Medellín, 1987. Comunicadora social-periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana (2011), y Magister en Comunicación Digital de la misma institución (2016). Allí, también, estudió Pedagogía (2012).
Se desempeñó durante 4 años como Comunicadora Social del Sistema de Alerta Temprana de Medellín y el Valle de Aburrá SIATA, proyecto del Área Metropolitana y La Alcaldía de Medellín. Actualmente hace parte del equipo de comunicaciones de la Secretaría de Cultura Ciudadana de la Alcaldía de Medellín y del Sistema de Bibliotecas Públicas de Medellín.
La primera palabra que escribió fue Mariposa, y de ahí en adelante, su pasión por el discurso y la escritura ha sido una vorágine de sílabas y palabras de nunca acabar. Tiene un gato: Leo, y una gata llamada Limón.
Textos suyos han sido publicados en las Revistas Prometeo, Cuadernícolas y Cronopio. En la antología del XVII Encuentro de Poetas de Comfenalco, 2016. También ha sido lectora invitada a diversos festivales culturales de Medellín.
En el mundo digital es conocida como Valentina Vendaval o Juanita Rayuela. Tiene un blog que se llama La Rayuela: 123rayuela456.blogspot.com.
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Relatos
Nélida
He estado pensando en Nélida. Intento recordarla. Su imagen se me atraviesa en el horizonte, pero no logro precisarla. Su figura se descubre en un vago recuerdo gris de calles grises: El cielo gris por encima de la ventana gris por la que miran sus ojos grises. La niña gris.
No sé qué habrá sido de ella, la eterna vecina de la Casa Blanca, la de los ojos tristes, la sonrisa pequeña y los cordones gruesos. Nélida no habla, no murmura, ella es una fotografía en blanco y negro acomodada en la memoria. Una imagen inmutable que a veces me asalta el pensamiento cuando me pongo a recordar. Nélida es una escala de grises sentada en la ventana, una sombra parada en la acera… una silueta corriendo bajo el sol. Nélida es de viento, de algodón, Nélida Nostalgia y de cartón.
A los recuerdos de Nélida los embriaga el silencio. Sólo suena en la distancia mi voz gritando por entre las verjas ¡Néeeeeliiiiiidaaaaaaaaa!, como si me estuvieran apretando el estómago, ¡Néeeeliiiidaaaaaaaaaaaa! , y Nélida aparece en su ventana, sonríe y desaparece. Pasan unos instantes y pienso que sus padres no la dejaron salir. En el fondo el sonido del viento, tal vez el tic-tac de un reloj. La puerta se abre. Sus zapatos saltan como en una rayuela imaginaria, 1-2-3 y sus ojos miran calle arriba, 4-5-6 calle abajo, 7-8-9. No hay carros. Nélida corre. 10. Nélida aparece en mi puerta. En mi vida.
Si alguien la conoce dígale que la recuerdo. Se llama Nélida y tiene los ojos grises. Vivió en la casita blanca, que aún está en pie al frente de la casa de mis tías, que sólo tiene una ventana. Se fue creyendo que yo iba a ser médica. Se fue olvidando sus zapatos rotos, su delantal a cuadros, el frío corredor de su casa. Yo le decía que cuando grande quería ser “doctora como mi papá” y jugábamos al médico y ella siempre era la paciente y yo le daba agua en gotitas para que se pusiera bien de sus males inventados. Si la ven díganle que ya soy grande, que ya amarro mis cordones y que no me gusta la guanábana. ¡Díganle que no soy doctora! que no soy lo que quise ser. Díganle que crecí, que ya soy otra, otra que no es lo que quiso, sino lo que quiere ser.
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¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?
ALONSO
El sonido de la puerta al cerrarse fue como un click que le cegó el cerebro. Bebió un sorbo del whisky que sostenía en la mano. El hielo sumergido en el líquido terracota le recordó un acantilado breve y certero. No le supo a nada.
En medio de la habitación una pequeña silla.
Caminó hacia el baño. Se miró en el espejo. Las cejas despobladas, los ojos hundidos en las concavidades insondables de lo incierto. Se obligó a sonreír. Los dientes estaban amarillos. Sacó del cajón que había bajo el lavamanos una cajetilla de Marlboro rojo y prendió un cigarrillo en la vela aromatizante que Elena mantenía prendida en el baño. Era Una vela verde. El olor a yerbabuena se confundió con el humo gris que salía de sus pulmones. Tuvo un recuerdo absurdo, prefirió ignorarlo pero no pudo evitar la imagen de un ángel cayendo y las palabras de Elena levitando sobre el humo calizo “se muere un ángel cada que prendes un cigarrillo con una vela”. Maldita seas Elena, que se mueran todos los ángeles del cielo, se dijo. Y tiró al retrete el cigarrillo a medio comenzar. Prendió uno, dos, tres, siete cigarrillos con el recuerdo de Elena pegado en la frente como un tiro. El último lo degustó sentado en el piso. Tiró la cadena. Ocho cadáveres angelicales, pensó, y con esfuerzo se puso en pie. El Cáncer ya se le había quitado medio estómago, el hígado y ambos pulmones funcionaban a media máquina. Que se lleve todo si quiere Hijo de Puta. Y mirándose al espejo tosió.
