Yo me muero después de que lo maten
Réquiem aeternam dona ei Domine. Et lux perpetua luceat ei. Requiescat in pace.
−Yo me muero después de que lo maten.
Dijo el abuelo y se sentó en la mecedora de mimbre, cruzó sus piernas y en ellas colocó sus manos, giró su cabeza hacia a la derecha y su sombrero negro se ladeó levemente; tenía emboquillado un tabaquillo “114” y en sus ojos ocultaba una tristeza insondable que colgó en el silencio de aquel instante. Aquella imagen, la de un hombre bondadoso de manos recias y fuertes, que en los días de guarda siempre llevaba zapatillas negras charoladas, sombrero negro, un pantalón negro y una camisa blanca de cuello y puños almidonados, se quedó incrustada en lo más profundo de mi memoria.
Ese día, día de diciembre, un domingo de verano, a las dos de la tarde me acuerdo muy bien, por el canto desentonado del cucú de la sala, de cómo exploré con mis manos de niña su bolsillo derecho y allí encontré los dulces, él siempre los traía después de ir y venir del servicio religioso, yo era entonces su niña guapa: si estaba trabajando con caliza yo le pasaba el recipiente con el agua, si clavaba yo sostenía la caja de clavos, si recorría la madera con sus dientes de metal, yo recogía el aserrín y si estaba midiendo yo le pasaba la escuadra, el metro o el nivel.
La tarde de aquel día no se vio, no la recuerdo, solo se quedaron las primeras horas de la noche cuando el sol se disipó en el horizonte y las sombras se recostaron sobre los tejados de las casas, y las lámparas del alumbrado público, difusas y esquivas, empezaron a alumbrar poco a poco las calles, los frontones de colores y las paredes blancas de las casas, el silencio acordonaba por aquel entonces las noches del barrio, solo escuchaba mis pensamientos y las palabras sueltas de mis sueños despiertos, y de vez en cuando, muy lejos, el lamento de una traición en ritmo de milonga, que cuando la escucho, al pasar por cualquiera de las cantinas de mi barrio, me trae este recuerdo que se me ha pegado a la memoria como una sombra perdida de mi pasado.
Un resplandor.
Una explosión.
Segundo resplandor.
Segunda explosión.
Fueron dos tiros de máuser, luego, con los años me enteré.
−Mataron a Gabriel −pronunció con voz seca y grave el abuelo.
El abuelo estaba en su mecedora de mimbre; entonces, agachó la cabeza sobre su pecho y ocultó el rostro debajo del sombrero negro.
Las tres hermanas, mis tías, en camisones blancos, desmaquilladas y despeinadas, salieron corriendo de la habitación donde se encontraba el gabinete de los espejos, habían escuchado la voz recia del abuelo y se enrumbaron en dirección a la calle donde sonaron los dos tiros, y detrás de ellas la abuela con su traje blanco, su delantal de cocina y el trapo para secar los platos.
−Señora, no lo toque −ordenó un hombre armado.
−Este fue un vicioso de la marihuana y el bazuco −dijo el segundo hombre armado
−Le llegó el turno señora, estamos en limpieza social −concluyó el tercer hombre armado.
−¿Qué no lo toque? Acaso es un perro sin familia. Este es mi hijo Gabriel y si lo acaricio, ustedes verán qué van a hacer con tantos muertos.
Fue tanta la decisión en la voz de la abuela, que los encapuchados armados se encogieron en su silencio mientras se retiraban de aquel lugar.
−¡Uno decide lo que va ser en su vida, él no le hacía mal a nadie! −les gritó la abuela con voz fuerte y descompuesta, cargada de dolor.
−¡Uno decide lo que va a ser con su vida, él no le hacía mal a nadie! −gritó de nuevo la abuela.
