24 – Raúl Andrés Ocampo Botero

Nacido en La Unión, Antioquia, Colombia, 1987. Licenciado en educación con énfasis en humanidades y Lengua Castellana, bibliotecario, promotor y animador de lectura y diseñador gráfico. Sus poesías han sido publicadas en el libro Antología Poética del XI Festival de Poesía Inédita “Palabra viva y sentimiento” de la editorial Pulso y Letra en el año 2015. Participante de talleres de escritura de su municipio y miembro de la Corporación socio-cultural Café Literario Unitense. 

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El rey y el guerrero

Había un rey. Él dirigía toda una comarca y tenía un gran sentido de alma cobarde. A tal punto que consideraba que el bien y el mal estaban unidos por la extraña sensación del deseo, de la manipulación del poder. Quería que los demás fueran sus súbditos al costo de su arrogancia. No tenía mayor importancia para la condición humana. Y por ello tenía muchos sirvientes, los cuales podían estar a su lado y a la misma vez le aborrecían, odiaban y difamaban; pero al final de cuentas estaban a su lado. Eran esclavos. Solo un guerrero quiso estar en su contra. Quería ser fiel a sus propias convicciones de cautivo y conocía las leyes del reino. Confiaba en su instinto y su guerra era por las personas que estaban en su misma condición: la pobreza. Invitó a otros para que le ayudaran a destronar al rey, pero nadie le acompañó.  Eran cobardes. No confiaban en la convicción del alma, de instinto. Los demás le decían que él tenía la razón, que su fortaleza era única y su lucha era considerada como una forma de vida, una ilusión ante el mundo y contra su verdadero ser. Por ello lo admiraban. Los demás sabían la idolatría del rey y la ironía de ir en  su contra. El orgullo de aquel hombre hizo que de su ser saliera un hombre con fortaleza, con ahínco de triunfo, un verdadero héroe. Y comenzó a vencer los obstáculos del miedo, emprendió la estrategia para destronar al rey de su tiranía. Lo hizo a solas. Ideó su propio plan. Era una guerra entre él y el mundo. Pensó en la forma de irrumpir en el castillo mientras el soberano se encontraba en su trono, a la hora precisa en la cual los guardias perdían su valentía. Pensó las formas de entrar y salir del castillo sin ser visto. Y nadie, en absoluto nadie, le ayudó para planear su estratagema. Era una guerra adversa al mundo y con sentido de vértigo. Debía salvar su nombre, su ilusión de vencer era la apropiada para el pueblo. Algunos sirvientes le colaboraban con ánimos, con aliento, con fortaleza, pero sin una ayuda verdadera porque todos sabían que él perdería. Sería llevado a la horca y allí terminaría su orgullo. Alguien lo había planeado antes y el rey le había ejecutado a muerte. La decisión se hizo precisa, el guerrero entró en la noche, subió por unos canales a la torre más alta donde se encontraba el rey descansando. Pasó por el lado de los bufones, los cuales estaban embriagados por las sobras que el rey había dejado a sus manos y dormitaban entre risas y sarcasmos. Se detuvo un instante para pensar en su ejecución y lo alentó el valor de su pueblo. Luego, continuó su camino mientras las risas le acechaban el pensamiento. Empujó la puerta con sigilo. Estaba cerrada. Al sentir que esta no se abría quiso derribar la puerta, pero al momento cedió como por arte de magia. Salía una sombra. Escondió su rostro y penetró al aposento.  Se acercó y vio el rostro del rey, seco, diabólico, sonriente como un niño, entre sueños. Sacó su daga y la apuntó al centro del corazón. Éste abrió los ojos. La mirada fue unánime, corta, penetrante. Cerró los ojos. El presunto asesino apretó su arma con más ahínco. Pero allí se arrepintió de su idea. Sintió pánico. Quiso escapar. Emprendió el camino de regreso. Logró burlar de nuevo los bufones que estaban dormidos. Pasó de nuevo los canales con las luces enigmáticas. Al llegar a final de la puerta un soldado lo vio correr. Fue llevado a consejo y condenado a la horca. Fue culpado de traición. Solo el rey por valentía le permitió vivir a cargo de manejar su reino. Él guerrero aceptó. Y los súbditos le odiaron, pero él se sintió feliz. Feliz como nunca se había sentido.