Afuera el ruido de la música y las risas estridentes le hicieron dar rabia. Apagó la luz. En la penumbra reconoció sus zapatos, la cómoda vieja, el libro inacabado, las gafas de Elena, la bata de Elena, los encajes de Elena, los calzoncitos de Elena. Elena a media luna, a medio terminar, la Elena interminable y oscura. La fría de Elena. La puta de Elena. Acabó el cigarrillo.
De un trago se tomó el poco Whisky que le quedaba y en la garganta se le anudó un hielo que se deshizo en una exhalación. Cuando la soga se cerraba con fuerza en su cuello el sonido de la puerta le cegó el cerebro. Era ella. Había vuelto para quedarse.
ELENA
No quiso voltearse por última vez. Apagó la luz con rabia y salió como si la fueran a matar. Buscó las llaves en el bolso y encendió el auto. Alonso no quería mirarla. De espaldas a la puerta se tomaba el primer trago del día. Degustó el sabor electrizante en la punta de la lengua y jugó con los hielos en la boca mientras ella empacaba. Sonrió cuando escuchó la puerta cerrarse tras de sí. Quedó a oscuras. Las lágrimas le empañaron la vista y soltó el clutch con tanta rabia que el carro fue a parar en el jardín. El rastro de las flores amarillas esparcidas sobre el pavimento fue lo último que quedó de Elena. La carretera se le presentó insoportable. Demasiado por recorrer y sin saber a dónde ir. Al fondo un horizonte estrellado. Apretó con ambos pies el acelerador. Cerró los ojos.
Alonso le rozaba el cuello con ambas manos, quiso estrangularla. Elena extendió los brazos y sintió el vació en el estómago al caer por el precipicio.
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¿Qué somos? Papeles prestados Vol. 2
“Somos más que agua, más que tierra, más que sol. Somos la fuerza viviente que se da un motivo para vivir”
Ray Bradbury
Somos el ímpetu del que espera. El amor cuando no llega. Somos la rabia que se nos cuela por entre las comisuras de los labios y el dolor cuando es de noche. Somos El viento, la luna. El Resplandor. Somos la sangre y la tierra que cargamos en las entrañas. Somos el cielo y el beso. La bendita mentira de la eternidad.
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¡Que pudiéramos volar!
El timbre de la puerta la despertó. Era Darío, quien con sus inmensos ojos miel le dijo “que yo te invito a un concurso de aviones de papel”. Alejandra, en un intento por parecer natural a semejante hora del día, apartó sus ojos de los rayos de luz y entrecerrando los párpados, y arrugando la nariz, sonrío. Con todos los dientes le dijo que sí, “que vamos”. En un parpadeo subieron corriendo hasta el último piso para escribir en hojas de papel sus palabras dulces.
“Que el cielo sea verde”, “que los dinosaurios existan”, “que la sopa sea de cereal”, “que el amor no duela”… y comenzaron a construir aviones con sus deseos. Alejandra quedó absorta en los pájaros de papel que volaban hacia el suelo, que para ella era un cielo engramado, un cielo verde. Darío escribió un mensaje secreto que lanzó con rapidez al firmamento.
Alejandra le miró los ojos, las pecas de la nariz. Él notó sus dientes un poco torcidos, el aliento a barrilete y el lunar que tiene en la punta de la nariz. Soltaron una carcajada al viento y salieron corriendo escaleras abajo a ver cuál de los dos alcanzaba a recoger más deseos de papel, antes de que aterrizaran. El tiempo pasó. Entierrados y exhaustos de tanto correr, gritar, saltar y caer, decidieron acostarse sobre el prado con las narices al cielo. La noche aterrizó en sus frentes y Alejandra se puso de pie. Las estrellas le anunciaban la hora de regreso a casa: las tareas, el chocolate caliente, su papá en la puerta esperando con el reloj reflejado en las pupilas. Salió corriendo. Darío la vio alejarse: su colita de caballo al viento, los cordones desamarrados, la sonrisa que alcanzó a darle cuando se volteó para gritarle “Mañana nos vemos” y alejarse por el camino de piedra. Darío no quería volver a casa. Tenía muchas historias que contarle, contarle por ejemplo que a su perro Rex le habían encontrado dos garrapatas esa mañana, o que odiaba su clase de artística, contarle por ejemplo que a veces, sólo a veces, quería jugar con ella por siempre. Dio media vuelta y salió corriendo. Decidió tomar un atajo para llegar más rápido a casa.
“Engarzado entre las hojas de un árbol, al vaivén del viento, y esperando no estrellarse todavía contra el suelo, cuelga una esperanza de papel, una ilusión hecha avión que reza en letra rápida y temblorosa: “Que me des un beso”.