Mi tía la mayor llegó con una sábana blanca y entre las cuatro colocaron en ella el cuerpo sin vida de mi tío Gabriel; luego, empuñaron los cuatro extremos de aquel manto, y empezaron un desfile fúnebre alucinante hacia la casa. Sus figuras se trasformaron en cuerpos sin cabezas, la luz rebotaba solo en sus vestidos blancos y el tío Gabriel venía con su cara serena, como si estuviera dormido.
El abuelo, inalterable, seguía en un estado de resignación, inmóvil, todavía con las piernas cruzadas y sus manos amarradas con sus dedos a la rodilla montada, sus zapatos, pantalón y sombrero contrastaban con el blanco impecable de su camisa. Me acuerdo muy bien de aquella figura, que con el tiempo se me fue convirtiendo en un cuadro que llegó a simbolizar para mí la entereza y el coraje.
−¡Ay Gabrielito, tanto que te decía: un día de estos te van a matar! −aulló la mayor.
−¡Uno se muere de lo que le dé la gana! ¡De lo que le dé la gana! −chilló la menor con su voz aguda y disonante.
−¡A uno no se le mata así no más, culpándolo de malo, cuando no se le hace mal a nadie! −Y a continuación: ¡Mundo desgraciado este del bien y del mal! −vociferó la del medio.
Aquel cortejo fúnebre: de sábana blanca, de ropas blancas y de manos salpicadas con la sangre de Gabriel, descendió hacia la casa con un llanto alterado, acompañado de gritos y palabras incoherentes, y de rostros, que con sus gestos entregaban ese dolor que se estremece con la ausencia.
−Mataron a Gabriel −dijo la primera sombra.
−Mataron al mono −exclamó la segunda sombra.
−Mataron a Gabrielito −gritó la beata.
−Escóndase mijo que mataron a Ricitos de oro y de pronto empieza otra balacera −dijo una madre.
−¡Mataron a Gabriel! ¡Mataron a Gabriel! ¡Mataron a Gabriel! −corearon varias voces como un eco saltando de ventana en ventana y de puerta en puerta.
Muchos escuchaban, se quedaron callados dando oídos a algo que no parecía ser sino un eco enroscado dentro de otro eco y que producía una especie de fárrago de voces, un retumbo escapado y atajado.
Cuando llegaron los de la policía y los de la funeraria, se llevaron a Gabriel para la azotea; a continuación, llegó un ataúd morado con ventanilla de vidrio transparente, después empezaron a colocar las coronas de flores, con cintas negras y letras amarillas con el nombre de Gabriel Crisóstomo Zapata Iriarte: 1965-2006. Luego entraron los velones, largos y gruesos, con moños negros, y por último, una imitación de la cruz y el santo sudario, los extremos de aquel manto caían como dos brazos vencidos. A eso de las nueve de la noche bajaron el cajón y lo colocaron sobre la mesa del comedor que lucía su mejor mantel; entonces concluí que en él estaba Gabriel, y cuando pude encaramarme en un taburete, vi su cara coloreada, sus labios pintados, sus risos monos alisados, sus ojos cerrados con unas pestañas que no eran las suyas y por último vi su cara rolliza, que parecía hinchada, casi no lo reconozco.
Poco a poco fueron llegando, primero los vecinos y luego la familia que venía de los pueblos vecinos: primos, tíos, hermanos, sobrinos y mucha gente más que traían las imágenes del recuerdo, en especial aquellas cuando él calzaba los guayos del equipo del barrio. Eso fue antes de empezar su cambalache por otra vida sin apuros, con la ayuda de la mariguana, que lo acompañó hasta ese momento donde el hilo de la vida le fue cortado. Fueron veinte años de andar y hablar pausado, siempre con zapatos y pantalones blancos y sus camisas floridas de mangas anchas y desabrochadas en los dos primeros botones. Sus amigos más cercanos siempre lo llamaron el Camaján. Entre la música que más le gustaba había una que se sabía de memoria y que muchas veces tarareaba cuando sus ojos se tornaban rojos. Era el tango titulado: “Sangre maleva”:
“La Boca, Avellaneda, Barracas, Puente Alsina,
el bajo de Belgrano y en el mismo arrabal
fue siempre respetado el zurdo Cruz Medina,
por ser un buen amigo, muy noble y servicial.
