomponerse.
‒Habrá pues que ir a conocer ese museo del doctor…
‒Smith.
‒Eso… Smith.
El hombre de la recepción y la mujer negra estaban apagando algunas luces de los corredores, por lo que los Stampton y el doctor Johnson se despidieron cordialmente, deseándose una feliz noche.
La joven pareja subió corriendo las escalas entre risas y manoseos. El doctor Johnson subió a preparar su equipo para fotografiar al día siguiente la iglesia, el teatro, el supermercado y, por supuesto, el museo del doctor Smith.
Despertó a las nueve de la mañana. Cuando bajó al comedor a desayunar, solo estaba la señora Stampton. Luego de un cortés saludo, la joven le contó que su esposo había salido muy temprano. Quería caminar un poco.
Al ver la cámara de Johnson, preguntó inquieta:
‒No irá usted al museo.
‒Claro que sí, me interesa conocerlo.
‒Por favor no vaya. Creerá usted que estoy loca, pero tuve un sueño extraño con ese lugar.
‒No se preocupe, querida. Nada va a ocurrirme ‒respondió el doctor, mientras pensaba para sí: “Dudo que haya tenido tiempo para dormir y soñar”, recordando los gemidos que se escucharon hasta muy entrada la mañana.
Luego de un frugal desayuno preguntó al encargado del hotel por la ubicación del museo y salió a dar un paseo, no sin antes ponerse un sombrero de esparto, similar a los que se usan en el sur de Florida y que había conseguido en uno de los tantos pueblos recorridos.
Tal como lo habían descrito los Stampton, no había mucho que ver en el pueblo. Una escuela pequeña que ya tenía sus puertas cerradas para evitar que los niños escaparan de sus clases. Un supermercado que apenas abría y donde una que otra mujer se acercaba a comprar legumbres y hortalizas.
El teatro pueblerino anunciaba el estreno de la película Jurassic Park. La basura acumulada en la entrada y el estado deteriorado del cartel hacían pensar que su última función había sido más de diez años atrás.
Dando un poco más de vueltas encontró una casa de entrada amplia en la que había un anuncio que decía:
Museo del Dr. Smith.
Entrada: 10 dólares
A la entrada, una mujer indígena de unos veinte años le vendió la boleta a través de una pequeña ventanilla que había dentro de un zaguán. Luego la mujer tocó una campana y desapareció de la ventana para aparecer luego en la puerta interna.
Al entrar, lo primero que vio fue a un hombre de unos sesenta años, cabello cano, lentes con montura de carey, traje y zapatos blancos. Llevaba bigote y barba blancos que contrastaban con el corbatín negro. Johnson pensó inmediatamente en el coronel Sanders, famoso por los pollos de Kentucky.
‒Bienvenidos, damas, caballeros y niños al museo del doctor Smith. Aquí encontrarán piedras que vienen de las minas del rey Salomón, la sortija de compromiso de uno de los aliens que se accidentaron en Roswell, un trozo de la cruz donde murió Jesús de Nazaret, la hamaca en que dormía el doctor Stanley cuando se encontró con el doctor Livingstone, y mucho más. Y por cinco dólares más podrán conocer el museo de los muertos vivientes. Un fantástico recorrido por el mundo de los que nos han visitado y nos han dejado sus cuerpos.
El doctor Johnson sonrió divertido al ver que dicho personaje extendía su mano pidiendo los otros cinco dólares al tiempo que pronunciaba esas palabras.
‒Permítame que me presente. Soy el doctor Smith. Dueño del museo. Veo que viene solo. De manera que seré su guía. Bienvenido.
Johnson comenzó el recorrido entre escéptico y divertido. Por supuesto, pagó los cinco dólares extras que el hombre de blanco se guardó inmediatamente en el bolsillo trasero de su pantalón. El doctor Smith hablaba como si hubiera un público numeroso oyendo sus explicaciones.
Comenzó a caminar por una serie de habitaciones, y explicaba cosas de difícil verificación. En esta silla se sentó el general Ulises Grant a beber un tequila que le habían traído de México. En aquel espejo, el general Custer se peinó antes de ir a la batalla. Estas piedras son traídas del Amazonas. Fueron robadas a Pizarro, que las pensaba enviar a España como regalo al rey Carlos V.
Fueron pasando de habitación en habitación. Un pedazo de metal retorcido con visos verdes resultó ser un anillo que portaba un extraterrestre accidentado en Roswell. El doctor Johnson estaba convencido de que había tirado sus quince dólares. No había en todo el museo nada digno de fotografiar. Estaba por interrumpir a su guía para terminar el recorrido cuando aquel lo tomó por el brazo y le dijo:
‒Ahora viene lo más fantástico. Mi colección de muertos vivientes.
