El goce del adicto
La droga opera mediante la a-dicción, con una lógica parecida, aunque tanto el suicidio, como las adicciones, son conductas fenomenológicas más que estructuras clínicas en sí mismas, por lo que pueden presentarse tanto en la neurosis, la perversión o la psicosis; es por ello, que se nos ha enseñado que las adicciones son más síntomas que trastornos en sí mismos o enfermedades propiamente dichas, como parecen asegurarlo las clasificaciones de trastornos mentales imperantes en la psiquiatría actual.
Los adictos, más allá de esa muerte brutal y estrepitosa que busca el suicida, para separarse del Otro, con un acto con el que lo contradice y lo tacha como Otro de la Ley, son quizás más solapados; ya que no hay un occiso sino alguien que se da por muerto, con el cuerpo degradado de un sujeto que se conecta con un goce directo, para rebelarse contra el Otro de la cultura, como agente que lo impele a renunciar al goce.
De manera su desafío hace que termine por meterse en una relación con la droga, la cual puede devenir insoportable y excesiva, en la que no hay postergación ni substitución posible, ya que la satisfacción no admite otra modalidad de goce, que no sea esa de gozar sin la necesidad de un Otro, lejos de un goce fálico.
El adicto se identifica en lo imaginario con un Amo, al creer poder controlarlo todo, entrar y salir del goce cuando quiera, sin que sepa que terminará arrastrado a la vorágine de su destrucción, al no poder romper el cristal de su madre-botella o desparramar a su madre-polvo, si no se logra en el análisis el encuentro la construcción de un síntoma-separador, con la ruptura de una compulsión a la repetición, signada por una muda pulsión de muerte, que lleva a una economía del goce, sin dejarse amordazar fácilmente, con sus excedentes y sus plus de goce, plaga que se ha acrecentado con la postmodernidad, así no sea un fenómeno novedoso, baste recordar a los poetas malditos del siglo XIX, ya que no es una patología deslindada del contexto cultural, en tanto no es una afección atemporal[1].
Para los adictos, la droga deviene en un objeto del que se tiene una necesidad imperiosa e indiscriminada, objeto más de la necesidad que del deseo, en seres que no toleran aplazamientos, ni la substitución de ese objeto por otro, fenómeno que parece diferenciarse de la variabilidad del objeto de la pulsión.
Así, las adicciones son el resultado de conductas repetitivas autoeróticas, causadas más por la pulsión que por el deseo, más en el campo del goce que del amor al objeto.
En esa situación, el sujeto se opaca tras un goce, que el adicto mismo no cuestiona, ligado a un objeto no muy circunstancial, que capta la atención desde lo imaginario del sujeto mismo, de tal forma que este se desvivirá, al morirse de ganas y de desesperación por conseguirlo, lo cual no deja de ser bastante patético; el adicto no repara en nada, en el momento de la abstinencia física pero más allá de ella, muchas veces, el mero hecho de contar con la droga puede apaciguar su ansiedad, sin siquiera haberla consumido, para producir una especie de goce extático, en el curso de los estados alterados de conciencia que la substancia logra producir, lo que ha llevado a algunos a considerar los psicoactivos, de esta naturaleza, como una especie de medicina sagrada, en un goce que se resiste a pasar por las horcas caudinas de la palabra.
Esa alteración de la conciencia puede devenir ella misma en goce, al desconectarnos de la wirlichheit y meternos en un dormir sin sueño, ya que Hipnos, el sueño, es hermano de Tánatos, la muerte.
El estado de inconsciencia nos priva de la angustia que implica pensar, lo cual puede resultar todo un ideal para los consumidores; lo que implica una regresión al narcisismo primario, como veíamos con André Green, a través del uso de hipnóticos, que nos privan del pensamiento, o de alucinógenos que nos hacen soñar sin estar dormidos, para entregarnos a una plácida irresponsabilidad frente a la ética del deseo y dormir en brazos de la realidad, en una especie de eternidad vivida por instantes, en un estado de discontinuidad, la cual deviene en otro objeto desechable, como tantos que abundan en el mercado, en un mundo en el que vivimos el momento fugaz e instantáneo, como forma de goce pulsional[2].
Miller llamará a este goce del adicto goce cínico, en tanto goce que no quiere saber de normativas ni de pérdidas, con todo el poder mortífero, que Eric Laurent encontrará en los verdaderos toxicómanos, en los que la droga vendría a operar como un comodín, como un suplefaltas[3]. Para este último, las adicciones llevan al sujeto más allá del principio del placer, por acción de la pulsión de muerte, en tanto y en cuanto se empieza por una adicción, que al no satisfacer nunca completamente, como clama lo real; el adicto pide más de ese objeto satisfactor de la oralidad.
Ello hace que el analista sea cuestionado por el paciente como lugar de Sujeto de Supuesto Saber, con un cuestionamiento similar al que hacen los perversos, de ahí la importancia de que el analista no caiga contratransferencialmente en moralinas, consejos y prohibiciones, ni en avalar ni ignorar este goce que tanto se resiste al proceso psicoanalítico, para que pueda realmente ayudarse, al adicto, a preguntarse por su síntoma y buscar la subjetivación de su sufrimiento, con una caída o un corte del objeto para que sea posible o no la instalación de un sujeto con su deseo.
En estos casos, prima la necesidad sobre el deseo, como si se tratara de un goce químico, en el que la substancia adictiva fuera la única alternativa posible, como si se tratase de unas decisiones forzadas: O la droga o la nada, algo que nos acerca sobremanera al autoerotismo, al goce de la no relación, pues a falta de la Cosa, la droga está ahí a la mano, como el dedo del feto o del bebé está allí, para ser succionado, con un casi absoluto control por parte del ser que se goza en sí mismo.
Muchas veces un paciente viene y se nos presenta de entrada con la frase:
-Soy un toxicómano.
O:
-Soy un homosexual.
Habremos de pensar que esas definiciones tan taxativas pueden ocultar serias resistencias a ir más hondo, al lugar donde se genera su terrible angustia.
Habríamos que buscar si esto obedece a una estructura fundamental, que el sujeto pretende negar de entrada con el rótulo con el que se nos presenta, con la que intenta obturar la búsqueda de un verdadera develamiento de su ser más singular, en la participación de una generalidad sólo aparente.
Pero en todos estos casos, en todas las estructuras, el psicoanálisis podría presentarse como un dispositivo que permite el despliegue del saber inconsciente que hay detrás de la fenomenología o los síntomas que aparecen, de tal forma que pueda descubrirse la relación del sujeto con su goce, con la esperanza de que éste llegue a condescender con el deseo, para que éste pueda limitarlo, al amar a alguien en la transferencia al que se le supone un saber.
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[1] Molero, R. La cuestión del goce en el drogodependiente.
http://www.robertomolero.com/Psicoanalisis/Drogodependencias.pdf
[2] Resumen de la intervención en el Grupo de Investigación en Toxicomanías y Alcoholismo, de la Sección Clínica de Barcelona, el 16 de Diciembre de 2009.
http://miquelbassols.blogspot.com/2010/03/un-dormir-sin-sueno.html
[3] Sagredo, E. Adicciones: la vida entre paréntesis.
http://www.querencia.psico.edu.uy/revista_nro7/estela_sagredo.htm