Fue hombre entre los hombres, fue taita entre matones,
pasó su vida breve allá en el arrabal
donde se oyó de noche la ronda de botones
y en un café del barrio solloza un bandoneón.”
De pronto, una de las auxiliares de la sacristía de la parroquia, empezó a enunciar frases que aún retumban sin sentido en mis oídos.
−¡Ave María purísima! −la auxiliar.
−¡Sin pecado concebida! −el primer coro.
−En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén −el segundo coro.
−Este novenario lo ofrecemos por el eterno descanso del alma de nuestro hermano Gabriel en los brazos del Señor Jesús −la auxiliar.
−Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos… −todos juntos.
−Señor, tú nos lo habías dado para que fuera nuestra compañía y nuestro consuelo y ahora lo has llevado a tu lado. Te lo devolvemos sin quejas y aunque nuestros corazones estén desgarrados por el dolor, nos complace aceptar tu santa voluntad. Tú nos lo diste, tú te lo llevas −la auxiliar.
Amén −los dos coros.
−Piadoso Jesús, Señor y Dios nuestro, concédele a nuestro hermano Gabriel el perdón de sus pecados y dale el descanso eterno −la auxiliar.
−Amén −los dos coros.
Mi tía la del medio, que estaba estudiando en la universidad, siempre me decía que eso del pecado era pura imaginación, que eso eran cuentos de los ricos para someter a los pobres. Y hoy, con mis años de mujer madura creo entender aquellos reproches.
El abuelo seguía sentado en su silla de mimbre, en silencio y con su sombrero tapándole la cara. Todos se le acercaron y le expresaron un sentido pésame, él no contestó, él fue un hombre de pocas palabras. Las mujeres hicieron una genuflexión ante su presencia de patriarca, se santiguaron y se retiraron en silencio hacia la sala de los rezos.
Yo quería enterarme de todo lo que estaba pasando en la casa, era mi primer muerto , y no entendía por qué las mujeres estaban tristes, si el tío Gabriel tenía cara de contento, y pensé que él se alegraba por aquella reunión de tanta gente, que no hacía sino hablar de él; de lo buena gente que era: que servicial, que caritativo, que acomedido, que no le quitaba un peso a nadie, que siempre estaba donde había un enfermo o el dolor ajeno, que cuidaba a los viejos que se quedaban solos, en fin, tantas cosas se hablaron y hablaron que perdí el hilo de aquel reguero de bondades.
Los hombres se habían retirado a la azotea, algunos recordaban el quiebre de su pie izquierdo para manejar el balón, otros miraban detenidamente el firmamento fumándose su cigarrillo Piel Roja y lanzando fumarolas al viento, otros bebían de una botella de licor y no logré escuchar las palabras que pronunciaban. Entre ellos estaba mi primo Jorge Mesa, que no podía ocultar en su semblante una rabia que le apretaba el rostro y lo hacía lagrimar.
−¡Ay Gabrielito, la falta que me vas a hacer! −exclamó mi tía la mayor, lanzó un suspiro y se desmayó.
Esta sí fue la mejor: un ¡uy! en coro y cinco mujeres corriendo a socorrerla antes de que tocara tierra, pero siempre se pegó su batacazo contra el piso. La tomaron de los brazos y la cintura y se la llevaron para la alcoba de los abuelos; con agüita hervida azucarada y emulsión de hierbabuena, la fueron volviendo a la vida.
−¡Qué sobresalto! −yo creí que los muertos en la familia se nos iban a venir de seguido.