Y conduciéndolo por un pasadizo estrecho lo llevó a un recinto donde se podía ver una serie de estatuas con figuras humanas.
‒Por favor. Sin fotografías ‒se apresuró a decir el guía cuando vio que Johnson quitaba la tapa al objetivo de su cámara.
El doctor Johnson iba a protestar, pero vio en los ojos del doctor Smith una expresión que se lo impidió.
Llegaron hasta las figuras. Una de ellas tenía un uniforme del ejército alemán y hacía el gesto de saludar extendiendo su brazo al frente.
Una mujer tenía un ceñido vestido de la época victoriana con una falda amplia que parecía más un paracaídas abierto que una prenda de vestir. Portaba una sombrilla con la que aparentaba cubrirse del sol.
En un rincón, un personaje de bombín, bastón y pantalones caídos, parecía emular al fantástico Charles Chaplin. La cara era muy diferente, pero un negro bigote recortado insinuaba sus facciones.
Había todo tipo de personajes: una figura vestida de soldado romano cuya inscripción decía Julio César. Otra figura femenina vestida de piloto parecía ser Amelia Earhart. Otro, con una barba evidentemente postiza, era Ulises Grant; una figura con una peluca blanca y una casaca militar era George Washington. Las caras no se parecían a los personajes reales de la historia. La cara de la figura de Washington no tenía la nariz prominente. El Cristóbal Colón tenía la cara de un muchacho de veinte años, de aspecto indígena. Sin embargo, por su vestimenta, el catalejo en una mano y el mapa en la otra, hubiera pasado por el navegante genovés.
El sitio era fantástico. Las facciones de los personajes eran perfectas. Mucho mejor logradas que el museo de Madame Tussaud. El doctor Johnson se acercó a varias de las figuras y creía ver el cristalino en los ojos de cada una. Las fosas nasales tenían vibrisas como las de una nariz real. La piel tenía todas las arrugas esperadas e imperfecciones propias de un cuerpo humano. La anatomía de las venas del dorso de las manos era reproducida con total fidelidad. A los que tenían la boca semiabierta se les veía una lengua perfectamente labrada en su interior. Incluso creyó ver un poco de cera en la oreja derecha de la figura de Julio César.
Cada uno tenía una fisionomía diferente. Ninguna cara se parecía a la del personaje que representaba, pero la perfección en los rostros era impresionante.
‒Nunca me hubiera imaginado a Atila el huno, rubio y con ojos azules ‒dijo Johnson, parado frente a la figura.
‒Era el único cuerpo que tenía en ese momento.
‒¿Es que usted no los hace?
‒No, me los regalan los que vienen por aquí.
‒¿Y los vestidos?
‒Esos los hace Rosario, mi mujer.
‒¿Pero cómo hace para que los muñecos queden tan bien?
‒Es que no son muñecos. Son personas reales ‒respondió al oído Smith.
El doctor Johnson recordó entonces el malestar que el museo había producido en la señora Stampton. Incluso él sintió un poco de mareo, que atribuyó al calor del recinto.
Sabía muy bien que ese cuento de los cuerpos humanos embalsamados era un gancho publicitario para que los turistas (los pocos que pudieran llegar), quedaran impresionados.
Reconoció la figura de Hitler por el uniforme de un general alemán de alto rango, el cabello peinado de lado y el conocido bigote. Sin embargo, el personaje que lo interpretaba parecía tener ochenta años.
‒Pero Hitler no era tan viejo…
‒Tal vez no externamente, pero por dentro era un anciano. ¿Qué edad real tiene usted?
Johnson sonrió inmediatamente. El viaje que estaba realizando lo había convertido en un joven de veinte años.
Volvió a mirar la figura. Los ojos, las cejas, la piel… todo parecía tan real.
Intentó tocarlo, pero su guía le cogió la mano.
‒No tocar ‒dijo, señalando el letrero que estaba replicado en todas las paredes.
‒Es que parecen tan reales…
‒Plastinación.
‒¿Cómo dice?
‒Plastinación ‒respondió el anfitrión‒. Es la técnica que descubrió mi tatarabuelo hace más de doscientos años. Es la que aún uso en los cuerpos.
Está loco, pensó el doctor Johnson mientras seguía su recorrido por una galería de recintos, Cleopatra, Hipatia, Galileo Galilei, Leonardo Da Vinci, Caperucita Roja, Alejandro Magno, Shakespeare, Marco Polo. Carl Marx, Blanca nieves, Gengis Kan, Abraham, Ramsés II y cientos de personajes de la historia, reales o imaginarios. Por supuesto, no podía faltar el imperdible Napoleón Bonaparte.
