Guachalito
Despojado de las botas que cerraban el arrimo de mis pies al suelo, con las sensación húmeda de la arena, caminábamos mi sombra y yo por un sendero de playas dilatadas con el color de la canela en el tiempo de la marea baja, entonces, sonaron las olas al final de sus fárragos espumosos, bordeadas por cocotales de hojas verdes como sombreros de pava, uno sobre otro, y repletos de racimos de cocos de un color café amarillento. En el arenal se fue formando un tapete rojo de ojales espaciosos en movimiento tejido por los Diez Patas que asomaban y desaparecían en sus galerías, excavadas en la arena donde se protegían de depredadores y del desecamiento de sus caparazones, también se observaba una infinidad de bolitas negras de arena que formaron los cangrejos cuando succionaron el plancton que llegó con la marea alta y se quedó.
En el tiempo de estas playas, los pensamientos se callan, simplemente dejan de llegar a hacer preguntas tontas, por ellas se transita con el azulado infinito de una mar ondulada o a veces opacada por nubarrones, que como pedazos de tortillas redondas, viajan a poca altura anunciando una tormenta, y con el silente fluir del viento entre las hojas de las palmeras, con el canto monótono del mono aullador en celo, con la filas discontinuas de alcatraces o alcaravanes que rompen el lienzo del firmamento en una tarde de retornos en el ocaso.
-¡Fuera de Los ¡Buenos días!, o -las ¡Buenas tardes!, voceadas por uno que otro caminante, sola se queda la mar, las playas, los cocotales o los riscos marinos que emergen cerca de las orillas, o en los que allende, que no se ven, donde pescadores en sus canoas, con sus hilos de nailon y anzuelos atrapaban albacoras. Es el esplendor de un sendero que se sabe dónde empieza y donde puede terminar, un silencio acogedor en una inmensidad donde no hay necesidad de nada, ni de uno, pues no se existe, así de sencillo: atrás se quedó la batahola del progreso de una civilización que me devora.
De pronto, se llega al peñón, al saliente de rocas y árboles tercos que desvían el sendero a un túnel, perfilado por los arbustos del Pichinde y por la estatura de los caminantes, corredor que desemboca en el kiosco del viejo Marciano. Nadie de los que caminan aquellas playas, que van o que vienen, dejan de saludar al patriarca y dueño de las tierras que bordean la pequeña bahía que llamamos Guachalito, aquel que no es frecuente se acerca y se sienta en la banca continua que está alrededor de aquel kiosco redondo, techado con las hojas de la palma de la iraca. Todo el que llega, coloca sus posaderas donde quiere, todos son compadres, comadres, tíos o sobrinos, amigos, y cuando digo todos es porque son todos los días, allí llegan y se van las noticias de lo que acontece a lo largo de aquellas playas que se andan, se anidan en su sopor y que a veces refrescan los vientos del norte cuando les da por brizar; playas antiquísimas perdidas en la memoria de sus antepasados negros o indios.