La noche se fue deslizando, traía y llevaba aquel bisbiseo de voces, que como un zumbo de abejones se fue gastando con las horas que se majaban lentamente. Las mujeres se turnaron, unas a dormir y a rezar las otras. La aurora se fue mostrando en el horizonte, yo me había acostado al lado de mi abuelo, nadie se percató de mi ausencia, yo quería estar a su lado aquella noche, lo raro fue que desde que pronunció la frase: “Mataron a Gabriel”, no quiso hablar con nadie, ni conmigo. El sol entró alborotando el día, entonces repartieron chocolate caliente con pan de leche enroscado; mi tía la del medio le llevó el chocolate caliente al abuelo que no había probado bocado desde el día anterior.
−Apá… tómese su chocolate que enseguida viene el párroco a celebrar la misa y después nos vamos para el cementerio −lo dijo con una voz cariñosa que aún recuerdo.
−Vea, apá… despierte para que se bañe y se cambie de ropa −el abuelo seguía inmóvil, con su sombrero negro tapándole la cara, no contestó, entonces mi tía le levantó el sombrero y lanzó un ¡ay! que recorrió la casa y toda la calle donde vivíamos, el grito y al suelo… se desmayó. El primero que llegó fue mi primo Jorge Mesa, vio el rostro pálido del abuelo y comprendió que hacía mucho rato había muerto. Cuando llegaron mis tías y varios de los que participaban del velorio, entonces, el primo tapó nuevamente la cara del abuelo con su sombrero negro.
−El abuelo está muerto −lo dijo lentamente, hincó una de sus rodillas sobre el piso y besó las manos de aquel patriarca que había cumplido con su palabra hasta el día de su muerte:
−¡Yo me muero después de que lo maten!
El sobresalto fue mayúsculo, las honras fúnebres se prolongaron hasta el día siguiente, la ventanilla del tío fue sellada, seguramente ya se veía su cuerpo fermentado; entonces, aquel remolino de sucesos y el ajetreo de los presentes casi se convierte en el acabose. El tío Gabriel pasó a ser un ser de segundo plano, y arrancaron de nuevo con el sartal de oraciones por el alma del abuelo que era la que quedaba viva y que tenía que rendir cuentas al Eterno, asunto que me confundió y me llevó a creer que todo aquello era un disparate, pues el abuelo no tenía que rendirle cuentas a nadie, si no se las rindió a ninguno en vida, entonces en el silencio no suenan las palabras, y además el abuelo ya no tenía pensamientos, según decía mi tía la del medio.
El caso fue: dos noches de trasnocho, dos muertos, dos misas, dos rezos y un entierro en dos fosas separadas. Los trajes negros se lucieron en aquellos nueve días dedicados a rezar por el alma de los muertos, aquellas noches se prolongaron cuando se rezaron dos novenas por día, una seguida de la otra, primero por mi tío y después por el abuelo, de acuerdo al orden de los hechos.
Todo fue volviendo a la rutina después del espectáculo de las novenas, de los tintos, de las aguas aromáticas, de los pancitos de leche enroscados y alguno que otro lamento incontrolable. La única que no dijo ni mu fue la abuela, su silencio, su mirada altiva y firme nos fue acomodando en esta realidad de vivir y morir.
Los días fueron llegando y se fueron marchando, todo se convertía en pasado y el presente fue aflojando las amarras de los acontecimientos que se avecinaban para la familia; el futuro es un sueño, decía mi primo, pero yo me pregunto si no tiene que ver mucho con el pasado donde uno se ha formado, apuntalado en un presente lleno de ideas consecuentes con las acciones que uno realiza.
−¡Opa!… −se me fue la mano…
De mi primo y mi tía del medio no se sabe nada hasta el día de hoy. Algunos dicen que están en uno de los grupos alzados en armas o desaparecidos por los “para” o en algunas fosas comunes o perdidos en las profundidades de uno de tantos ríos donde descasan los cuerpos de los desaparecidos.