Claro que este Napoleón media más seis pies de alto. De todos modos, era un verdadero espectáculo ver esa figura del personaje con su casaca militar y con su mano metida entre la ropa, pareciendo rascarse el ombligo.
Los muñecos de plástico, de cera o del material en que hubieran sido fabricados eran toda una obra de arte. Sobre todo el hecho de que cada figura tuviera una cara y una forma diferentes. De entrada se podía ver que no habían sido fabricados en serie. Cada muñeco tenía características individuales. Como los soldados de terracota que había visto en el museo de Nueva York.
A Johnson le gustó la idea del doctor Smith de inventar que eran cuerpos humanos reales para generar impacto en sus visitantes. El hombre era un excelente mentiroso.
Otro detalle llamó la atención de Johnson. Algunas prendas parecían más viejas y decoloradas. Otras, por el contrario, parecían recién hechas. Y se lo hizo saber a su guía.
‒Es que este museo está en permanente crecimiento. Ahora mismo estoy preparando la figura para Romeo y Julieta. Me falta Julieta. Y también tengo el traje listo para Neil Armstrong, el astronauta.
‒Qué interesante ‒se limitó a decir Johnson mientras seguía recorriendo habitaciones.
Cuando salió del museo eran más de las dos de la tarde. El sol calentaba fuerte a pesar de que el verano había pasado hacía varios meses.
Se tomó una cerveza en la tienda de una esquina y decidió volver al hotel. Había sido una verdadera lástima que le impidieran tomar fotografías. Un sitio así no volvería a encontrar en lo que quedaba de su viaje. Si bien al principio le pareció un robo, al final había quedado convencido de que los quince dólares habían sido bien invertidos.
Al llegar al hotel, el anciano recepcionista le preguntó si almorzaría. Él respondió que no, pero que se sentaría en la sala un rato a leer la prensa.
Allí encontró llorando a la señora Stampton.
‒Es Geofrey. Aún no ha vuelto.
‒¿Y su moto? ‒preguntó el doctor Johnson sin mucha prudencia.
‒Él no me abandonaría. Estamos enamorados.
‒No quise decir eso, por favor discúlpeme. Quiero decir…
‒Su moto está afuera. Ya revisé ‒respondió ella en tono agresivo.
Hubo un silencio bochornoso que duró unos pocos segundos.
‒Le dije esta mañana que no volviera al museo, pero no me hizo caso. Él quería tomar unas fotos de los cuerpos. Se llevó la cámara. Seguro se fue para allá.
‒Pero yo estuve allí y no lo vi.
‒Está allá. Con toda seguridad que está allá. En el fondo de mi corazón lo presiento.
A Johnson no le gustaba ver llorar a una dama. Como buen caballero, se ofreció a acompañar a Mrs. Stampton hasta el museo.
No era la primera vez que unos jóvenes se casaban llevados por las hormonas y el momento, y después uno u otro se daba cuenta de que el matrimonio no era lo que buscaban. No era infrecuente que uno de los dos huyera aterrado. Pero, por otra parte, la motocicleta de Geofrey seguía parqueada en la calle, detrás del Dodge Coronet de Johnson, por lo que la hipótesis de la huida parecía poco probable.
El doctor Johnson le propuso acompañarla a buscarlo por el pueblo y aprovechar y pasar por el museo. Por lo menos así la señora Stampton confirmaría o descartaría sus sospechas. Además, no abandonaba la posibilidad de poder tomar alguna fotografía.
El encargado del hotel vio cómo el doctor Johnson salía nuevamente a la calle acompañado de la señora Stampton, que lloraba prendida de su brazo. El arrugado anciano sabía que nunca más los volvería a ver.
Y así fue. El doctor Johnson nunca volvió al hotel. Tampoco llegó a Jacksonville para visitar a unos nietos que ni siquiera lo recordaban. La señora Stampton nunca volvió a trabajar como camarera de un restaurante. Su padre aún maldice al vago que se la llevó.
Pero las pocas personas que visitan el museo del doctor Smith en el remoto pueblo de Edgarsville pueden ver una feliz pareja abrazada, ataviada con ropajes de la Verona del siglo xv. Ambos irradian felicidad. Ellos son Romeo y Julieta. Los amantes que murieron víctimas de un amor juvenil y del odio de sus padres.
En otra sala ven un personaje vestido de astronauta, con un cartel que dice:
Neil Armstrong.
Primer hombre en pisar la luna.
Favor no tocar